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Vías de propagación

La palabra economía deriva del oikos griego, el ámbito de la actividad doméstica y la reproducción familiar, mientras que política refiere a la polis, el ámbito de los asuntos públicos, tratados en la plaza pública. En Grecia, todo ciudadano libre pertenecía a los dos ámbitos, que se mantenían relativamente diferenciados entre sí.

La guerra también se dividía en dos. Pólemos denominaba la guerra política, hecha contra un enemigo extranjero. Stásis era la guerra civil, la guerra oikos-nómica, guerra doméstica o, al decir de Platón, “carnicería familiar”, entre los miembros de la polis, pensados como los miembros de una gran familia política. En este esquema, el varón era el punto de unión entre lo privado y lo público, entre el oikos y la polis. En el ámbito del oikos, el hombre gobernaba despóticamente a su mujer, a sus hijos, a sus esclavos, a sus animales, a sus tierras, e incluso a sí mismo, a sus propias pasiones, para no ser esclavizado por ellas.32 En el ámbito de la polis, el ciudadano ejercía el gobierno democrático entre iguales, siendo alternativamente gobernado y gobernador, según las reglas de la alternancia democrática.

La capacidad de prever, para Aristóteles, era lo que daba mayores derechos de gobernar y de mandar. Solo el varón heleno, padre, patrón y patriota, era, propiamente, un animal político, un animal que manda. Los otros seres humanos, la vasta mayoría de las personas que, apartadas de lo público, habitaban las ciudades griegas apenas podían considerarse seres humanos.33 Todo un modelo canónico de la amistad y de la enemistad políticas se derivó de esta estructuración jerárquica de la comunidad, unida por un lazo afectivo: la philia. Pero la amistad griega también se dividía en dos tipos: la amistad cercana, privada, familiar, en presencia del otro, que hace a toda relación de intimidad. Junto a esta, aparecía la amistad política y pública, que une a los ciudadanos contra los extranjeros, los no nacidos en el mismo suelo. Los enemigos, a su vez, se dividían en otros dos tipos semejantes: los enemigos extranjeros o públicos (polémios), y los enemigos privados (ekhthrós), distinción que en latín tomaba los nombres del inimicus como rival privado y hostis como enemigo público. El inimicus refería al vecino, al prójimo, al que está en la cercanía de la convivencia. El hostis refería al que está lejos, al extranjero que amenaza la existencia del nativo, del autóctono, del “originario”.

Carl Schmitt conservó la distinción entre enemigo público y enemigo privado para arribar a un concepto puro del enemigo político. Por eso planteaba que el enemigo público, a diferencia del enemigo privado, no debe despertar pasiones ni sentimientos. No debe ser odiado personalmente, como se odia al enemigo personal, sino públicamente. En ese sentido interpretaba el mensaje cristiano según el cual: “Oísteis que fue dicho: amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos”. En la traducción latina, el enemigo al que referían los evangelios era el inimicus, no el hostis. Cristo, en realidad, habría dicho: “ama a tu enemigo privado” o “ama a tu vecino”. Por eso, según Schmitt, la Europa cristiana no tenía la obligación de amar al invasor islámico, ya que era un enemigo público. ¿Entonces es posible amar privadamente al enemigo público? Schmitt, como Nietzsche, respondería que sí, en tanto el enemigo es quizá el verdadero amigo, aquel que pone a prueba, aquel que da identidad por contraste, revelando sus propios límites y, por lo tanto, los límites propios.34

En Atenas, solo algunos hombres nacían libres: los eugenos, los bien nacidos, que constituían una nobleza de nacimiento capaz de ejercer la amistad pública. Esta amistad dada por la igualdad de nacimiento era conocida como phratría, la fraternidad, condición de la democracia y del “antagonismo fraterno” que, a diferencia del antagonismo militar u hostilidad pura, impide el asesinato. Había, en la base de la democracia griega, unas relaciones de parentesco que posibilitaban ir más allá del oikos y gobernar según las leyes, pero que sin embargo reenviaban siempre hacia la casa, en la medida en que la posición social provenía, en primer lugar, de las relaciones filiales. Se ve así cómo todo un modelo económico-familiar se encuentra en la base de la democracia ateniense y de la amistad política occidental.

