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Читать книгу: «El don de la ubicuidad», страница 7

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Bunge no distinguía entre enemigo público y enemigo privado. Desconocía que el amor al enemigo, en el cristianismo, refiere al inimicus, al enemigo privado, y no al hostis o enemigo público. Amar al extraño, amar al lejano, le resultaba completamente inconcebible.

Carlos Bunge escribió un libro titulado El Derecho, ensayo de una teoría jurídica integral. En este tratado, traducido al francés como “Le Droit c’est la force” (El Derecho es la fuerza), definía al Derecho como “sistematización de la fuerza”. Así, seguía una larga tradición de pensamiento según la cual no hay ley sin autoridad que la aplique. En una famosa fórmula, Thomas Hobbes sentenció: auctoritas non veritas facit legem (la autoridad, y no la verdad, es la que hace la ley). También Pascal, en sus Pensamientos, sostenía que:

“Es justo que se siga lo que es justo; es necesario que se siga lo que es más fuerte. La justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin la fuerza es contradicha, porque hay siempre malos; la fuerza sin la justicia es acusada. Es menester, por lo tanto, juntar siempre la justicia y la fuerza; y para eso hacer que lo que es justo sea fuerte, lo que es fuerte sea justo”.102

Pero no cualquier fuerza es capaz de imponer la ley. El fundamento de la fuerza legal, para Bunge, ardoroso seguidor de Spencer, es biológico y evolutivo. Mediante el derecho se formalizan y “sistematizan” los principios universales de la selección natural y la herencia biológica. Bunge era un positivista que naturalizaba el obrar de la fuerza al postular que las leyes sociales se atienen a las leyes biológicas de la naturaleza. Pero si la fuerza es el fundamento del derecho, ¿cómo distinguir una fuerza justa de una fuerza injusta? Para Bunge, lo justo es lo más fuerte desde el punto de vista de la supervivencia de los más aptos. El más fuerte siempre tiene la razón. Con tono nietzscheano, afirmaba que “el espíritu de rebelión de los débiles ha arrancado como cosa artificial recién desde el cristianismo”.103

Las leyes no son acatadas porque sean justas, no son obedecidas por sí mismas, sino porque una autoridad las hace valer, ejerciendo la fuerza. Los que obedecen las leyes les reconocen cierto “crédito”, creen en ellas, porque creen en la autoridad del poder, ya sea un monarca o un aparato estatal, para hacerlas cumplir. Este crédito o creencia en las leyes es lo que Derrida ha llamado “el fundamento místico de la autoridad”.104 Lo que tiene de atendible la teoría del derecho de Bunge (como la de Pascal, Montaigne o Hobbes) es el reconocer que junto al derecho siempre está operando una “fuerza performativa” que es, a la vez, fuerza fundadora y fuerza conservadora. El Derecho, el nómos, en combate contra la anomia, siempre está en una relación interna y compleja con la antinomia, con la violencia, legítima o ilegítima. Ley y violencia guardan una relación tan estructural como aporética. La ley inmuniza a la comunidad de la violencia que la amenaza, pero la inmuniza recurriendo a la violencia, cortocircuito que Walter Benjamin reconoció en la figura ambivalente de la Gewalt (entramado indisoluble de derecho y fuerza). Dentro de este cortocircuito jurídico, la vida humana resulta a la vez protegida y perjudicada, conservada y excluida.105

En un libro titulado La educación de los degenerados, Carlos Bunge clasificaba a los seres humanos en tres tipos: los infrahombres, los hombres normales, y los superhombres. Los infrahombres (idiotas, locos y monstruos) están destinados a poblar los manicomios y las cárceles, o bien a perecer por inaptitud en la lucha por la vida. El superhombre, el individuo excepcional, el hombre de genio, es, para Bunge, un “degenerado superior”. Es un anormal, pero por medio del cual la naturaleza realiza sus grandes saltos evolutivos. En verdad, Bunge repetía las ideas de Cesare Lombroso, quien ya había señalado el nexo entre genio, locura y desviación de la norma. Los superhombres son necesarios para la evolución social, pero deben permanecer rigurosamente vigilados, ya que hay algo en ellos de amenazante, de genio loco. En tanto anormales, son portadores de toda clase de males contagiosos y disolventes, como el afeminamiento, la ira, la falta de sentido práctico y la cobardía. Visto de este modo, el degenerado aparecía como una figura ambivalente y contradictoria: a la vez un superhombre y un infrahombre.

