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Capítulo XIII

Era el momento, como había escrito sir Austin, de la edad magnética: la edad de la atracción violenta, cuando oír hablar del amor es peligroso, y verlo, la transmisión de la enfermedad. Los habitantes de Raynham fueron avisados por el baronet, y criticaron duramente su reputación de sabio por las órdenes que creyó adecuado difundir con el mayordomo y el ama de llaves a los demás criados, para evitar que su hijo contemplara algún indicio de pasión. Despidieron a un criado y a dos criadas cuando Benson informó que estaban inmersos o inclinándose hacia ese estado, tras lo cual renunciaron una cocinera y una lechera, aseverando que «no es que desearan hombres jóvenes, sino que era intolerable ser vigiladas por un vejestorio», refiriéndose a que el mayordomo «era demasiado para una cristiana», y se mostraron muy mezquinas al desviarse a la calamidad marital de Benson, dando a entender que algunos hombres dan con la horma de su zapato. La vigilancia de Benson se volvió tan insoportable que Raynham se habría quedado sin sus mujeres si Adrian no hubiera intervenido, advirtiendo al baronet de la mano dura que ejercía el mayordomo. Sir Austin lo reconoció con desánimo.

—¡Solo demuestra —dijo, con su espíritu de justicia— que es imposible legislar donde hay mujeres!

—Sí —dijo Adrian, cuya discreción era maravillosa.

—No pasear en parejas —siguió el baronet—, no besarse en público. Ningún chico debería ser testigo de esas cosas. Cuando los dos sexos están juntos, se comportan como idiotas, y cuando están sobrealimentados, maleducados y desocupados hay que tomar cartas en el asunto. Que se sepa que solo quiero discreción.

Se ordenó, por tanto, que la discreción reinara en la abadía. Bajo la tutela de Adrian hasta las más bellas criadas adquirieron esa virtud.

La discreción también se mantenía en la parte superior de la casa. Sir Austin, que parecía no darse cuenta del caso del vicario de Lobourne, había pedido a la señora Doria que prohibiera, o al menos lo disuadiera de sus visitas, pues el hombre era un mar de suspiros.

—¡De verdad, Austin! —dijo la señora Doria, sorprendida de encontrar a su hermano más despierto de lo que suponía—. Nunca le di esperanzas.

—Házselo ver, entonces —respondió el baronet—, házselo ver.

—Es que me entretiene —dijo la señora Doria—. Sabes que las criaturas inferiores tenemos aquí pocos pasatiempos. Confieso que preferiría un organillo; me recuerda la ciudad y la ópera, y toca más de una melodía. Sin embargo, ya que piensas que mi compañía es mala para él, no vendrá más.

Con la devoción propia de una mujer, esperaba paciente el momento en que se hablara de su hija Clare y de su futuro. El corazón maternal de la señora Doria ya había prometido a los dos primos, Richard y Clare; los veía casados y con hijos. Por eso cedía el paso a los placeres, por eso se encerraba en Raynham, por eso soportaba un millón de tonterías, exacciones, inconvenientes, cosas abominables para ella, y Dios sabe qué formas de tortura y abnegación, con la sonrisa de la más voluntariosa mártir: una madre con una hija que casar. La señora Doria, una viuda agradable, se habría casado de no ser por su hija Clare. Tenía un pelo que a cualquier mujer le encantaría tener. Era el tema de su criada: la aureola natural de su cabeza. Era feliz, ingeniosa y lo suficientemente joven para exigir un destino, ¡y renunciaba a todo por su hija! Sacrificaba, con unas tijeras heroicas, pelo, ingenio, alegría… ¡No conviene enumerar más, pero podríamos seguir! Y era única entre un millón, un millón que no obtenía recompensa del héroe, pues estima el aplauso, la condolencia, la compasión y el honor. ¡Ellas, pobres esclavas, solo deben buscar la oposición de su sexo y el desprecio del nuestro! ¡Oh, sir Austin! ¡De no haber estado tan ciego, qué aforismo podría haber redactado con ese punto de vista! A la señora Doria le dijo con frialdad, de hermano a hermana, que en la edad magnética su hija no era bienvenida en Raynham. En lugar de ofenderse, su pensamiento fue la montaña de prejuicios contra los que tenía que luchar. Hizo una reverencia y dijo que Clare necesitaba el aire del mar; no se había recuperado de aquella aciaga noche. ¿Cuánto, quería saber la señora Doria, iba a durar el peculiar período?

