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DÉCADAS

Ben y Clara Stein estaban hechos el uno para el otro. No llegaré a decir que habían nacido el uno para el otro, pero son tres cuartos de lo mismo. Me resulta imposible, incluso hoy, después de los quince años más o menos que han pasado desde que los conocí, pensar en ellos salvo como «los Stein».

No tengo ni idea de cómo ni dónde se conocieron, pero quizás fuera en una fiesta durante las vacaciones de Navidad; calculo que hacia 1955 o algo así. Por entonces, Clara estudiaba en el Bard College, adonde había llegado procedente del Bennington, adonde había llegado procedente del Antioch, adonde había llegado procedente del Brooklyn College. Todos aquellos traslados habían tenido algo que ver con el arte, es decir, Clara iba allí donde el arte era «posible». Vale, de acuerdo, tampoco sé qué significa eso. Había publicado poemas en varias revistas estudiantiles y en una de ellas un ensayo sobre los Nueve cuentos de Salinger, que le había reportado un premio de veinticinco dólares en libros. Era una chica de tez oscura, esbelta e hipernerviosa, cuyo padre creía que iba a acabar siendo maestra. La idea lo reconfortaba, aunque os aseguro que la habría mandado a la universidad independientemente de lo que pensara que ella quería ser, porque para su padre la universidad era buena, era como un día soleado o como los plátanos con nata. No le faltaba el dinero gracias a su negocio, que estaba relacionado con el equipamiento electrónico para los hospitales, y no le negaba nada a Clara.

Ben era estudiante de literatura inglesa en el Brooklyn College cuando conoció a Clara en aquella fiesta. Voy a situar su primer encuentro en aquella fiesta porque todas las fiestas universitarias son esencialmente iguales y por tanto así me ahorro el trabajo de describirla. Pero se conocieron, conversación en el rincón, café en el Riker’s, etcétera. Ben llevaba camisas de trabajo azules, chaquetas de tweed con coderas de cuero y bufandas largas enrolladas en torno al cuello y echadas al hombro. Su padre se dedicaba a algo. Da igual a qué se dedicara el tuyo, el suyo se dedicaba a esto: el lento paso de los años, marcado por Chevys destartalados y vacaciones febriles, las Series Mundiales de Béisbol y el antiácido Gelusil. Ben cursaba literatura francesa como itinerario secundario y leía a Apollinaire y Cocteau. El hecho de leer francés lo anglicanizaba un poco al estilo Ronald Firbank, y afectaba un hastío y una sensibilidad que resultaban dignos de verse en Flatbush y Nostrand. Tenía una mente veloz y arcana, de un cariz que hizo que Clara olvidara para siempre que alguna vez había admirado a Salinger. En alguna parte encontraron un sitio para estar solos, y en un par de meses Clara ya estaba embarazada. Ben se casó con ella, después de una larga y seria conversación con los padres de Clara, durante la cual agitó nerviosamente el pie, les dedicó su sonrisa compulsiva e hizo chistes desconcertantes acerca de W. H. Auden. El padre de Clara le estrechó la mano y los dos se quedaron así, sumidos en una desdicha sin palabras, riéndose cordialmente. El padre no entendía cómo Clara había permitido que aquel mentecato entrara en su cuerpo delgado y firme.

Conocí a Ben en una clase de civilización clásica del Brooklyn College. Por entonces, yo iba a la universidad gracias a la Ley de Veteranos de la Guerra de Corea, y mis amigos de la facultad eran ex soldados como yo, una panda mísera y patética como pocas. Ben era el primer no veterano que yo conocía que parecía tener algo que ver con lo que yo consideraba por entonces la realidad. Nos sentábamos al fondo del aula, componiendo sonetos obscenos, turnándonos para escribir versos alternos, mientras el resto de la clase tomaba apuntes incansablemente. No puedo explicaros de forma clara por qué asistía yo a la universidad: digamos que quería aprender latín. Pues bueno.