En este gran esquema categorial, organizado alrededor de varios polos oposicionales, no es extraño que la guerra civil, la stásis, haya sido considerada por los griegos como el hecho más funesto que podía sobrevenirle a la comunidad política, como si se tratase de una peste. Una peste, precisamente, en la medida en que pone en crisis todas las fronteras. La stásis, siendo uno de los términos de una oposición binaria (la que distingue entre stásis y polémos) confunde todas las oposiciones e invierte todos los valores. En primer lugar, trasgrede la prohibición de matar al igual, al adversario político fraterno. La stásis conduce al fratricidio, disolviendo la distinción entre enemigo privado y enemigo extranjero. En la guerra civil, el enemigo está adentro, vive en casa, habita ese ámbito doméstico ampliado que es la polis para los hombres libres. Para Platón, la stásis es una guerra familiar o una guerra doméstica.35

A través del análisis de la stásis, Nicole Loraux ha cuestionado que, en Grecia, el oikos era superado por la polis. Contra el libro I de la Política de Aristóteles y mediante el análisis de la stásis, se vuelve imposible sostener fronteras férreas entre el ámbito de lo doméstico y el ámbito de la ciudad. Estas fronteras son, en todo caso, muy porosas. En la stásis se producen toda clase de contagios: el vínculo político se vuelve familiar y el vínculo familiar se vuelve político por obra de la facción. En la guerra fratricida, el vínculo familiar es incluido en la polis, se politiza, en la misma medida que el vínculo político se despolitiza, deviniendo solidaridad familiar. El enemigo privado, en estas circunstancias, se vuelve enemigo público. Lo político, entonces, y al contrario de lo supuesto por la filosofía política clásica, ya no puede ser pensado como una sustancia perfectamente localizada y claramente diferenciada del ámbito del oikos.

En la Modernidad, con la mundialización de la economía capitalista y la expansión total del ámbito del mercado, no solamente se vuelve redobladamente insostenible la distinción entre oikos y polis (dando lugar, de hecho, al sintagma “economía política”), sino que, crecientemente, los ámbitos de la vida doméstica, de la familia, del alimento, de la reproducción, de la vida biológica, se vuelven los asuntos cruciales de la política, o, en términos de Michel Foucault, de la bio-política:

“Durante miles de años, el hombre ha permanecido siendo lo que era ya para Aristóteles: un animal vivo y, además, capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en la política cuya vida, en tanto que ser vivo, está en cuestión. (…) El hombre occidental aprende poco a poco lo que significa ser una especie viviente en un mundo viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, una salud individual y colectiva, fuerzas que se pueden modificar...”.36

Durante el siglo XVIII comienza a manifestarse una mutación crucial que surge en Europa y luego se expande por todo el mundo. El poder ya no es ejercido, simplemente, por un monarca o un soberano sobre sus súbditos, ni mucho menos por un ciudadano libre sobre sus esclavos. Aparece una nueva entidad que se convertirá en el blanco privilegiado del poder: la población. Esta entidad ya no es una mera agregación de súbditos más o menos numerosos, sino una entidad biológica viviente, con sus efectos de masa y sus leyes de crecimiento y decrecimiento, sobre la que se deben ejercer nuevas formas de poder si se quiere hacer de ella algo provechoso, una máquina productiva capaz de producir riquezas, bienes, e incluso otros individuos.37 De su salud, abundancia y laboriosidad depende el “bien común” y el bie­nestar de la sociedad. A la población no se la gobierna, primordialmente, a través de leyes, aparatos judiciales o formas jurídicas, como era el caso de las sociedades de soberanía. Se la gobierna mediante normas y procesos de normalización. Estos no dependen tanto de aparatos jurídicos como de aparatos médicos, psiquiátricos, urbanísticos, escolares y fabriles, que producen nuevas tecnologías de observación, entre las cuales la estadística ocupará un lugar central. Por último, y no menos importante, la guerra, en las sociedades bio-políticas, ya no se lleva a cabo para dar muerte al enemigo, sino, tanto más, con el fin de proteger la vida de la propia población.


