Читать книгу: «Las tribulaciones de Richard Feverel», страница 4

Шрифт:

Capítulo VI

Tan pronto pudieron escabullirse, los chicos se escondieron en un rincón oscuro del parque, y discutieron las medidas a tomar.

—¿Qué hacemos ahora?

Un escorpión atrapado en el fuego no estaría en peor situación que el pobre Ripton; a su alrededor, el enfurecido elemento que había ayudado a crear parecía dibujar círculos más y más pequeños.

—Solo podemos hacer una cosa —dijo Richard al llegar a un punto muerto, y cruzó los brazos con determinación.

Su camarada le inquirió con entusiasmo cuál era la opción.

Richard fijó la vista en una piedra y respondió:

—Debemos sacar a ese tipo de la cárcel.

Ripton miró a su líder, y se cayó al suelo de la sorpresa.

—¡Mi querido Ricky! Pero ¿cómo vamos a hacer eso?

Richard, examinando aún la piedra, respondió:

—Tenemos que conseguir una lima y una cuerda. Podemos hacerlo, te digo que sí. No me importa el precio. No me importa lo que haya que hacer. Debemos sacarle.

—¡Blaize se pondrá furioso! —exclamó Ripton, quitándose el gorro para secarse la frente febril, y agachó la cabeza ante la prédica de su amigo.

—No te preocupes ahora por Blaize. Hablando de dejarlo fuera, ¡mírate! Me das vergüenza. ¡Hablas de Robin Hood y del rey Richard! ¡Y no tienes una pizca de coraje! Se te ve venir a la legua en cada momento. Cuando Rady empieza a hablar, te sobresaltas. Te resbala el sudor por la frente. ¿Tienes miedo? Y luego te contradices. No te atienes a la misma historia. Vamos, sé firme y sígueme. Debemos arriesgarnos para liberarle. ¡Piensa en eso! Mantente tan lejos como puedas de Adrian. Y cíñete a una versión.

Con estas sabias instrucciones, el líder llevó a su compañero a inspeccionar la cárcel donde Tom Bakewell yacía lamentándose por las consecuencias del mundano conflicto y por haberse convertido en víctima.

En Lobourne, Austin Wentworth tenía la reputación de ser compasivo con el pobre, un título ganado antes de recibir la recompensa que solo Dios puede dar a esa suprema virtud. La señora Bakewell, la madre de Tom, al saber que habían arrestado a su hijo, corrió a consolarlo y procurarle ayuda, limitada a un puñado de suspiros, lágrimas y «¡Oh, pobre de mí!», lo cual desconcertaba más a Tom Bakewell, que le pidió que le dejara, pobre desgraciado, a merced de su destino, en lugar de convertirlo en un gran villano. La mujer le rogó que no se lo tomara a mal, que necesitaba a alguien que le consolara de verdad.

—Y aunque es un caballero, Tom, nunca rechaza a un pobre —dijo la señora Bakewell—. ¡Un verdadero cristiano, Tom! Y el Señor sabe que, si verle puede que no te salve, es la luz a la que debes mirar y el sermón que tienes que escuchar.

A Tom no le entusiasmaba oír un sermón y parecía un perro huraño cuando Austin entró en la celda. Se sorprendió, al cabo de media hora, hablando de hombre a hombre con un caballero cristiano. En cuanto Austin se dispuso a irse, Tom le pidió permiso para darle la mano.

—Dígale al joven en la abadía que no soy un traidor. Lo entenderá. Es un caballero y cualquier hombre hará lo que él diga. ¡Un caballero asilvestrado y tremendo! ¡Y yo un burro! Así son las cosas. Pero no soy un canalla. Dígale eso, señor.

Austin se lo contó a Richard, mirándolo muy serio. El chico se sentía más intimidado por Austin que por Adrian. No sabía por qué, pero le resultaba difícil estar a solas con él; hacía lo posible por evitarlo y, si lo conseguía, se encerraba en sí mismo. Austin no era tan listo como Adrian; rara vez adivinaba las ideas de los demás, y siempre iba directo a su objetivo. Así que, en lugar de dar rodeos y poner al chico nervioso, con la boca a punto de escupir mentiras, le dijo:

—Tom Bakewell me pidió que te dijera que no te traicionará. —Y se fue.

Richard le repitió la frase a Ripton, quien exclamó que Tom era un buenazo.

