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El sitio de Famagusta

El año 1570 comenzó de una forma trágica para la República de Venecia, la mayor y más temible enemiga de los turcos.

Ya hacía cierto tiempo que el rugido del León de San Marcos se había debilitado. En primer lugar el Negroponto, en Dalmacia, y luego las islas del archipiélago griego, habían recibido las primeras heridas, pese a la heroica defensa que sus moradores opusieron a los asaltos iniciales del enemigo.

Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austríacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, solo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.

La concesión de la isla de Chipre a la República, concretada por Catalina Cornaro, fue la chispa que encendió la pólvora.

El sultán, considerando en peligro sus posesiones de Asia Menor, y confiando en su poderío, conminó a los venecianos, sin más explicación, a que entregaran la isla. Como era de imaginar, el Senado veneciano rechazó despectivamente la intimidación.

La isla de Chipre solo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.

Se dieron instrucciones para fortificar los muros todo lo posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane. También se dispuso hacer regresar desde Candía a la flota de MarcosQuirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.

Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron sanas y salvas en Lamisso, gracias a la protección de Quirini.

Aquellos refuerzos se componían de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios; dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla solo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos.

Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y el más feroz general, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el terrible asalto de las hordas enemigas.

Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó en poco tiempo, casi sin luchar, a las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la mas fuerte, deseaba rendir antes.

El 9 de septiembre de 1570, al alborear el día, Mustafá lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo y, luego de una sangrienta lucha, consiguió conquistarlo. Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.

El feroz visir aceptó, pero en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, y ordenó degollar a todos los defensores y también al pueblo, porque había colaborado en la lucha. Veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.

Solamente veinte nobles —por los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.

Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon sobre Famagusta, pensando rendirla a la primera embestida.

El 19 de julio de 1571 las huestes turcas acamparon en las proximidades de la ciudad e iniciaron el sitio. Al otro día intentaron el asalto de la población, pero fueron rechazadas con grandes pérdidas.

El 30 de julio, tras un incesante bombardeo e ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto, y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa, incluso las mujeres.

Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, que consistía en mil cuatrocientos infantes, y dieciséis piezas de artillería.

Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por mas de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.

Desgraciadamente, los víveres y las municiones menguaban sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban a los venecianos ni un momento de descanso. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, porque fueron escasas las moradas que quedaron en pie.

Por si esto no resultase bastante, unos días mas tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que transportaban a cuarenta mil hombres. A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.

Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.

Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.

El Capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.

Por la tenebrosa llanura que se extendía mas allá se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de fogonazos, a los que acompañaban los sordos silbidos de los pesados proyectiles de piedra.

Los turcos, cuya fiereza iba en aumento, ante la férrea resistencia de los sitiados, minaban las trincheras para aproximarse al medio derrumbado fuerte. Si este se mantenía en pie era merced a la inmensa cantidad de materiales que las valerosas mujeres arrojaban en los fosos.

El Capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.

—¡Aquí me tienes, señora!

El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.

—¿Eres tú, El-Kadur?

—¡Sí, señora!

—¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!

—¡Estás en lo cierto, señora, digo señor!

—¡Otra vez! ¡Acércate!

Cogió por un brazo al hombre y lo llevó a la parte exterior del fuerte, a una especie de garita desierta, alumbrada por una antorcha.

Este era era alto y delgado, tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.

—¿Qué sucede? —inquirió el Capitán Tormenta.

—El vizconde Le Hussiere se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por uno de los capitanes del visir.

—¿No te habrá mentido? —dijo con voz temblorosa el joven Capitán.

—No, señora.

—¡No me llames "señora"! Ya te lo he advertido. ¿Y a qué lugar lo llevaron? ¿Te has enterado, El-Kadur?

El árabe hizo un gesto de desolación.

—No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo pronto. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!

El Capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la Capitana, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, tomándose la cabeza entre las manos.

Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.

El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.

—¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!

—¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el Capitán Tormenta.

—¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!

—¡Esclavo no; amigo!

Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.

—He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?

El Capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.

—¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal! ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Lo asesinarán poco a poco para tornar su castigo más cruel? ¡Infortunado Le Hussiere!