Dos series de guerras internas marcaron a fuego las décadas posteriores a la independencia argentina de España. Por un lado, la guerra entre las distintas facciones de las clases dominantes, los unitarios y los federales. Por otro lado, las guerras estatales contra los indios. En el fondo, las dos series confluían en una, bautizada por David Viñas como la guerra de las vacas.38 El motivo último del enfrentamiento era la disputa por el ganado que desde el siglo XVII se había convertido en la principal actividad productiva de las provincias del Río de la Plata. Los criollos, volcados hacia el Atlántico, exportaban la carne de vaca para el consumo de los esclavos de Brasil y de Cuba, y destinaban el cuero a Inglaterra. Los indios, arrinconados hacia el pacífico, tendían a comerciar el ganado con Chile. Mientras los indios hacían pastar a las vacas en grandes extensiones de tierra, los criollos perfeccionaba las estancias con cada vez mayor sistematicidad. De este modo, el campo de batalla y el botín coincidían: adquirir ganado significaba, a la vez, adquirir las tierras para su engorde.39

En las dos series de guerras, las relaciones de poder estaban marcadas por una primacía de la crueldad, pero de acuerdo a distintas formas de guerrear: entre los unitarios de Buenos Aires primaba la formación de milicias profesionales, portadoras de armas de fuego. Entre los federales predominaban las montoneras: unidades de combate rurales e irregulares, sin disciplina militar ni científica pero con gran capacidad de daño mediante el ataque sorpresivo con lanzas y a campo abierto. Se llamaban montoneras porque formaban montones o amontonamientos móviles y no unidades fijas de combate. Entre tanto, las diversas tribus de indios se aliaban, episódica y coyunturalmente, con uno u otro bando, sin dejar de guerrear, más a menudo, contra los dos. Estos distintos modos del guerrear producían, entre los unitarios, el imaginario de un polaridad binaria entre la civilización y la barbarie, entre la guerra codificada y la guerra descodificada, entre el unitario General Paz, militar formado “a la europea”, y el caudillo federal Facundo Quiroga, el “tigre de los Llanos”. Pero esta oposición emblemática, tajante y abstracta, era permanentemente desmentida por las prácticas guerreras de los liberales, como en 1862, cuando las tropas de Mitre reprimen las revueltas federales y descuartizan al Chacho Peñaloza, exhibiendo su cabeza en una pica.

El largo ciclo de enfrentamientos bélicos entre unitarios y federales muestra que el límite de la guerra solo podía llegar de la propia guerra, de la derrota de uno de los dos bandos, cada vez más indiferenciados, sin que la política pudiese contener los desbordes. Así como para las ciudades-estado griegas la guerra civil era la peor de las enfermedades, los unitarios, en una primera fase, debían derrotar a los federales, imponerles por la fuerza su propia voluntad, para luego, en un segundo tiempo, “curar” a la nación con más detalle, apelando ya no solo al poderío militar, sino al poder médico.


En 1820, los caudillos federales habían vencido a los unitarios en la batalla de Cepeda, poniendo fin al Directorio y al control de Buenos Aires sobre el resto de las provincias, desde entonces gobernadas autónomamente. Al finalizar el período conocido como “anarquía del año 20”, asumió como gobernador de Buenos Aires el general Martín Rodríguez, quien designó al jurista Manuel José García como ministro de Hacienda y a Bernardino Rivadavia, ex secretario de guerra del Primer Triunvirato, como ministro de Gobierno. Juntos formaron el Partido del Orden mientras Buenos Aires conservaba el principal privilegio: la aduana y la salida portuaria hacia el exterior.

Antes, en 1815, Rivadavia había viajado junto a Belgrano en misión diplomática a Europa, en busca del reconocimiento británico de la independencia y para ofrecer en España, como alternativa, la creación de una monarquía constitucional para las provincias de América, según el proyecto que por ese entonces acariciaban algunos próceres. Aunque lo del monarca no prosperase y la independización siguiese su curso, Rivadavia permaneció varios años en Europa, empapándose de las ideas ilustradas, liberales y utilitaristas. En los salones de París trabó relación con Destutt de Tracy, fundador de una ciencia fisiológica de las ideas llamada Ideología. En Londres, Rivadavia conoció al filósofo Jeremy Bentham, fundador del utilitarismo. Durante años, Rivadavia y Bentham mantuvieron una fluida correspondencia. El enviado argentino había quedado fascinado con las instituciones británicas e intentaría trasplantarlas a Buenos Aires. Así lo afirmaba en una carta a Bentham:

