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MÚSICA MEDIEVAL

Entre las muchas cosas que aprendí de Lanza del Vasto fue conocer, valorar y practicar la música medieval. Su esposa Chanterelle era cantante, y bajo la influencia de su marido dejó su repertorio clásico y se abocó a adaptar su voz a lo que, según se cree, debe haber sido el modo medieval del canto individual, esto es, una emisión más “blanca” que impostada, aunque no inexpresiva. Ella grabó varios discos, algunos a capella y otros con acompañamiento instrumental. La crítica la reconocía como la más auténtica voz femenina especializada en música del medioevo.

Bajo la influencia de este matrimonio, mi esposa Bernadette de Saint Luc y yo nos abocamos al estudio y práctica de esta música. Nuestro repertorio incluía, junto a los trovadores y troveros franceses, a los alemanes llamados en su idioma minnesingers, y a sus discípulos tardíos, cantores de los gremios de artesanos llamados meistersinger, aquellos que Richard Wagner inmortalizó en la mejor de sus óperas, Los maestros cantores de Núremberg.

En lo que se refiere a la pronunciación del francés, el provenzal y el alemán de los siglos XII al XV, un profesor del Instituto Franco-Alemán de Cultura, de apellido Drochner —experto en literatura y lingüística medieval—, nos enseñó lo que necesitábamos saber sobre la fonética antigua de esos idiomas.

A nosotros se sumaron varios músicos interesados en la melodía de esos siglos. Entre ellos había un inglés de nombre John Sidgwick, quien trabajaba en el departamento de agricultura de la embajada británica en París, excelente violista, quien luego aprendió a tocar viela gótica. Fue él quien trajo a nuestra casa a un joven cantante escocés de nombre Oliver Forbes y a otro inglés violinista cuyo nombre no recuerdo. El violonchelista chileno Arnaldo Fuentes también se sumó al grupo. Estaba becado para estudiar con el gran chelista francés Bernard Michelin, y aunque su instrumento no era el apropiado para la música medieval, pulsando de un modo especial el arco logró imitar bien el timbre de la viola de gamba. También vino a nuestras reuniones musicales un tenor francés de nombre Ives Tessier, especialista en canto medieval, quien ya había grabado muchos discos.

Con ellos hicimos mucha música en nuestro departamento de la avenida Víctor Hugo. También dimos algunos recitales en diversos escenarios. Los de más alto nivel se realizaron, a saber: el primero en la Salle Pleyel, que incluyó a Chaterelle y a una cantante argentina discípula suya —y miembro de la comunidad de El Arca— llamada Clara Cortázar; y el segundo en el gran auditorio de la Radiotelevisión Francesa (ORTF), que incorporó a un tenor francés de nombre Bernard Lamy —experto en música medieval— y a un ejecutante de viola de gamba. Para esa ocasión hice instalar un positive organ en el escenario, tras el cual se colocó —a pedido mío— un tapiz auténtico del siglo XV, que representaba un concierto de música en la corte de los duques de Borgoña. A este recital asistieron cerca de cuatrocientas personas.

La parte final del programa incluía la Danza del pavo y la tonada La Malaheña, de Chiloé. En el público, en primera fila estaba el embajador Enrique Bernstein y su esposa, y cuando canté esas canciones antiguas del folclore chileno noté que don Enrique se emocionó hasta las lágrimas en un acceso de patriotismo.

La invitación a la ORTF fue posible por la grabación que hicimos de dos discos que tuvieron muy buena acogida. En el primero, incluimos música de trovadores y troveros franceses y provenzales, también minnesingers y meistersinger alemanes. Este disco fue nominado para el gran premio del disco —Grand Prix du Disque— del año 1967, lo cual significa que fue clasificado entre los diez mejores elepés grabados en Francia. En el segundo disco, canciones de amor del siglo XV. Y pese a que este no fue nominado para tan alto galardón, fue el que más se transmitió por radio. Para ambos discos, la composición de carátula se hizo con una reproducción en color de miniaturas medievales, pintadas por maestros flamencos en preciosos libros incunables que posee la Biblioteca Municipal de París. Libros que nadie puede hojear libremente, sino leer o revisar hoja por hoja bajo la vigilancia de un funcionario. Solo recuerdo por su nombre la miniatura escogida para el segundo disco, la cual representaba una boda principesca de 1430 o 1440 que lleva el título de Le Mariage de Clarice, y que pertenece a una obra en dos tomos incunables que un monje flamenco hizo para el duque Juan de Borgoña, apodado el bueno.

