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PRÓLOGO DE PETER M. SENGE

DURANTE LOS DOS ÚLTIMOS DIEZ AÑOS se ha visto una explosión de libros con recetas de management. El único problema es que la mayoría de esas recetas no son aplicables. La vida es demasiado contingente, compleja y emergente para ajustarse a una fórmula. Saber lo que debe hacerse, y ser capaz de hacerlo son dos cosas diferentes. En consecuencia, cuanto mayor es nuestro aprendizaje acerca de compañías excelentes, estrategias exitosas o líderes visionarios, menor es nuestra capacidad para construir esas compañías, poner en práctica esas estrategias o convertirnos en esos líderes. El “saber-acerca-de” (know-about) se halla mucho más avanzado que el “saber-hacer” (know-how) en el campo del management. ¿Qué es, entonces, lo que está faltando?

Irónicamente, creo que lo que está faltando es exactamente lo que según muchos bestsellers de management hace la diferencia: la dimensión humana en la empresa. A pesar de que llegan a esta conclusión, la mayoría de los libros no habla de cómo hacer para cultivar y activar esas capacidades humanas, capacidades que en definitiva determinan el éxito o el fracaso de cualquier cambio organizacional significativo. Hay un amplio acuerdo sobre qué necesitamos hacer, pero muy poca ayuda para aquellos que queremos hacerlo.

Creo que lo que más está faltando es, fundamentalmente, una profunda comprensión de lo que significa desarrollar una organización como una comunidad humana con conciencia. Fredy Kofman argumenta que una organización consciente comienza con el descubrimiento de aquello que nos resulta significativo, con un compromiso para alcanzar una visión que exceda a nuestras capacidades individuales, una visión que conecte a la gente en un esfuerzo común con sentido genuino. Tal compromiso nace en las personas que asumen responsabilidad incondicional ante su situación, y en la manera en que eligen responder a ella.

Antes de dedicarnos a construir una organización inteligente (learning organization), cada uno de nosotros debe escoger qué le interesa más: saber o aprender. El verdadero aprendizaje nos pone frente al miedo, la incertidumbre, la vergüenza, la incompetencia, la vulnerabilidad y a la realidad de necesitarnos mutuamente. Al comprometernos con el aprendizaje, comenzamos a ver el trabajo cotidiano como una continua danza con el otro. Descubrimos que nuestros logros descansan en la calidad de nuestras conversaciones, porque la efectividad del trabajo conjunto depende de la comunicación, las relaciones y el compromiso con una misión común.

Como sostiene Fredy, una empresa florece o fracasa en base a su capacidad técnica y emocional, su integridad y su capacidad para generar “optimismo espiritual”. Más importante aún, Fredy nos muestra lo que necesitamos para construir estas capacidades. En efecto, nos ofrece un mapa detallado y una especie de manual de instrucciones para construir una conciencia colectiva.

Cuando lo conocí, Fredy era un joven profesor de Contabilidad en el MIT, un profesor extremadamente inusual. Por ejemplo, solía comenzar sus clases haciendo que sus estudiantes escucharan a Beethoven; repetía la misma obra media docena de veces, para que los alumnos notaran que cada vez podían oír algo diferente. ¿Cómo era posible tal cosa cuando la música no había cambiado?

De esa manera ellos descubrían sorprendidos que la música no estaba en el CD sino en su escucha.

Este, señalaba Fredy, es el principio de la contabilidad: la información es valiosa sólo en tanto es interpretada por el modelo mental del oyente. Fredy argumentaba que el único propósito que justifica la medición del desempeño es el de aumentar la capacidad de la gente para producir los resultados que verdaderamente desea. Si esto se analiza en profundidad, se deduce que la verdad no está “en los números” sino en el sentido que somos capaces de darles. Más aún: la distinción entre la contabilidad que genera aprendizaje y la que no lo hace, yace en la capacidad de esta última para cultivar la conciencia de aquellos que deben usarla. El foco debe colocarse no en la información en sí misma, sino en el efecto que causa sobre los productores (contadores) y sobre los usuarios (managers) de dicha información. ¿Los ayuda a aprender y a superarse? ¿Los alienta a desafiar y mejorar continuamente sus supuestos? ¿Les permite verse como parte de una comunidad humana que aprende a crear su futuro?