“¡Qué grande y gloriosa es vuestra patria!, mi querido amigo. Cuando considero la marcha que ella sola ha hecho seguir al pensamiento humano, descubro un admirable acuerdo con la naturaleza que parece haberla destacado del resto del Mundo a propósito”.40

Según Michel Foucault, por haber creado el panóptico, Bentham es más importante para nuestra sociedad que Kant o Hegel.41 En una significativa coincidencia, el historiador argentino Ricardo Levene afirmaba que el escritor europeo que ha ejercido la influencia más profunda en la América del Sur no es ni Montesquieu, ni Rousseau, sino Bentham.42

Para Bentham, la acción humana no procede de acuerdo a valores, sino de acuerdo al principio de la utilidad. El placer y el dolor, y no el bien y el mal, rigen la vida de los seres humanos. Contra Kant, y en defensa de una psicología hedonista, Bentham hacía del interés, y no del deber, el principio de toda moral. Así como para Aristóteles el fin del legislador debía ser suscitar el máximo de amistad entre los ciudadanos, para Bentham el objetivo de la democracia es alcanzar la mayor cantidad posible de felicidad para el mayor número de personas. Este principio constituía la base de toda su axiomática política. Por un lado, es un principio igualitario, según el cual la felicidad de todos los individuos tiene el mismo valor. Por otro lado, asumía que cada individuo posee sus propias preferencias y que cada uno es el mejor juez y defensor de sus propios intereses. Pero, ¿cómo establecer el interés de la comunidad? ¿Cómo definir la felicidad pública? Por la suma de los intereses y las felicidades de cada uno de sus miembros. Bentham sostenía que el interés utilitario es algo mesurable y cuantificable, alrededor de cuatro categorías principales: intensidad, duración, certeza y proximidad. A partir de estas categorías, proponía una aritmética moral o felicific calculus, un vasto entramado de algoritmos presuntamente capaces de medir los grados de felicidad de las personas. Para ello, resultaba crucial permitir la información libre y la libertad de prensa: solo de esta forma los sujetos podrían auto-determinar, libremente, sus propias preferencias e intereses, sopesando múltiples ofertas y opciones.

Pero la felicidad de la comunidad no se distribuye equitativa y espontáneamente, como en la mano invisible providencial de Adam Smith. Para Bentham, está en el interés del Estado arbitrar e intervenir allí donde la felicidad se concentra sobre unos pocos y escasea en muchos otros. Bentham fue también el primero en establecer el concepto de utilidad marginal: la tendencia decreciente de la utilidad a medida que el interés se realiza. Por ejemplo, el placer obtenido con una porción de dinero es menor cuanto mayor sea la riqueza del individuo. Por eso, proponía algunos mecanismo de transferencia de riqueza desde los más ricos a los más pobres, para así aumentar “la masa total de felicidad”. Posteriormente, el principio de la utilidad marginal se volverá axial para las teorías económicas neoclásicas y luego neoliberales.

Según este incansable programador de ingenierías sociales, los intereses particulares no se armonizan automáticamente o por sí mismos. Es preciso introducir, por doquier, automatismos artificiales que posibiliten la autorregulación de los sistemas sociales. El paradigma de esta idea es, por supuesto, el panóptico: una obra de arquitectura que, por el ingenio de su disposición espacial, permite inculcar en los prisioneros la sensación de estar siendo vigilados continuamente, sin que necesariamente lo estén siendo. El procedimiento es sencillo, elegante, eficaz y económico. Una vez puesta a andar, la cosa marcha sola. La misma lógica guiaba sus diseños constitucionales. Si la naturaleza humana consiste en la persecución del interés propio, los gobernantes tenderán siempre a privilegiar las medidas que los benefician y las que perjudican a los gobernados.43 Sin arbitraje, los conflictos de intereses se vuelven ruinosos. Para el filósofo utilitario es preciso instituir un minucioso sistema de poderes y contrapoderes, de premios y castigos, posibilitando alcanzar los cuatro objetivos básicos de la política: la seguridad, la abundancia, la subsistencia y la igualdad.