Ben y yo suspendimos aquel curso, pero a Ben, que estaba siendo mantenido por el padre de Clara, le entró el pánico. Tenía miedo de quedarse sin su estipendio mensual y de verse obligado a dejar los estudios o ponerse a trabajar. El lector necesita saber que en los años 50 Ben era miembro de una gran minoría de jóvenes que pensaban que la vida no existía fuera del mundo académico, es decir, que la vida dentro de la universidad era la vida real; fuera estaba aquella gente que hablaba con errores gramaticales y veneraba la bomba de hidrógeno. Dios sabe qué habrá sido de aquellos académicos; sólo sé lo que les pasó a Ben y a Clara. En cualquier caso, a mí no me importó mi suspenso, pero fue interesante ver la reacción de Ben a la mala nota: rogó, suplicó, repitió el examen y terminó el curso con un aprobado pelado. Cuando digo que fue interesante, quiero decir que pude ver que Ben no era la figura romántica byroniana por la que yo lo había tomado. De alguna manera, tenía una meta, había hecho —¿cómo llamarlo?— «una apuesta en la vida». Yo, en cambio, sigo más o menos buscándome a mí mismo, si podéis soportar esa expresión. Pero, bueno, eso no viene al caso; esta es la historia de los Stein.

Supongo que fue por entonces cuando conocí a Clara, la media naranja de Ben; la banalidad de esa expresión es, en el caso que nos ocupa, la perfección misma. La escena: un día caluroso de junio. Ben había obtenido permiso para hacer su examen de recuperación. Me invitaron a su apartamento para tomar una copa y cenar y «ver al bebé», Caleb. Por entonces, yo salía con una chica que colaboraba habitualmente con la revista literaria del Brooklyn College y cuyo padre era delegado de lo que solía ser una sección sindical comunista. La chica en cuestión leía The Worker y me intentaba hacer leer las novelas de Howard Fast. Si ha seguido el patrón típico de su generación, se habrá casado con un farmacéutico y vivirá en Kips Bay; pero en aquella época era mi amante, o, permítanme que lo escriba así, Mi Amante. ¡Qué flagrantemente serios éramos! Lona llevaba el diafragma en el bolso y descubrimos que John Ford era un gran artista. Fuimos juntos a ver a los Stein en su apartamento de Marine Park.

Los vasos más exquisitos, altos y finos como el papel, llenos de café Medaglia d’Oro helado y con nata montada encima. Coñac Hennessy de cinco estrellas. Aguacates cortados en tiras con rodajas de lima. Pan de centeno firme y salado con queso Brie. Con mi camisa caqui descolorida, con un desgarrón en el hombro allí donde me había arrancado de mala manera el parche que antaño me había identificado, comí y bebí y entendí por qué a Ben le había preocupado tanto su nota. Clara dejó claro que el Hennessy era un regalo de su padre, que al parecer servía para poco más.

—¡En su puñetero Cadillac con aire acondicionado!

—¿Qué más? —dijo Ben.

—De gustibus.

Lona estaba soltando su arenga sobre las bellas simetrías de Costa bárbara, Ben se estaba ventilando el coñac y el bebé estaba llorando. Hablamos de Charles Olson, a quien yo apenas conocía. Clara pensaba que era «una puta mierda», un Ezra Pound falso: lo conocía del Bard o de Benington o de algún sitio. Norman Mailer también era «mierda», igual que el partido comunista, Adlai Stevenson, la paz, la guerra y Ben. Ben se estremeció un poco y dijo, ¿Cla-ra, Claa-ra, Claaa-raaa? En la puerta, Ben me enseñó una grieta que tenía en la suela del zapato para demostrarme su penuria. Pronto me di cuenta de que Ben siempre estaba sin blanca; es decir, esa era su máscara. Hablando en términos financieros, su vida era notablemente estable; pero siempre estaba sin blanca. Conseguir aquella actitud era un talento que tenía la clase social de Ben, una actitud que ha persistido e incluso se ha refinado. Por entonces, yo era lo bastante ingenuo como para pensar que para estar sin blanca había que no tener dinero.

