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—¡Valor, Capitán Tormenta!

—¡Viva el defensor de la Cruz!

—¡Muera el cristiano!

—¡Por Alá! ¡Por Alá!

La duquesa, que continuaba conservando toda su serenidad, se iba aproximando cada vez más al turco. Sus ojos relampagueaban, su cutis había adquirido un color rosado y sus rojos labios temblaban.

El círculo que iba encerrando al turco se estrechaba más a cada momento y el caballo de este empezaba a perder fuerza y agilidad.

—¡Tenga cuidado, Muley-el-Kadel! —exclamó al cabo de unos segundos la duquesa.

Casi no había terminado la frase, cuando su espada alcanzó al turco debajo de la axila izquierda, en un punto no protegido por el peto.

Muley-el-Kadel lanzó una exclamación de cólera y dolor, al mismo tiempo que en las filas bárbaras se elevaba un clamor semejante al de la marea en una noche de huracán.

En los muros de Famagusta los guerreros agitaban sus picas y alabardas, gritando con voces desaforadas:

—¡Viva nuestro joven Capitán! ¡Laczinski ha sido vengado!

En lugar de precipitarse sobre el herido y asestarle el golpe definitivo, como era su derecho, la duquesa hizo parar al caballo y examinó entre compasiva y orgullosa al joven León de Damasco, que hacía extraordinarios esfuerzos para sostenerse en la silla.

—¿Se declara derrotado? —inquirió, haciendo avanzar su caballo.

Muley-el-Kadel intentó levantar la cimitarra para continuar el combate, pero le fallaron las fuerzas. Se tambaleó, se agarró a las crines del caballo y se desplomó en tierra, igual que el polaco, entre un gran fragor de hierro.

—¡Mátelo! —gritaban los guerreros de Famagusta—. ¡No se compadezca!

La duquesa bajó del corcel con la espada cubierta de sangre y se aproximó al turco, que había logrado ponerse de rodillas.

—¡Lo he derrotado! —le dijo.

—¡Mátame! —contestó Muley-el-Kadel—. ¡Es tu derecho!

—¡El Capitán Tormenta no mata al que no puede defenderse! Es un hombre valeroso y le perdono la vida.

—No supuse que fuera tanta la generosidad de los cristianos —reconoció Muley con voz débil—. ¡No olvidaré jamás la generosidad del Capitán Tormenta!

—¡Adiós y cúrese pronto!

La duquesa se encaminaba a su caballo, cuando los turcos, enfurecidos, la rodearon.

—¡Muerte al cristiano! —exclamaban.

Ocho o diez jinetes se aproximaban enarbolando las cimitarras, decididos a vengar la derrota del León de Damasco.

Un griterío enfurecido se alzó entre los cristianos de Famagusta.

—¡Viles traidores!

Realizando un supremo esfuerzo, Muley-el-Kadel se había incorporado, pálido, pero con los ojos llameando.

—¡Canallas! —gritó, dirigiéndose a sus compatriotas—. ¿Qué hacen?

¡Retírense todos o haré que los empalen como indignos de estar entre los valerosos y nobles guerreros!

Los jinetes habían interrumpido su avance, confundidos y atemorizados. En aquel instante, dos disparos de culebrina surgieron del fuerte de San Marcos, seguidos de una lluvia de proyectiles que hizo rodar por tierra a siete de los infieles. Los demás hicieron volver a sus caballos, huyendo a todo galope hacia el campamento turco, entre las risotadas y burlas de sus camaradas, que no habían estado de acuerdo con aquella inoportuna intervención.

—¡Esa es la lección que tienen ganada! —exclamó el León de Damasco, en tanto que su escudero acudía en su ayuda.

La artillería turca no había respondido a los disparos de los cristianos.

El Capitán Tormenta, que todavía llevaba la espada en la mano, decidido a vender cara su vida, hizo un ademán despidiéndose de Muley-el-Kadel con la mano izquierda, subió sobre su caballo, y se alejó en dirección a Famagusta, en tanto que la tropa cristiana lo acogía con un verdadero huracán de aplausos y hurras.

