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Capítulo XII

Revelar los fantasmas es un deber público, y como la aparición que había asustado a la pequeña Clare era un misterio que no llegó a resolverse en los teatrales asuntos de Raynham, donde el miedo se paseaba por la abadía, vayamos un momento entre bastidores. Como el baronet era moralmente supersticioso, la naturaleza de su mente se oponía a la ingerencia espiritual en los asuntos de los hombres, y cuando se resolvió el problema se quitó un peso de encima, recuperó el equilibrio mental y volvió a ser el hombre que había sido, más seguro de la gran verdad de que este mundo es un buen proyecto. No se reía al oír a Adrian recordar la mala suerte de un miembro de la familia en su primera manifestación: la pierna de Algernon.

La señora Doria estaba furiosa. Sostenía que su hija había visto… No creerla era como robarle sus efectos personales. Tras comprender que la dama apreciaba las antiguas creencias de sir Austin, conmovido por la pena, este se la llevó un día y le demostró que el fantasma podía escribir con una mano de carne y hueso. Era una carta de la infeliz dama que había dado a luz Richard: líneas breves y frías, que decían que no volvería a perturbar la tranquilidad de la casa. ¡Líneas frías, pero escritas con una abnegación desconsolada, recorridas por la angustia del alma! Como la mayoría de los que lo trataban, la señora Feverel creía que su marido era un hombre fatalmente duro e implacable, y se comportó como las criaturas tontas cuando creen que el destino se vuelve contra ellas: ni exigió sus derechos ni los afirmó; alivió el anhelo de su corazón en silencio y renunció a todo. La señora Doria, que no quería entrometerse en la ternura de la familia, se estremeció al pensar que sir Austin había aceptado el sacrificio con tanta compostura, pero él la obligó a considerar las secuelas que tendría el niño por ser testigo de esa relación entre su padre y su madre. En unos pocos años, siendo ya un hombre, lo entendería, lo juzgaría, y la querría.

—¡Que esa sea su penitencia y no yo!

La señora Doria reverenciaba el sistema en los demás, pero no era consciente de los efectos que tendría en ella.

Más al fondo, entre bambalinas, vemos a Rizzio y María ya viejos, muy desilusionados: ella, desaliñada y sin corona; él, con dedos artríticos en una guitarra grasienta. El futuro émulo de Diaper Sandoe escribe por encargo. Su fama ha decaído; el contorno de su cintura ha crecido. Lo que podía hacer y lo que hará seguía siendo su tema. Mientras tanto, le han confiscado el zumo de enebro, y resulta difícil cumplir los encargos alimenticios sin él. Al volver de su miserable viaje a su miserable hogar, la dama tuvo que aguantar una breve reprimenda del despreocupado Diaper, una reprimenda tan blanda que la formuló en pentámetros yámbicos; ya rara vez escribía en métrica, pero le gustaba hablar en métrica. Derramó una lágrima compasiva y le explicó que estaba perjudicando sus intereses, y no se dominó en dilucidar por qué. Con una sonrisa esbozada en su hermosa boca, le dijo que la pobreza en la que vivía era perniciosa para su gentil condición, y que tenía razones para creer (y podía asegurarlo) que iba a recibir una pensión de su marido. Diaper ensanchó aún más su sonrisa al recibir esta información. Así se enteró la pobre mujer de que le había pedido dinero a su marido en su nombre. Es difícil que inhiban el amor propio cuando sufrimos la agonía de un mártir. Hubo un trágico coloquio de cinco minutos entre bambalinas, especialmente para Diaper, que había esperado disfrutar bajo el sol de la deliciosa anualidad y resurgir de su pobreza. Entonces la dama escribió a sir Austin la carta que este le mostró a su hermana. La atmósfera entre bastidores no es apetecible; así que, tras haber desvelado al fantasma, volvamos frente al telón.