Lona y yo nos separamos poco después. Recuerdo que por la tarde cogí un ferry y, antes de que terminara el día, acabé en el Luigi’s, un bar situado cerca de la universidad, donde me emborraché con la oferta de Kinsey y cerveza. Triste, triste, quería estar triste. Era delicioso.

Pasó un tiempo y les perdí la pista a los Stein. Ben se había licenciado y Clara, el bebé y él se habían marchado de la ciudad; Ben había cogido un puesto de profesor asistente en el Medio Oeste. Yo había dejado la universidad y estaba trabajando en una fábrica de Pearl Street, operando una prensa troqueladora que producía juntas y manguitos de Teflón. El trabajo me agotaba, pero me reconfortaba el hecho de que me dejara la mente libre para escribir. Por supuesto, si uno tiene la mente demasiado libre mientras opera una troqueladora, ya se puede despedir de un dedo o dos. Pero yo vivía atrapado por la mitología del escritor pobre en América; con la distancia que da el tiempo, me doy cuenta de que también contribuí un poco a aquel mito. No es un consuelo, ¿pero qué es entonces? Por las noches intentaba penosamente escribir una novela gigantesca y difícil, De incendios parciales, que ya hacía tiempo que se me había ido por completo de las manos, pero que yo insistía en pensar que me iba a labrar una reputación. No sé qué más hacía. Tuve una aventura con una chica que trabajaba en la oficina de la fábrica y que miraba mi manuscrito con temor; veíamos un montón de películas juntos y después íbamos a mi apartamento de Coney Island Avenue y hacíamos el amor. Ella se marchaba a medianoche; yo la acompañaba al metro y luego volvía a casa para observar la densa prosa que había compuesto la noche anterior. Creo que nunca he estado tan cerca de la desesperación.

De pronto, los Stein volvieron, sólo para pasar un verano. Ben iba a trabajar en un programa teatral al aire libre destinado a llevar la cultura a alguien bajo la guisa de versiones en demótico de comedias de la Restauración. Casi todos los sábados íbamos a la playa en el coche de Ben. June, mi amante, no soportaba a los Stein, y ellos la consideraban una cateta graciosa. Clara se deleitaba haciéndole a June preguntas como por ejemplo cuál de los Cuartetos le gustaba más. Ben bebía cantidades ingentes de vodka con zumo de naranja, igual que yo. Un día me despidieron por tomarme tres lunes seguidos libres y tuve la suerte de conseguir el subsidio de desempleo. El sábado siguiente, June me pegó con su bolsa de la playa cuando la llamé «pequeña rosa polaca» y se fue llorando a coger el autobús. El resto del día, Clara pareció contenta y de buen humor, y al atardecer fuimos a nadar juntos y nos alejamos bastante de la playa. Aquel día, Ben me pareció el hombre más afortunado del mundo.

Hacia el Día del Trabajo, Ben se lió con una chica llamada Rosalind, una flautista que asistía a la Juilliard. Se pasaba las tardes con ella en su loft de la calle East Houston. Clara no decía nada, pero empezó a tomar Dexedrina en grandes cantidades y a hacer comentarios sobre mi atractivo sexual cada vez que Ben prestaba atención. Ben hacía muecas y decía: «¿Claa-raa, Claaaraaaa?». Un día en que Rosalind había venido a la playa con nosotros y Ben y ella se habían ido caminando hasta la orilla, cogidos de la mano —¡amor inocente!— y recogiendo conchas, me acerqué a Clara y la besé y ella me abofeteó y me arañó la cara. Estaba temblando y ruborizada.

—¡Asqueroso de mierda! ¡Cabrón asqueroso de mierda! — Pero no le dijo nada a Ben, como si la hubiera oído.