Ramos Mejía también escribió un libro sobre la relación entre genio y patología llamado Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, texto inaugural de la psiquiatría patria que, por primera vez, hacía el intento de analizar los trastornos del “carácter nacional”. Por medio de un método al que llamó “histología de la Historia”, Ramos Mejía reivindicaba la “anatomía de la vida íntima” para describir con precisión los desequilibrios mentales de los próceres, lo que a su vez permitiría extrapolar un diagnóstico sobre el estado psíquico del pueblo en cada período histórico. Siguiendo a Esquirol, afirmaba que las épocas de grandes cambios sociales traen aparejadas toda clase de perturbaciones cerebrales. La sociedad argentina habría atravesado un cambio muy drástico al pasar de la apacible época de la siesta colonia a la vertiginosa época de la independencia, viviendo, de allí en más, en pie de guerra. Este estado de locura colectiva o de histeria moral afectaba tanto al bajo pueblo como a los jefes políticos y militares: el almirante Brown sufría de paranoia persecutoria; el Doctor Francia era un melancólico; Rivadavia, un megalómano hipocondríaco.106 Ramos Mejía no solamente patologizaba a las masas, diagnosticando “morbus democraticus” cada vez que amenazaban con rebelarse, sino también a los hombres célebres y notables, indistinguibles así de los hombres infames.

Las perturbaciones mentales colectivas habrían encontrado su máximo acceso, el punto más crítico de la enfermedad, en los tiempos de Rosas, período al que Ramos Mejía le dedicó otro libro, titulado Rosas y su tiempo. Esa época habría provocado fenómenos similares a la demonomanía: posesiones colectivas, pavor sagrado a la Mazorca y peregrinaciones oscurantistas detrás del retrato del Restaurador. Mientras que entre los seguidores de Rosas predominaba la excitación maníaca, entre sus opositores se abalanzaba una depresión estupefacta, insomne, temerosa. Si las perturbaciones colectivas se asemejaban a demonomanías, los positivistas aparecían como nuevos demonólogos e inquisidores, y la medicina criminológica permitía reconocer las marcas del mal para su persecución.107 Tanto el fervor como la melancolía se extendían por obra de un agente invisible: el “contagio nervioso”, semejante a un demonio ubicuo. A su vez, el individuo notable, el líder, puede ser un foco infeccioso, puede influir, con su ejemplo afectivo, sobre el sensorium del pueblo: Álzaga habría propagado su valentía entre las masas durante la resistencia a las invasiones inglesas, mientras que Rosas habría contagiado el terror y la manía homicida.108

En su escrito de 1904, Los simuladores del talento, Ramos Mejía sostenía que los sujetos desprovistos de aptitudes y talentos procuran simular estas ventajas para triunfar en su medio, empleando recursos miméticos. No en vano su modelo prominente de simulador era el caudillo, el seductor de las masas, aquel que hace pasar sus defectos por talentos y su ignorancia por elocuencia. También Ingenieros concedió una gran importancia al tema de la simulación, la cual concerniría a todos los seres vivos por la presión que ejerce la lucha por la vida. Distinguía, entre los humanos, formas benignas y malignas de simulación, especialmente la doble patología de simular males. Por ejemplo, el hacerse pasar por inválido o “falso mendigo” para explotar las instituciones de beneficencia. O bien, se simula la locura para obtener el beneficio de la inimputabilidad penal o eludir el servicio militar. En el mundo del trabajo, los simuladores serían legión, simulando fatiga para evitar trabajar. Para le elite dirigente, la figura del simulador representaba un peligro de primer orden, ya que en ella se cifraba el riesgo de la contaminación entre los privilegiados y los no privilegiados, entre los meritorios y los carentes de méritos, entre los infrahombres y los hombres superiores, entre los ignorantes astutos y la aristocracia científica que debía conducir los destinos de la nación.