Sir Austin consideró que la dosis infinitesimal de experiencia que Ripton Thompson había suministrado al sistema con tan sorprendente efecto había funcionado, y de momento era suficiente, por lo que Ripton no recibió una segunda invitación a Raynham, y Richard no tuvo un compañero de su edad en quien descargar su excesiva vitalidad, aunque tampoco quería ninguno. Estaba demasiado ocupado con Tom Bakewell. Es más, él y su padre eran uña y carne. La mente del chico estaba abierta a su padre con afecto y respeto. En este período, cuando el joven salvaje crece bajo otra influencia, tener su admiración es lo más importante. En esta etapa los jesuitas marcan el futuro de su rebaño, y los que educan a un joven vigilándole con un sistema saben hallar el momento más maleable. Los chicos que con capacidades mentales o físicas se sienten empujados a actuar, marcan su trayectoria profesional; o, si se hallan bajo supervisión, adoptarán las pautas que les hayan inculcado, y rara vez se desharán de ellas.

En el cuaderno de sir Austin estaba escrito: «Entre la niñez y la adolescencia: la temporada de floración; en el umbral de la pubertad hay una hora egoísta: la hora de la semilla espiritual».

Se preocupó de plantar una buena semilla en Richard, y de que la semilla más fructífera para un joven, a saber, el ejemplo, hiciera germinar en él un amor noble.

—Solo estoy esforzándome en hacer de mi hijo un buen cristiano —respondía a los que insistían en objetar el sistema. Y declaró sus propósitos—: Primero, sé virtuoso —notificó a su hijo—; luego, sirve a tu país en cuerpo y alma.

El joven fue instruido para albergar ambición por el liderazgo, y con ese objetivo él y su padre estudiaban historia y los discursos de los oradores británicos. Un día, sir Austin lo encontró en el suelo con las piernas cruzadas, una mano en la barbilla, frente a un pedestal que sostenía el busto de Chatham, contemplando al héroe de nuestro Parlamento con lágrimas en los ojos.

La gente decía que el baronet llevaba tan lejos el principio del ejemplo que conservaba a su dispéptico y borracho hermano Hippias en Raynham para mostrar a su hijo el terrible castigo que la naturaleza infligía a una vida disipada. El pobre Hippias se había convertido en una pena andante. Era injusto, pero no cabía duda de que se servía del ejemplo del vecindario para encaminar a su hijo, y prescindía de su hermano, hacia el que Richard sentía un desprecio en proporción a la admiración que sentía por su padre, y estaba tan a favor de tales extremos que sir Austin se veía obligado a suavizar su rigidez.

El chico rezaba con su padre por la mañana y por la noche.

—¿Qué sucede, señor? —le dijo una noche—. ¿Por qué no consigo que rece Tom Bakewell?

—¿Se niega? —preguntó sir Austin.

—Parece que se avergüenza —dijo Richard—; quiere saber qué es el bien, y no sé qué decirle.

—Creo que lleva demasiado tiempo así —dijo sir Austin—; hasta que no sienta un dolor profundo no encontrará el divino deseo de rezar. Esfuérzate, hijo mío, cuando representes al pueblo, en dotarle de educación. De otro modo, serán como Tom, que lo siente todo a través de una corteza impenetrable y sin brillo. La cultura es el camino anterior al cielo. Dile, hijo mío, que, si siente la necesidad de la eficacia del rezo, sus rezos serán contestados —citó —: «Que el que vuelve mejor de la oración, ha hallado respuesta en la oración».

—Lo haré, señor —dijo Richard, y se fue a dormir.

El joven vivía ahora feliz con su padre y consigo mismo. Empezaba a tener conciencia, y acarreaba la carga de los hombres, aunque de una forma tan burda que le sobrepasaba.