—Eso depende —dijo sir Austin—. Un año, quizá. Acaba de entrar en él. Me dolerá perderte, Helen. ¿Cuántos años tiene Clare?

—Diecisiete.

—Está en edad casadera.

—¿Casadera, Austin? ¡Tiene diecisiete años! Ni se te ocurra decir eso. No le robarán la juventud a mi hija.

—Nuestras mujeres se casan pronto, Helen.

—¡Mi hija no!

El baronet reflexionó un momento. No quería perder a su hermana.

—Con esa opinión, Helen —dijo—, quizá podamos arreglárnoslas para que te quedes con nosotros. ¿Qué te parecería mandarla unos meses a alguna institución, para aprender disciplina?

—¿A un sanatorio, Austin? —gritó la señora Doria, tratando de controlar su indignación.

—A algún selecto seminario, Helen. Existen.

—¡Austin! —exclamó la señora Doria, luchando contra las lágrimas—. ¡Es injusto! ¡Absurdo!

El baronet creía natural pensar que Clare debía ser estudiante o esposa.

—No puedo dejar a mi hija. —La señora Doria tembló—. Adonde vaya, voy yo. Soy consciente de que es la única de nuestro sexo, sin ningún valor para el mundo, pero es mi hija. Ya me encargaré, querido, de que no tengas queja de ella.

—Creía —dijo sir Austin— que estabas de acuerdo conmigo en la educación de mi hijo.

—Sí, en general —dijo la señora Doria, y se sintió culpable de no habérselo dicho antes y fuera demasiado tarde, que había creado un ídolo en su casa.

¡Un ídolo de carne y hueso! Más vengativo y abominable que uno de madera, de metal o de oro. Pero también ella se había sometido al ídolo. Se había visto obligada a llevar servilmente a cabo su proyecto. Había (lo percibía vagamente) cometido un grave error de táctica, enseñando a su hija a someterse al ídolo. Richard tomaba ese tipo de amor como un tributo. Era indiferente a los suaves ojos de Clare. El beso de despedida fue tan rápido y frío como su padre deseaba. Sir Austin elogió su proceder varonil, pero Richard sentía vacía su elocuencia; los intentos de ser su compañero, incómodos; sus aspiraciones y la vida misma, vanas e inútiles. ¿Con qué fin?, suspiraba el joven estéril, y lo gritaba cuando se libraba de la compañía de su padre. ¿Para qué servía? Hiciera lo que hiciese, escogiera el camino que escogiese, todos llevaban a Raynham. Hiciera lo que hiciese, por miserable y obstinado que se mostrase, confirmaba las previsiones de sir Austin. Tom Bakewell, el sirviente del joven, le entregaba al baronet un informe, junto con Adrian, de las acciones de su joven amo, y, aunque no había nada malo, Tom aclaró:

—Le gusta galopar como el fuego todos los días hasta Pig’s Snout —nombró el monte más alto del vecindario—, y quedarse allí contemplando el paisaje sin moverse, como un loco. Y luego vuelve triste, como si hubiera perdido una carrera.

—¡No hay ninguna mujer detrás de eso! —caviló el baronet—. Habría vuelto con el mismo brío —reflexionó el profundo humanista científico— si se tratara de una mujer. Evitaría los espacios abiertos, y buscaría la soledad y las sombras para ocultarse. El deseo de distancia anuncia vacío y hambre sin propósito; pero si el corazón está poseído por una imagen, escapamos al bosque, como los culpables.

El informe de Adrian acusaba a su pupilo de un extraordinario acceso de cinismo.