Entonces, como ahora, Fredy afirmaba que la clave para la excelencia organizacional era la transformación de nuestras prácticas de control unilateral en culturas de aprendizaje mutuo. Cuando las personas se abren a desafiar y mejorar continuamente su mapa de la realidad, en vez de tratar a esas perspectivas como La verdad, liberan una tremenda energía productiva.

Las clases de Fredy no eran para todo el mundo. La mayoría de sus estudiantes las veían como una experiencia transformadora que les cambiaba la vida, por eso lo eligieron “Profesor del Año”. Pero cada semestre, había uno o dos que se quejaban al decano y pedían que echaran a ese lunático que enseñaba contabilidad gerencial como práctica espiritual. Tampoco este libro es para todo el mundo. Como dice Dave Meador, vicepresidente de Finanzas de Detroit Energy, “si usted está buscando un libro para ‘arreglar a otros’, este es el lugar equivocado”.

Recientemente, escuché en un encuentro de SOL (Society for Organizacional Learning), dos presentaciones de managers de mucho éxito: Roger Saillant, quien fue ejecutivo de Ford y ahora es CEO de una compañía de energía, y Grez Merten, ex gerente general durante diez años en la división más rentable de Hewlett Packard. Al cabo de cada presentación, quedé impresionado por el mensaje fundamental que cada uno de ellos había pronunciado. Era el mismo mensaje que he escuchado a lo largo de muchos años a un sin número de managers exitosos que reflexionan sobre su experiencia. La esencia de su trabajo radica en “liberar el poder de la gente”, como dijo Saillant; en “aprovechar la imaginación y el compromiso del ser humano”, en palabras de Merten. Y cada uno de ellos llego a la conclusión de que este es un viaje profundamente personal “en el que se lucha cada día para ser un ser más humano”, según Saillant. Por fin, creo que los managers más dotados se dan cuenta de que lo externo y lo interno se reflejan mutuamente: “No pretendo ver una cualidad en mí organización que no puedo producir en mí mismo”, explicó Merten.

Este simple mensaje me inspiró y me hizo pensar simultáneamente. Reafirmó lo que considero como el fundamento de toda organización creativa. Pero, al mismo tiempo, me recordó cuánto “conocimiento” del management tradicional contradice aún esta perspectiva. Sospecho que esto continuará siendo así hasta que haya suficientes formas de pensar y trabajar juntos que realmente soporten una manera diferente de estar y ser juntos.

El inventor y escritor Buckminster Fuller solía decir: “Si quieres cambiar el modo de pensar de una persona, date por vencido. No puedes cambiar la manera de pensar de otro. Dale, en cambio, una herramienta cuyo uso lo lleve gradualmente a pensar distinto”. Fredy Kofman provee precisamente este tipo de herramientas. Aplicarlas, depende de los lectores.

PETER M. SENGE

PRÓLOGO

Digas lo que digas, deja las raíces puestas, colgando.

Y la tierra, para que quede claro de dónde viene.

Charles Olson

Todo lo dicho es dicho por alguien

LO DICHO OCULTA A QUIEN LO DICE. La palabra es un velo que esconde a quien la pronuncia. Cuando uno habla, parece que lo que saliera de su boca fuera “la verdad”, un reflejo objetivo e independiente de la realidad. La ilusión de describir “lo que es”, de presentar un objeto con independencia del sujeto, es causa de enormes sufrimientos. Lejos de ser un problema filosófico, la pretensión arrogante de considerarse el dueño de la verdad es la principal barrera a la comunicación respetuosa y la interacción efectiva. Separados por visiones irreconciliables, quienes operan en el paradigma de “yo tengo la razón”, suelen encontrarse en “guerras santas” contra los herejes que ven las cosas “en forma equivocada”. Esta calificación de equivocado convierte al otro en un exponente del error, del mal, del pecado. Así es como termina el amor y empieza el odio. Por eso Humberto Maturana, biólogo y filósofo chileno, concluye que no hay nada más importante para preservar el amor, que recordar que “todo lo dicho es dicho por alguien”.