—¡Cómo lo amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al Capitán sin apartar los ojos de él.

—¡Sí, lo amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Lo amo igual que aman las mujeres de tu país!

—Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe, reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados. Y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil turcos, para afrontar la muerte.

—¿Acaso podría estar tranquila en mi palacio sabiendo que él se encontraba aquí y en un peligro tan grande?

Un temblor recorrió el cuerpo del árabe.

—Señora —preguntó—, ¿qué debo hacer? Tengo que aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.

—Debes estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.

—Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.

—¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.

—¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.

—Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?

—Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?

—Porque mañana me enfrentaré a él.

—¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarlo a su tienda, para que no acuda mañana a desafiar de nuevo a los capitanes de Famagusta!

—¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.

—¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?

—El Capitán Laczinski.

—¿Ese polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.

—Sí, en efecto lo es.

El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.

—¿Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.

—¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.

El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.

—¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!

—¡No harás tal cosa! —repuso la Capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el Capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!

—¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en una lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de su cimitarra?

—El Capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor a los turcos —replicó la joven—. Es necesario que sea así, para disipar en todos la sospecha de lo que soy en realidad.

—¡Lo mataré, señora! —exclamó el árabe.

—¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.

El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.

El Capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:

—¡Esclavo no; eres mi amigo!

—¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?

—Haz lo que te parezca mas oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes de que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.

—Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a qué lugar han llevado al señor Le Hussiere, te lo aseguro.

Abandonaron la garita y llegaron al fuerte, en el que las culebrinas y la mosquetería seguían retumbando con un estruendo cada vez mayor.

El Capitán Tormenta se aproximó al señor Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:

—Ordena que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.

—¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.

—Ninguno. Pero llámame Capitán Tormenta. Solamente tres personas conocen quién soy: tú, Erizzo y El-Kadur.

—¡Discúlpeme, Capitán!

—¡Que se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!

La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano Capitán: con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.

El señor Perpignano dio la orden a artilleros y mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte, en compañía del Capitán Tormenta.

—¡Ten cuidado con los turcos, señora!

—¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós!

Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.

—¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el Capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuánto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer en el desierto de tu patria.

Una voz lo sacó de sus reflexiones.

—¿Hay noticias, Capitán?

—No, Perpignano —replicó el Capitán Tormenta.

—¿Sabes, por lo menos, si se encuentra con vida?

—El-Kadur me ha dicho que Le Hussiere continúa prisionero.

—Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.

—Eso mismo pienso yo —contestó el Capitán— y es lo que atormenta mi corazón.

El Capitán Tormenta se incorporó, diciendo:

—No va a tardar en amanecer y ese turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.

—Señora —dijo el teniente—, déjame que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.

—¡No, teniente!

—¡El turco te matará!

Una despectiva sonrisa floreció en los labios de la duquesa.

—De no ser tan fuerte y decidida, Roberto Le Hussiere no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos cómo lucha el Capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!

Se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando las tinieblas de una manera siniestra.


3
El León de Damasco

El alba comenzaba a despuntar ya, iluminando la llanura de Famagusta, llena de humeantes escombros. El cañón no había permanecido silencioso durante toda la noche ni un instante y todavía arrojaba fuego, retumbando su estruendo en las viejas casas de la ciudad sitiada y en las angostas calles, la mayor parte de ellas obstruidas por las ruinas.

El Capitán Tormenta, luego de haber advertido al gobernador de la plaza de que el polaco y él aceptarían el reto coridiano del árabe, examinaba los estragos causados por los proyectiles turcos en el fuerte.

A poca distancia, el polaco, auxiliado por su escudero, se colocaba la coraza, maldiciendo de continuo, ya que jamás le parecía bien puesta. Se encontraba algo pálido y podría decirse que un poco intranquilo.

El bombardeo había sido interrumpido por ambos bandos.

En el campo otomano se escuchaban las palabras del muecín (sacerdote mahometano), que concluían siempre con una exhortación a terminar con los cristianos. En Famagusta estos efectuaban su almuerzo con aceitunas y algún trozo de pan casi incomible, ya que las provisiones escaseaban de tal manera que, para no perecer de hambre, los habitantes se veían obligados a comer hierba cocida y cuero.