Con esos dos discos lanzados al mercado discográfico francés nos hicimos famosos en el ambiente musical de París, al punto que la ORTF nos invitó para el recital masivo antes mencionado, con toda la solemnidad de un acontecimiento musical de excepción.

El sello discográfico que grabó los discos se llamaba Boite a Musique, y su dueño y director artístico era un señor judío de nombre Albert Levy-Alvares, cuyo padre —lo supe después— había conocido a un tío mío venezolano llamado Isaac Pardo, en cuya casa mi pariente conoció al compositor francés, judío también, Reynaldo Hahn.

Albert Levy fue un buen amigo nuestro y visitó varias veces mi casa para escuchar nuestros conciertos íntimos, pues él también era aficionado a este tipo de música.

Aunque todo lo narrado acerca de mi vida como diplomático, cultor de la música del medioevo y participante de la vida musical de París, por una parte y por otra, como discípulo de Lanza del Vasto, con cuyos seguidores solía reunirme periódicamente en casas particulares y en un piso subterráneo de la Iglesia de Saint Severin, aunque todo eso, digo, parecía ser aquello que se suele llamar una doble vida (y en cierta medida lo era) siempre estuvo presente en mí la convicción de que la parte mundana de mi existencia no valía nada frente a mis convicciones acerca del destino transcendente del hombre y la necesidad de que la sociedad evolucionara desde esta forma artificial y vana de vivir, hacia otras formas de comunidad en el sentido que Lanza del Vasto lo había entendido y realizado en su comunidad El Arca.

En ese tiempo, estaba convencido de que mi destino —justamente— era vivir en esa comunidad con mi familia, para lo cual creía tener una preparación suficiente para enfrentar esa ruda vida de campesino.

Por su parte, mi esposa Bernadette, aunque admiraba a Lanza del Vasto y a su esposa Chanterelle, no creía en absoluto que ese fuera su destino, ni el de nuestros hijos. Esa posición de ella frente a este problema era clara y firme, de manera que con el correr del tiempo tuve que acostumbrarme a la idea de que, lo que creía era una oportunidad que la vida nos ofrecía para realizar el ansiado proyecto de independizarme de este modelo de civilización, era finalmente un problema exclusivamente mío, en el que no tenía derecho a involucrar a mi familia.

Pronto tuve motivos para darme cuenta de que este sueño mío de la comunidad de marginales gandhianos no era más que eso. Prueba de ello fue mi rápida evolución desde ese ideal al de un académico. Ser docente e investigador —enseñando a innumerables jóvenes en la Pontificia Universidad Católica de Chile— se impuso como el destino más adecuado a mi personalidad y a mis posibilidades.

EL CORDERO DE DIOS

Después de tantos años transcurridos desde aquel París de los años sesenta, me veo sentado en la cátedra universitaria dictando un curso sobre Sabiduría chilena de tradición oral. Y al abordar el tema del destino, el cual se vincula también con el de la condición de ricos y pobres que se da en todo tipo de sociedad, relaté a mis alumnos una experiencia que viví con la extrema pobreza. Hablé de esos seres que carecen de todo y en su desvalimiento absoluto algunos llegan a parecer algo así como la escoria humana. Viven en situación de calle, como se suele decir, o botados en terrenos baldíos, o en medio de los desechos de un botadero, nombre con que el pueblo se refiere a los basurales.

Pero antes de relatar esa experiencia dirigí a mis alumnos la pregunta de por qué creían ellos que existe esa clase de seres en todos los países del mundo, y ninguno fue capaz de aventurar una respuesta. Yo tampoco di una y preferí dirigir la pregunta a personas con más autoridad sobre estas arduas cuestiones. Entonces dije a mis alumnos, “imaginen que tenemos aquí a dos maestros conocidos y venerados por todo el mundo desde la antigüedad: Buda y Jesús”.