Cuando en septiembre los Stein se volvieron a su vida del Medio Oeste, Rosalind se fue con ellos. Oí que Ben se había saltado la isleta en una autopista de ocho carriles y había estado a punto de matarlos a todos. No puedo concebir que fuera otra cosa que un accidente; tenía a Rosalind, tenía a Clara y tenía dinero. Creo que más o menos por aquella época conseguí otro trabajo, de despachador de camiones para una compañía de jabones ubicada junto al North River. El capataz no paraba de contarme que solía tirarse a su mujer todas las noches hasta hacerla llorar de placer histérico. Me encantaría poder decir que lo que me contaba el capataz era verdad, pero no. Mentía desesperadamente, casi con gallardía, viendo descender todas las tardes el sol sobre la fealdad del norte de Nueva Jersey mientras esperábamos que regresaran los camiones.

De vez en cuando, una de aquellas viejas cafeteras se averiaba en las afueras de Paterson o de Hackensack y nos tocaba esperar varias horas ya de noche a que llegara para poder marcharnos. Entonces el capataz mandaba a buscar bocadillos y café y me hablaba de las piernas y el culo increíbles que tenía alguna chati y de «todo lo demás» que había visto en alguna parte, donde fuera. Los ojos se le abrían mucho a causa de aquella nostalgia notablemente precisa de algo que no había sucedido. Una vez, me inventé y le conté una escena de alcoba descabellada que yo había tenido con una «tía buena y muy loca» que estaba casada con un buen amigo mío. Mientras desgranaba los detalles de aquella mentira, me di cuenta de que estaba visualizando a Clara Stein. De manera que ya podéis ver el punto al que había llegado.

Mi novela estaba terminada y emprendí el proceso de volver a mecanografiar el manuscrito sin pulir, al que me gustaba pensar que le había dado todo. Empecé a frecuentar los mismos bares a los que había ido antes de empezar a trabajar en el libro, y en ellos oí varios informes acerca de los Stein. Ben, Clara y Rosalind habían intentado que funcionara su trío, pero no había manera, y Ben se había marchado con Rosalind a Taos, donde ella lo había dejado por el propietario de una cadena de supermercado de Oklahoma que tenía la mayoría de las acciones de dos de las galerías de Taos. «¡Montañas, montañas, traedme más montañas!», les ordenaban sin duda los directores de las galerías a sus hordas de pintorzuelos rústicos. Luego los Stein volvieron a juntarse y Ben dejó embarazada a Clara, para demostrar su amor o su hombría o su desprecio. Más o menos por la misma época en que oí aquella historia, los Stein volvieron a Nueva York para que Clara abortara. Al padre de ella no le gustaba la idea, pero el aborto, si se hacía en el momento oportuno… era igual que la universidad o el sol, era bueno. La visita de los Stein fue fugaz y no llegué a verlos, aunque sí que hablé brevemente con Ben por teléfono. Despreciaba al feto condenado tanto como despreciaba a Clara y a sí mismo. O por lo menos esa es la impresión que me llevé. Pero quizás me equivocara, quizás Ben simplemente estuviera nervioso.

Había terminado mi novela y se la mandé a un editor de una de las grandes editoriales, un hombre al que había conocido unos años atrás en una de mis «meriendas» de profesores de literatura inglesa. El editor era corpulento y renqueaba, y los martinis con vodka le habían impedido tener una carrera brillante. Almorzamos en uno de aquellos pequeños restaurantes-bar franceses de la zona de la Cincuenta Este, un detalle que recuerdo con mucha claridad porque dos mujeres y un hombre de la mesa vecina a la nuestra estaban hablando borrachuzamente pero en serio de sus aventuras sexuales del fin de semana anterior. En cualquier caso, De incendios parciales era demasiado larga, estaba demasiado atiborrada de tramas, en realidad eran dos novelas, los personajes estaban sin desarrollar y no resultaban convincentes, a excepción de la mujer que estaba casada con Jerry, ¿cómo se llamaba? Quizá si la reescribiera… Me fui a casa embotado por la borrachera e hice pedazos el manuscrito. Mi sensación de alivio fue casi igual de grande que el día en que se había marchado de mi vida mi rosa polaca. Ahora me sentía libre para… hacer cosas. Para hacer cosas.