—Exacto —dijo el baronet—. Como predije. Un período de apetito insaciable viene acompañado de un paladar exigente. Solo la quintaesencia de la existencia y esos suministros inagotables satisfarán sus ansias, ¡que no debemos alimentar! De ahí esa amargura. La vida no puede proveer a un apetito como el suyo. La fuerza y la pureza de sus energías han alcanzado una altura casi divina, y vagan en lo vano. Poesía, amor, son drogas similares que la tierra ofrece a los elevados espíritus, como el libertinaje a los más viles. Es un signo, esta amargura, de que no está sujeto a los empirismos que hoy circulan. ¡Debemos mantenerlo libre de ellos!

Era más fácil que los Titanes arrasaran el Olimpo. Sin embargo, aún no se podía decir que hubiera fracasado el sistema de sir Austin. Al contrario, había criado a un joven apuesto, inteligente, bien educado y, observaban las damas con énfasis, inocente. ¿Dónde, se preguntaban, podría encontrarse otro joven así?

—¡Oh! —dijo la señora Blandish a sir Austin—. Si las mujeres pudieran unirse a hombres inmaculados, ¡qué distintos serían los matrimonios! La que haga de Richard su marido será una mujer realmente feliz.

—¡Muy feliz, en efecto! —era la respuesta mordaz del baronet—. Pero ¿dónde encontraré a su igual y su pareja?

—Yo de niña era inocente —dijo la dama.

Sir Austin se reservó su opinión.

—¿Acaso cree que ninguna niña es inocente?

Sir Austin, galante, así lo pensaba.

—No es que no lo sean —respondió la dama—. Pero son más inocentes que los chicos, estoy segura.

—Por la educación, señora. Ya ve lo que un joven puede ser. Quizá, cuando se publique mi sistema, o más bien, para ser humilde, cuando se practique, volveremos al equilibrio con jóvenes virtuosos.

—Es demasiado tarde para mí —dijo la dama, haciendo un mohín y riéndose.

—Nunca es tarde para que la belleza despierte al amor —respondió el baronet, y siguieron charlando de nimiedades.

Se acercaban a la pérgola de Dafne. Entraron y se sentaron a saborear el frescor del atardecer de verano.

El baronet parecía de humor para bromas corteses; la dama, para hablar de asuntos serios.

—Podré creer de nuevo en los caballeros del rey Arturo —dijo—. Cuando era niña, soñaba con un caballero.

—¿En busca del Santo Grial?

—Por ejemplo.

—¿Y mostró su buen gusto de hacerse a un lado para dejar paso al más tangible santo Blandish?

—Claro, si ese es su punto de vista —suspiró la dama, algo molesta.

—Solo puedo juzgar a nuestra generación —dijo sir Austin, con un deje de homenaje.

La mujer abrió la boca:

—O somos muy fuertes o ustedes muy débiles.

—Ambos, mi señora.

—Pero, sea lo que sea, cuando somos malas, ¡somos malas! Amamos la virtud, la verdad y las almas elevadas de los hombres, y, cuando encontramos esas cualidades en ellos, somos constantes y lo daríamos todo por ellos. ¡Ah, conoce a los hombres, pero no a las mujeres!

—¿Los caballeros con esas distinciones deben ser jóvenes, presumo? —dijo sir Austin.

—¡Viejos o jóvenes!

—Pero, si son mayores, ¿de veras pueden conseguir algo en la vida?

—Son queridos por lo que son, no por sus hazañas.

—¡Ah!

—Sí, ¡ah! —dijo la dama—. El intelecto puede dominar a las mujeres, hacerlas esclavas, y ellas admiran la belleza tanto como usted. Pero aman para siempre y se emparejan si encuentran un espíritu noble.

Sir Austin la miró con tristeza.

—¿Y encontró al caballero de sus sueños?

—No entonces —bajó los párpados, con un gesto hermoso.

—¿Y cómo soportó la decepción?

—Mi sueño se quedó en el parvulario. El día que mi vestido se transformó en traje de novia y me llevaron al altar. No soy la única niña que se ha convertido en mujer en un día y ha sido entregada a un ogro en lugar de a un caballero.

—¡Cielo santo! —exclamó sir Austin—. Las mujeres tienen que soportar tanto.

Aquí la pareja intercambió sus estados de ánimo. La mujer recuperó la alegría y el baronet se puso más serio.