Respecto del primero, dije que no es difícil saber con certeza lo que habría respondido. Y junto con afirmar eso, un alumno levantó la mano dando a entender que él sabía lo que ese maestro habría respondido: “Es por el karma que existen esos seres”. Lo que en la jerga de la filosofía budista significa que es el peso de las acciones ejecutadas en vidas pasadas lo que determina nuestra condición actual. En el caso de estos seres desprovistos de todo, se trataría de personas que en sus encarnaciones anteriores vivieron mal, muy mal, por eso están ahora pagando su mal vivir en esas condiciones desmedradas. De manera que, visto de esta forma el problema, no es mucho lo que se puede hacer por mejorar su condición, la cual se ha vuelto una fatalidad por sus malos antecedentes kármicos. Lo que sí se puede hacer por ellos es ayudarlos en sus necesidades y exhortarlos mediante la enseñanza, aunque en ciertos textos budistas hay expresiones bastante despiadadas sobre los que arrastran un karma de miseria.

Enseguida pregunté a mis alumnos qué creían ellos que habría respondido Jesús a esa misma pregunta. Y nadie levantó la mano, aunque los exhorté a que intentaran imaginar una respuesta, dado lo que ya todos sabemos sobre el carpintero de Nazaret. Pero nadie se aventuró. Entonces, me atreví a decirles que lo más probable es que Jesús habría dicho que esos seres son víctimas del poder…, y que no tienen culpa alguna. Lo dije basándome en la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón, y a la tendencia que se advierte en las palabras de Jesús al dar por entendido que la acumulación de riqueza en manos de unos pocos siempre trae como consecuencia el desequilibrio que provoca la pobreza en otros muchos. Y para afianzar lo dicho cité el refrán popular chileno que dice que “no es raro que a uno le falte lo que a otro le sobra”.

Los alumnos escucharon estas palabras en silencio, sin agregar ningún comentario, por lo que deduje que en su mayor parte estaban de acuerdo que esa podría haber sido la respuesta de Jesús.

Lo conversado en esos términos fue una introducción necesaria para la plena comprensión de lo ocurrido en mi experiencia con la miseria extrema que relataré enseguida, episodio de mi vida que destaco entre los más significativos que he vivido.

Hasta el día en que ocurrió lo que voy a relatar, había recorrido frecuentemente los cerros de Valparaíso tomando fotografías, lo que con el correr del tiempo me permitió relacionarme con gente que vive regularmente en esos lugares, y que, por tratarse de Valparaíso, y la magia de sus colinas, es gente de carácter más apacible que la de la ciudad capital. Por eso, al cabo de diez y más años de tomar fotografías en esos cerros, desentendiéndome del mar —que erróneamente algunos destacan como el elemento determinante de ese puerto—, había trabado amistad con muchas personas, especialmente con habitantes del costado poniente, esto es los cerros Alegre, Cordillera, Toro, y Santo Domingo. Entre esas amistades había no pocos jóvenes expertos en el arte de robar, aunque yo no tenía inconveniente alguno en juntarme con ellos a comer y tomar en alegre compañía.

Entre esos “lanzas” escogí a cinco de mi confianza, a quienes pagué por anticipado, para que me acompañaran a visitar el gran botadero que hay detrás de las colinas de más al poniente de Valparaíso, en una zona llamada Montedónico.

Se trata de un lugar muy antiguo en el que se ha acumulado basura desde fines del siglo XIX, lo cual puede apreciarse en ciertos cortes verticales de la materia acumulada —a modo de farellones—, en los que se distinguen franjas de diferentes niveles según las épocas de la acumulación. Conforme a la explicación que me dieron mis acompañantes, en ese basural vivían más de cien personas, algunas en cuevas abiertas en la pared de los cortes verticales, o en casuchas construidas con materiales encontrados en el mismo botadero.

Lo que motiva a los habitantes de este basural a permanecer en él es el hallazgo de materiales utilizables —que llegan confundidos con la basura y también los desperdicios mismos—, en especial los cartones, objetos que ellos seleccionan y venden después a quienes podrían servirles. Y de hecho el negocio funciona permanentemente y a un ritmo parejo.

La necesidad de ser escoltado por hombres expertos en el robo y la pelea se debía a que ellos mismos me advirtieron que si iba solo a visitar el botadero no saldría vivo de ahí.

El espectáculo que se presentó ante mis ojos por todos esos desechos en descomposición era verdaderamente infernal, y el olor de putrefacción y fermentación se volvía cada vez más insoportable.