Presentarse es exponerse. Mostrarse es invitar al otro a conocer los rincones secretos del propio pensamiento. Este pensamiento no siempre es puro, ordenado, prístino y brillante. Las ideas creativas a menudo resisten el corsé de la lógica. Por eso cuando abrimos nuestro pensamiento a la mirada del otro, es necesaria una cuota de humildad. La misma humildad que hace falta para invitar a un huésped a la cocina (desordenada en medio de la preparación de la comida), en vez de servirle la cena en el comedor. El plato terminado, el producto, esconde el proceso de elaboración. En el comedor, la cena aparece “mágicamente” lista para comer, la alquimia de su cocina queda oculta detrás de la puerta. Si uno invita a su huésped a cruzar esa puerta y entrar en la cocina, su perspectiva cambia completamente: el producto revela su historicidad, su dependencia de un proceso condicionado por las decisiones de quien lo ha elaborado. La comida deja de ser “una cosa en sí” y se convierte en “una cosa cocinada”. Entonces, conocer a quien la hizo se torna vital para apreciarla en toda su riqueza.

Un ejemplo hermoso de esto es la película La fiesta de Babette. El film gira alrededor de una cena que la protagonista, Babette, prepara con todo el amor de su alma. Esta cena es una experiencia transformadora, mística, donde los invitados sienten cómo ese amor entra en su cuerpo y se convierte en parte de su ser. Pero aunque sus paladares y sus estómagos pueden absorber la bondad del banquete, sus mentes quedan al margen. Los comensales no son conscientes de todo lo que pasa en “la cocina”; cocina que se extiende hasta la importación de ingredientes imposibles de conseguir en el país. Por eso ellos pueden apreciar la comida biológica y emocionalmente, pero no con el intelecto. Por otro lado, el espectador es invitado a la cocina y adquiere asi una perspectiva mucho más rica de los hechos.

Quien se oculta detrás de su discurso no está en paz con su debilidad. Al final del famoso cuento, se descubre que el poderoso mago de Oz no es más que el mayordomo. El perrito Totó corre la cortina y desenmascara al mago como el pequeño sirviente manipulando palancas. Expuesto en su falsedad, el mago pierde su poder hipócrita. Pero una vez roto el hechizo, los protagonistas encuentran los tesoros de humanidad que habían estado buscando a lo largo de su viaje: el león su coraje, el espantapájaros su cerebro, el hombre de lata su corazón, y Dorothy el camino a casa. Aun el mago mismo, libre de su falsa pretensión, encuentra su autoestima.

Tanto en los cuentos como en los sueños, podemos interpretar a todos los personajes como aspectos de la personalidad de quien lee o sueña. El mago de Oz impresiona porque revela verdades profundas de la experiencia humana. Cada uno de nosotros siente la tentación de presentarse como poderoso, de esconderse detrás de la cortina de “la verdad” y mover las palancas de la lógica para convencer a su audiencia. Cada uno de nosotros ansía encontrar su coraje, su cerebro y su corazón; encontrar el camino a casa, el camino que lleva a la autoaceptación y a la verdadera autoestima. Para iniciar ese recorrido, es preciso dejarse desenmascarar y mostrarse como uno es. Por eso, antes de iniciar este libro quiero contarle quién lo ha escrito, quién está detrás de sus palabras.

Mi objetivo es auto-desenmascararme desde el comienzo. Este material es consecuencia de mis aprendizajes, de mis experiencias, de mi vida. Como poetizó Pablo Neruda (“confieso que he vivido”), toda obra es una declaración del autor. Mi intención es presentar material revolucionario, pero no nuevo; simple, pero no fácil. Podría decirse que este libro es meramente una expresión de sentido común. No estoy en desacuerdo con esa posición. La paradoja es que el sentido común rara vez se traduce en práctica común. Aunque el lector (al igual que muchos participantes de mis cursos) puede pensar una y otra vez “esto ya lo sabía”, al reflexionar sobre su capacidad para aplicar este conocimiento intelectual, comprobará que saber qué es muy distinto de saber cómo. Mi propósito es ayudar a encontrar esos eslabones perdidos internos que conectan la información mental con el comportamiento en el mundo real.