Una de las primeras cosas que hice fue conocer, en una fiesta en honor de alguien que había hecho una lectura en el YMCA, a una chica realmente encantadora que estudiaba yoga y escribía unos poemas que eran un festival de nombres abstractos, todos desgranados con una meticulosidad métrica digna de John Betjeman. Vivía en un apartamento hermosamente amueblado de Saint Marks Place, al que me mudé con ella poco después de que se nos pasara la lujuria inicial. Justo antes de dejar mi trabajo en la compañía de jabones, le pedí que me recogiera un día a la salida del trabajo, a fin de poder exhibirla delante del capataz. Aquellas pequeñas crueldades vuelven ahora a menudo para atormentarme. Me gusta considerarlas simples aberraciones, o desvíos del camino verdadero.

De manera que Lynn me mantenía. Mientras ella estaba en el trabajo —digamos que trabajaba en una editorial donde su inteligencia se revelaría pronto—, yo paseaba mucho, tomaba cafés e iba al cine. De vez en cuando, escribía poemas en la Olivetti de ella, una máquina que tiene el talento de hacer que todos los poemas parezcan de aficionado, o bien cogía los poemas de Lynn y trataba de rehacerlos con rimas distintas. Lynn era un hacha con las rimas.

En mi paz inquieta, después de llevar a cabo mis paseos o mi mecanografiado del día, y mientras esperaba a que Lynn llegara a casa, me acordaba a menudo de los Stein, y me preguntaba qué tal le caería Lynn a Clara o, mejor dicho, me preguntaba cómo de mal le caería. Lynn llegaba entre las cinco y media y las seis, con algún detallito para «animar» la casa, como si aquellas cosas pudieran alejar Nueva York, que acechaba al otro lado de las ventanas. Traía flores, o un jarroncito japonés; a veces un pastel del Sutter’s; o un farolillo de papel para iluminar la cena de linguini y salsa de almejas que nos comíamos ya tarde, el Chablis y las peras de Anjou. Hablábamos de arte y de cine y de sus poemas. Ya casi había juntado su primer poemario y se estaba planteando publicarlo de forma privada en una pequeña edición en offset. Uno de los hombres del departamento de arte (qué expresión tan admirable) de la oficina le iba a hacer un dibujo para la cubierta; y era muy bueno. ¿Cómo iba a ser, si no? ¿Alguien conoce a un artista malo?

Una tarde me emborraché mucho en el Fox’s Corner, un bar —ya desaparecido— de la Segunda Avenida frecuentado por jugadores profesionales y apostadores de las carreras de caballos. Si lo recuerdo es porque fue el día en que mataron a Kennedy en Dallas. Cuando llegué a casa, Lynn me estaba esperando con la tele y la radio encendidas, la cara seria y pálida y el cenicero lleno de sus Pall Mall a medio fumar. Me miró, compungida, como si se hubiera muerto alguien que la quería. Por alguna razón, aquello me excitó sexualmente y me arrodillé delante de ella y me puse a subirle la falda por encima de los muslos, abriéndoselos con delicadeza. Ella me apartó las manos de un bofetón y se puso de pie.

—¡Dios mío! ¡Estás borracho! ¿Estás borracho y no te das cuenta de nada? ¿Es que no sabes lo que ha pasado? ¡Han matado a Kennedy! ¡Kennedy está muerto!

Estaba encolerizada y eso me molestó hasta lo indecible; me molestó hasta la locura. Sonriendo con una vaga imitación del rictus compulsivo de Ben, decidí mostrarme despreocupado; ah, despreocupado, desenfadado, jocoso.