El joven sabio Adrian, sobriamente cínico, observaba el progreso de su discípulo. Austin le había prohibido burlarse de él, y aliviaba su humor mordaz inspirado por la visión de un pirómano que se volvió santo, con grave compasión y una extremada precisión en señalar las no distantes fechas de sus diversos cambios. Su fase de pan y agua duró quince días; la vegetariana (imitación de su primo Austin), poco más de un mes; la religiosa, algo más; la religiosa-propagandista (cuando quería convertir a los infieles de Lobourne y Burnley, y a los criados de la abadía, incluido Tom Bakewell) aún más; y peor todavía: ¡intentó convertir a Adrian! Todo ello mientras adiestraba a Tom como un soldado raso. En efecto, Richard hizo venir a un sargento de instrucción de los barracones más cercanos para enseñarle a sentirse orgulloso, y le hacía ir de un lado a otro con inmensa satisfacción, y casi se rompió el corazón intentando que aprendiera los rudimentos de la escritura, pues el chico tenía esperanzas ilimitadas en Tom, creyéndole un diamante en bruto.

Richard también dejó su orgullo a un lado. Aparentaba ser, y creía serlo, humilde. Adrian, como por descuido, le comunicó que los hombres eran animales, y que él era un animal como los demás.

—¡Un animal yo! —gritó Richard con desprecio, y durante semanas le perturbó este principio básico del autoconocimiento, como a Tom sus dificultades de aprendizaje. Sir Austin había optado por instruir al campesino en las maravillas de la anatomía para devolverle su amor propio.

El período de siembra pasó con fluidez, llegó la adolescencia, y su prima Clare apreció los contrastes de pertenecer al sexo opuesto. Ella también crecía, pero a nadie le importaba cómo. Al parecer, incluso su madre parecía absorta en la germinación del verde retoño del árbol de los Feverel, y Clare era como si fuera su criada, ignorada por él.

La señora Blandish quería al muchacho de corazón. Le decía:

—Si fuera más joven, te elegiría de marido.

Y él, con la franqueza característica de su edad, respondía:

—¿Y sabe si yo la aceptaría?

Esto le hacía reír y llamarle tontuelo, pues ¿no le había dicho que ella lo escogería a él? ¡Terribles palabras cuyo significado, entonces, él desconocía!

—No lees el libro de tu padre —dijo.

Su ejemplar, encuadernado en terciopelo púrpura con los bordes dorados, como a las damas bonitas les gustan los libros sagrados, lo llevaba consigo y lo citaba, y (Adrian le dijo a la señora Doria) cazaba una buena presa, apuntándolo deliberadamente, que es lo que la señora Doria quería creer, y lamentaba que su hermano no estuviera en guardia.

—¿Ves esto? —decía la señora Blandish, señalando con una uña almendrada un aforismo que ejemplificaba que la edad y la adversidad deben moldearnos antes de resistir el magnetismo de ninguna criatura humana—. ¿Lo entiendes, chico?

Richard le informó que, si ella lo leía, podría entenderlo.

—Entonces, caballero —le acarició la mejilla y le pasó los dedos por el pelo—, aprende tan rápido como puedas a no desorientarte con un millar de atracciones, como hacía yo antes de encontrar a un hombre sabio que me guiara.

—¿Es sabio mi padre? —preguntó Richard.

—¡Claro que sí! —La dama enfatizó su opinión.

—¿Usted…? —soltó Richard, y le interrumpió el fuerte latido de su corazón.

—¿Yo qué? —preguntó ella con calma.

—Iba a preguntar si usted… ¡Es que yo la quiero tanto!

La señora Blandish sonrió y se sonrojó ligeramente.

A menudo sacaban este tema, y después lo evitaban. Richard lo hacía con el corazón acelerado, acompañado por una sensación de misterio creciente que, sin embargo, no solía inquietarle.