Una vez que hubo acabado la plegaria del muecín pudo verse a un guerrero turco galopar en dirección a Famagusta. Iba acompañado de otro que llevaba un estandarte con la media luna y la cola de caballo sobre un trapo blanco.

Era un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, ataviado con ricas ropas. Se cubría el pecho con una reluciente armadura recamada en plata. Empuñaba una cimitarra y en su faja se distinguía un yatagán de hoja un poco curvada.

Cuando se encontró a trescientos pasos del fuerte, hizo una indicación a su escudero para que plantara en tierra el estandarte, para dar a entender a los sitiados que se presentaba protegido por la bandera blanca, y exclamó con poderosa voz:

—¡Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco, desafía por tercera vez a los capitanes cristianos con armas blancas! ¡Si no admiten el reto, los trataré de viles canallas, no merecedores de luchar con los grandes guerreros de la Media Luna! ¡Que vengan, por tanto, a enfrentarse conmigo de uno en uno si tienen en las venas sangre de hombres! ¡Muley-el-Kadel los está aguardando!

El Capitán Laczinski, que finalmente había podido colocarse la coraza, se encaminó al parapeto del fuerte y con voz que semejaba el mugido de un toro, y volteando al mismo tiempo en forma terrible su imponente espada respondió:

—¡Muley-el-Kadel no retará de nuevo a los capitanes cristianos, ya que de aquí a cinco minutos lo mataré sobre el caballo igual que a una pulga! ¡Somos dos los que hemos jurado arrancarle el pellejo!

El polaco, dirigiéndose al Capitán Tormenta, le preguntó no sin cierta ironía, que no pasó inadvertida a la joven duquesa:

—Todavía tengo un cequí. ¿Cara o cruz?

—Escoja usted.

—Prefiero cara. Será un magnífico augurio para mí y desastroso para el turco. A quien le corresponda la cruz será el que se le enfrente.

El polaco tiró el cequí y lanzó una exclamación.

—¡Cruz! —dijo—. ¡Ahora tírelo usted!

El Capitán Tormenta tiró, por su parte, la moneda.

—¡Cara! —dijo con fría entonación—. Le corresponde a usted, Capitán Laczinski, ir al combate primero contra el hijo del bajá de Damasco.

—¡Lo atravesaré de parte a parte! —repuso el polaco.

El polaco subió a su caballo, a una orden del comandante el puente levadizo del fuerte descendió, y los dos valientes avanzaron al galope por la llanura. Todos los moradores y defensores de Famagusta, conocedores de que ambos capitanes cristianos habían aceptado el desafío del turco, se habían congregado en los muros, deseosos de presenciar aquel duelo a muerte.

Los guerreros venecianos y los mercenarios colocaban sus cascos y cimeras en las puntas de las espadas y alabardas, exclamando a grandes voces:

—¡Viva el Capitán Tormenta!

—¡Viva el Capitán Laczinski!

La joven duquesa y el polaco marchaban al galope, uno al lado del otro, en dirección al hijo del bajá, que los aguardaba contemplando su cimitarra.

La primera mantenía una serenidad y sangre fría completas. El Capitán aventurero, en cambio, parecía más nervioso que nunca y maldecía a su caballo, al que suponía poco preparado para semejante lucha.

—¡Tengo la certeza de que este necio animal me jugará alguna mala pasada, justo en el instante de herir al turco! ¿Qué le parece, Capitán Tormenta?

—Creo que su corcel se comporta como un caballo de batalla —replicó la joven.

—¡Usted no sabe absolutamente nada de caballos! ¡No es polaco!

—Es posible —respondió la duquesa—; yo sé más de golpes de espada.

—¡Hum! ¡ Si yo no lo librase de esa cabeza de leño, no sé de qué forma se las arreglaría usted! Pero pienso hacer lo necesario por enviarle al otro mundo y salvar mi piel, ya que tengo mucho interés en conservarla cuanto me sea posible.

—¡Ah! —contestó simplemente la duquesa.

—Aunque si solamente me hiriese…

—¿Y en ese caso…?

—Me convertiré en musulmán y seré Capitán turco. Para esos necios es suficiente renegar de la Cruz, y yo, por mi parte, renegaría incluso de mi patria, con tal de tener mando y cequíes.