Autobiografía: realismo ficticio

Es imposible presentar la totalidad de mi vida. No sólo no soy consciente de todo lo que ha pasado, de todo lo que soy; ni siquiera sé cómo organizar razonablemente aquello que conozco acerca de mí mismo. Por eso debo elegir, decidir que es relevante para el lector y organizar una historia que no es ficción, pero tampoco es realismo puro. Ese es el cometido de toda narrativa: escoger ciertos sucesos significativos y armar un argumento coherente; no los únicos sucesos significativos, no el único argumento coherente, sino sólo algunos de los tantos posibles.

Crecí en la Argentina de los ‘60 y empecé a entender el mundo en la de los ‘70. Dos experiencias me afectaron profundamente: la economía inflacionaria y la violencia política. Cuando los precios aumentan mensualmente entre un 20 y un 30%, pasan cosas extrañas en la sociedad. Las personas se vuelven sumamente hábiles para negociar la inestabilidad; especialmente si son argentinas (en Venezuela definen al ego como “ese pequeño argentino que todos llevamos adentro”). La sociedad argentina resultó un excelente ejemplo de una paradoja sistémica: comportamientos individuales coherentes y racionales son capaces de generar comportamientos sistémicos incoherentes e irracionales. La inteligencia personal puede perfectamente convertirse en estupidez colectiva. Ingenuamente uno piensa que cuando cada elemento del sistema hace lo mejor posible, el sistema funciona lo mejor posible. No es así.

Uno de los principios fundamentales de la teoría de sistemas es que para optimizar un sistema es necesario sub-optimizar los sub-sistemas y que, si uno intenta optimizar los sub-sistemas terminará sub-optimizando el sistema. Aunque parece un trabalenguas, esto es una intuición fundamental sobre el funcionamiento del mundo. Por ejemplo, consideremos una heladería y tomemos dos de sus sub-sistemas: el departamento de calidad y el departamento de costes. Si la heladería se vuelca hacia la optimización del primero, probablemente los ingredientes sean tan caros que la empresa pierda dinero (si mantiene sus precios) o mercado (si los aumenta proporcionalmente). Si la heladería se vuelca hacia la optimización del segundo, probablemente los ingredientes sean de tan baja calidad que la empresa pierda mercado (si mantiene sus precios) o dinero (si los reduce proporcionalmente). La optimización del sistema implica encontrar el mix de calidad y coste que permita maximizar la rentabilidad. Ese punto de equilibrio se halla, generalmente, en el medio: ni todo calidad ni todo costes.

El problema es que tanto la gente que trabaja en calidad como la gente que trabaja en costes está comprometida con su meta sectorial. Lo normal es apegarse al objetivo local y perder de vista el objetivo global del sistema. Esta dinámica, que se repite en casi todas las organizaciones humanas, se me presentó claramente desde mi más tierna infancia. En la economía inflacionaria argentina, era obvio que cada uno actuaba en forma individualmente racional, haciendo lo mejor que podía para sobrellevar la situación. Pero la racionalidad de la persona se convertía, trágicamente, en locura de la sociedad. Todos hacían “lo correcto” en forma personal, pero el sistema total era un desastre.

Por ejemplo, frente al aumento continuo de los precios, los vendedores generaban sus expectativas asumiendo la continuación de la tendencia alcista. Entonces, incrementaban sus precios en forma inmediata: “Para qué esperar, si ya sabemos que todo va a seguir aumentando; mejor nos adelantamos y subimos los precios ahora mismo, y así quedamos cubiertos”. Los consumidores, que esperaban que los precios aumentaran aún más en el futuro, se apuraban a comprar, aunque fuera carísimo. Estas compras validaban las expectativas de todo el mundo sobre la inflación creciente. La profecía autocumplida se enquistaba cada vez más en la economía del país y en la mente de las personas (Por supuesto, este círculo vicioso tiene “patas cortas” cuando el Banco Central no lo convalida mediante la expansión del dinero y el crédito. Pero “parar la imprenta” en medio de expectativas inflacionarias generalizadas tiene un tremendo efecto recesivo, efecto que puede ser mucho peor que la inflación que pretendía contrarrestar).