Carlos Bunge también llamaba a desconfiar de los imitadores que aparentan las formas del hombre normal o del superhombre, pero a la vez reclamaba aprovechar la función imitativa para educar a los “degenerados medios”, aquéllos que no serían “insalvables” como los “degenerados inferiores”, ni prescindentes de toda educación media, como los “degenerados superiores” o genios, ya que estos se “auto-educan”. El degenerado medio, en cambio, puede ser regenerado por medio de un largo trabajo de sugestión escolar donde se le inculque, desde niño, la disciplina y la moralidad.

A fin de cuentas, lo que atormentaba a estos auscultadores de la multitud era la relación entre democracia y demografía. Una reenvía a la otra. Oligarcas, juristas, criminólogos y poetas nacionalistas coincidían en que el principal obstáculo para el despliegue de la Argentina era el desierto, es decir, el plano negativo donde nada germina. Para vencerlo se hacía necesario apelar a todo lo que crece, a todo lo que nace, a todo lo que aumenta. Por eso, la doble cuestión de la genealogía y de la política de la salud se volvía de “vital” importancia. Toda nacionalidad, todo nacionalismo, impone una genealogía, un linaje genético al que se debe adherir. Esa genealogía debía ser mejorada y medicalizada para hacer crecer a la nación, concebida como “gran familia argentina”. Pero estas fuerzas generatrices, una vez regadas sobre el suelo argentino, podían propagar toda clase males, como una mala hierba que no se había podido prever.

Si hay algo que muestra con claridad la época del surgimiento de las ciencias médicas nacionales es que el conocimiento no es algo espontáneo, ni mucho menos algo pacífico o una pura contemplación desinteresada. El conocimiento, como enseñó Foucault, emerge cuando es solicitado por determinadas relaciones de poder. Hay sujeto de conocimiento porque hay batallas, porque hay luchas.109 Entre médicos y enfermos, entre criminólogos y malvivientes, la producción de conocimiento también se volvía una cuestión estratégica. El enemigo prioritario ya no era la facción política, ni el indio, ni el ejército extranjero, sino el enemigo interno, el peligroso, aquel ser patológico disimulado al interior del grupo y que poseía la capacidad de dañar al organismo social. Colocándose de lleno en la lógica inmunitaria, los positivistas afirmaban que el desarrollo biológico de los mejores dependía de la reducción violenta de los inferiores y mediocres. Pero así, la afirmación positiva de los mejores quedaba indefectiblemente ligada a una política esencialmente reactiva y negativa: la del encierro y la persecución de los elementos considerados disgénicos o degenerados.

El positivismo de fines del siglo XIX constituyó una nueva forma de culto a la naturaleza. Una nueva conminación a someterse a sus leyes de creación y destrucción, a sus ciclos de nacimiento y perecimiento. La destrucción y la muerte, para el darwinismo social, no eran lo antitético a la vida, sino algo necesario para su fortalecimiento y renovación, siempre y cuando muriese lo nocivo y prevaleciese lo sano. Entonces, uno de los problemas cruciales que se le presentaban a estos naturalismos vitalistas era: ¿hasta dónde es lícito que el humano intervenga en el sabio pero cruel obrar de la naturaleza?110 Este interrogante se volverá aun más acuciante en el contexto del ascenso generalizado de las tecnologías de biopoder, donde intervenir es tan importante como dejar que las cosas circulen. Se trata de un doble movimiento por el que los Estados intervienen diseñando marcos arquitectónicos para la acción social, pero al interior de los cuales es necesario que la vida se desplace y se despliegue, ante una mirada médica que la evalúa, corrige y regula. Este es también el problema fundamental del liberalismo: garantizar la libertad de mercado a la vez que intervenir para ampliar su buen desenvolvimiento.