Su vida era muy fácil en Raynham, ya que parte del principio de la educación de sir Austin era que su hijo fuera plenamente feliz, y cuando Adrian enviaba un informe satisfactorio del avance de su discípulo, lo cual hacía por voluntad propia, se planeaban entretenimientos, como los premios a los escolares diligentes, y Richard disfrutaba de la satisfacción de sus deseos mientras atendía sus estudios. El sistema daba sus frutos. Alto, fuerte, robustamente sano, se convirtió en el líder de sus compañeros en tierra y agua, y tuvo más de un compañero a su servicio además de Ripton Thompson, ¡el chico sin destino! Quizá el chico con destino crecía siendo demasiado consciente de ello. Su generosidad con sus compañeros esporádicos era magnífica, pero la derrochaba como si fuera un príncipe, y, a pesar de su desdén por la bajeza, tenía tendencia a pasarla por alto más fácilmente que una ofensa a su orgullo, que exigía un completo servilismo si se había cometido esa falta. Si Richard tenía seguidores, también tenía feudos. Los Papworth eran tan serviles como Ripton, pero el joven Ralph Morton, sobrino del señor Morton, compartía con Richard numerosas y prometedoras cualidades, entre ellas pelear a puñetazos o decir lo que pensaba abiertamente, sin aguantar ningún desdén. En los camaradas de Richard no había punto medio entre la pura amistad o la absoluta esclavitud. Era deficiente en los hábitos mundanos y en los sentimientos que permiten que muchachos y hombres mantengan vínculos sin atenderse mucho, y, como mortal aislado, atribuyó la deficiencia, de la que era muy consciente, a su naturaleza superior. Por tanto, el joven Ralph era un alegre charlatán, según argumentaba la vanidad de Richard; no tenía intelecto. Era afable, por tanto, frívolo. Gustaba a las mujeres, y siempre estaba revoloteando. En fin, el joven Ralph era popular, y nuestro magnífico príncipe, al que se le había negado el privilegio del desprecio, acabó por detestarle.

En los primeros días, esforzándose por el liderazgo, Richard vio cuán absurdo era fingir desdén por su rival. Ralph era un chico de Eton y, por tanto, robusto, nadador y jugador de cricket. Un nadador y un jugador de cricket no se podía despreciar en la república de un joven. De nada servían, además, las maniobras; un par de veces, Richard sintió el deseo de atrincherarse tras su mayor fortuna y posición, pero pronto abandonó la idea, en parte porque su aversión al ridículo le reveló que se exponía, y, sobre todo, porque su corazón era demasiado caballeroso. Así que tuvo que competir con Ralph, y experimentó la suerte de los ganadores. En cricket y en buceo, Ralph ganaba siempre; el palo de cricket de Richard se tambaleó ante la bola, y apenas recogió tres huevos bajo el agua mientras Ralph sacó media docena. También quedó atrás en carreras y saltos. ¿Por qué los estúpidos mortales se esfuerzan tanto en ganar? ¿O por qué, después de ganar, no tienen la magnanimidad y circunspección de retirarse? Dolido por sus derrotas, Richard envió a uno de sus serviles Papworth a Poer Hall a desafiar a Ralph Barthrop Morton, retándolo a cruzar el Támesis y volver, una, dos o tres veces en menos tiempo que él. Aceptó, y le devolvió una respuesta, igualmente formal y grandilocuente, al usar sus nombres de bautismo, en la que Ralph Barthrop Morton aceptaba el reto de Richard Doria Feverel. El duelo se llevó a cabo una mañana de verano, bajo la tutela del capitán Algernon. Sir Austin observaba oculto tras el plantío a un lado del río, sin que su hijo lo supiera, y, para escándalo de su sexo, la señora Blandish acompañaba al baronet. La había invitado a asistir, y ella, obedeciendo su naturaleza honesta y al tanto de lo que se decía en Los escritos del peregrino sobre los mojigatos, accedió a ver la competición, complaciéndole extremadamente. ¿No tenía aquí a una mujer merecedora de la edad dorada del mundo? ¿Una mujer que podía contemplar al hombre como una criatura divina, con una mente no tentada por la serpiente? Una mujer así es difícil de encontrar. Sir Austin no la turbó elogiándola. Ella era consciente de su aprobación por su trato gentil y su voz y su modo de dirigirse a ella, como si hablara a un familiar, un gran cumplido de su parte. Mientras los muchachos esperaban desde la inclinada ladera de césped la señal para sumergirse en las brillantes aguas, sir Austin le sugirió que admirara la belleza del paisaje, y ella así lo hizo, e incluso asomó la cabeza con delicadeza por encima de su hombro. Lo hizo al anunciarse la salida y Richard avistó un sombrero. El joven Ralph ya tenía los pies en el aire antes de que Richard se moviera, y cayó al agua como el plomo. Le ganó por varios largos.