En el instante en que se marchaba, el polaco, que no había muerto, alzó con lentitud la cabeza y le siguió con la mirada mientras murmuraba:

—¡Confió en que nos volveremos a ver, jovencita!

A Muley-el-Kadel no le pasó inadvertido el movimiento del Capitán Laczinski.

—¡Ese no está muerto! —advirtió a su escudero—. ¿El oso de Polonia tendrá el alma atornillada?

—¿Debo matarlo? —indagó el escudero.

—¡Llévame junto a él!

Apoyándose en el guerrero y conteniendo con la mano la sangre que manaba en abundancia, se aproximó al Capitán.

—¿Pretende rematarme? —inquirió este con voz lastimera—. Desde este momento soy correligionario suyo…, ya que he renegado de mi religión.

¿Matará a un mahometano?

—¡Haré que lo curen! —respondió el León de Damasco.

—¡Eso es lo que deseo!, —se dijo a sí mismo el aventurero—. Ah, Capitán Tormenta: ¡me las pagarás!


4
La fiereza de Mustafá

Aquel caballeresco duelo consolidó la fama del Capitán Tormenta, que sería considerado desde entonces la mejor espada de Famagusta. Luego del evento los turcos prosiguieron el asedio, aunque con bastante menos vigor del que los cristianos esperaban.

Parecía que a raíz de la derrota del León de Damasco una intensa desmoralización se había adueñado de los atacantes. Lo cierto es que no se lanzaban al asalto con su antiguo arrojo y que el cañoneo decaía.

Ya no se distinguía, como antes, al jefe supremo del ejército turco, Mustafá, revisar por la mañana, a continuación de la oración, a la columna de asalto, ni aparecer junto a las compañías de artilleros para animarlos.

Incluso el griterío salvaje, que siempre acababa en un terrible alarido de "¡Muerte y exterminio a los enemigos de la Media Luna!", cesó en el campamento turco. Las tropas enmudecieron y los timbales de las fuerzas de a caballo no hicieron sonar de nuevo su repique de asalto. Parecía como si alguien les hubiese impuesto el mutismo más absoluto.

Fue inútil que los capitanes cristianos intentaran averiguar el secreto. Todavía no había llegado el tiempo del Ramadán o cuaresma musulmana, durante la cual los adoradores del Profeta interrumpen sus campañas militares para orar y efectuar grandes ayunos.

La inopinada tranquilidad del enemigo, en lugar de consolar a los cercados, los desesperaba, ya que las provisiones iban disminuyendo con gran rapidez y el hambre empezaba a cundir entre la población, cuyos últimos alimentos (aceite y cuero) comenzaban también a escasear.

De esta manera pasaron algunos días, con disparos aislados de culebrina por los dos bandos, cuando cierta noche que el Capitán Tormenta y Perpignano se encontraban de guardia en el fuerte de San Marcos, observaron una sombra escalar con la agilidad de un simio por los salientes de la muralla.

—¿Eres El-Kadur? —interrogó el Capitán Tormenta, tomando con cuidado un arcabuz arrimado al parapeto y que tenía encendida la mecha.

—¡Sí, señor, soy yo! ¡No dispares! —replicó el árabe.

El hombre se asió a una tronera, alcanzó de un salto el parapeto y cayó junto al Capitán.

—Estabas preocupado por mi larga ausencia, ¿no es cierto? —preguntó el árabe.

—Tenía miedo de que te hubieran descubierto y dado muerte —respondió el Capitán Tormenta.

—No desconfían de mí. Tranquilízate. Desde luego, el día de tu desafío con Muley-el-Kadel me vieron cargar las pistolas con la intención de matarlo, como lo hubiera hecho si resultabas muerto.

—¿Va mejorando?

—Debe de tener el pellejo muy duro; ya se está restableciendo. De aquí a dos días podrá montar de nuevo a caballo. ¡Ah! Debo comunicarte otra novedad que sin duda, te extrañará.

—¿Qué novedad?

—Que también Laczinski, el polaco, se va restableciendo muy de prisa.

—¡Laczinski! —exclamaron a la vez el Capitán y Perpignano.