—¡Gran Capitán cristiano! —comentó el Capitán Tormenta, examinándole despectivamente.

—Soy un aventurero, y me es indiferente combatir por la Cruz o por Mahoma. Mi conciencia no sufrirá por eso —contestó con cinismo el polaco—. Usted piensa de otra forma, ¿no es cierto, señora?

—¿Cómo dice? —inquirió el Capitán Tormenta, deteniendo su caballo, mientras fruncía el ceño.

—¡Señora! —insistió el polaco—. Yo no soy un estúpido, igual que los otros, para no haber advertido que el célebre Capitán Tormenta es un supuesto Capitán. Si lo desea, al instante libro un duelo con usted para abrir su coraza, de un simple golpe y sin herirla. Y demostraría a todos lo que en realidad es, señora mía. ¡En tal caso sí que reiré de verdad!

—De acuerdo; puesto que ha adivinado mi secreto, Capitán Laczinski, si no sucumbe a manos del turco, ofreceremos a los moradores de Famagusta otro espectáculo.

—¿Qué espectáculo?

—El de unos capitanes cristianos luchando entre ellos como mortales enemigos —respondió con frío acento la duquesa.

—Conforme. Pero le prometo que, ya que es mujer, le haré el mínimo daño posible. ¡Me conformaré con rajar su armadura!

—En cambio yo haré cuanto pueda por atravesarle la garganta. Así no podrá propalar un secreto que me atañe.

—Ya iniciaremos de nuevo la conversación más tarde, señora, puesto que el turco empieza a inquietarse.

Tras una pausa, agregó, lanzando un suspiro:

—¡No obstante, me sentiría feliz dando mi nombre a una mujer tan valerosa!

La duquesa ni siquiera contestó y prosiguió en silencio.

Ya se encontraba solamente a diez pasos del hijo del bajá de Damasco, que contemplaba a los dos capitanes como ponderando su fuerza.

—¿Quién va a ser el primero en enfrentarse con el León de Damasco? —inquirió.

—El oso de los bosques de Polonia —replicó Laczinski—. Si tienes largas y fuertes garras como las fieras que habitan los desiertos de tu tierra, yo tengo la imponente fuerza de los plantígrados de mi país. ¡Te dividiré en dos partes con un sencillo golpe de mi espada!

Al turco debió de agradarle la arenga, pues estallando en una carcajada y blandiendo su cimitarra exclamó:

—¡Mis armas te aguardan! ¡Vamos a ver si el viejo oso de Polonia derrota al joven León de Damasco!


Más de cien mil ojos se hallaban clavados en ambos combatientes, ya que los dos ejércitos adversarios se habían reunido en sus correspondientes campamentos, deseosos de asistir a tan caballeroso duelo.

El polaco asió con la mano izquierda las bridas de su montura, en tanto que el turco las aferraba entre los dientes, a causa de que tenía las manos ocupadas, permaneciendo después fijos los dos, como intentando hipnotizarse con la mirada.

—¡Puesto que el León no embiste, lo hará el oso! —exclamó el Capitán Laczinski, efectuando un molinete con la espada—. ¡No me agrada aguardar!

Espoleó con viveza al corcel y se precipitó sobre el turco que le esperaba cubriéndose el pecho con la cimitarra y el yatagán.

En cuanto vio a su lado al aventurero, con una ligera presión de las rodillas el turco hizo que su caballo diera un súbito salto de costado, y asestó al polaco un tremendo golpe de cimitarra.

Este, que no aguardaba semejante sorpresa, detuvo, sin embargo, el tajo con extraordinaria celeridad y contestó al instante, sucediéndose sin descanso las estocadas.

Ambos caballeros combatían con igual denuedo, cubriendo al mismo tiempo las cabezas de sus cabalgaduras para no quedar desmontados inopinadamente.

El Capitán aventurero, maldiciendo de todo, chocaba con furia su espada contra la cimitarra, intentando partirla, y en algunas ocasiones rebotaba sobre la coraza. Por su parte, Muley-el-Kadel buscaba sin cesar el pecho de su enemigo con el yatagán, haciendo saltar chispas de la armadura del polaco.

Los espectadores lanzaban de vez en cuando grandes gritos para estimular a los combatientes.

El Capitán Tormenta continuaba mudo e inmóvil en su caballo. Examinaba con atención la forma de luchar de cada adversario, en especial la del León de Damasco, para poder sorprenderle si tenía que batirse con él.

Como discípula de su padre, que tenía fama de ser una de las mejores espadas de Nápoles, ciudad que ya contaba en aquella época con los más hábiles espadachines, se consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentarse al turco y derrotarlo sin arriesgarse.

Mientras tanto, el duelo prosiguió entre ambos campeones con mayor fiereza. El polaco, que tenía más confianza en su fortaleza que en su destreza, se dio cuenta de que el turco poseía músculos de extraordinaria resistencia, y procuró emplear una de tantas estocadas secretas que entonces se enseñaban.

Aquello fue su ruina. El turco, que quizá no la desconocía, paró el golpe con suma rapidez y replicó con otro de su cimitarra con una celeridad tal que el aventurero fue incapaz de detenerlo.

El acero le alcanzó por encima de la armadura, tocándole en la parte derecha del cuello y ocasionándole una gran herida.

—¡El León ha derrotado al oso! —exclamó el turco, en tanto que cien mil voces acogían la súbita victoria con un atronador vocerío.

El polaco había dejado caer la espada de su mano. Permaneció un instante sobre su caballo, con las manos en la herida, como si intentara contener la sangre que brotaba a borbotones y, por último, cayó pesadamente a tierra con gran fragor de hierro, quedando inmóvil al lado del corcel.

El Capitán Tormenta no parpadeó ni tan siquiera. Alzó la espada y, avanzando hacia el vencedor, dijo:

—¡Ahora nos toca a nosotros dos, señor!

El turco contempló a la joven duquesa, entre admirado y condescendiente.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Si eres un muchacho!…

—¡Que le dará trabajo! ¿Quiere descansar un momento?

—¡No es necesario! ¡Terminaré enseguida contigo! ¡Eres en exceso flojo para combatir contra el León de Damasco!

—¡No por ello pesará menos mi espada! ¡En guardia!

—Díme, por lo menos, antes cuál es tu nombre.

—Me conocen por el Capitán Tormenta.

—No la primera ocasión que oigo mencionar ese nombre —repuso Muley-el-Kadel.

—Ni yo tampoco el suyo.

—Ya sé que eres un héroe.

—¡En guardia, que lo voy a atacar!

—Ya estoy en guardia, si bien me desagrada matar a un joven leal y valeroso como tú.

—¡Vuelvo a repetirle que tenga cuidado con la punta de mi espada! ¡Por San Marcos!

—¡Por el Profeta!

La duquesa, que además de ser una expertísima esgrimista era también muy buena amazona, espoleó su montura, pasando con la velocidad de una flecha y con la espada en la línea junto al turco.

En el instante en que este se disponía a cubrirse con la cimitarra, le lanzó una estocada hacia la gola, donde la coraza no llegaba.

Muley-el-Kadel, que ya se hallaba prevenido, detuvo el golpe con rapidez. Aunque no por completo, y la espada, al ser rechazada hacia arriba, tocó la cimera, arrancándosela y enviándola a considerable distancia.

—¡Estupenda estocada! —exclamó el León de Damasco, sorprendido—. ¡Es mejor este muchacho que el oso de Polonia!

El Capitán Tormenta prosiguió su carrera durante una veintena de metros y, obligando a su corcel a dar una veloz vuelta, se dirigió de nuevo hacia el turco con la espada siempre en línea, presta a herir.


Pasó por la izquierda, deteniendo un golpe de cimitarra, y empezó a girar en torno al turco, espoleando con energía al caballo de continuo.

Muley-el-Kadel, sorprendido por semejante maniobra, no era capaz de afrontar a un adversario tan ágil. Su caballo árabe, totalmente agotado por el cansancio, daba vueltas sobre sus patas traseras sin poder seguir al del joven Capitán, que parecía estar endemoniado.

Tanto turcos como cristianos lanzaban grandes gritos, animando a los combatientes.

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