—Ya, bueno, ¿pero qué ha hecho Kennedy por la novela?

Supongo que Lynn hizo bien en pegarme; hasta los idiotas son capaces de mostrar lo que supongo que consideran cierta dignidad. De manera que ahí se terminó aquella aventura. Sólo se nos permite ridiculizar nuestras propias muertes. Me marché al día siguiente, mientras Lynn estaba en el trabajo, y dejé mi llave en el buzón, envuelta en un papel en el que había escrito: Ars gratia artis.

Conseguí otro trabajo de secretario/mecanógrafo en una pequeña imprenta y me acomodé en un apartamento nuevo de la Avenida B, cerca del cine Charles. Una noche en una fiesta, un borracho me contó que Ben y Clara y una estudiante de arte se habían montado un nidito los tres juntos. Ben estaba trabajando en su doctorado, un estudio de las relaciones entre las canciones de las obras de Shakespeare y los coros del teatro griego, y ahora vivían en Cambridge. Su hijo, Caleb, estaba en un internado —demasiado tarde para que importara, claro—; Ben estudiaba, escribía y bebía; la estudiante de arte pintaba y bebía; y Clara… no me imaginaba qué debía de hacer Clara. La única imagen que yo me formaba mostraba a Clara y a la estudiante de arte rodeándose mutuamente las cinturas con los brazos y entrando dando tumbos en el dormitorio mientras Ben gruñía: ¿Claa-ra, Claaa-raaa? y le daba al bebercio.

Poco después, conocí a una chica que había conocido a Clara en el instituto y me contó que Clara le hablaba a menudo de mí en sus cartas; me quedé conmovido. Aquella misma semana, fuimos al New Yorker y vimos por séptima vez La gran ilusión, luego cogimos un taxi hasta mi casa. El viernes siguiente, me llamó para preguntarme si me gustaría que viniera a pasar el fin de semana conmigo y le dije que me parecía bien. Cuando llegó, traía un pastel de Jon Vie y una vela de color verde azulado que estaba «hecha a mano». Mientras hacíamos el amor aquella noche, se echó a llorar y pensé en el capataz y en su mujer de fantasía. Quizás a fin de cuentas me había estado contando la verdad.

En los años siguientes, se mezclan cosas completamente dispares, todas las cuales, sin embargo, son esencialmente la misma. Mi chica Jon Vie me plantó una noche en un bar después de que me pusiera a insultarla porque no dejaba de hablarme sin parar de Saul Bellow.

—Vete a la mierda, tú y tus escritores judíos —le dije, o algo equivalente—. Esos escritores judíos no nos representan a los proletarios y a la clase obrera. —No sé por qué le dije aquello: no tengo nada contra Saul Bellow; ni siquiera lo he leído.

Más o menos en la época de aquella rajada, empecé a escribir otra vez, pero me resultó poco satisfactorio, tanto el acto en sí como el producto. Se me ocurrió escribir una historia de detectives y ganar el bastante dinero para dejar el trabajo y mudarme a alguna parte, pero no conseguí pasar del primer capítulo. Lo que me hizo abandonarlo todo fue una revista que me encontré un día en la librería de la Calle 8; en ella venía un poema de Benjamin Stein. No me acuerdo del poema entero, pero estaba forjado con un lenguaje curioso y afectado, una especie de argot vanguardista que por entonces abundaba mucho. Los primeros versos decían así:

Yo te toco y tú me

tocas, tu panza y la mía

tenía razón el viejo Catulo

un millón de besos…

En la página de colaboradores decía que el señor Stein era un «ex profesor de literatura inglesa que ahora vivía en la Bahía de San Francisco con su mujer y su hijo». No soy capaz de expresar la sensación de derrota que aquel pequeño poema me infundió en el espíritu. Entendí, eso sí, que mi abortado «regreso a la escritura» presentaba afinidades muy estrechas con aquella basura ridícula de Ben.