—Es nuestra suerte —dijo ella—. Y se nos permiten muchos entretenimientos si cumplimos el deber de tener hijos, que, como nuestra virtud, es su propia recompensa. Ahora, como viuda, disfruto de maravillosos privilegios.

—¿Y, para preservarlos, sigue viuda?

—Desde luego —respondió—. No tengo problema en dominar lo que el mundo llama carácter. Puedo sentarme con usted todo el día sin quejarme. Sí, otras también lo hacen, pero son unas excéntricas, y han dejado de lado su carácter.

Sir Austin se le acercó.

—Habría sido una madre admirable, señora.

Oír esto de sir Austin era como ser cortejada.

—Es una pena —contestó— que no lo sea.

—¿Usted cree? —dijo con humildad.

—Lo creería —dijo— si el cielo le hubiese dado una hija.

—¿La habría creído merecedora de Richard?

—¡Nuestra sangre, señora, habría sido una!

La mujer jugueteó con su sombrilla.

—Pero si soy madre —dijo—. Richard es mi hijo. ¡Sí! Richard es mi hijo —reiteró.

Sir Austin añadió con gentileza:

—Llámelo nuestro, señora. —Y acercó su cabeza para escuchar de sus labios la palabra que, sin embargo, ella decidió rechazar, o posponer.

Ambos se volvieron a contemplar el colorido del oeste, y sir Austin dijo:

—Como no va a decir que es nuestro, déjeme decirlo a mí. Y, como tiene los mismos derechos sobre el chico, le confiaré un proyecto concebido recientemente.

El anuncio del proyecto no tenía el sabor de una pedida de mano, pero para sir Austin confiarse a una mujer equivalía a una declaración. Así lo pensó la señora Blandish, y así lo expresó su sonrisa embelesada, mientras miraba detenidamente al suelo escuchando el proyecto. Tenía que ver con las nupcias de Richard. Ya tenía casi dieciocho años. Iba a casarse a los veinticinco. Mientras tanto, debían buscar a una dama algunos años más joven en los hogares de Inglaterra con la educación, el instinto y la sangre adecuadas (que sir Austin agrandó sin reservas) para desposar a un joven tan perfecto y aceptar el honorable deber de perpetuar a los Feverel. El baronet añadió que iba a ponerse en marcha de inmediato y dedicar un par de meses a su búsqueda.

—Me temo —dijo la señora Blandish, con el proyecto ya revelado— que se ha impuesto una tarea difícil. No debe ser demasiado exigente.

—Lo sé. —El baronet movió la cabeza con pena—. Incluso en Inglaterra será complicado. Pero no me limito a ninguna clase. Quiero que su sangre sea limpia, no que sea sangre azul. Mucha gente de la clase media tiene más cuidado y la sangre más pura que la aristocracia. Muéstreme entre ellos una familia temerosa de Dios que eduque a sus hijos. Preferiría una chica sin hermanos ni hermanas. Que la eduquen como una joven dama cristiana, igual que yo he educado a mi hijo, y no me importa que no tenga un penique. La comprometeré con Richard Feverel.

La señora Blandish se mordió el labio.

—¿Y qué le dirá a Richard de su ausencia en esa expedición?

—¡Oh! —dijo el baronet—. El muchacho acompañará a su padre.

—Entonces, déjelo. Su futura novia ahora es cursi y simple. Corretea, grita y sueña con jugar y comer pastel. ¿Qué le va a importar a él? A su edad, piensa en mujeres mayores como yo. Sin duda irá contra ella y destruirá su plan; créame, sir Austin.

—¿Sí? ¿Usted cree? —preguntó el baronet.

La señora Blandish le dio multitud de razones.

—¡Sí, cierto! —murmuró—. Adrian me dijo lo mismo. Que no debe verla. ¿Cómo se me ocurrió? Una niña es una mujer desnuda. La despreciaría, ¡naturalmente!

—¡Naturalmente! —repitió la dama.

—Bueno, entonces, señora —el baronet se levantó—, he de tomar una decisión. Debo, por primera vez en su vida, dejarle solo.

—¿Lo hará? —dijo la dama.