Esta brecha entre inteligencia individual e inteligencia sistémica me afectó profundamente y se convirtió en uno de los temas recurrentes a lo largo de mi vida. Más adelante, al trabajar con grandes corporaciones, descubrí que la paradoja de la racionalidad individual y la irracionalidad sistémica es una de las fuentes principales de pérdidas y despilfarro en las organizaciones. Hay una frase de Dilbert (un famoso personaje de historietas que satiriza ferozmente al mundo corporativo) que asegura que “para calcular el coeficiente intelectual (CI) de un equipo de trabajo, es necesario empezar por el participante con el CI más bajo y restarle 10 puntos por cada miembro del grupo”.

El segundo de los principios de la termodinámica sostiene que el universo decae a lo largo del tiempo. La energía se va dispersando y la desorganización crece. El fenómeno se llama “entropía”. La entropía, desgraciadamente, también parece ser el principio operativo de la dinámica de la mayoría de los grupos de trabajo. En vez de crear sinergia, los participantes terminan bloqueándose entre sí. Hasta 1978, la Argentina era famosa en el mundo futbolístico por tener una altísima proporción de estrellas (jugadores de alto desempeño) pero ser incapaz de ganar un campeonato mundial (equipos de bajo desempeño). Esta diferencia entre el rendimiento personal y el rendimiento sistémico siempre me ha fascinado. Me parece sumamente lamentable, casi trágico, que la increíble potencia del ser humano se vea tan recurrentemente dilapidada por estructuras colectivas que impiden que cada uno dé lo mejor de sí. Uno de los objetivos centrales de mi trabajo es proponer estructuras de pensamiento, comportamiento e interacción que potencien (en vez de debilitar) la energía de las personas que componen las organizaciones.

El desperdicio de recursos y energía no ocurre sólo en el plano material; el apego de las personas a su posición (apego que parece ser egoístamente racional), es también la fuente principal del conflicto interpersonal y finalmente del sufrimiento personal. Una de las extrañas coincidencias de mi vida fue el descubrimiento de “las cuatro nobles verdades” del budismo, al mismo tiempo que los problemas de la miopía sistémica.

De acuerdo con la filosofía budista, estas cuatro verdades fueron el contenido de la primera enseñanza de Buda después de su iluminación. La primera verdad, dukkha, afirma que la vida normal del ser humano (y sus organizaciones), está plagada de sufrimiento e insatisfacción (a lo que podemos agregar ineficiencia y despilfarro de recursos). La segunda verdad, samudaya, sostiene que hay una causa o fuente concreta de la cual proviene ese sufrimiento. Las dificultades no son aleatorias, sino consecuencia de ciertos patrones de pensamiento y comportamiento: la ignorancia, el apego, la codicia y el apetito insaciable por satisfacer los deseos del ego. La tercera verdad, nirodha, indica la posibilidad de investigar y extinguir la causa de estas irritaciones. Es posible transformar radicalmente el sistema y eliminar los efectos negativos. La cuarta verdad, marga, implica que hay un camino o forma para alcanzar ese objetivo. Es posible desarrollar una nueva forma de pensar, sentir y actuar que permita al ser humano encontrar felicidad y seguridad, en un mundo donde las únicas constantes son el cambio y la impermanencia.

Gran parte de mi vida ha sido dedicada a transitar este camino, y a invitar a otros a acompañarme. La experiencia temprana del desquicio inflacionario me llevó, muchos años más tarde, a buscar modos de mejorar la efectividad y la calidad de vida de los hombres y las mujeres de empresa. Tal vez parezca un delirio grandioso o ingenuo, pero mi sueño es hacer de este libro una suerte de invitación a tomar conciencia, adquirir cierta sabiduría y trascender las causas de la ineficiencia, el conflicto y el sufrimiento.