Alcancé a estar dos horas en el lugar, al cabo de los cuales comencé a sentir síntomas de desvanecimiento. Pero antes de que eso ocurriera, al pasar frente a uno de esos cortes verticales de la masa acumulada, había una cueva cuya entrada estaba cubierta por una tela de saco. Desde adentro escuchamos gritos destemplados de alguien que nos insultaba y nos conminaba a salir de ahí de inmediato. Era un seleccionador de objetos y restos utilizables hallados en la basura, seguramente uno de esos hábiles cartoneros que llegan a hacerse unas diez lucas diarias.

Al escuchar sus insultos, uno de mis compañeros le dijo: “Tranquilo, tranquilo compadre, que no le vamos a quitar nada de lo suyo. Solo andamos paseando”.

El troglodita entonces descorrió la tela que cubría la entrada de su caverna y se asomó para ver quiénes eran los intrusos.

Era un hombre de unos cuarenta años, de baja estatura, con una cicatriz en la mejilla derecha (un cara cortada), vestido de blue jeans, parca negra y polera, todo muy sucio. Al verlo salir de su habitación, sentí hacia él una extraña atracción, y llevado por un impulso irresistible me adelanté para saludarlo, lo cual hice dándole la mano y diciéndole: “Buenos días, señor”. El saludo pareció ser de su agrado, pues el hombre sonrió y sin mediar más palabras, me dijo: “Yo soy el cordero…”. Al escuchar tal frase de presentación quedé paralizado y después de una pausa le pregunté por qué se identificaba de ese modo ante mí, a lo que él respondió: “Si usted entra en mi casa lo sabrá…”.

Era una invitación a hacer algo que jamás imaginé que alguna vez en mi vida estaría en condiciones de hacer. Pero el hecho fue que la ocasión se presentó y no había que pensarlo más. Fue entonces que uno de mis acompañantes me dijo al oído que tuviera cuidado, porque lo que este sujeto quería era matarme. Pero convencido de que no era eso me dispuse a entrar, pero antes miré a mis cinco escoltas en cuyos rostros se percibía una expresión de reprobación, pues cómo podían ellos entender que el “señor profesor” aceptara entrar en una cueva infecta incitado por el más miserable de los hombres.

Convencido de que la experiencia de entrar a la cueva de basura era más valiosa que la de quedarme afuera mediante una excusa, seguí a mi anfitrión por el estrecho túnel hasta una cavidad mayor abierta al fondo, donde había una mesa destartalada con una vela encendida y en el suelo un saco de dormir. En las paredes colgaban unos objetos encontrados en la basura y algunos posters. Entonces él, tomando la vela que había en la mesa, la acercó a uno de los afiches, en el cual se veía a Jesús llevando sobre sus hombros una oveja, por lo que entendí que la escena representada era la parábola del pastor de cien ovejas que, habiendo perdido a una de ellas, dejó en la pradera a las noventa y nueve restantes, y se afanó por encontrar a la perdida, lo cual —una vez logrado— lo colmó de alegría. Y todo eso para representar la misericordia de Dios, que por un pecador arrepentido se alegra más que por las noventa y nueve justas que no tienen necesidad de perdón. El hombre alumbró con la vela ese poster y con su dedo índice me mostró la oveja que Jesús portaba sobre sus hombros, y dijo: “Ese corderito soy yo”. Ese gesto del hombre me estremeció y afectó tanto, que me emocioné hasta las lágrimas. No puede responderle nada y me quedé en silencio. Quizás alcanzó a percibir mi reacción ante su insólita confesión, porque el hecho es que yo lloraba y no podía disimularlo. Mis compañeros no entendían nada y me preguntaban con insistencia qué me había dicho o hecho ese hombre para que mi visita a la cueva hubiese terminado así.

Cuando me calmé les dije que este hombre me había dado una lección de humanidad entre las más grandes que yo había recibido en mi vida. Les conté todo con detalles y ellos escucharon atentos y en silencio. Entonces de todo lo acontecido saqué la conclusión de que él, sin decirlo directamente, me había dicho que, en realidad, sabiendo que era algo así como la escoria de la humanidad, pese a eso, sabía que era ante todo un ser humano, y Cristo lo acogía y lo salvaba.

Uno de mis acompañantes era evangélico, y dijo después que fue la voluntad de Dios la que permitió que yo viviera aquel día esa experiencia, y que ellos estuvieran ahí como testigos.

EL CEJA

PEREGRINO DE LA RUTA 5 NORTE

En la Ruta 5 Norte que une las ciudades de la V Región con la ciudad capital, en el lugar llamado cuesta de Las Chilcas, vivía precariamente un hombrecito a quien, por su baja estatura, llamaban el Enano de Las Chilcas. En cierta ocasión que pasé por el lugar con unos amigos, al verlo caminando por la berma derecha, detuvimos el auto y me bajé con la intención de conocerlo y preguntarle si necesitaba algo. El individuo me miró de arriba abajo y me preguntó si yo era polaco. Le respondí que era tan chileno como él. Su pregunta se debió quizás a que entonces usaba una camisa de cuello alto y redondo como ha sido la tradición en los países eslavos.

Cuando le pregunté si necesitaba algo, me respondió que no necesitaba nada, y me quedó mirando en silencio, por lo que entendí que mi curiosidad por su persona lo incomodaba.

Cuando ocurrió este encuentro-desencuentro yo había oído hablar de este sujeto a quien los automovilistas y sobre todo los camioneros consideraban algo así como una mascota humana del gremio, y más aún, como poseedor de una virtud que atraía la buena suerte a quienes se le aproximaban. Eso explica por qué muchos conductores de vehículos, después de su fallecimiento, concibieron el proyecto de erigir en ese lugar un pequeño monumento para honrar su memoria con una escultura pequeña que lo representara, pero la municipalidad de la comuna se opuso.

Por lo que se oía decir del Enano de Las Chilcas y por lo que percibí en nuestra brevísima conversación, parece que el hombre tenía sus facultades mentales alteradas. La causa de esta anomalía habría sido el hecho de que su esposa e hijos perecieron en un accidente de ruta, lo que probablemente ocurrió en el lugar que él escogió para establecer su morada, la que consistía en una simple casucha de tablas.

A poco andar, quizás un año después, descubrí que lo que había buscado en vano en el Enano de Las Chilcas, lo vine a hallar en la larga explanada que se extiende entre Las Chilcas y la cuesta descendente que enfila la ruta hacia Polpaico y Santiago, en cuyo centro están situadas las localidades de Rungue y Montenegro, frente al imponente cerro Huechún.

El personaje hallado en esos tramos de la ruta no era un enano, sino más bien un hombre alto, de un metro ochenta centímetros o más. A todas luces se veía que era un mendigo. Se desplazaba dificultosamente apoyado en dos bastones, pues era poliomielítico de las dos piernas. Iba cubierto con piezas de vestir negras, raídas y sucias. Sus pantalones estaban formados por trozos de trapo negros, cocidos, y más arriba, desde las rodillas hasta el cuello, su cuerpo estaba cubierto por un vestido de mujer blanco o que fue blanco. Sus zapatos no eran tales sino trapos enrollados en sus pies y amarrados con cáñamo. La pieza principal de este atuendo era un largo sobretodo negro, cuyos extremos le llegaban hasta más abajo de las rodillas, muy roído y manchado.

Hacía tiempo que había divisado a este personaje al pasar por el lugar rumbo a la V Región, pero hasta cierto día de un mes de octubre —más luminoso y bello que de costumbre— no se había dado antes la ocasión de abordarlo y conversar con él. Cuando la posibilidad se dio aquel día, íbamos un grupo en un auto Pontiac de 1967. (El encuentro se puede situar a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, en plena dictadura militar).

En esa ocasión los excursionistas eran, aparte del suscrito, el Patricio —dueño del auto—, el Bassi —alumno de no sé qué facultad de la Universidad Católica de Chile— y un cuarto a quien no logro identificar.

El sujeto venía caminando por la berma de la izquierda, en dirección sur norte, y nosotros viajábamos en la misma dirección. Pasamos adelante y nos detuvimos a unos cien metros de distancia o más. Él, al ver a estos cuatro individuos que se detenían en la ruta y se bajaban del vehículo con la clara intención de abordarlo, se sintió inseguro, y de inmediato metió su mano en un bolsillo, seguramente para coger un cuchillo u otra arma de defensa. Yo entendí por qué él hacía eso, y dije a mis acompañantes que se quedaran en el lugar mientras me adelantaba para saludarlo. Avancé hacia él y, desde unos cinco metros de distancia le dije: “buenos días señor”. No le di la mano porque él tenía ocupadas las dos en los bastones que le servían de apoyo. Este gesto de cordialidad lo tranquilizó, y con una cierta sonrisa dijo “estoy saboreando la entrevista”, lo que calzaba justo con la intención con que nos aproximábamos a él, y que intuyó desde mi saludo.

No recuerdo cuáles fueron las primeras palabras con que se inició la conversación, aunque de inmediato fue informado de que yo era profesor de la Universidad Católica de Chile, y mis acompañantes eran tres alumnos míos.

Al enterarse de eso, inició sin preámbulo alguno una sorprendente exposición de sus ideas sobre la inteligencia humana y el conocimiento. Sus reflexiones, que ciertamente procedían de un largo meditar sobre las cosas y la vida, nos impresionaron sobre todo por lo inesperado y lo profundo, y más que eso aún, por ser las ocurrencias de un hombre reducido a la extrema miseria.

A continuación, transcribo una síntesis de lo dicho por él en ese encuentro.

Comenzó entonces diciendo: “No crea usted señor que hay de esto…”, lo cual dijo señalando con un dedo la parte superior del cráneo. “No hay nada de eso que llaman inteligencia. Su inteligencia, señor profesor, no es superior a la de un mosquito. ¿Sabe usted qué es lo único que hay? Lo único que hay es un padre y una madre, por eso, siendo yo un hombre llevo puesto este vestido de mujer…”. Y diciendo esto abrió su sobretodo y nos mostró el vestido aquel que fue blanco, el cual le cubría hasta las rodillas.

“Por eso, soy dueño de todo esto que usted ve. Este es mi tesoro. Pero fíjese usted en la tremenda injusticia de estos hombres que con su dinero se adueñan de todo. Ellos no me dejan entrar a estas tierras que son mías, porque si paso por la alambrada a un lado me disparan, y si paso al otro me echan a los perros…”.

“Pero no moriré, me disolveré en el aire de estos valles”.

“Entre mis principales preocupaciones están el andar sobre la cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos, oficios circenses”.

“Todos los males del mundo provienen de la letra ‘E’. Por ejemplo, los Ferrocarriles del Estado, FF.CC”.

“Yo he hecho los Ferrocarriles del Estado; he hecho la fábrica de monedas y las fuerzas armadas… Pero me quedaron un poco mal hechas”.

“Mi nombre es Carlos Ernesto Jorquera Aceituno, C-E-J-A para servirlos”.

Tal fue en síntesis lo dicho en esa ocasión por este personaje a quien, en adelante, llamaré el CEJA.

Se entiende que lo dicho por él no fue como esta transcripción de apretada síntesis. El hombre desarrolló su discurso con observaciones sobre el acontecer, las cuales, en la mayor parte de los casos, poco o nada tenían que ver con el meollo de las verdades trascendentes que proclamaba entonces, no sin cierta solemnidad.

Se notará que, desde el comienzo de su discurso, el CEJA afirmó perentoriamente que no hay verdadera inteligencia en los hombres, que la única vía verdadera del conocimiento es lo que él llamó el padre y la madre. Con esto, al parecer, nos estaba enseñando la clave del verdadero conocimiento, que no es otra sino la polaridad de un principio creativo paterno y un principio receptivo materno, y esa clave, por lo que se deduce de la intención que motivó sus palabras, solo él la poseía.

Resulta sorprendente, por otra parte, que el CEJA no se haya limitado a razonar sobre esta enseñanza capital de su sabiduría, sino que haya sentido la necesidad de expresarla en su mismo atuendo, al agregar a sus piezas de vestir masculinas un traje de mujer del cual hizo alarde.

Por lo que sigue de su discurso deduzco que se trata de una serie de metáforas de una filosofía personal para entender el mundo, elaboradas por un hombre solitario y capaz de reflexionar, la cual debía ser expresada también mediante cosas y hechos concretos. Por eso después de referirse a su vestido de mujer, extrajo de lo dicho la conclusión de que entender el mundo desde el par de opuestos complementarios, de lo paterno y lo materno, le confería un poder que lo constituye en dueño del mundo.

Se trata al parecer del antiguo mito del andrógino, aquel ser con forma humana que posee los dos géneros en sí mismo, lo que le entrega ese poder que no tiene ningún otro hombre, porque posee la clave del verdadero conocimiento. Es de suponer entonces por qué la primera parte de su discurso fue dirigida a mí, pues su intención era claramente la de oponer esa sabiduría dialéctica natural a la academia representada ahí por el “señor profesor”.