El resultado de la competición fue incomprensible para los presentes, y los amigos de Richard le conminaron a declarar nula la salida. Pero, aunque el joven, con plena confianza en su condición y fuerza, había perdido y debía entregar su embarcación a Ralph, no pensaba hacer nada por el estilo. El sombrero lo había vencido, no Ralph. El sombrero, que misteriosamente acelerara su corazón, era su querido y detestable enemigo.

Y, al cambiar de humor, su ambición se volvió hacia un ámbito en el que Ralph no era rival, y donde el sombrero sería etéreo, convertido en gloriosa amante. Un golpe al orgullo de un muchacho lo puede desviar donde yacen sus poderes más sutiles. Richard abandonó a sus compañeros, amigos o antagonistas; le cedió el mundo material al joven Ralph y se retiró en sí mismo, y allí crecía para ser señor del reino donde la belleza era su sirviente, la historia su pastor, el tiempo su antiguo arpista, y el dulce romance su novia; en un reino más vasto y maravilloso que el gran Oriente, habitado por los héroes del pasado. Pues no hay fortuna más espléndida, ni herencia más noble que pueda igualar la que es abundante y común, cuando la madurez de la sangre ha prendido la imaginación y la tierra es vista a través de brumas rosadas de miles de deseos sin nombre ni objetivo, jadeando de felicidad y tomándola según viene, haciendo de un suspiro o un sonido, por la fuerza de su hechizo, una llave al infinito por el placer inocente. Las pasiones son entonces cachorros que retozan, no los devastadores glotones en que se convierten. Tienen garras y dientes, pero no muerden ni arañan. Se dejan aconsejar por el acelerado corazón y el cerebro. El dulce y completo sistema se mueve al unísono.

Sir Austin había esperado, según su plan, un cambio en la naturaleza de su hijo, y ahora era visible. Los sonrojos de la juventud, sus largas vigilias, su apego a la soledad, su abstracción y su aire abatido, pero no melancólico, eran motivos de alegría para el clarividente caballero.

—Pues tiene —le dijo al doctor Clifford de Lobourne, después de consultarle en nombre del joven y asegurarse de su buena salud— una condición plenamente saludable. La sangre está sana, la mente virtuosa: ninguna lleva a la otra a hacer el mal, y ambas se están perfeccionando para la edad adulta. Si la alcanza puro, en la impoluta entereza y perfección de su poder natural, seré un padre feliz. Pero aún debe hacer más: que conozca el paraíso y pueda leer la escritura de Dios en la tierra. ¡Esas abominaciones que se llaman muchachos precoces son pequeños monstruos, doctor! ¿Y quién sabe qué es el mundo cuando ellos lo llenan? No tendrán tiempo de rememorar sus vidas, ¿cómo pueden creer en la inocencia y la bondad, o ser hijos del egoísmo y el diablo? Pero mi hijo — el baronet bajó la voz conmovido—, mi hijo, si cae, será de la región de la pureza. No se atreve a ser escéptico. Sea cual sea su oscuridad, tendrá la luz de la memoria para guiarle. Eso está a salvo.

Decir tonterías, o poesía, o la línea que las separa, en un tono de profunda sinceridad, y enunciar solemnes discordancias, transmitir la impresión de una perspicacia espiritual, es el don peculiar de los monomaníacos que, habiéndose convertido a sí mismos, proyectan influir en sus vecinos, y a través de ellos conquistar buena parte del mundo, para bien o para mal. Sir Austin poseía ese don. Hablaba como portador de verdad, y persistía tanto en ella que le concedían autoridad los que no le entendían y dejaba en silencio a los que le entendían.