Al día siguiente, ya no volví al trabajo, ni al otro, y luego fui a recoger lo que se me debía y a decirle al jefe que me tenía que ir a Chicago por una emergencia familiar. Viví con frugalidad de un dinero que tenía ahorrado, al que se añadían trabajillos ocasionales de corrector freelance; me asomaba a la ventana y componía mentalmente cientos de cartas a Ben y Clara. Pero eran imposibles de escribir, ya que necesariamente tendrían que estar llenas de nada que contar. Supongo que me avergonzaba un poco de mí mismo.

Unas seis semanas antes de que se me terminaran los ahorros, me metí en una conversación ridícula con un idiota al que conocía desde hacía años. Él me estaba invitando a las copas y yo, con sinceridad de gorrón, no paraba de decirle, a medida que nos emborrachábamos, que no le podía devolver la invitación. De alguna manera, hicimos planes para colaborar en una obra de teatro que explotara la vertiente ridícula de los hippies. «¡Un exitazo, colega, un exitazo! ¡Quizás hasta podamos conseguir una puñetera beca y hacerla en los parques!» De forma que nos hicimos colaboradores y me mudé a vivir con él después de explicarle mi lamentable estado financiero. En fin, no quiero dar detalles, pero empecé a montármelo con su chica, que siempre estaba convenientemente en casa cuando no estaba él. Era una auténtica chica de anuncio de cereales, dientes blancos, ojos azules, pelo soleado estilo California; oh, Dios mío. Por supuesto, ella le contó nuestras infidelidades después de que una noche nos peleáramos amargamente por el valor artístico real de los Beatles. ¡Los Beatles! Ya podéis ver que yo había llegado más allá de la simple tontería.

Mi amigo me echó de casa y alquilé una habitación por semanas en el Hotel Albert hasta que conseguí reunir las agallas para escribir a Ben y pedirle el dinero suficiente para pagar la fianza y el primer mes de alquiler de un piso estrecho en la Avenida C. Mientras le escribía, caí en la cuenta de que no tenía a nadie más a quien escribir. No esperaba que me mandara el dinero, pero dos semanas más tarde me lo mandó, un giro postal por ciento cincuenta dólares y una nota: Paz. La carta tenía matasellos de Venice, California, otro enclave del batallón perdido. Me mudé al piso nuevo, empecé a hacer trabajos temporales de oficina y recuperé parte de mi solvencia. Hasta conseguí mandar a Ben diez o quince dólares semanales para pagar la deuda. Pasaron unos meses, durante los cuales no supe nada de Ben ni tampoco de Clara. Mi experiencia me había permitido obtener otro trabajo de despachador de camiones para una compañía de publicidad por correo directo de la Cuarta Avenida, a unas cuantas manzanas al norte del Klein’s. Me encargaba de los camiones que hacían los trayectos diarios a las oficinas de correos, y ejercía un poco de capataz del constante ir y venir de personal. Como despreciaba a la dirección tanto como los trabajadores me despreciaban a mí, el trabajo era una pesadilla, y empecé a pasarme la hora del almuerzo bebiendo en un bar de la Calle 14. Las tardes me las pasaba en una neblina borrachuza de sudor, palabrotas y gritos. Por aquello cobraba cuarenta y ocho dólares semanales.

Una tarde me llamó al trabajo Clara. Me preguntó si quería tomar una copa con ella después del trabajo; alguien le había dicho dónde trabajaba yo y se le había ocurrido que… Su voz era gentil, casi gentil, y también, me pareció, resignada. Ben estaba haciendo lo que siempre había querido hacer, escribir. Era feliz. ¿Acaso les importaba a Clara o a él que fuera mal escritor? ¿Acaso le importaba a alguien? Quedamos en encontrarnos a las cinco y media en un pequeño bar de University Place.

Cuando llegué, Clara ya estaba en la barra, ventilándose el que parecía ser, a juzgar por sus modales, su tercer Gibson. Iba veraniega y bronceada con un vestido amarillo, sandalias amarillas y el pelo recogido. Me pedí un bourbon con soda y me senté en el taburete contiguo al suyo, dándole a su muñeca lo que confié que fuera un simple apretón de amigos. Cómo me despreciaba a mí mismo. ¿Qué debí decirle? Es asombroso que sea completamente incapaz de recordar nuestra conversación. Bueno, tenéis que recordar que ya estaba medio beodo cuando llegué allí, y los bourbons que me bebí después tampoco ayudaron a quitarme la borrachera. Es extraño que sea así, que no pueda recordar nada de lo que se dijo, ya que aquella fue seguramente una de las conversaciones más importantes de mi vida; es decir, si estáis dispuestos a aceptar que mi vida ha tenido alguna importancia. De camino al bar, me había decidido a preguntarle a Clara si estaría dispuesta a «estar» conmigo durante su estancia en la ciudad. Luego ya veríamos; ya veríamos lo que pasaba. Dios sabe que yo no era peor que Ben; en cierto sentido, era mejor. Me había quedado en la ciudad, había aguantado allí, no me había engañado a mí mismo pensando que era escritor. En suma, había dado la cara. No creo que me considerara un fracasado; tampoco lo pienso ahora, claro. Pero sí que he llegado a ser consciente de que hay ciertas opciones, digamos, que me están negadas. Los círculos artísticos sofisticadamente desarrapados de Nueva York están llenos de gente como yo, gente lo bastante amable como para mentir sobre tus posibilidades con la certidumbre implícita de que tú les mentirás sobre las suyas. Ciertamente, si todo el mundo dijera la verdad, en todos aquellos bares y lofts, en todas aquellas fiestas e inauguraciones, casi todo el Downtown de Manhattan desaparecía en un aterrador destello de odio, repugnancia y autodesprecio.

Bueno, hablamos de Ben, eso está claro. Ah, qué maravillosamente borrachos nos estábamos poniendo, mirándonos el uno al otro con aquellas gafas de color rosa que llevan todos los bebedores. Ben había vuelto a dejar a Clara y se había ido a una comuna de Colorado con una jovencita a la que había conocido en un concierto de rock en Los Ángeles. Debí de preguntarle sutilmente a Clara por sus sentimientos al respecto; o sea, quería saber si le importaba y si quería volver con él. La recuerdo allí mirándome, con las piernas cruzadas, rozándome el tobillo con una pierna cada vez que la meneaba de adelante atrás, con el frágil vaso en los labios. Oh, no lo sé. No sé cómo lo dije, cómo dije lo que fuera. Seguramente debió de ser algo parecido a «¿Por qué no lo intentamos un poco? ¿Unos días?». Lo que en realidad quería decirle era: «Tu vestido amarillo. Tus sandalias amarillas. Tu piel oscura y dulce. Tus piernas. No me importa Ben y no me importa nada más que tú». Pero sí que la recuerdo diciendo: «Vamos a mi hotel. Es lo que quieres, ¿verdad? ¿No es lo que quieres?». Y también que le dije algo así como (oh, estaba decidido a obligarla a estropear nuestras posibilidades, si es que teníamos posibilidades): «No pasa nada, ¿verdad? Por Ben, quiero decir».

De camino al Fifth Avenue Hotel, compré una botella de Gordon’s y nos pusimos a beber nada más llegar a su habitación; sin hielo ni soda, sólo la ginebra áspera y caliente directamente de la botella. Le puse la botella en la boca mientras ella dejaba caer a sus pies el vestido y la media enagua.

Hicimos el amor bajo la ducha, serpenteando y empujando y estremeciéndonos en medio de aquella espuma flotante de agua caliente que parecía estar poniéndome más borracho. Clara se apoyó en los azulejos de porcelana de la ducha, inclinada hacia delante, y yo me puse detrás de ella, con los ojos cegados por los chorros de agua y su calor metálico en la boca abierta.

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9788412083392
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