Читать книгу: «Marginales y marginados», страница 3

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Cuando hizo esta declaración como el ejemplo de los FF.CC., le pregunté por qué asociaba la letra ‘E’ a los ferrocarriles, a lo que respondió preguntándome: "cuál es la sigla de los Ferrocarriles del Estado”. Le dije que esa sigla “FF.CC.” no contenía ninguna ‘E’. Él sonrió entonces invitándome a pronunciarla de nuevo. Lo hice, después de lo cual me hizo notar que al decir Efe-Efe-Ce-Ce, yo había pronunciado seis letras e…

Así, nuestra interpretación de su aversión por la quinta letra del alfabeto quedó entre esas dos posibilidades. Aunque en lo que respecta a la segunda interpretación, él pudo incurrir en una contradicción al afirmar que “yo creé los Ferrocarriles del Estado; también creé la fábrica de monedas y las fuerzas armadas… Pero me quedaron un poco mal hechas…”. Cabe observar que este último comentario, no exento de ironía, lo libera de toda responsabilidad y contradicción.

Porque parece claro que esa fina ironía de su parte lo dejó en evidencia también como un hombre que está consciente de ser quien es, y sabe engatusar a los curiosos que se le acercan. En ese sentido se entendía bien que, en esas palabras veladas, se burlaba del gobierno militar, con lo cual él esperaba tal vez congraciarse con sus interlocutores.

En una revisión a distancia de todo lo dicho por el CEJA en esa conversación, resulta coherente con lo anterior el hecho de que, acto seguido, se hubiese referido a la “fábrica de monedas”. A este respecto explicó que las monedas de cobre de cien pesos se fabrican cortándolas con una sierra de un chuzo de cobre. Digo que este tema es coherente con el anterior porque si quiso congraciarse con sus interlocutores, burlándose del régimen militar, ese acto fue la preparación para introducir astutamente en la conversación el tema del dinero, con la esperanza de que estos señores que se habían cruzado en su camino pagaran con un aporte en efectivo el privilegio de poder conversar con un iluminado.

La conversación terminó con dos graciosas salidas. La primera fue motivada por una demostración de habilidad musical que hizo uno de mis acompañantes, tocando una quena al estilo de la música andina. Cuando la música cesó, y al preguntarle qué le parecía el toque de mi amigo, él respondió “música típica de un país imaginario”.

La segunda salida —y última— fue darnos a conocer su nombre en respuesta a una pregunta mía. Pero no se limitó a darnos a conocer solo su nombre de pila, sino que nos recitó su doble nombre personal y su doble apellido familiar: “Me llamo Carlos Ernesto Jorquera Aceituno, C-E-J-A para servirlos”, a lo que luego agregó, “podría ser nombre de carabinero, ¿no les parece?”.

Antes de que se retirara me adelanté a preguntarle si necesitaba “sencillo”, al mismo tiempo que le pasaba un puñado de monedas de cobre de cien pesos de esas que, según él, se fabrican cortándolas con sierra una por una, de un chuzo largo de cobre. Él recibió el dinero como distraídamente y sin mirar cuántas monedas eran, y explicó que necesitaba comprar un poco de té y azúcar (aunque entiendo que de su alimentación diaria algunas personas de Rungue, como la señora Trivelli, lo ayudaban). Así resguardó hábilmente su dignidad de marginal extremo, evitando pedir limosna como hacen otros menos iluminados que él.

Entiendo que para la mayor parte de las personas no es posible tomar en serio los dichos de un hombre reducido a la extrema miseria, y menos aún imaginar que sus reflexiones sobre la vida y el conocimiento pudieran contener alguna verdad trascendente. La verdad es que contra ese prejuicio se alza toda la sabiduría tradicional del mundo, pues en las tradiciones orales de todos los pueblos está presente un refrán ultra conocido que dice, “los niños y los locos dicen las verdades”, aunque estas verdades del refrán citado por lo general no son muy transcendentes, dándole a este dicho, sin embargo, toda la magnitud posible de su significado. De esto puede resultar, al fin, que la sabiduría del loco se eleve hasta los orígenes remotos de nuestra memoria genética, como ha sido el caso de nuestro CEJA, sobre todo en lo que se refiere a su androginia autoatribuida y alardeada.