***

Me tocó ser adolescente en los años más negros de la Argentina. La escalada de violencia entre la subversión y las Fuerzas Armadas desembocó en la “guerra sucia”. Esa mini-guerra civil fue brutal. Cada uno de los contendientes tenía como objetivo eliminar al otro. El propósito era erradicar definitivamente a quien no compartiera su ideología; eliminar las diferencias haciendo “desaparecer” a los diferentes. Cada lado reclamaba para sí el derecho moral del bien, de la verdad, de los valores supremos de la sociedad y la patria. Cada lado caracterizaba al otro como lo inmoral, el mal, la mentira, el vicio, el extremo degenerado, dispuesto a destruir los verdaderos valores de la Argentina. Esta antinomia validaba todo: bombas que mataban ciegamente, atentados contra familias, campos de concentración, torturas, asesinatos, robo de bebés. No había restricciones. Como en muchas guerras, a pesar de sus oposiciones superficiales, los dos lados tenían perspectivas bastante similares: “Esta es una batalla sin cuartel del bien (nosotros) contra el mal (ellos) y, en esta gesta histórica, todos los recursos son válidos”.

“El fin justifica los medios”. Esa frase demoníaca es un tobogán hacia el infierno. Cuando todo vale, desaparecen los valores. La integridad subordinada al éxito es una contradicción en sus propios términos: o la ética prima sobre la pragmática, o no es ética.

“Desaparecer” a alguien (“chuparlo”, como se decía en la jerga) es el summum de la falta de respeto, la antípoda de la aceptación del otro como legítimo otro. Exterminar la diferencia requiere desconocer el derecho fundamental del otro a existir; desconocer el respeto que merece incluso aquello que no se ajusta a mi cosmovisión. En la Argentina tuvimos la (desgraciada) oportunidad de apreciar las consecuencias últimas de este proceso deshumanizante. Hubo vencedores y hubo vencidos, pero todos resultamos victimizados en el proceso. Víctimas, observadores, aun aquellos que luego fueron juzgados como perpetradores, todos quedamos manchados por esta guerra sucia. Yo también.

Aún tengo pesadillas. Recuerdo que una de las paradas del autobús que tomaba para ir al colegio secundario estaba frente a la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada. Años después, me enteré horrorizado de que en el sótano de ese edificio funcionaba un campo de concentración y tortura. Todavía no puedo creer que pasé por ahí todos los días sin sospechar nada. Aunque “no hice nada malo” siento una especie de culpa. Por conversaciones que he tenido con managers alemanes que pasaron su adolescencia en el horror hitleriano, mi historia es habitual entre aquellos que vivieron en sistemas represivos. Nadie puede mantenerse al margen del karma (palabra en sánscrito que significa “inercia” o “consecuencia de acciones previas”) colectivo.

Vivir la consecuencia máxima de la falta de respeto me sensibilizó en alto grado. Al igual que muchos grupos democráticos que repudiaron la violencia de la guerra sucia, adopté el lema “Nunca más”.

Me comprometí apasionadamente con encontrar formas de interacción que honraran el valor intrínseco de todos los seres. Uno de mis intereses permanentes fue (y es) desarrollar modos de pensamiento y relación que nos permitan coexistir pacífica y hasta sinérgicamente, a pesar de (o más bien, gracias a) nuestras diferencias. Este interés ha sido otro de los hilos conductores de mi vida; no sólo como tarea ética, sino también como actividad de consultoría empresaria.

Al iniciar mi trabajo con compañías norteamericanas descubrí que, aunque en forma atenuada, las semillas de la “guerra sucia” están en el corazón de toda persona. A casi nadie se le ocurre eliminar a sus rivales físicamente, pero casi todos tienen el secreto deseo de eliminar las diferencias; como dice el refrán: o cambiamos a la gente (su forma de pensar) o cambiamos a la gente (quitándola del medio). Esta tendencia es parte de la condición humana, por lo que es imposible erradicarla mediante guerras externas. La única forma de trascenderla es mediante una toma de conciencia y el compromiso con el respeto por el otro. Como dice Alexander Solzhenitsyn, el gran denunciante de los horrores de la Rusia stalinista:

“[Qué fácil sería] si sólo existiera gente malvada allí afuera, cometiendo insidiosamente actos malvados, y si sólo fuera necesario separarlos del resto de nosotros y destruirlos. Pero la línea que separa el bien del mal corta el corazón de cada ser humano, y ¿quién de nosotros está dispuesto a destruir una parte de su propio corazón?”.

La solución no pasa por destruir nada. El problema no está en la naturaleza del corazón, sino en la inmadurez de la conciencia que lo contiene. El deseo de destruir las diferencias nace del miedo atávico e instintivo a ser destruido por ellas. Cuando la persona alcanza un cierto nivel de evolución y se da cuenta de que su seguridad y autoestima no dependen de “poseer la única verdad”, este pánico instintivo a la diferencia queda sobreseído por la aceptación respetuosa –y la bienvenida jubilosa– de la pluralidad.

La paradoja es que las diferencias son potenciales fuentes de problemas o de oportunidades. Cuando se las sabe utilizar, se vuelven un recurso muy poderoso. Por ejemplo, el arquitecto necesita al ingeniero para hacer los cálculos de estructura, y el ingeniero necesita al arquitecto para crear un edificio funcional y bello. Pero cuando la gente no sabe cómo combinar sus diferencias en aras de un proyecto común, las diferencias se vuelven un escollo. Por ejemplo, el arquitecto acusa al ingeniero de ser un esquemático que limita su creatividad, y el ingeniero acusa al arquitecto de ser un delirante que se lo pasa pergeñando quimeras imposibles de construir.

***

Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, me incliné por la economía. Siempre tuve gustos eclécticos –me cuesta decidir, dirían mis críticos– y pensé que las ciencias económicas me permitirían combinar mi interés por las ciencias exactas (matemática, estadística, análisis de sistemas), con mi entusiasmo por las ciencias humanas (psicología, historia, sociología).

Durante cinco años asistí a las clases, leí los libros, hice los ejercicios y aprobé los exámenes; consecuentemente, recibí mi título. Aprendí que la vida es una maximización sujeta a restricciones, que la escasez demanda la aplicación racional de recursos y que los sistemas económicos son agrupamientos de agentes individuales que operan en interés propio para satisfacer sus deseos y necesidades. Lo que no aprendí fue por qué la economía argentina era tan desastrosa.

Siempre había querido ser profesor, participar del mundo académico de la investigación y la enseñanza. Como ya no podía quedarme en la facultad como alumno, me postulé a la docencia. Me aceptaron como adjunto de la cátedra Crecimiento Económico. Hay una frase que dice que “quienes saben, hacen; quienes no saben (o saben sólo en forma teórica), enseñan”. Nunca tan apropiada como en mi caso. En mis clases me encontraba repitiendo las teorías que había aprendido, pero seguía sin ver cómo esas teorías podían ayudar a los seres humanos a vivir mejor.

Decidí entonces continuar mis estudios. Mi esperanza era encontrar algún secreto que sólo se les revelaba a quienes hicieran el doctorado en los Estados Unidos. Partí hacia la Universidad de California, Berkeley. Allí, después de tomar un curso sobre desarrollo económico, me di cuenta de que el mundo real era demasiado desordenado para mí. Abandoné toda esperanza de comprender a las personas de carne y hueso y decidí dedicarme de lleno a la economía matemática. Esta teoría es tan abstracta que tiene muy poco que ver con lo que la gente llama “economía”, pero su gran ventaja es que uno puede hacer supuestos ordenados y derivar resultados con gran elegancia lógica. El problema es que al hacer estos supuestos, uno borra el 99% de lo que hace humano al ser humano. Prácticamente, se ocupa de estudiar robots u ordenadores que deciden en forma lógica. Así es como desaparecen las contradicciones propias de la realidad; así es como desaparece también la riqueza de la realidad.

Esta forma de enfrentar la vida está reflejada en un famoso chiste de economistas: tres náufragos –un físico, un químico y un economista– se encuentran en una isla. A su alrededor yacen cientos de latas de atún, pero nada que sirva para abrirlas. Hambrientos, los tres discuten cómo proceder. El físico propone: “Si tomamos una piedra y golpeamos el envase en el ángulo correcto, se abrirá”. El químico argumenta: “Eso llevara mucho tiempo y esfuerzo. Si ponemos los envases en el agua salada, el metal se oxidara y podremos abrirlos fácilmente”. El economista concluye: ¿Para qué hacer tanto lío? Supongamos que tenemos un abrelatas y se acabó el problema”.

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396 стр. 28 иллюстраций
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9789871239320
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