—Es mi deber, al haberlo criado así, asegurarme de que tenga la esposa adecuada, que no se lo traguen las arenas movedizas del matrimonio, como podría pasarle a un joven tan refinado. Al estar comprometido, quedará libre de un millón de trampas. Puede que le deje unos meses. Mis precauciones le han salvado de las tentaciones de esta temporada.

—¿Y quién quedará a su cargo? —inquirió la señora Blandish.

Habían salido del templo, y estaba junto a sir Austin en los escalones, bajo el limpio crepúsculo de verano.

—¡Señora! —Tomó su mano, y su voz fue tierna y gentil—. ¿Quién sino usted?

Al decirlo, el baronet alzó su mano y se la llevó a los labios.

La señora Blandish se sintió como si la hubieran cortejado y pedido la mano. No la retiró. El gesto del baronet era halagador y respetuoso. Era pausado, ejecutado con una ceremonia muy seria. Y él, que despreciaba a las mujeres, ¡la había elegido como ofrenda! La señora Blandish olvidó lo que le había costado llegar ahí. Había recibido el exquisito cumplido con su única dulzura, pues en el amor no debemos merecer nada o no habrá frutos.

La mano de la dama estaba aún retenida y el baronet en la misma posición, cuando un ruido en un hayedo próximo sobresaltó a los actores de esta pantomima cortés. Volvieron la cabeza y contemplaron a la esperanza de Raynham observando la escena a caballo. Después se alejó a galope.

Capítulo XIV

Richard yació toda la noche con el corazón como un potro al galope, y el cerebro cabalgándolo, atravesando un mundo de sabor desconocido, el gran reino del misterio del que ya no podían apartarlo. Durante meses había deambulado a las puertas del reino, suspirando, deseando ser admitido. Ahora tenía la llave. Su padre se la había dado. Su corazón era un corcel, le llevaba a inmensas regiones de extraña belleza, donde jinetes y damas se susurraban delicias en verdes praderas, derrochaban esplendor en los bosques salvajes, y los torneos y desfiles se celebraban en cortes doradas, iluminadas por los ojos de las damas; un par de ellos, de luz tenue, le seguían por la espesura, como a una presa, y él quería tomar una mano blanca, resplandeciente, perfumada como las flores con escarcha de una noche de mayo.

De pronto, su corazón se detenía por la conmoción: estaba a punto de consumar la felicidad con los labios en la pequeña mano. ¡Moriré con su contacto!, gritaba el joven magnético. ¡Echar la joya de la vida en esa copa y beberla! Estaba ebrio de expectación. Había nacido para eso. Ahí estaba, por fin, el propósito de su existencia, algo por lo que vivir. ¡Besar la mano de una mujer y morir! Saltaba del diván y se apresuraba a coger pluma y papel para mitigar la inquietud. Apenas se había sentado, apartaba la pluma y arrojaba el papel, exclamando:

—¿No había jurado que no volvería a escribir?

Sir Austin había cerrado esa válvula de seguridad. El sinsentido de la juventud podría haberse derramado sin causar daños, pero la urgencia de su ebullición era tan grande que olvidaba su juramento, y se encontraba sentado, bajo una lámpara, en el acto de la composición, con el orgullo a un lado. Es posible que el orgullo de Richard Feverel lo hubiera inundado si el acto de componer, en ese momento, fuera fácil y claro el pensamiento, pero un sinfín de ideas se postulaban; huéspedes caóticos como nubes tormentosas pugnaban por expresarse, y la desesperación de ponerlas por escrito, tanto como el orgullo (así resumía su incapacidad), rechazaban la inepta pluma y lo tendían, jadeando, sobre la cama, llevándolo a una tierra envuelta en color rosa.

Por la mañana, la locura de la fiebre amainó y salió al aire libre. Había una lámpara encendida en la habitación de su padre y Richard creyó ver su rostro vigilante. Al instante la luz se apagó y la ventana reflejó los fríos colores del alba.

La práctica del remo es un remedio excelente para la fiebre. Richard se entregó a ese deporte de manera instintiva. El agua clara y fresca, bruñida por el amanecer, centelleaba contra su proa; las suaves y profundas sombras se rizaban formando sonrisas en su quilla. La mañana solitaria se desplegaba sobre su cabeza, de brote a capullo y de capullo a flor; aun así, deliciosos cambios de luz y color, a cuya influencia era inmune, atravesaban sauces y álamos por los rápidos del río, espejos puros para la gloria; Richard era el único inquilino de la corriente. En algún punto en la dirección que remaba residía el origen del mundo; sus luces tenues se percibían aquí y allá. No era un sueño, lo sabía. Fuera había un secreto. Los bosques se colmaban de él, las aguas corrían con él, y el viento. ¡Oh, por qué en su época no se proveía de una hazaña caballeresca que hiciera descender del cielo los ojos de las mujeres, como en los días de Arturo! Suspiraba con estos pensamientos, remando con energía febril.

Pasado Bursley, tras la quietud contemplativa que sigue al ejercicio extenuante, oyó su nombre. No era una dama, ni un hada, sino el joven Ralph Morton, una irrupción de triste prosa masculina. Habría deseado que estuviera acostado, como el resto de la humanidad. Richard remó y saltó a la orilla. Ralph agarró su brazo de inmediato; quería hablar con él de corazón, y alejó al joven magnético de sus acuosos sueños por el césped húmedo, recién cortado. Lo que tenía que decir parecía difícil de expresar, y Richard, que apenas le escuchaba, se cansó pronto de la alegría de su rival por haberle encontrado y se mostró impaciente; Ralph, como quien se mete en asuntos ajenos, pero de importancia humana, le preguntó:

—¿Qué nombre de mujer te gusta más?

—No sé —dijo Richard con indiferencia—. ¿Por qué te has levantado tan pronto?

Ralph sugirió que el nombre de Mary era bonito.

Richard estuvo de acuerdo; el ama de llaves de Raynham, la mitad de las cocineras y las criadas tenían ese nombre; el nombre de Mary equivalía a mujer del hogar.

—Sí, ya sé —dijo Ralph—. Hay muchas Marys. Es tan común. ¡No es mi nombre favorito! ¿Qué piensas?

Richard lo veía como cualquier nombre.

—¿Sabes? —siguió Ralph, revelando la verdad—. Haría cualquier cosa por algunos nombres, por uno o dos. No Mary ni Lucy. Clarinda es bonito, pero de novela. Claribel me gusta. Prefiero los nombres que empiezan por «Cl». ¡Las «Cl» siempre son chicas gentiles y bonitas por las que uno podría morir! ¿No crees?

Richard no había conocido a ninguna «Cl» que le inspirara esa emoción. De hecho, esa consulta imprevista sobre su gusto en nombres femeninos a las cinco de la mañana le sorprendió, y apenas estaba preparado. Poco a poco percibió que Ralph había cambiado. En lugar del sano y escandaloso joven, su rival en las disputas que decía lo que pensaba y actuaba en consecuencia, tenía ante él a un joven tímido y ruborizado que reclamaba lastimosamente un amigo al que confiar su preocupación. Richard comprendió que también Ralph estaba en las fronteras del reino del misterio, quizá más adentrado que él, y, con un golpe de compasión, se le reveló la maravillosa belleza y el profundo significado de los nombres femeninos. De repente, el tema parecía nuevo y exquisito, perfecto para el tiempo y la hora. Pero la dificultad estribaba en que Richard no podía elegir un nombre. Todos eran el mismo: los apreciaba por igual.

—¿De verdad no prefieres los que empiezan por «Cl»? —insistió Ralph.

—No más que los que terminan en «a» o «y» —respondió Richard, y pensó que ojalá pudiera preferirlos, pues Ralph iba evidentemente delante de él.

—Vamos bajo esos árboles —dijo Ralph. Y allí Ralph se confesó. Su nombre estaba registrado en el ejército. Eton se había acabado para siempre. En pocos meses debía unirse a su regimiento, y antes de marcharse quería despedirse de sus amigos. ¿Podría darle Richard la dirección de la señora Forey? Había oído que vivía cerca del mar. Richard no recordaba la dirección, pero se mostró dispuesto a encargarse de enviar cualquier carta.

Ralph se metió la mano en el bolsillo.

—Aquí tienes. Pero que no la vea nadie.