Como señaló el sociólogo Eduardo Archetti, la Argentina de principios del siglo XX experimentó una temprana globalización.111 Gracias a la llegada masiva de inmigrantes, arribaron nuevas costumbres, nuevos idiomas y nuevas cosmovisiones, formando lo que Sarmiento a su vez llamó, con repulsa, una “Babel de banderas”. Como en toda hibridación, algunos elementos extranjeros lograron pasar y otros no atravesaron el control de fronteras. En este contexto, la elite dirigente, como un mecanismo de defensa, radicalizó su propia concepción genealógica de la Argentina. Las familias patricias, así como los nuevos nacionalismos, le opondrán al alud inmigratorio no un proyecto industrial capaz de emplearlo, sino unas filiaciones puras que reclamaban para sí el privilegio de una herencia genética selecta. Herencia genética que no podía dejar de resultar espectral, puesto que toda genealogía familiar implica una comunicación de los vivos con los familiares muertos, que reviven a través de los flujos de sangre actuales. Pero la herencia espiritual de las familias patricias era, en mayor medida, una herencia material: las tierras fértiles ganadas a los caudillos, a los gauchos y a los indios y que garantizaban el acrecentamiento de la riqueza terrateniente. Familia política y propiedad de la tierra se volvían indiscernibles, haciendo imposible toda separación entre el ámbito económico del oikos (literalmente, de la estancia) y el ámbito político de la polis.

I.
Los cuatro biotipos

En 1930 se desplomaron los precios internacionales de las exportaciones argentinas. La política pendular de Yrigoyen, a veces represiva y a veces obrerista, se volvía intolerable para la burguesía en su conjunto, que pretendía desligarse de todo compromiso con los trabajadores, compromisos que representaban un gasto excedentario intolerable ante el avance de la crisis. El “pronunciamiento” de 1930 sería la primera cifra de una serie que tenía como fin reajustar la política argentina contra la ampliación del espacio democrático. La serie continuaría en 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.112 Al ser derrocado, Hipólito Yrigoyen fue llevado preso a Martín García, isla que durante la conquista del desierto había servido como campo de concentración de indígenas y luego reconvertida en cárcel de presidentes depuestos.

El nacionalismo integral que despuntaba en la década del treinta hundía sus raíces en algunos movimientos de corte nacional-católico que, desde principios de siglo, se ofrecían como alternativa tanto al liberalismo positivista como al nacionalismo popular. La crisis del 29 había dejado expuesta la extrema fragilidad del modelo agroexportador, así como su enorme dependencia de los países industrializados. Para nacionalistas integrales como Lugones, Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren o los hermanos Irazusta, la solución a la crisis argentina debía buscarse en el modelo nazi-fascista, es decir, en el desarrollo combinado de productivismo industrial orientado al mercado interno y cierto piso básico de justicia social, proceso liderado por un gobierno militarizado, organicista y autoritario. En el periódico Combate, principal órgano propagandístico de la Legión Cívica Argentina, se dejaba testimonio de la fórmula del Estado corporativo: “todo para el estado, nada fuera del estado y nadie contra el estado”.113 Sobre todo, esa totalidad estatal debía incorporar la actividad económica: “el estado moderno, debe crear trabajo, debe distribuir la producción y ser guardián de la salud física del obrero”,114 programa ensayado especialmente por el médico higienista y gobernador filo-fascista de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco.

Desde la década del veinte se asiste a un desplazamiento en el concepto de higiene.115 Asomaba una estrategia asistencial activa que buscaba anticipar y prevenir los peligros pestíferos ya no solo por medio de la higiene urbanística, sino a través de grandes campañas de salud pública. Se dirigía a las clases populares, consideradas en riesgo por su mayor exposición al contagio de enfermedades, especialmente la sífilis, la tuberculosis y el alcoholismo. El nuevo discurso higiénico adquiría un tono marcadamente moralizante y eugenista. Pero es preciso distinguir dos tipos de estrategias eugenésicas: la anglosajona o negativa, y la latina o positiva. Por la influencia de la Iglesia católica, entre los países latinos primó un rechazo, en nombre de la indisponibilidad del cuerpo de los fieles, a toda intervención directa sobre la vida, incentivando la reproducción de “los mejores” en detrimento de “los peores” mediante técnicas coercitivas y campañas morales.116 La eugenesia anglosajona, en cambio, ha mostrado muchos menos reparos en exterminar o esterilizar a aquellos considerados no aptos para la supervivencia de la especie. No fue solo el caso del nazismo. En 1907 se produjo una esterilización masiva de enfermos mentales, criminales y vagabundos en el estado de Indiana, Estados Unidos.