En la película Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman, hay un pasaje extraño en el cual entra en escena un ser andrógino llamado Ismael, que vive encerrado en un aposento especial de la casa de un comerciante judío. Su hermano Aron introduce al protagonista de la película, el niño Alexander Ekdahl, a la habitación de este Ismael para que viva con él una misteriosa experiencia de identidad. Ismael le pide a Alexander que escriba su nombre en un papel, y el niño lo hace en la seguridad absoluta de haber escrito Alexander Ekdahl, pero cuando Ismael le dice que relea lo escrito, Alexander, para su gran sorpresa, descubre que ha escrito Ismael Retzinsky.

Enseguida el andrógino Ismael le explica a Alexander que, pese a que ambos son seres diferentes, en una parte de sí mismos ambos son la misma persona. Después le pide que se ponga en una postura especial con el objeto de leer por intuición los pensamientos e imágenes de su mente, entre los cuales Ismael descubre la preocupación principal del muchacho, esto es, la figura imponente y aborrecida de su padrastro —el obispo luterano Edward Vergérus—, a quien Alexander, mediante el poder mental de la androginia de Ismael, logra dar muerte a distancia, provocando un incendio en su casa.

En esa larga secuencia de su película, Bergman expone en imágenes proyectadas la doctrina del andrógino según las teorías de la psicología analítica. El poder humano supremo surge de la unión equilibrada y completa del principio creativo paterno y del principio receptivo materno. Todos los grandes maestros espirituales del mundo deben su poder invisible a su androginia psíquica, la que ha sido simbolizada de diversas maneras, según las diferentes culturas, pero cuyo diseño remite siempre a la conciliación de los opuestos de una polaridad (unicornio, flor de lis, estrella de David).

En lo que se refiere a la androginia autoimpuesta del CEJA, eso resulta coherente con lo que dijo en seguida sobre su poder, al punto de proclamarse dueño de todo lo que podía verse en el entorno natural y creador de instituciones e industrias.

En el mismo orden, debemos interpretar su descalificación total de la inteligencia humana en el sentido de ser incapaz de alcanzar la verdad, la cual reside solamente en la dialéctica universal de lo creativo paterno y lo receptivo materno.

Debo decir que por mis experiencias con la extrema miseria vividas en mi fugaz relación con el troglodita del botadero de Valparaíso y con el CEJA, llegué a la conclusión de que en situaciones límites, del desastre de una vida humana, se actualiza la verdad contenida en el refrán popular chileno, que dice “los extremos se tocan”. Tal es el eco folclórico de un axioma de la sabiduría china, que dice “cuando una cosa adquiere cualidades o características extremas, se transforma en su contrario”.

En el caso del CEJA, la esquizofrenia aguda que padecía —unida a su cultura básica y a su capacidad de expresarse, manifestada en un buen decir— posibilitaba que su inconsciente arcaico liberara un contenido igualmente arcaico —pero no menos verdadero— de la sabiduría fundamental de todos los pueblos que antes vivieron insertos en el orden natural.

Cabe observar también que el CEJA algo debió saber de la cultura ilustrada para descalificarla tan radicalmente. La presencia del “señor profesor”, como antes se dijo, era la ocasión ideal para barrer con ella, y sugerir que nada aporta al mundo.

Dos de los que enfrentamos al CEJA llegamos después a la conclusión de que no es por un simple azar que él se cruzó en nuestro camino. Nuestras deducciones al respecto avanzaron demoliendo prejuicios, sobre todo los concernientes al concepto que teníamos de nosotros mismos. Y dedujimos que el encuentro ocurrió a la manera de un hecho sincronístico, de modo que la presencia del CEJA pasó a ser una proyección de nuestra interioridad en el acontecer objetivo, en el entendido de que los fenómenos sincronísticos son posibles porque el acontecer objetivo, en algún sentido, es un correlato analógico del acontecer interior del sujeto.

Pese a la apariencia de exageración que esta afirmación puede tener, el hecho es que para quien mira el suceso en el contexto de su propia existencia, que bien conoce, al menos en los hechos, nuestra incompatibilidad con el modelo de civilización vigente —en cuya estructura vivimos insertos todos—, es absoluta. Y, aunque mantengamos una apariencia de normalidad organizando nuestra vida y adaptándola a ese modelo, lo hacemos sobre la base de un desacuerdo fundamental que es nuestro mar de fondo, por el cual nuestra relación con el mundo —motivada por la obligación de cumplir con nuestro amargo compromiso— nos obliga a actuar siempre a contrapelo, hasta el extremo de que, por largos períodos del tiempo vivido, el mismo desvalimiento del CEJA nos domina irremediablemente, aunque seamos académicos, profesores “eméritos” y autores de una veintena de libros. Porque, aún en esas condiciones ventajosas de la vida burguesa, nuestro espejo interior nos refleja cobijándonos en una cueva abierta en el basural de Montedónico, o vestidos de harapos y poliomielíticos de ambas piernas, penando en la ruta pavimentada, expulsados del paraíso.