—Mi tía no se llama Clare —dijo Richard, leyendo detenidamente el sobre—. Se la has enviado a Clare.

Era evidente.

—Emmeline Clementina Matilda Laura, condesa Blandish —dijo Richard en voz baja, uniendo los nombres como en una canción. Entonces dijo—: ¡Nombres de mujer! ¡Cómo las dulcifican!

Miró fijamente a Ralph. Si adivinó algo, no lo dijo; se despidió de su amigo, saltó a su embarcación y remó siguiendo la corriente. Cuando dejó atrás a Ralph, leyó la dirección. Se sorprendió pensando que su prima Clare era una criatura encantadora; recordó sus ojos, y especialmente la mirada de reproche que le dedicó cuando se fue. ¿Por qué le escribía Ralph? ¿No pertenecía Clare a Richard Feverel? Leyó las palabras una y otra vez: Clare Doria Forey. Sí, Clare era el nombre que más le gustaba, no, ¡lo amaba! Doria también; lo compartía con él. Sintió que el corazón bajaba rápidamente por su estómago. Se encontraba demasiado débil para remar. Clare Doria Forey. ¡Oh, perfecta melodía! Deslizándose con la marea, la oía resonar en el corazón del monte.

Cuando la naturaleza nos prepara para el amor, rara vez el destino se retrasa en construir un templo para albergar la llama.

Sobre las luces verdosas del dique, sacudido por el estruendo del agua, los lirios, dorados y blancos, se mecían entre los juncos. Las reinas de las praderas vibraban en los bancos, rodeadas de matojos de hierba y zarzamoras, y también la hija de la tierra. Su cara, ensombrecida por un ancho sombrero de paja con un ala flexible, dejaba sus labios y su barbilla al sol, y al inclinarse emergían a la luz unos ojos prometedores. Detrás de sus hombros fluían grandes rizos sueltos, marrones en la sombra, dorados donde la luz los tocaba. Vestía de manera sencilla, apropiada para la estación y la decencia. De cerca se veían sus labios manchados. Esta joven en flor comía zarzamoras. Crecían entre el banco del río y el agua. Parecía que había encontrado abundantes frutos, pues su mano subía con soltura a la boca. Quisquillosa juventud, a la que le asquea una mujer colmando su exquisita proporción con pan y mantequilla y (suponemos) se deleita viendo comer zarzamoras. En efecto, la manera de comerlas es refinada e induce a la reflexión. La zarzamora es la hermana inocente del loto. Cuando se comen, la boca, los ojos y las manos se atarean, y la mente queda libre para vagar. Esto le sucedía a la damisela allí arrodillada. Una pequeña alondra la sobrevoló, cantando a la esponjosa nube que atravesaba el cielo azul; desde un bosquecillo cubierto de rocío, sobre su sombrero inclinado, salió un mirlo, llamándola con voz suave; el martín pescador relució bajo el mimbre verde; una garza subió a la superficie; en busca de soledad, una embarcación se deslizaba hacia ella dirigida por un joven soñador; ella recogía y comía frutos, como si ningún príncipe invadiera su territorio y no deseara un príncipe, o no conociera esos deseos. Rodeada de prados verdes segados, del zumbido pastoral del verano, del estruendo del dique, blanco y sonoro, entre el aliento y la belleza de las flores salvajes, era una pequeña y adorable vida humana en un bello emplazamiento; es decir, una atracción terrible. El joven magnético se acercó al dique y contempló la bella imagen. La naturaleza se paralizó con el encuentro de dos nubes eléctricas. Su postura era tan grácil que, contemplándola desde el dique, no se atrevía a remar. Entonces una deliciosa zarzamora captó su mirada. Él se agitaba cerca, sin ser visto, y ella extendió la mano sin lograr su objetivo. Remó un poco y llegó a su lado. La damisela alzó la vista, consternada, y su cuerpo tembló en el borde. Richard saltó de la embarcación al agua. Con una mano empujó a la joven hacia arriba por los pies, que había metido en las derrumbadas orillas del banco para no caer. Logró que recuperara el equilibrio y volviera a tierra firme, y allí la siguió.

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