Durante la década del treinta, el reforzamiento de la “aduana biológica” cedió su lugar a la preocupación por las enfermedades que afectaban al acervo cualitativo de la población. Aunque la preocupación por la entrada al país de inmigrantes étnicamente indeseables seguía activa, ya no era la criminología la principal disciplina encargada de proteger contra la proliferación de elementos “disgénicos”, sino la medicina social que, con su acción, buscaba expandirse a través de todos los resquicios de la sociedad, atendiendo, sobre todo, al peligro de las enfermedades venéreas.

Pocos meses después del golpe de 1930, llegó de visita al país un médico endocrinólogo italiano llamado Nicola Pende, invitado por la cátedra de Clínica Médica de la Universidad de Buenos Aires. Este discípulo de Lombroso había desarrollado una teoría criminológica según la cual era posible rastrear tendencias a la criminalidad depositadas en el sistema endócrino. Para Pende, el delito era algo innato, una secreción hormonal, un destino biológico que podía ser detectado y categorizado a través de la confección de lo que llamaba “biotipos”. Había creado una ciencia, la biotipología, y una disciplina derivada, la ortogénesis, destinada a corregir a los delincuentes. También había fundado una serie de instituciones médico-fascistas: el Instituto Biotipologico Ortogénetico de Génova y el Instituto de Bonificación Humana y Ortogénesis (la palabra bonifica, en italiano, significa saneamiento), destinadas a planificar la selección artificial de la población.

Pende definía a la biotipología como “ciencia de los biotipos humanos somáticos y psíquicos”.117 Cuatro siglos después de Vesalio, otro médico proponía pensar al cuerpo humano como una fábrica, esta vez de caracteres y personalidades, a los que Pende clasificaba en cuatro biotipos fundamentales. De este modo, la constitución psíquica y corporal de los individuos vendría dada menos por la influencia del medio ambiente que por la herencia génica. Por eso, los criminales y anormales podían ser pensados menos como productos histórico-sociales que como anomalías hormonales manifiestas en determinados rasgos físicos, a la manera de Lombroso, pero también de toda una tradición fisiognómica de larga data.

Dos médicos argentinos, Arturo Rossi y Octavio López, viajaron a Italia financiados por Uriburu para entrar en conocimiento de las instituciones creadas por Nicola Pende e importar sus técnicas y principios. En 1932 se crea la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, una entidad privada subvencionada por el Estado, así como la revista Anales de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, cuyo lema era: “Por la superación de la vida humana”. En 1933 se creó la primera Escuela Politécnica Biotipológica. El mismo año, la entidad organizó el primer Congreso de Sociología y Medicina del Trabajo.

La biotipología se presentaba como una ciencia inmunológica capaz de sanear a la sociedad de toda clase de peligros, como la inmigración malsana, los adolescentes problemáticos, el comunismo, la vida sexual disoluta y la insatisfacción de los obreros, previniendo la decadencia nacional. Mostraba un especial interés por la auscultación de las familias, las fábricas, las escuelas, los hospitales y los cuarteles, mediante el sondeo permanente de sus miembros. Para ello, combinaba exámenes clínicos, pruebas antropométricas y tests psicológicos. En un artículo de la revista Anales de Biotipología, titulado Conceptos e ideales eugénicos, se lee:

“Comprende pues la Eugenesia toda una nueva y científica legislación social: el examen médico prenupcial; el seguro contra las enfermedades; la institución del peculio de la educación; la protección médico social ampliada a la maternidad; la dignificación y protección a la madre soltera; la selección social; el registro individual y genealógico de la familia; el problema eugénico de la emigración; la lucha contra las enfermedades venéreas y mentales; la estadística de los tarados; señala el valor económico de la salud y encausa la educación para formar la conciencia higiénica del pueblo y la elevación intelectual y moral de la sociedad”.118

En 1933, la Dirección General de Escuelas lanzó dos pruebas piloto: en la número 66 de La Plata y en la 1 de San Isidro, donde los profesores debían colaborar con los médicos biotipólogos en el fichaje biológico de cada alumno. Entre los ítems a evaluar se encontraban su filiación, su estatus social, si eran hijos legítimos o ilegítimos, su religión y su desempeño psico-motor,119 todo lo cual tenía como objetivo separar la paja del trigo, seleccionar a los más aptos y apartar a los más débiles, determinando de antemano las aptitudes de los alumnos para entrar a la universidad o si debían ser asignados a oficios poco calificados. Así se conseguiría un reparto equilibrado de las fuerzas y las debilidades.