Otro aspecto sincronístico de mi encuentro con el CEJA se relaciona con mis estudios y trabajos académicos de esa época. Por esos tiempos dictaba un curso de filosofía, cuya materia era precisamente el famoso Libro de las Mutaciones de Confucio, tratado de dialéctica natural de lo creativo y lo receptivo. Y en más de una ocasión había yo explicado a mis alumnos que el hombre psíquicamente íntegro es aquel que tiene bien equilibrado el espectro completo de las virtudes paternas y las maternas, y por eso sus impulsos proyectivos sobre las cosas y las personas se compensa bien con la receptividad de que es capaz frente a los hechos que le toca vivir y las personas con que interactúa.

Desde hacía mucho tiempo que el conocimiento de este clásico confuciano, por una parte, y por otra, la teoría de Carl Gustav Jung sobre la sincronicidad y las coincidencias significativas, constituían el centro de mis investigaciones sobre las grandes tradiciones sapienciales de diferentes culturas, especialmente, del confucionismo, taoísmo y la sabiduría aborigen de Chile y Perú. Por eso, el hallar sorpresivamente a este ser surgido de la marginalidad absoluta, que lo primero que dijo en nuestra presencia haya sido una alusión a la dialéctica natural de lo paterno y lo materno; que enseguida haya extraído de esa dualidad la conclusión de que tal es la causa de que él poseía el poder de crear instituciones tales como la casa de monedas, el transporte ferroviario y los institutos armados, y el derecho de propiedad sobre la tierra y sus riquezas, hasta la misma inmortalidad (“yo no moriré…”), era un fenómeno de esos que Jung llama “coincidencias significativas”, tanto más si ese delirio mitológico —tan arcaico como la cultura paleolítica— procedía de un mendigo lisiado, coincidiendo en eso con las semblanzas que los textos sapienciales de todos los tiempos han hecho de la condición desmedrada de la sabiduría y el hombre sabio en un mundo insensato, hasta el extremo de que Cristo haya sido confundido con los malhechores, y al asumir como suyos todos los males y crímenes de la humanidad se haya transformado en un ser repugnante a los ojos de Dios, quien, según el profeta Isaías, apartó de él la mirada, lo que motivó el grito del crucificado que salió del fondo de su corazón: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”.

Después de mi experiencia de conocer al CEJA fui a Rungue con la intención de averiguar algo más sobre el personaje. En lo que se refiere a su edad, algunos parroquianos me dijeron que andaría en los 70 o más años. Es de suponer que para llegar a ser él lo que vimos y entendimos acerca de su persona, debía precederle un largo pasado de sucesos desgraciados que lo redujeron al estado en que se hallaba en esos años de la década del ochenta del siglo pasado. Aunque no todos esos sucesos debían ser necesariamente desgraciados, pues sin tener en cuenta su estado miserable extremo en lo material y en su lamentable estado físico, el hombre en su conversación demostraba tener una cierta cultura de base, lo cual se percibía en lo que antes califiqué como un “buen decir”, y revelaba poseer un desarrollado sentido estético y poético con no poco ingenio y gracia.

Lo que pude averiguar por el testimonio de algunas personas del poblado es que el CEJA en su pasado fue un buen ebanista que fabricaba muebles de calidad en Santiago. Y, a juzgar por lo que decían los informantes sobre este aspecto de su vida, todas sus desgracias comenzaron desde que descubrió que el componente alcohólico del barniz que él aplicaba a la madera de sus muebles le resultó ser una bebida de su agrado. Se trata de ese ingrediente que los de su oficio llaman “pájaro verde”. Y no pasó mucho tiempo antes que sucumbiera al hábito de ingerir este brebaje diariamente, lo que fue la causa determinante de su locura.

No pude averiguar entonces si la poliomielitis de sus dos piernas era una discapacidad que padecía desde la infancia o que la contrajo siendo mayor, porque conozco el caso de un adulto que contrajo esa enfermedad a los cuarenta y tantos años, y no sería improbable suponer que si la poliomielitis lo afectó siendo un adulto, volviéndolo un discapacitado, esa haya sido la causa de haber caído en el vicio de beberse el “pájaro verde”, lo que habría desencadenado el proceso de su decadencia total hasta la miseria extrema y la locura. Lo cual, sin embargo, no anuló en él lo que había de más profundo, esto es, la clara intuición de cuáles son los fundamentos más remotos de la sabiduría humana, y el buen uso del lenguaje para expresar su pensamiento en el diálogo con otros.