—No debe sufrir por ello —dijo Richard, y pensó en llevarle una cuerda más gruesa y una lima más afilada.

—Pero ¿se chivará tu primo? —discernió Ripton.

—¡Él! —dijo Richard con desdén—. Un campesino se niega a traicionarme, ¿y crees que lo hará alguien de mi familia?

Ripton aguantó ser reprobado por vigésima vez.

Los jóvenes examinaron los muros de la cárcel, y llegaron a la conclusión de que la huida de Tom sería más fácil si él ponía de su parte, una vez entregadas la cuerda y la lima. Pero, para lograrlo, alguien debía acceder a su celda, y ¿en quién podían confiar?

—Prueba con tu primo —sugirió Ripton, tras un largo debate.

Richard sonrió y preguntó si se refería a Adrian.

—¡No, no! —se apresuró Ripton—. Austin.

A Richard se le había ocurrido lo mismo.

—Primero, vamos a procurarnos la cuerda y la lima —dijo, y fueron a Bursley a por esos pertrechos para derrotar a la ley. Ripton compró la lima en una tienda y Richard la cuerda en otra, con tal habilidad que no fueron detectados. Y, para asegurarse, en un bosque de las afueras de Bursley, Richard se desnudó y se ató la cuerda alrededor del cuerpo, probando las torturas de ermitaños y monjes penitentes, pues no podían arriesgarse: la huida de Tom debía realizarse de un modo infalible. Sir Austin vio las marcas por la noche, a través de las sábanas desarropadas, cuando su hijo dormía.

Fue un duro golpe cuando, tras tantas molestias y estratagemas, Austin Wentworth se negó a desempeñar la labor que los jóvenes tan celosamente habían diseñado. El tiempo apremiaba. En pocos días, el pobre Tom tendría que enfrentarse al temible sir Miles Papworth, y terminaría recluido, pues en Lobourne corrían rumores de aplastante evidencia que lo condenaban, y la ira del granjero Blaize era implacable. Una y otra vez, Richard pidió a su primo que le ayudase en esta situación crítica. Austin sonrió.

—Mi querido Ricky —dijo—, hay dos maneras de salir de un apuro: el camino largo y el corto. Cuando hayas probado el método indirecto y hayas fracasado, ven a mí y te enseñaré la vía directa.

Richard estaba demasiado enfrascado en el método indirecto para considerar ese consejo algo más que palabras vacías, y solo pensó en la antipática negativa de Austin.

Esperó al último momento para decirle a Ripton que debían hacerlo ellos, a lo que Ripton asintió.

El día antes de la aparición de Tom ante el magistrado, la señora Bakewell mantuvo una entrevista con Austin, y este fue a Raynham y le pidió a Adrian que le aconsejara qué hacer. Una carcajada soltó Adrian cuando le contó las peripecias de los desesperados muchachos: cómo habían entrado en la diminuta tienda de la señora Bakewell a comprar té, azúcar, velas y confituras de todo tipo, hasta que no quedaron clientes en la tienda; cómo entonces se apresuraron a meterse en la trastienda, donde Richard se abrió la camisa y reveló la cuerda enroscada, y Ripton mostró la punta de una lima de un recoveco de su chaqueta; cómo le dijeron a la estupefacta mujer que la cuerda y la lima eran instrumentos para sacar a su hijo, que no había otra forma humana de liberarle, que ellos ya lo habían intentado todo; cómo Richard persuadió a la mujer para que se desvistiera y enroscara la cuerda alrededor del cuerpo, y Ripton la indujo a esconder la lima de la misma guisa; cómo, cuando ella se opuso a llevar la cuerda, los chicos empezaron a recular, y, en fin, ella temía, dijo la señora Bakewell, no corresponder dignamente a la gracia concedida por el magistrado Papworth de visitar a su hijo, tentando a Tom a contravenir la ley usando una lima. Sin embargo, gracias al Señor, añadió la señora Bakewell, Tom había rechazado la lima, y así se lo había dicho al muchacho Richard, que blasfemó mucho tratándose de un joven caballero.