En cuanto a la medicina del trabajo, la biotipología, influida por el taylorismo norteamericano, se proponía gestionar científicamente la fisiología de los obreros para ajustarlos, con el mayor provecho posible, a las necesidades de rendimiento del capital. Los tests psicotécnicos y las mediciones biológicas tenían como fin asignar a cada cuerpo el lugar que le correspondía dentro de la estructura orgánica de la sociedad, evitando el crecimiento de una “masa amorfa de ineptos, desilusionados y descontentos” que producen poco y representan una pesada carga para el erario público.120 Tal como se recomendaba en los escritos de Donato Boccia, discípulo ítalo-argentino de Pende, la selección de candidatos para puestos de trabajo se hacía evaluando sus habilidades psico-físicas, evaluación dependiente de un modelo cuaternario denominado VARF, sigla que representaba las cuatro cualidades principales que debían medirse en cada trabajador: velocidad, habilidad, resistencia y fuerza. Estas cuatro cualidades (que recuerdan las cuantificaciones de Bentham) estaban ligadas a los cuatro biotipos.

En la Antigua Grecia, el modelo cuaternario constituía un principio ordenador fundamental. Todo estaba repartido en cuatro: las cuatro edades del hombre, los cuatro elementos, las cuatro estaciones, los cuatro climas. La teoría de los cuatro biotipos era una actualización de la antigua teoría de los cuatro humores, según la cual existían cuatro humores o sustancias corporales, que a su vez se correspondían con los cuatro elementos de la naturaleza: la sangre sería caliente y húmeda como el aire; la flema, fría y húmeda como el agua; la bilis amarilla, caliente y seca como el fuego; y la bilis negra, fría y seca como la tierra. Según Galeno, cada líquido tendía a moderar y a contrarrestar los efectos de los demás, atemperándolos. De acuerdo a la particular proporción en la que los humores se componían en cada individuo, resultaba uno u otro tipo de temperamento, que también eran clasificados en cuatro: el temperamento sanguíneo o impulsivo; el bilioso o colérico; el flemático o tranquilo; el atrabiliario o melancólico.

La teoría de los cuatro humores y de los cuatro temperamentos permaneció vigente durante dos mil años, inspirando a médicos, adivinos y artistas. En el marco de esta teoría humoral, sanar el desequilibrio orgánico, generado por la carencia o el exceso de uno de los cuatro humores, significaba agregar o quitar lo que estaba de menos o de más, siguiendo una lógica termodinámica de tipo compensatoria. Lo que sanaba era el principio alopático según el cual contraria contrariis curantur (lo contrario cura lo contrario): el calor cura el frío y el frío cura el calor. Recién a mediados del siglo XVI, Paracelso, el médico y alquimista suizo, reformuló la lógica alopática, al retomar un principio contrario también conocido en la antigüedad, según el cual “quien hiere también cura”, o bien, “el escorpión cura el veneno de escorpión”, es decir: lo similar cura lo similar, inaugurando así la medicina homeopática. Desde entonces, salud y enfermedad ya no pueden contraponerse sencillamente. Una se volvía instrumento de la otra de acuerdo al principio fundamental de la inmunología moderna: el remedio para el mal sería tolerar el mal en dosis que pueden inmunizar contra él, de manera análoga a la vacunación, al phármakon y a la figura ambivalente de la Gewalt.