Es probable que algunos informantes me hayan explicado por qué el talentoso ebanista don Carlos Ernesto Jorquera Aceituno terminó viviendo y muriendo “su corta muerte diaria” en el pequeño poblado de Rungue, pero la causa de este hecho, si es que la conocí, hoy no logro hallarla en la bodega de mi memoria.

La mayor parte de esa información sobre el pasado profesional del CEJA me la dio la hija de un anciano a quien llamaban don Ernesto, y quien entonces era el cuidador de un fundo que se extiende frente a Rungue hacia el oriente, el cual, en aquellos años, pertenecía a una señora de nombre María Trivelli, cuya casa patronal —situada en la calle principal de Rungue— ella habitaba. Ese fundo fue adquirido después por Codelco, pero la casa de doña María aún está en su lugar, abandonada.

Por ella supe que el CEJA había estado muy enfermo algunos años atrás y que ella lo hizo internar en una posta, donde permaneció un tiempo hasta su recuperación. Pero acerca de este insignificante episodio, la hija de don Ernesto agregó un relato que arroja una nueva luz sobre la inspirada personalidad de este personaje.

Según lo que me informó, el CEJA, mientras permaneció internado en la posta, fue atendido diariamente por una enfermera llamada la “Vero” (Verónica), quien parece que era una bella muchacha, y además muy caritativa. El CEJA, por primera vez en el proceso de decadencia de su vida, se sintió tratado con afecto y consideración, por lo que se alumbró en él un sentimiento de verdadero amor por esta joven. Pero a él no le bastó con vivir esa experiencia en el silencio de su corazón, quiso dejar un testimonio público de su sentimiento y en una hoja de cuaderno escolar, con un lápiz azul, cuando volvió a Rungue y dejó de ver a su amada, redactó una carta dirigida a ella, la cual no envió, obviamente, pero dejó en la repisa de un teléfono público que había entonces en Rungue para que la leyera el primero que llegara.

La carta parece haber circulado por varias manos, porque la hija de don Ernesto dijo haberla leído cuando se la mostró otro sujeto del lugar, aunque ella no sabía dónde se encontraría cuando me relató lo ocurrido.

Según su testimonio, en esa carta el CEJA reconocía ser un hombre destruido, una ruina humana, pero con un corazón noble, como noble era el sentimiento que la Vero le inspiraba. También le decía que él estaba consciente de la distancia insalvable que los separaba, y que por eso nunca se atrevió a decirle nada que delatara su amor. Finalmente, le decía que ella era un ángel que Dios le envió para que lo cuidara en esos momentos difíciles de su vida.

Anexo

El dueño del Pontiac 1967, el Patricio, recuerda otro encuentro que tuvo con el CEJA en un viaje de Santiago a Valparaíso. Yendo por la Ruta 5, pasando frente al poblado de Rungue, divisó al hombre caminando como siempre, afirmado en sus dos bastones, y se aproximó a él sin bajarse del auto. Intentó tomarle una fotografía, pero él se lo prohibió amenazándolo con una maldición si lo hacía, aunque lo reconoció como uno de los que conversaron con él en el encuentro anterior. El Patricio cuenta que, después de amenazarlo con su maldición, le dijo: “Usted no es usted, usted es el siguiente”, frase que para él se transformó en una obsesión desde ese día. El motivo de esa idea fija es el hecho de que el único testigo de estas palabras del CEJA atribuye a ellas una cierta virtud profética. Eso se debe a que en la época en que el encuentro ocurrió él pasaba por grandes conflictos consigo mismo, entonces que un “iluminado” en esas circunstancias te venga a decir que tú no eres tú, significa que la carencia de una estabilidad interior de que sufres no te capacita aún para tener una identidad personal, lo cual, sin embargo, vino a ocurrir muchos años después, cuando la desaprensión de la juventud comenzó a ser reemplazada por el compromiso de contraer matrimonio y fundar una familia, practicar un oficio para ganarse la vida y mantener un hogar. Aunque cabe hacer notar lo insólito que resulta que alguien pueda llegar a creer que este hombre poseía una virtud que daba a sus palabras un poder de carácter profético, pese a lo cual, sin embargo, no se puede negar que el interpelado oyó en ese momento lo que tenía que oír, y que eso que oyó debía interiorizarse en él hasta el punto de convertirse en la clave de su maduración psicológica.

Con todo, hay que preguntarse por qué el CEJA desde su miserable estado parecía tener esa clarividencia sobre las cosas y las personas. Quizás el mal que él padecía, si bien lo dejaba indefenso y carente de todo recurso frente a los rigores de la existencia, liberaba su mente de todo control convencional, la dejaba limpia de prejuicios, como un espejo que puede reflejar la realidad, sin pasar por una elaboración racional.

Con todo lo dicho hasta aquí sobre el CEJA, me atrevo a calificarlo de un iluminado; una versión muy especial del sabio popular anónimo chileno.

EL LUGAR DONDE LLEGO

El lugar donde llego es un pequeño bosque oculto entre suaves colinas, donde se abre una hondonada boscosa con quillayes, litres y peumos. Es un descanso por algunas horas, pero que oculta una duración que parece eterna. Hablo de esa eternidad que resulta del llegar a tierra propia, donde el paso del tiempo no deja huellas de haber pasado… Es lo pasado que deja de ser tal cuando es el propio ser de uno el que emerge como una presencia sin ayer ni mañana.

Son las pocas horas de un sol declinante en cuya aura terrestre brillan los follajes que en lo alto mecen las brisas del atardecer. Son unas pocas horas retenidas por la respiración de un aliento silencioso que no es el de las cosas que yacen inmóviles, sino el propio silencio que emerge de uno, disipando el olvido a que lo redujo el destemplado fracaso del mundo.

Es un llegar que se suma sin fisura al llegar que le precedió y se hace presente como si nunca el que respira aquel aroma se hubiese ausentado de ese sitio, donde cree haber hallado la atmósfera pura de los primeros vivientes.

El lugar así descrito parecería ser algo semejante al refugio de naturaleza de un romántico del siglo XIX, como se dio en la Europa de aquel tiempo, cuando el señorito de sensible corazón —vestido como un caballero de buen nombre— buscaba su retiro emboscado, mientras las primeras emanaciones de la industria comenzaban a contaminar nuestros cielos azules y a socavar el equilibrio interior de la civilización cristiana. Ellos no supieron que de eso se trataba, esto es, de la muerte de Dios, aunque el malvado Nietzsche sabía bien lo que decía cuando puso en boca de su Zaratustra su famoso “Dios ha muerto”. Él sabía que los hombres enloquecerían creyéndose libres para hacer temblar el mundo de una actividad febril y saquear la tierra para sacar provecho de todo.

En verdad ellos, los románticos, no supieron que de eso se trataba y sufrieron la evanescencia del aroma de la vida como una dolencia personal, causa de su melancolía. Lo que ahora no puede ser ni ocurrir del mismo modo fue en ese siglo de Hölderlin y Franz Liszt, pues todo lo que ha sido hecho con amor se ha ido perdiendo. La cultura quiero decir, ese fenómeno social milenario que Goethe definió simplemente con la palabra “amor.”

Ahora es el tiempo de la compacta soledad que sigue al desastre, la de quien aprendió a endurecer su corazón para seguir el ritmo de su propia modernidad, a medida que se va perdiendo el aroma del tiempo orgánico y viviente. Todo lo invadió esa exactitud horaria con su olor a lluvia ácida. En la prehistoria quedó confinado el sueño del poeta, que hizo de su tristeza un rango refinado de su estilo para asumir su agresiva angustia escatológica del que haya un mundo real en donde posar sus pies.

Si todo se desarticula, si todo se descompone y el hedor alcanza hasta las instituciones que por milenios gozaron del prestigio de ser santas, es el momento de hacer consciente el hecho de que pese a todos los esfuerzos de los hombres por alcanzar el bien que torpemente redujeron solo al bienestar, al fin queda en pie la única verdad, de que solo el misterio nos hace vivir. Y en esta brecha temible en que estamos, esa inmutable verdad parece querer hacerse verdadera otra vez, por piedad hacia nosotros.

Es esto el infierno al fin de cuentas, del que debemos ser rescatados, aquel que nos describieron como hecho de fuego y resultó ser al fin un infierno de ingeniería, más comercial que ígneo, más mecánico que trágico, un proyecto descarnado de empresarios que reclaman para sí la autoría de un mundo de aflicción legalizada.

En medio de este infierno, llegar a un lugar donde verdaderamente se llega es como hallar un tesoro escondido, del que disfrutas por el solo hecho de saber que aún existe.

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9789561428614
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