—Los niños son como monos —comentó Adrian, a punto de estallar de risa—. Son los actores de las farsas sin sentido más peligrosos del mundo. ¡Espero no estar nunca donde no haya niños! Un par de chicos dejados a su libre albedrío son más divertidos que una tropa de comediantes profesionales. No, ningún arte llega a los talones de la inocencia natural en el arte de la comedia. No pueden imitar al mono. Sus payasadas son aburridas. Carecen de la encantadora puerilidad del animal. ¡Les faltan estas cosas! Piensa en los cambios a los que están sometidos. Saben que yo lo sé, y aun así se muestran mansos e inocentes conmigo. ¿Te da pena pensar en cómo acabará el asunto, Austin? A mí también. Temo el momento en que caiga el telón. Pero le hará bien a Ricky. Una lección práctica es lo mejor.

—Cala más hondo —dijo Austin—; aprender el bien o el mal es lo que está en juego.

Se estiró cuan largo era.

—Este será su primer bocado de experiencia, la vieja fruta del tiempo. ¡Odiosa para el paladar de la juventud, en cuya época solo provee nutrientes! ¡La experiencia! ¿Conoces el símil de Coleridge? ¿Lo llamas triste? Bueno, ¡toda sabiduría es triste! Es sabido, primo, que los sabios adoran a la musa cómica. Su propio alimento les mataría. Encontrarás noche tras noche grandes poetas, escasos filósofos, con una amplia sonrisa ante una fila de luces amarillas y máscaras murmurantes. ¿Por qué? Porque todo está a oscuras en casa. El escenario es el pasatiempo de la inteligencia. Por eso el teatro ahora está de capa caída. ¡Es el tiempo de las párvulas mentes desenfrenadas, querido Austin! ¡Cómo odio esa palabrería tuya sobre la «época del trabajo», tú y tu Morton, tú y tu pastor Brawnley, radicales de primera, vosotros, vulgares materialistas! ¿Qué canta Diaper Sandoe sobre tu «época del trabajo»? ¡Escucha!

La época del ojo por ojo,

La época del parloteo,

Una época como la tina de un cervecero:

Fermentando el tumulto!

La época de ser castos en el amor, pero laxos

En los abusos a la virtud:

Cuyas damas y caballeros son muy finos,

Demasiado para usarlos.

La época que conduce un caballo de hierro

Que desafía al espacio y al tiempo,

Que se deleita con la fuerza del gigante

Y tiembla ante él.

La época del alboroto

Ante la avaricia descabellada,

¡Ved al loco Hamlet murmurar y pavonearse

Y señalad a los reyes del algodón!

De esta agitación, mirad, ya arruinado,

Al futuro tambaleándose atónito,

¡Ofelia de las épocas recién llegada

Con malas hierbas y guirnaldas!

—¡A ver qué dice de esto tu pastor Brawnley! —murmuró Adrian cambiando la pierna de sitio y sonriendo. La «época del trabajo» era una vieja batalla entre él y Austin.

—Mi pastor Brawnley, como lo llamas, ya ha respondido —dijo Austin—, no esperando lo mejor, lo cual probablemente empujaría a la «época» a volverse loca para tu satisfacción, sino haciéndolo. Ha respondido a tu Diaper Sandoe con mejor lírica, y le refuta en la otra vida.

—No ves la profundidad de Sandoe —respondió Adrian—. ¡Considera este verso: «Ofelia de las épocas»! ¿No es Brawnley, como una docena de espíritus líderes —creo que ese es tu término—, que el metafísico Hamlet la vuelve loca? ¡Ella, la pobre doncella, quiere un matrimonio y bebés sonrientes, mientras mi señor mira las estrellas cuestionando el infinito y desatendiendo lo intangible!

Austin se rio.

—Estaría casado y tendría bebés sonrientes en abundancia si mandara Brawnley. Espera a conocerlo. Pronto estará en Poer Hall y verás lo que significa la «época del hombre». Pero ahora, por favor, cuéntame lo de estos chicos.

—¡Ah, esos chicos! ¿Hay muchachos de la «época», además de hombres? ¿No? Los chicos son mejores que los hombres: sirven para todas las épocas. ¿Qué crees que se traen entre manos, Austin? Han estado estudiando las fugas de Latude.1 Encontré un libro en la habitación de Ricky sobre Jonathan Wild.2 Jonathan se guardó los secretos de su profesión, no se los enseñó a nadie. Así que van a hacer un Latude de Tom Bakewell. Van a convertirlo en «Bastilla Bakewell», lo quiera o no. Dejémosles. ¡Que los potros campen a sus anchas! No podemos ayudarlos. Podemos ver el lado bueno. De otro modo, estropearíamos el juego.