Lo dicho por el CEJA en su discurso, para un psiquiatra o psicólogo, corresponde a esa psicopatía que llaman esquizofrenia, en la que se pierde el sentido de realidad acerca del mundo y de uno mismo, se fracciona la actividad mental y se salta de un tema a otro sin solución de continuidad. Con todo, cuando él expuso esa primera parte, en la que dejó sentado los principios de su visión del mundo y de sí mismo, y aunque fuera el lenguaje de un loco, sentí una inclinación irresistible a reverenciarlo, pues por mi conocimiento del Libro de las Mutaciones de Confucio, esas palabras —que para un profano habrían sido solo los dichos disparatados de un psicópata— las pude leer en su verdadero sentido, y hasta sentí que él adquiría en ese momento una cierta superioridad sobre todos los que lo escuchábamos, la cual provenía de un hombre que parecía estar rescatando la clave primaria del conocimiento, siendo como él era realmente, un desgraciado reducido al último estado de la degradación humana, provocando en quien miraba —desde otro ámbito de la existencia— una especie de vergüenza, por ser un ejemplar acomodado en la sociedad burguesa y libre para filosofar al nivel de una cultura de elite. Por eso, mientras lo escuchaba proclamar sus verdades, me preguntaba: “¿Por qué me ha ocurrido hoy esto a mí?”. Y me alejé de ahí al fin en la seguridad de que el suceso pertenecía a la cadena de hechos significativos que en mi vida han adquirido el carácter de un referente obligado.

Esa primera parte del discurso del CEJA era la más enjundiosa y rica en simbolismo, aunque quedaba por resolver lo de la “cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos”, lo que después de mucho darle vuelta al asunto, resultó ser una metáfora poética de su andar rectilíneo por la ruta sin poder inclinarse a un lado ni al otro, porque en un caso le disparaban y en el otro le echaban los perros. Y en lo que se refiere al lanzamiento de los cuchillos entendimos, no sin esfuerzo, que también era una metáfora tras la cual él escondía la experiencia, no exenta de riesgo, de su proximidad a los vehículos que corren por la ruta a gran velocidad, pues él mismo nos dio la pista para interpretarlo así al decir, “yo los he visto a esos desgraciados con los dientes afuera, sangrando atrapados entre los fierros”.

La rúbrica final de su declaración de principios, esto es, “no moriré, me disolveré en el aire de estos valles”, constituye un acontecimiento de alto contenido poético, porque un profesional de la poesía puede escribir eso sobre un papel, pero dicho por el CEJA en esas circunstancias, por los espinos florecidos a los que se refirió como su “tesoro”, por el color dorado intenso de sus innumerables pequeñas flores, mientras su penetrante aroma impregnaba toda la atmósfera del valle, momentos como ese son instantes estelares en la historia de la conciencia humana y su secreta nostalgia del paraíso, aunque provengan de un ejemplar de esa especie malogrado en todos los aspectos de su ser.

Y hasta se me ocurre que dicho por un ser así, cuya estampa contrastaba tan fuertemente con la esplendorosa belleza del paisaje, eso mismo que involucra una contradicción acentúa la elevación del hecho, y cubre al CEJA de una cierta aura espiritual.

El paso de un tema a otro por bruscas interrupciones y cortes del discurso, algunos de los cuales he omitido en esta transcripción, llegó a su punto culminante cuando nos dijo: “todos los males del mundo proceden de la letra ‘E’”. Y como ejemplo de esa declaración mencionó los Ferrocarriles del Estado. Si en esa peregrina declaración se escondía algún simbolismo, el descubrirlo fue tarea para más tarde. En ese sentido, lo más probable que quisiera decirnos es que su aversión a esa letra se debe a que es la inicial de la palabra esquizofrenia. Y no es imposible que el CEJA, como hombre de un buen decir y cierta cultura básica, haya escuchado a algún médico u otra persona mencionar a esa enfermedad como el mal que él padece y que lo inhabilita para vivir como el común de los hombres, aunque a juzgar por el ejemplo de los Ferrocarriles del Estado, podría estar sugiriendo que para sus peregrinaciones rectilíneas por la Ruta 5, él siempre tenía que cruzar la línea férrea que separa el límite del poblado con la ruta pavimentada, y es probable que —en más de una ocasión— haya visto venírsele encima al tren de carga que suele pasar frente a Rungue, aldea donde ocupaba una pieza en una casa abandonada.

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ISBN:
9789561428614
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