—Sí.

—¿No murió, entonces?

—No, señor. ¡Por lo visto los osos de los bosques polacos tienen dura la osamenta!

—¿Por qué no le dieron el golpe de gracia?

—Renegó de la Cruz y abrazó la fe del Profeta —replicó El-Kadur—. ¡Ese aventurero tiene una conciencia muy elástica!

—¡Es un canalla! —gritó encolerizado Perpignano.

—Y en cuanto se encuentre restablecido será nombrado Capitán en el ejército turco —agregó el árabe—. Uno de los bajás le ha asegurado que le brindará ese destino.

—Ese hombre debe sentir por mí un odio mortal, sin que yo le haya dado el menor motivo para ello. ¿Aún nada?

—¡Nada! —repuso El-Kadur con gesto de desolación—. Tengo la certeza de que está con vida. Me imagino que le tienen encerrado en algún castillo de la costa. Es un hombre muy valeroso a quien los turcos desearían tener entre sus guerreros, ya que les sería de mucha utilidad para conducirlos, valientes pero indisciplinados.

En aquel instante un tremendo clamor quebró el silencio nocturno. En el campamento turco sonaban las trompas y los timbales de la caballería y un vocerío enfurecido, unido a los disparos al aire de las armas.

Miles de antorchas habían sido encendidas por la extensa llanura, confluyendo en el centro del campamento, donde sobresalía la grandiosa tienda del gran visir, general supremo de las fuerzas otomanas.

El Capitán, Perpignano y El-Kadur habían corrido al parapeto del fuerte, en tanto que las trompetas de los centinelas cristianos tocaban alarma y los guerreros que habían estado dormitando se armaban y corrían hacia las murallas.

—¡Se disponen al ataque general! —comentó el Capitán Tormenta.

—No —contestó el árabe, con pausada voz—. Es una revuelta en el campamento turco, ya prevista de antemano.

—¿Contra quién?

—Contra el gran visir Mustafá.

—¿Por qué razón? —inquirió Perpignano.

—Para forzarle a continuar el asedio de la ciudad. Ya hace ocho días que las fuerzas se hallan inactivas y empiezan a murmurar.

—Todos lo habíamos observado —convino Perpignano—. Por fuerza el gran visir tiene que encontrarse enfermo.

—Al parecer disfruta de una magnífica salud. Su corazón es el que se halla encadenado.

—¿Qué quieres dar a entender, El-Kadur? —preguntó el Capitán.

—Que una joven cristiana, de Canea, lo ha hechizado. El visir, profundamente enamorado y aceptando el consejo de la bella muchacha, ha concedido una larga tregua.

—¿Puede ser que los ojos de una mujer puedan influir de tal manera? —exclamó el teniente.

—Se asegura que es una belleza extraordinaria. Sin embargo, no me agradaría encontrarme en su lugar, ya que todo el ejército solicita su muerte y proseguir la campaña.

—¿Y piensas que el visir aceptará esas exigencias? —inquirió el Capitán.

—Ya comprobaran cómo no es capaz de oponerse —respondió el árabe—. El sultán dispone de espías en el mismo campamento y, si supiese que está cundiendo el descontento entre sus guerreros, no vacilaría en obsequiar a su comandante supremo con un lazo de seda. Ese regalo invita a ahorcarse o dejarse empalar.

—¡Desgraciada muchacha! —exclamó el Capitán Tormenta, conmovido.

—Cuando esa encantadora jovencita muera, el ejército turco se arrojará sobre Famagusta como un mar tormentoso contra las peñas.

—¡Los acogeremos como se merecen! —repuso Perpignano—. Nuestras espadas y corazas son fuertes y no nos tiemblan los corazones.

El árabe inclinó la cabeza y, examinando con angustia a la duquesa, agregó:

—¡Son muy numerosos!

—Como no conquisten la ciudad por sorpresa…

—Siempre podré avisarte con tiempo. ¿Debo regresar al campamento turco, señora?