Adrian insistía en alimentar a la inquieta bestia de la impaciencia con cumplidos, que no era buena dieta, y Austin, el más paciente de los hombres, empezaba a perder la calma.

—Hablas como si el tiempo te perteneciera, Adrian. Solo quedan unas horas. Primero el trabajo y después el placer. El futuro del chico está en juego.

—¡Como el de todos, querido Austin! —bostezó el hedonista.

—Sí, pero el chico está bajo nuestra tutela. ¡Bajo la tuya en especial!

—¡Todavía no! ¡Todavía no! —le interrumpió Adrian lánguidamente—. No se meterá en líos cuando esté conmigo. ¡La correa para el joven sabueso y la cincha para el joven potro! Ahora soy totalmente irresponsable de sus actos.

—Puede que tengas que lidiar con otra cosa cuando te corresponda, si vamos a eso.

—Tomaré a mi joven príncipe como lo encuentre, primo: Juliano o Caracalla, Constantino o Nerón. Entonces, si le gusta la piromanía, deberá argumentarlo; si es un apóstata discutidor, deberá atender a la lógica y a los hombres, y tener el hábito de decir sus oraciones.

—Entonces, ¿me dejas solo? —dijo Austin, levantándose.

—¡Sin nada que te frene! —Adrian hizo un gesto admitiendo su retirada—. Estoy seguro de que no harás ningún daño, y aún más seguro de que no puedes hacerlo. Y recuerda mis proféticas palabras: pase lo que pase, habrá que pagarle al viejo Blaize. Eso se da ya por sentado. Supongo que debo ver al jefe esta noche y decírselo yo mismo. No podemos dejar que condenen a ese pobre diablo, aunque no tiene sentido revelar que un muchacho ha sido el instigador.

Austin echó un vistazo a la complaciente languidez del joven sabio, su primo, y aunque sabía poco de sus conciudadanos, comprendió que no iba a hacerse entender. Los oídos del joven sabio estaban taponados con su propia sabiduría. Solo había un mal que Adrian temía: la acción de la ley.

Mientras se alejaba, Adrian le llamó:

—¡Espera, Austin! ¡Un momento! ¡No te preocupes! Ves el lado negativo de las cosas. He hecho algo. No preguntes el qué. Si vas a Belthorpe, sé civilizado, pero no servil. ¿Recuerdas las tácticas de Escipión el Africano contra los elefantes púnicos? No digas nada, primo, pero los elefantes de Blaize están de retirada gracias a mí. Si cargan, será un amago y destruirán sus apretadas filas. Lo entiendes, ¿no? Bueno, no importa. Pero que nadie piense que duermo. Si debo verle esta noche, iré sabiendo que no estamos en su poder.

El joven sabio bostezó y estiró la mano para coger el libro que tenía más cerca.

Austin fue a buscar a Richard.

Capítulo VII

Un pequeño templo de mármol blanco a la sombra de un laurel asomaba al río desde el altozano que bordeaba los hayedos de Raynham, que Adrian llamaba la pérgola de Dafne. Allí se había retirado Richard y lo encontró Austin con la cabeza entre las manos: la viva imagen de la desesperación. El joven aceptó el saludo de Austin, sin alzar la cabeza, y que se sentara a su lado. Quizá sus ojos no se veían presentables.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó Austin.

—¡Se ha ido! —respondió. Su voz sonaba lejana, oculta tras sus manos. Siguió una explicación: por la mañana había llegado una citación para el señor Thompson, y se había marchado contra su voluntad.

De hecho, Ripton protestó y dijo que desafiaría a su padre quedándose con su amigo para luchar con él contra la adversidad. Sir Austin expuso que un joven debía obedecer a su progenitor, y había dado órdenes a Benson de preparar el equipaje de Ripton para el mediodía. La rapidez con la que Ripton adoptó la visión del baronet sobre la obediencia filial fue tan sincera como su oferta a Richard de prescindir de esa obediencia. Se alegró de que lo apartaran del polémico barrio de Lobourne, pero honestamente lamentaba ver a su camarada solo ante la calamidad. Los chicos se despidieron con afecto, como no podía ser de otro modo, pues Ripton había jurado fidelidad a los Feverel con una calidez que lo ataba en su declaración, dispuesto a llegar en cualquier momento, a las órdenes del heredero de la casa, para combatir a todos los granjeros de Inglaterra.