Además de Rivadavia, Bentham mantuvo relaciones epistolares con muchos americanos notables, como Bolívar, Miranda y Pedro II. Todos ellos buscaban en Bentham la orden, la aprobación, la sugerencia, en una relación siempre asimétrica: Bentham era el tutor y los americanos algo así como menores de edad en búsqueda de su emancipación. Los ilustrados europeos y sudamericanos realizaban transacciones de acuerdo a unos nuevos términos del intercambio desigual: América vendía materias primas y los ilustrados europeos vendían conocimiento. Los americanos enviaban a Europa informaciones acerca del estado general de sus países, mientras los sabios europeos respondían validando legislaciones y aportando nuevos métodos para la organización de las nuevas repúblicas.

En 1821, Rivadavia vuelve a Sudamérica habiendo tejido en Europa una vasta red de contactos. Después de la derrota frente a las provincias, Buenos Aires, articulando provisionalmente los intereses de los comerciantes porteños y los estancieros bonaerenses, decide cerrarse sobre sí y llevar a cabo su propio diseño de gobierno, bajo el lema unitario de “paz, civilización y progreso”. Al apenas asumir, Martín Rodríguez marchó a la frontera bonaerense para combatir los asaltos indígenas. Sus reiteradas marchas al frente de batalla motivaron que, en la práctica, Rivadavia y García se ocupasen del frente gubernamental. Con el fin de modernizar la provincia, el dúo ensayó un ambicioso programa integral de reforma del Estado y de la cultura, programa conocido como “reformas rivadavianas”, orientado a suministrar la mayor cantidad posible de felicidad para el mayor número de personas.

La empresa regeneracionista de Rivadavia se proponía, ante todo, deshacerse de la herencia hispánica, suprimiendo el Cabildo, prohibiendo las corridas de toros por considerarlas demasiado sanguinarias, e incorporando nuevas disposiciones arquitectónicas, como la nueva fachada de la Catedral, más semejante a un templo greco-romano que a uno católico. Constreñir las funciones de la Iglesia, subsumirla al mando del Estado, estaba entre los principales objetivos de los ilustrados rivadavianos, que exhortaban a la población a “estar a la altura de las luces del siglo”.44 Las luces venían a iluminar cada resquicio de la vida social, haciendo del espacio público un espacio transparente, sin recovecos penumbrosos donde pudiesen agazaparse las supersticiones y los complots eclesiásticos.45 Para ello, se dictó una Ley de Reforma del Clero que expropiaba los bienes de la Iglesia y suprimía el derecho de los clérigos a ser juzgados por sus propios tribunales. Estas reformas encendieron un enorme debate público entre los publicistas rivadavianos y los panfletistas eclesiásticos. En esa disputa mediática, la prensa oficial ocupó un rol central, contribuyendo a divulgar las bases teóricas que sustentaban estas reformas, es decir, la ideas utilitaristas e ideologicistas.

Las prácticas médicas tampoco salieron indemnes del impulso reformista de los rivadavianos, con su voluntad de echar luz sobre todas las cosas. En 1821, se creó el Departamento de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde los médicos ya no eran formados, como en la época colonial, en una generalidad de conocimientos tan amplios como física, lógica, agricultura, botánica y curtiembre,46 conocimientos útiles para una época en que los científicos y técnicos escaseaban y los galenos debían suplir sus lugares. Ahora, los médicos se debatían entre nuevas corrientes de pensamiento médico, como la histología, ciencia de los tejidos iniciada por Xavier Bichat en Francia, y la fisiología de François Magendie. En el Río de la Plata, estas novedades fueron introducidas por Diego Alcorta, uno de los primeros médicos recibidos en la Universidad de Buenos Aires y, en 1824, titular de la cátedra de Ideología. Recogiendo la antorcha de Bichat y su lema ¡Abrid algunos cadáveres!, Diego Alcorta llamaba a abocarse a los estudios anatómicos mediante la interrogación de los cadáveres, sin temor a la reprobación eclesiástica.47 Se iniciaba así el camino para la autopsia de los cuerpos, autopsia que quiere decir, a la vez, visión directa, curiosidad, deseo de ver y de informarse, capacidad objetivante de inspeccionar y aumento de las instancias de visibilidad.48 Todo un modelo autópsico de la mirada clínica que se correspondía con la cultura de la curiosidad y de la avidez de novedades traída por Rivadavia desde Europa.

Durante la experiencia rivadaviana, la compleja economía de los socorros heredada de la Colonia fue estatizada y secularizada (secularización que, de hecho, significa expropiación de los bienes de la Iglesia). Ya no se trataba de la sacralización eclesiástica de los pobres, sino de la puesta en marcha de estrategias activas orientadas a ponerlos a trabajar, volviendo, a la población sana, mano de obra útil, adaptada a los imperativos de la productividad económica. Toda una política de la salud, que en tiempos de la Colonia había ocupado un lugar secundario, comenzaba a despuntar en los planes de reforma integral de los rivadavianos. En reemplazo de La Hermandad de la Santa Caridad, la primera institución de asistencia social que tuvo el Río de la Plata, Rivadavia creó la Sociedad de Beneficencia. Su administración quedó en manos de las mujeres de la alta sociedad porteña, a cuyo cargo también quedaron los otros establecimientos caritativos creados durante la Colonia: la Casa de Niños Expósitos, la Casa de Huérfanas y el Hospital de Mujeres.

En abril de 1822 se promulgó el Arreglo en la Medicina, una reforma integral del sistema médico que terminaba con el Protomedicato. A diferencia de esta institución colonial, la regulación y la enseñanza de las prácticas médicas se separaban, siendo la Universidad y la Academia de Medicina los lugares reservados al estudio y la experimentación, y el Tribunal de Medicina el encargado de la salud pública y del control del ejercicio profesional. El Tribunal creaba nuevos médicos-funcionarios, cada cual especializado en áreas diferenciadas: el Médico de Policía, encargado de supervisar las boticas, reconocer cadáveres y visitar las cárceles; el Médico de Campaña, con funciones similares a las de los Médicos de Policía, pero en zonas rurales; y el Médico de Puerto, encargado de supervisar las embarcaciones llegadas a la ciudad, atender los casos de insalubridad e informar sobre posibles epidemias.

Para el utilitarismo rivadaviano, la medicina era, sobre todo, un saber útil que comenzaba a ser valorado ya no solo por su capacidad de prevenir pestes o curar a los soldados, sino por su aptitud para producir “civilidad”. Además de contribuir a la curación de los cuerpos enfermos, la medicina contribuiría al mejoramiento de las relaciones sociales y a la higienización del espacio urbano, por ejemplo, con la creación de nuevos cementerios alejados de la ciudad, como el cementerio de la Recoleta. Los diarios rivadavianos comenzaban a llenarse con artículos de divulgación sobre medicina y administración sanitaria, utilizando el vocabulario médico para convencer a sus lectores sobre asuntos públicos, buscando desterrar, entre el pueblo, el enorme influjo de los curanderos. Medicina y política comenzaban a confundirse y a retroalimentarse, aliándose en la acreditación y popularización de los saberes médicos.49 A su vez, la política, como en la Idéologie del marqués de Tracy, comenzaba a concebirse a la manera de un asunto nervioso, una “fisiología aplicada”.50

Rivadavia también reforzó las medidas que se habían tomado desde la Colonia contra “vagos y malentretenidos”. En 1822, revalidó un decreto de 1815, emitido durante las guerras de independencia, por el que se consideraba que todo hombre de la campaña que no tuviera propiedad era considerado un sirviente o un peón. Si como peón se sustraía al trabajo, se lo castigaba forzándolo a volverse soldado. Si por razones de salud no podía servir al ejército, se lo obligaba a realizar trabajos públicos. Siguiendo una norma dictada en 1804 por el virrey Sobremonte, los gauchos eran forzados a llevar consigo la “papeleta de conchabo”, una suerte de documento de identidad obligatorio para todos los no propietarios y emitido por el estanciero, quien así acreditaba que el peón estaba, durante determinado período de tiempo, empleado en sus dominios. Si en el esquema de Bentham todo miembro de la sociedad debía ser estimado, ante todo, por su utilidad, la vagancia debía ser duramente castigada, precisamente, por su carácter inútil. La fuerza laboral del gaucho era así apropiada mediante la fuerza de la policía de campaña, obligándolo a volverse libre de toda propiedad sobre sus medios de vida. Imposible, al respecto, no recordar la ironía de Marx cuando afirmaba que los ideales de la sociedad burguesa son: “la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham”.51

En esta vorágine benthamiana no podía faltar la intención de edificar un verdadero panóptico, de acuerdo al diseño carcelario “todo a la vista” de Bentham. De hecho, la biblioteca de Rivadavia contaba con un ejemplar de Panopticon or the Inspection House.52 A comienzos de la década del veinte, la ciudad disponía de cinco cárceles, una de ellas en el Cabildo. Todas se encontraban en mal estado. Entre los rivadavianos crecía la opinión, muy difundida en Inglaterra por la Sociedad para la Reforma de las Cárceles, según la cual las prisiones no debían ser solo depósitos de personas, sino aparatos de corrección y mejoramiento moral donde los médicos de policía ocupasen un lugar de primer orden, recomendando, según las directrices de Bentham, ejercicios y labores para evitar la ociosidad y el desmoronamiento moral de los presos.53

En 1825 fue publicado en los periódicos rivadavianos un llamado a licitación para el establecimiento de un panóptico o “casa de corrección”, llamado que fue el primer concurso de arquitectura pública en el país.54 Buena parte de los pocos arquitectos activos en Buenos Aires respondieron a la convocatoria. Sin embargo, por falta de fondos debido al déficit insumido por la Guerra del Brasil, la prisión, para la que el gobierno llegó a comprar unos terrenos en lo que hoy es la Plaza Lavalle, no pudo ser levantada. Aunque el panóptico, pieza maestra del programa benthamiano, no llegase a construirse, en todos los ámbitos donde el gobierno de Rivadavia intervenía, asomaba, como por mímesis, la sombra de Jeremy Bentham. Así lo dejaba ver Rivadavia en otra carta a su maestro:

“Así pues usted sabrá que me he dedicado a reformar los viejos abusos de toda especie que podían encontrarse en la administración de la Junta de Representantes y la dignidad que le corresponde; a favorecer el establecimiento de un banco nacional sobre sólidas bases; a reformar, después de haberles asegurado una indemnidad justa, a los empleados civiles y militares que recargaban inútilmente al Estado; a proteger por leyes represivas la seguridad individual, a ordenar y hacer ejecutar trabajos públicos de una utilidad reconocida; a proteger el comercio, las ciencias y las artes; a provocar una ley sancionada por la Legislatura que reduce en mucho los derechos de la aduana; a provocar igualmente una reforma eclesiástica muy necesaria y que tengo la esperanza de obtener: en una palabra, de hacer todos los cambios ventajosos, que la esperanza de su honorable aceptación me ha dado la fuerza de promover y me suministrará la necesaria para ejecutarla”.55

Sin embargo, nada de esto alcanzaría. Durante la Guerra del Brasil por la Banda Oriental, Rivadavia asumiría como el primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, pero para ser renunciado poco tiempo después, cuando su ministro de Relaciones Exteriores llegue a un acuerdo con el imperio del Brasil que la misma opinión pública burguesa que Rivadavia había promovido encontró inaceptable.

Sarmiento, que veía en Rivadavia a un precursor suyo, lo definió como “el fracasado legislador de una república utópica”.56 A diferencia del exitoso utopismo de Bentham, a quien Foucault llamó el “Fourier de una sociedad policial”,57 los saberes que Rivadavia había importado de Europa no habían arraigado, no habían llegado a convertirse en dispositivos de poder. El principio utilitarista de Bentham, el de la mayor cantidad de felicidad para la mayor cantidad de personas, se veía contradicho, brutalmente, por los enfrentamientos que atravesaban, como puñales, la estructura social de la nueva república. Cuanto más Rivadavia intentaba modernizar a la nación, más dependiente la volvía del capital inglés y de los saberes provenientes de la Europa industrial, al punto de iniciar el largo ciclo del endeudamiento externo a través del empréstito con la Baring Brothers.

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9788418095610
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