El Capitán Tormenta no respondió. Apoyado contra el parapeto, prestaba atención a los gritos de los sitiadores y examinaba preocupado los millares de antorchas que se movían en torno a la tienda del gran visir.

Los timbales, las trompas y los disparos transformaban aquellas maldiciones que brotaban de cien mil pechos en un horrible rugido, como si el campamento de los turcos hubiese sido de improviso invadido por infinidad de animales salvajes llegados desde los desiertos asiáticos y africanos.

—¿Debo regresar, señora? —insistió El-Kadur.

El Capitán Tormenta repuso, con un estremecimiento:

—¡Sí, márchate! ¡Aprovecha este momento de tregua y no abandones tus averiguaciones si deseas verme feliz!

Los ojos del hijo del desierto fueron atravesados por una sombra de infinita tristeza y contestó con tono resignado:

—Haré lo que deseas, señora, con tal de ver tus bellos labios sonreír y tu frente tranquila.

El Capitán Tormenta hizo a su teniente una indicación para que le aguardara y se fue con el árabe hasta el parapeto del fuerte.

—Me dijiste que el Capitán Laczinski no había muerto. ¡Espíale!

—¿Teme algo de ese renegado? —inquirió el árabe, irguiéndose con aspecto amenazador.

—Presiento en él a un enemigo.

—¿Por qué razón te odiaría?

—Ha descubierto que soy una mujer.

—¿Temes que esté enamorado de ti? —interrogó El-Kadur, mientras su rostro se demudaba como consecuencia de un acceso de terrible cólera.

—¡Quién sabe! —respondió la duquesa—. Acaso me odia porque la mujer ha derrotado al León de Damasco y tal vez, si bien en secreto, me ama. ¡No es sencillo entender el corazón humano!

—¡El vizconde Le Hussiere de acuerdo; pero el polaco, no! —dijo el árabe con mal reprimido despecho.

—¿Serías capaz de imaginar que me interesa ese aventurero?

—Jamás lo creería, señora. Pero de ser así… ¡El-Kadur tiene un yatagán en el cinto y lo clavaría hasta la empuñadura en el pecho de ese renegado!

Se advertía en aquel instante en el semblante del salvaje hijo del desierto tan grande expresión de ira, que el Capitán Tormenta no pudo menos que sentirse impresionado. Era una desesperación inmensa, terrible.

—¡No te inquietes, mi buen El-Kadur! —dijo la duquesa—. O Le Hussiere, o ninguno. ¡Lo quiero demasiado!

—¡Adiós, señora! —se despidió el árabe, luego de unos breves instantes—. ¡Espiaré a ese hombre, en quien adivino un enemigo de tu felicidad, igual que el León vigila la presa que agoniza! ¡Cuando tú ordenes, el pobre esclavo lo matará!

Sin aguardar a que la duquesa le respondiera, saltó el parapeto y, dejándose deslizar por la muralla, desapareció entre la oscuridad.

—¡Cómo debe de sufrir tu corazón! —murmuró la duquesa—. ¡Pobre El-Kadur! ¡Más te hubiera valido permanecer en poder de tu antiguo y feroz amo!

Mientras tanto, los gritos se habían interrumpido en el campamento turco y ya no se percibían los timbales de la caballería ni el sonido de las trompas. Solamente se veía cómo las antorchas se congregaban en distintos lugares o bien cómo se extendían en inacabable fila, que formaba una caprichosa línea de fuego en la oscuridad de la noche.

Casi no había comenzado a despuntar la aurora, cuando cuatro caballeros turcos que portaban en las alabardas banderines de seda blanca, precedidos por un trompetero, llegaron hasta debajo de la muralla del fuerte de San Marcos con el objeto de solicitar una breve tregua, para hacerles presenciar un insólito espectáculo.

Imaginando que se trataba de algún nuevo reto, los capitanes venecianos, que no deseaban excitar en demasía a aquellas fieras gentes de quienes dependía su destino, luego de un breve consejo, aceptaron prometiendo no disparar hasta después de mediodía.

Diez minutos más tarde, los sitiados, que no confiando demasiado en las promesas turcas, se habían congregado en los fuertes, vieron desplegarse en la llanura a las numerosísimas tropas enemigas desfilando por batallones como para una revista.