En el siglo XVIII, con la introducción de la anatomía patológica por Giovanni Battista Morgagni, aparece el concepto de organismo y la localización de las enfermedades en uno u otro órgano, dando a luz a la nosología, es decir, la taxonomía sistemática de las enfermedades. Tiempo después, con la teoría microbiana de Pasteur y el desarrollo de la bacteriología, se creyó que el problema clínico quedaba reducido a la búsqueda de microbios externos al organismo. Pero fue la bacteriología misma la que comenzó a revelar la variedad de reacciones individuales a un mismo microbio, lo que volvió a centrar la atención en la pregunta por la constitución individual.121 La primera mitad del siglo XX verá proliferar entonces toda una serie de corrientes médicas neo-hipocráticas que pretendían alzarse con un enfoque sintético, tomando en consideración a la vez a la enfermedad y al enfermo, a los microbios y a los temperamentos, a soma y a psique. Para Nicola Pende, este retorno a la medicina clásica permitiría volver a clasificar las diversas complexiones individuales en una serie elemental de biotipologías, impidiendo que el problema de la singularidad de cada caso se sustraiga a toda norma, volviéndose inaccesible para la ciencia. Así, la biotipología recuperaba la primacía venerable del número cuatro como principio de la salud. La función de los órganos (fisiología) y su forma (morfología), darían lugar a los cuatro biotipos: el euritipo (predominio del tronco sobre los miembros), el estenotipo (figuras delgadas, de tronco corto), el normotipo (o tipo medio), y los tipos mixtos e impuros. Cada uno de ellos se relacionaría con determinadas fórmulas endócrinas, determinados ritmos circulatorios, determinadas formas de respirar, determinadas capacidades neuropsíquicas, determinados temperamentos y determinadas tendencias a contraer enfermedades.

Esta confluencia neo-hipocrática entre forma y función hará aparecer una antropometría clínica obsesionada, como la frenología del siglo XIX, con la medición de los cuerpos. Mediciones pormenorizadas que servirían no solo para tratar enfermedades, sino, más aun, para orientar profesionalmente a los sujetos, elaborando biotipos de acuerdo al esquema VARF. Por ejemplo, a un biotipo llamado “longilíneo esténico”, caracterizado por su rapidez y habilidad motora, pero sin gran fuerza ni resistencia, le convendrán las profesiones de electricista, montador, tornero, o impresor, “a las cuales se adapta por elegancia y precisión de los movimientos, exigidos por los trabajos de mecánica y metalurgia”. Para un biotipo “longilíneo asténico”, caracterizado por su fuerza insuficiente y por su débil resistencia neuromuscular a los esfuerzos y a las emociones, se escogerán profesiones que demanden rapidez, precisión y habilidad motora, pero no fuerza ni resistencia, como la relojería, la conducción de automóviles, el diseño, el desarrollo de juguetes o la joyería.122 Siguiendo este esquema, cada cual encontraría su justo lugar. Cada trabajador se adaptaría, sin grandes inconvenientes, al puesto de trabajo al que estaba constitutivamente predestinado.

Pero, ¿cómo fue que el trabajo industrial se convirtió en un problema de interés en el país agro-ganadero? El quebranto mundial de 1929 había resultado desastroso para la tradicional inserción argentina al mercado mundial. Mientras el pacto Roca-Runciman intentaba restablecer el agotado modelo anterior, la presión de la crisis iba gestando un desarrollo industrial incipiente orientado a satisfacer el consumo interno. Las nacientes industrias nacionales contaban con gran disponibilidad de trabajadores que habían migrado desde el campo a las ciudades, ya que el agro había agotado su capacidad para absorber mano de obra. Paradójicamente, la crisis orgánica del modelo agroexportador había resultado “germinativa”, estimulado el florecimiento de la industria nacional como un mecanismo compensatorio puesto en marcha ante la caída de los precios internacionales de las materias primas y el abroquelamiento proteccionista de las metrópolis otrora compradoras. Aunque en Argentina no habían faltado esfuerzos para ampliar el rango de lo fichable y de lo archivable (desde la dactiloscopia de Vucetich hasta las fichas sanitarias obligatorias, desde la antropometría criminológica al Instituto de Psicotécnica y Orientación Profesional creado en 1923 por el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación), el impulso industrializador que había adquirido la economía argentina mientras se precipitaba en una severa crisis política redoblaba el interés por las modernas técnicas de profilaxis laboral y selección de personal.

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9788418095610
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