—Ya veremos —fue el argumento del doctor Clifford y de otros no creyentes.

Hasta ahora el experimento había tenido éxito. No se podía encontrar un joven más hermoso, cordial y bueno. Su promesa era innegable. La embarcación, también, aunque ahora estaba atracada en el puerto, sin haber sufrido los elementos del gran océano; había tenido un viaje de prueba, y se las había arreglado dignamente en aguas tormentosas, como mostraba la comedia Bakewell presenciada en Raynham. Ningún augurio podía dar mejores esperanzas. ¡El destino debía de ser duro, la prueba severa, la suerte oscura para destruir tan brillante primavera! Pero, aun siendo tan brillante, el baronet no relajaba su vigilancia. Les dijo a sus amigos más íntimos:

—Cada acto, cada inclinación fomentada, cada pensamiento planta una semilla para el futuro en el momento de florecer. El nuevo brote requiere ahora incesantes cuidados.

Y de ese modo lo vigilaba sir Austin. El joven se sometía a examen cada noche antes de acostarse, supuestamente para dar cuenta de sus estudios, pero el objetivo era recapitular las experiencias morales del día. Podía hacerlo, pues era puro. Su padre percibía cada extravagancia, lo desusado o vivaz de su imaginación, y lo adjudicaba a su desarrollo. No hay nada como una teoría para atar a los sabios. Sir Austin, a pesar de su rígida custodia, conocía menos a su hijo que el sirviente de su casa. Y era sordo, además de ciego. Adrian creyó su deber informarle de que el joven consumía papel. Asimismo, la señora Blandish destacó sus tendencias lunares. Sir Austin, desde su noble torre de control del sistema, lo había previsto. Pero, cuando se enteró de que el joven escribía poesía, su herido corazón encontró la ocasión para perturbarse.

—¿Me imagino —dijo la señora Blandish— que ya sabías que escribía?

—Sí, pero escribir es distinto a escribir poesía —dijo el baronet—. Ningún Feverel ha escrito nunca poesía.

—No creo que sea signo de degeneración —comentó la dama—. Rima muy bien, a mi parecer.

Un frenólogo de Londres y un profesor de poesía de Oxford tranquilizaron el pavor de sir Austin.

El frenólogo dijo que el muchacho carecía de habilidad para imitar; el profesor, que estaba negado para la rítmica, y lo ejemplificó con varios reconfortantes ejemplos de las pocas efusiones literarias que examinó. Sumado a esto, sir Austin le dijo a la señora Blandish que Richard había hecho, por su bien, lo que ningún poeta había sido capaz: con sus propias manos, a sangre fría, había condenado su manuscrito a las llamas, lo que hizo que la señora Blandish suspirara: «¡Pobrecillo!».

Matar a un hijo querido es una imposición dolorosa. Para un joven en flor que se cree poeta, pedirle que destruya a su primogénito sin motivo (aunque fingir un motivo convincente para justificarlo habría sido una farsa) es un despotismo aborrecible, y las flores de Richard se marchitaron. Un ser extraño atravesó y cortó su cráneo con dedos sagaces y rígidos, aplastó su alma y, con una voz infalible, ¡le declaró el animal que le hacía sentirse tan animal! No solo sus flores se marchitaron; se retrajeron sus brotes y ramitas. Y cuando, al quedarse solos (tras haberse marchado el frenólogo), y con toda ternura, su padre le dijo que le complacería ver esos escritos precoces y sin valor en las cenizas, las últimas flores de su mente cayeron al instante. La naturaleza de Richard quedó desnuda. No protestó. ¡Era suficiente desearlo! No perdería un minuto. Le pidió a su padre que lo siguiera, fue hacia un cajón de su cuarto, y de una cómoda de sábanas limpias, que no habría sospechado sir Austin, el hermético joven sacó un fardo tras otro, cada uno bien atado, titulado y numerado, y los lanzó a las llamas. Y así dijo adiós a su ambición. Y, con ello, a la verdadera confianza entre padre e hijo.

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