En primer lugar pasaron los artilleros, detrás de los cuales eran arrastradas doscientas culebrinas por caballos árabes con penachos y cubiertos con largas gualdrapas rojas. A continuación venían las compañías de jenízaros, temibles guerreros, hombres a quienes no arredraba la muerte y que una vez lanzados al ataque ni espadas, ni culebrinas, ni mosquetes eran capaces de detenerlos.

Siguieron los albanos, con sus raros vestidos de túnica blanca, provistos de larguísimos arcabuces, alabardas y ballestas de las empleadas cien añosatrás y cubiertos de cotas de acero, que seguramente se remontaban a la época de las Cruzadas. En último término apareció una inmensa columna de jinetes árabes y egipcios cubiertos por sus grandes mantos blancos, adornados con franjas rosadas.


Al son de las trompas y timbales, el poderoso ejército se dividió en varias columnas, formando en la llanura un amplio semicírculo cuyas alas desaparecían en el horizonte. Las columnas se abrieron y por entre ellas apareció cabalgando el gran visir Mustafá, con armadura de hierro bruñido y un turbante adornado de enorme penacho que relucía igual que si estuviese lleno de brillantes.

Iba tras él un heraldo con una gran trompeta, y algo más retrasada, encima de una mula blanca, una joven envuelta en un amplio velo blanco que la escondía a las miradas. A continuación cabalgaban capitanes y bajás, despidiendo fulgores a causa de sus corazas plateadas, y numerosos caballeros.

El gran visir, que marchaba delante conduciendo con segura mano a su corcel, se detuvo a unos trescientos pasos del fuerte de San Marcos. Contemplando a los capitanes cristianos, desenvainó su cimitarra y, volviéndose hacia sus guerreros, gritó:

—¡Observen cómo su visir rompe sus cadenas!

Con un inopinado movimiento hizo dar a su caballo media vuelta, poniéndolo junto a la mula, y, alzándose sobre los estribos, con un seco y tremendo golpe de cimitarra cortó por completo el cuello de la muchacha, haciendo rodar la cabeza a bastante distancia.

El cuerpo de la joven decapitada permaneció por unos segundos sobre la silla, en tanto que el blanco velo se inundaba de sangre y, por último, se desplomó en tierra, acompañado por un grito de indignación de los cristianos.

El gran visir, luego de limpiar su cimitarra en la gualdrapa de su corcel, la envainó con frío ademán, y alzando el puño en dirección a Famagusta, exclamó con terrible acento, semejante al retumbar de un trueno:

—¡Y ahora pagarán la sangre que he derramado! ¡Esta noche nos veremos!

5
El ataque a Famagusta

La amenaza del gran visir causó profunda impresión entre los capitanes, convencidos de la audacia y energía del temible guerrero, al cual se debían hasta aquel momento las victorias conseguidas contra los venecianos.

Se reforzaron las guardias, en especial las de los fuertes de defensa de los fosos, y se emplazaron las culebrinas en lugares de buena altura desde los que se dominaba la llanura y se podía barrer a los atacantes con los proyectiles. La población, ya prevenida, a pesar de su enorme debilidad como consecuencia de prolongados ayunos, sabiendo que si los turcos conseguían rebasar las murallas iba a ser víctima de las cimitarras, intentó en masa reforzar los puntos más maltrechos con escombros y cascotes procedentes de sus propias casas, ya casi todas destruidas.

Grupos de jinetes partían de la tienda del visir y del bajá llevando instrucciones a las dos alas del ejército. Los artilleros trasladaban sus piezas en dirección a las trincheras y reductos, y pelotones de zapadores-minadores se diseminaban por la planicie para no ser alcanzados por los proyectiles de los cristianos. Varios capitanes, luego de reunirse en consejo con el gobernador de la plaza, habían acordado anticiparse al asalto turco con un intenso bombardeo, con el objeto de dispersar a los zapadores y evitar que la artillería adversaria tomara posiciones. Después del mediodía todas las piezas que defendían los fuertes abrieron un endiablado fuego, llenaron la llanura de hierro y piedras, mientras los más expertos arcabuceros, protegidos tras los parapetos, disparaban contra los minadores que intentaban aproximarse, amparándose en las escabrosidades del terreno.