—Así que te has quedado solo —dijo Austin, observando la cabeza del chico—. Me alegro. Nunca nos conocemos hasta que tenemos que defendernos solos.

Parecía que no había respuesta. Sin embargo, respondió la vanidad:

—No era de gran ayuda.

—Recuerda sus cualidades ahora que no está, Ricky.

—Bueno, era leal —gruñó el chico.

—Y no es fácil encontrar un amigo leal. ¿Has intentado rectificar, Ricky?

—He hecho lo que he podido.

—¡Y has fracasado!

Hubo una pausa y una evasiva en voz baja:

—Tom Bakewell es un cobarde.

—Pobre hombre. Supongo que —dijo Austin, con gentileza— no quiere meterse en más líos. No creo que sea un cobarde.

—¡Es un cobarde! —gritó Richard—. ¿Crees que con una lima yo me quedaría en la cárcel? ¡Saldría la primera noche! Y podría haber tenido también una cuerda. Una cuerda suficientemente fuerte para sostener a un par de hombres de su peso y tamaño. Ripton, Ned Markham y yo nos columpiamos durante una hora y no se rompió. Es un cobarde y se merece su destino. No tengo compasión por los cobardes.

—Ni yo tampoco —dijo Austin.

Richard levantó la cabeza acusando con rabia al pobre Tom. La habría escondido de saber lo que Austin pensaba al mirarlo.

—Nunca he conocido a un cobarde —continuó Austin—. He oído hablar de uno o dos. Uno dejó que un hombre inocente muriera por él.

—¡Eso es muy bajo! —exclamó el chico.

—Sí, terrible —asintió Austin.

—¡Terrible! —Richard desdeñó al pobre—. ¡Lo habría odiado! ¡Un cobarde!

—Creo que utilizó a su familia de excusa, y trató por todos los medios de liberar al hombre. También he leído, en las confesiones de un célebre filósofo,1 que en su juventud cometió un hurto y acusó a una joven criada de su robo. La despidieron, absolviendo a su acusador.

—¡Qué cobarde! —gritó Richard—. ¿Y lo confesó?

—Puedes leerlo tú mismo.

—¿Lo escribió y lo publicó?

—Tienes el libro en la biblioteca de tu padre. ¿Lo habrías hecho tú?

Richard titubeó.

—¡No! —Admitió que nunca lo habría contado.

—Entonces, ¿quién tiene derecho a llamarle cobarde? —dijo Austin—. Expió su cobardía como hacen los que ceden ante las debilidades y no son cobardes. El cobarde piensa: «Dios no me ve, puedo escapar». El que no es cobarde y ha sucumbido, sabe que Dios lo ha visto, y que no es difícil ser sincero. Peor sería, creo, saberme un impostor cuando los hombres me elogian.

Los ojos del joven Richard vagaban por el alentador rostro de Austin. De pronto, una fuerte intensidad se adueñó de ellos, y Richard bajó la cabeza.

—Así que creo que te equivocas, Ricky, llamando a este pobre Tom cobarde porque rechaza los medios que le ofreces para escapar —continuó Austin—. A un cobarde no le importa involucrar a su cómplice. Y si la persona implicada pertenece a una buena familia, pedirle a un campesino que se ofrezca voluntario es una cobardía.

Richard se había quedado sin palabras. Entregar la lima y la cuerda había supuesto un sacrificio: tiempo, turbación y estudio dedicados a esos instrumentos salvadores. Si resolvía que era valiente la actitud de Tom, Richard Feverel se hallaría en una posición distinta. Pero si sostenía que Tom era un cobarde, él era la víctima, y ser la víctima es un lujo, a veces una necesidad, ya sea entre hombres o jóvenes.

Con Austin, la disyuntiva duraba demasiado. Tenía una vaga noción de la ferocidad de Richard. Por suerte para el chico, Austin no era un predicador. Una ocasión única, una frase hipócrita, un comportamiento paternal, podrían haberle destrozado, despertando una oposición antigua o latente. Instintivamente sentimos al predicador como enemigo. Puede que haga bien a los desgraciados, a los golpeados que jadean en el campo de batalla, pero provoca discrepancia en los fuertes. La naturaleza de Richard solo necesitaba una indicación de la vía correcta, y cuando dijo «¿Qué puedo hacer, Austin?», ya había peleado la mitad de la batalla. Su voz estaba apagada.

Austin puso la mano en el hombro del chico.

—Debes ir a ver al granjero Blaize.