El fuego se prolongó hasta la puesta del sol, ocasionando muchas bajas a los asaltantes, y una vez que la noche hubo caído, las trompetas tocaron a rebato, llamando a toda la población a defender las murallas.

El ejército turco iniciaba el despliegue por la llanura en imponentes columnas, disponiéndose para el asalto general.

Las trompas otomanas se escuchaban ininterrumpidamente, los timbales redoblaban exaltando los ánimos, grandes alaridos se alzaban de vez en cuando, sonando de una forma lúgubre en los oídos de los cristianos, y en los escasos momentos de silencio el muecín estimulaba a los fanáticos, exclamando:

—¡Por Alá! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta!

La defensa de Famagusta se centraba principalmente en el fuerte de San Marcos, ya que sabían que el máximo esfuerzo de los turcos iba dirigido hacia aquel sector, por ser la llave de la plaza.

Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre.

Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.

Casi no había vuelto a reanudarse el fuego cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el Capitán Tormenta.

—¡Señora —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos turcas!

—¡Todos estamos decididos a morir! —contestó la duquesa, en tono de resignación.

—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi faub puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!

—¡Soy un guerrero de la Cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!

—¿Entonces no vienes, señora? —inquirió El-Kadur.

—¡No es posible! ¡El Capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!

—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento, y añadió para sí: "La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo".

Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.


Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.

Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, que aullaban igual que manadas de lobos hambrientos.

Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una incesante lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.

Un horrible fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes, hiriendo a guerreros, mujeres y niños.

Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del muecín:

—¡A matar! ¡El Profeta y Alá lo ordenan!

Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor. Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegaban con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.

Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todos los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.

Sin embargo, la reducida fuerza de venecianos y dálmatas que todavía quedaba con vida no interrumpía el fuego, diezmando de una manera cruel las filas enemigas y cubriendo la planicie de muertos y heridos.

El estruendo iba en aumento. A los alaridos de los musulmanes respondían las plegarias y los lamentos de las mujeres y niños. En el aire, saturado de humo y de polvo, sonaban las campanas que llamaban a los habitantes de la ciudad, por si todavía quedaba alguno con vida en las casas ya incendiadas.

Las oleada de guerreros avanzaba lenta y pesadamente, colmando la llanura. Se dirigían por miles hacia la contraescarpa de los fuertes, como una marea irresistible, en tanto que las minas estallaban con fragor enorme, alumbrando la planicie con lúgubres y rojizos resplandores.

—¡Por Alá! ¡Por el Profeta! —aullaban cien mil voces, sofocando el retumbar de la artillería.

Los jenízaros alcanzaban ya el fuerte de San Marcos, cuando se provocó un inesperado relámpago, acompañado de un tremendo estampido. Una mina, que no llegó a arder, alcanzada por alguna esquirla de piedra ardiente o cualquier flecha incendiaria, acababa de estallar, destruyendo la muralla casi por completo.

Una lluvia de escombros se alzó por los aires, hiriendo o matando a numerosos jenízaros, cuya columna se había retirado atropelladamente, yendo a parar en parte contra la torre defendida por los venecianos. El Capitán Tormenta, que se hallaba junto a uno de los reductos, dispuesto a impedir el avance de los enemigos al frente de su compañía, recibió el golpe de un bloque de piedra, que le vino a dar en la parte derecha de la coraza.

El-Kadur, que se encontraba próximo a él, viendo que a su señora se le caía el escudo y la espada y se desplomaba como alcanzada por un rayo, corrió hacia ella, mientras lanzaba una exclamación de angustia y espanto.

—¡La han matado! ¡La han matado!

El-Kadur tomó entre sus brazos a la duquesa y, apretándola contra su pecho, se dirigió a la carrera hacia la ciudad sin prestar atención a los proyectiles y fragmentos de piedra que caían por doquier.

Rodeó durante un rato la muralla por su parte interior y detuvo su carrera frente a una vieja torre de la ciudad, cuya base se hallaba ya abatida por las minas y en cuya plataforma continuaban disparando todavía un par de culebrinas. El-Kadur se metió por una estrecha abertura, avanzando a tientas, con la joven aún entre sus brazos, y la depositó suavemente en tierra.

—¡Aunque Famagusta se entregara esta noche, no habrá quien descubra el cadáver de mi señora! —dijo en voz baja.

Caminó un momento entre la oscuridad, hasta que extrajo de su bolsa eslabón y pedernal y prendió fuego a la mecha, logrando una débil llama.

—¡No han dejado vacío el subterráneo! —exclamó—. ¡Hallaré lo que necesito!

De un rincón, en el que había un montón de cajas y barriles, sacó una antorcha a la que prendió fuego.

Se hallaban en un subterráneo situado en la base del torreón; que debió haber servido como depósito a la guarnición del antiguo fuerte. Aparte de las cajas y barriles, que contenían armas y municiones, se veían colchonetas, sábanas, alcuzas llenas de aceite y aceitunas, la única provisión alimenticia de los sitiados.

Sin preocuparse por el estruendo de las culebrinas que resonaba sobre su cabeza, el árabe introdujo la antorcha en un hueco del suelo y puso a la duquesa encima de uno de los colchones.

—¡No es posible que haya muerto! —exclamó con sollozos—. ¡Una mujer tan hermosa no puede morir así!

Alzó el manto con que cubrió a la duquesa y revisó la armadura. En la parte derecha se observaba una enorme abolladura con un agujero en su centro, por donde manaba sangre; el fragmento de piedra o de hierro había destrozado el acero del peto.

Con mucho cuidado le quitó la coraza y en el costado, bajo la última costilla, vio una herida que sangraba en abundancia.

—¡Si no ha penetrado en la carne ninguna esquirla del proyectil, mi señora no morirá! —musitó el árabe—. ¡No obstante, el golpe debió ser muy fuerte!

Desgarró la capa de la duquesa, y haciendo unas vendas, a las que empapó en aceite, vendó la herida con el fin de restañar la sangre. Sopló varias veces en el semblante de la joven para hacerle recuperar el sentido.

—¿Eres tú, mi leal El-Kadur? —inquirió al cabo de breves instantes la duquesa, abriendo los ojos y clavándolos en el árabe. Su voz era apagada y su cara estaba muy pálida, tan blanca como la nieve.

—¡Está viva! ¡Mi señora está viva! —exclamó el árabe—. ¡Ah, señora; creí que habías muerto!

—¿Qué ha ocurrido, El-Kadur? —interrogó la duquesa—. No me acuerdo de nada.

—Nos hallamos en los subterráneos, a resguardo de los proyectiles de los turcos.

—¡Los turcos! —exclamó la joven, pretendiendo incorporarse—. ¿Se ha rendido Famagusta?

—Aún no, señora.

—¿Y yo me encuentro en este lugar en tanto que otros se matan?

—¡Estás herida!

—¡Es verdad, noto un gran dolor aquí! ¿Me han herido con una bala o con espada? ¡No me acuerdo de nada!

—Lo que te ha desgarrado la coraza ha sido un fragmento de piedra.

—¡Dios mío, qué fragor!

—Los turcos se precipitan al asalto.

La palidez del semblante de la duquesa se hizo todavía más intensa.

—¿No tiene salvación la ciudad? —preguntó, con acento angustiado.

—Me parece que no. Oigo las culebrinas del fuerte de San Marcos que no dejan de retumbar.

—¡El-Kadur, ve a examinar lo que ocurre!

—¡No me siento capaz de abandonarte!

—¡Márchate! —exclamó la duquesa en tono enérgico—. ¡Márchate o me levanto y, aunque tenga que morir en el camino abandonaré este refugio! ¡Es el instante supremo en que todos los defensores de la Cruz luchan! ¡Tú has renegado de la fe del Profeta y ahora eres cristiano, lo mismo que yo! ¡Combate contra los enemigos de nuestra religión!

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