—¡Vaya! —dijo Richard, intuyendo la penitencia.

—Sabrás qué decirle cuando estés allí.

El chico se mordió el labio y frunció el ceño.

—¿Pedirle comprensión a ese gañán, Austin? ¡No puedo!

—Cuéntale todo el asunto y dile que no tienes intención de abandonar al pobre hombre.

—Pero, Austin —suplicó el chico—, ¿pedirle que ayude a Tom Bakewell? ¿Cómo voy a pedírselo si le odio?

Austin le rogó que fuera sin pensar en las consecuencias.

Richard gimió.

—No tienes orgullo, Austin.

—Quizá.

—No sabes lo que es solicitar un favor a un patán que odias.

Richard se agarró a ese enfoque del asunto, porque tenía que moverse.

—Pero —continuó el chico— ¡no podré resistirme a pegarle un puñetazo!

—Creo que ya le has castigado bastante, ¿no? —dijo Austin.

—¡Me azotó! —A Richard le tembló el labio—. No se atrevió a pegarme con sus propias manos. Me castigó con un látigo. Dirá a todo el mundo que me azotó y que le pedí perdón. ¡Perdón! ¡Un Feverel pidiendo perdón! ¡Si pudiera salirme con la mía!

—Ese hombre se gana el pan, Ricky. Cazaste en sus tierras. Te echó, y le incendiaste el pajar.

—Pagaré su pérdida. No haré nada más.

—¿No le pedirás perdón?

—¡No! ¡No le pediré perdón!

Austin miró al chico fijamente.

—¿Prefieres que purgue el pobre Tom Bakewell por ti? Le deberías un favor.

Richard alzó las cejas ante la observación de Austin. Era una forma distinta de ver las cosas.

—¿Un favor a Tom Bakewell, el campesino? ¿Qué quieres decir, Austin?

—Para salvarte tú de una situación desagradable, permites que un campesino se sacrifique por ti. Te confieso que yo no tendría mucho orgullo.

—¡Orgullo! —gritó Richard, herido por la pulla. Fijó la mirada en las escarpadas colinas azules.

Sin saber qué hacer, Austin describió a Tom en la cárcel y repitió la declaración del campesino. La imagen, aunque no quería pintarla así, hizo que Richard, cuyo sentido del humor era muy afilado, se partiera de risa. La visión de un patán sonriendo de oreja a oreja, despeinado, rudo, de pies planos, apareció ante él y le afligió con extrañas sensaciones de asco y burla, mezcladas con arrepentimiento y pena; un patetismo retorcido. Ahí estaba Tom. ¡Tom el de los clavos en las botas! ¡Un imprudente animal bebedor de cerveza! Y, aun así, era un hombre, un valiente con corazón, capaz de devoción y generosidad. Esto llegó al corazón del chico, y en su imaginación vio la abyecta figura del pobre idiota de Tom rodeada de un halo de luz lúgubre. Su alma estaba viva. Una oleada de sentimientos que no había conocido le sacudió, una ternura inesperada, un humor acogedor, la conciencia de una gloria indescriptible que irradiaba los rasgos de la humanidad. Esto palpitaba en el pecho del chico, y la visión de Tom con clavos en las botas, despeinado, rudo, sonriendo de oreja a oreja, con un dedo vergonzante, la opresión de un idiota, le hizo sentir una ternura que no había sentido por ninguna criatura del mundo. Se reía y lloraba por él. Lo apreciaba mientras se encogía a su lado. Era la lucha en su interior del ángel contra elementos menos divinos, pero el ángel era más fuerte y guiaba la caravana del odio extinguido, la risa humanizada, el orgullo transfigurado, un orgullo que insistía en contemplar los pantalones de pana del boquiabierto Tom y le gritaba a Richard, en el mismo tono irónico de Adrian: «¡Obedece a tu Benefactor!».

Austin estaba sentado junto al chico, sin percatarse del sublime alboroto que había causado. Poco traslucía el semblante de Richard. Las comisuras de sus labios estaban ligeramente caídas, sus ojos fijos en el horizonte. Se quedó así un buen rato. Luego, se puso en pie y dijo:

—Iré a ver al viejo Blaize y le pediré perdón.

Austin le tomó de la mano y juntos abandonaron la pérgola de Dafne en dirección a Lobourne.

765,11 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
561 стр. 3 иллюстрации
ISBN:
9788417743949
Переводчик:
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают