Читать книгу: «Todo lo que hay dentro», страница 2

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—Lo lamento, Elsie. —Mona se ablandó de inmediato. Gaspard abrió los ojos y extendió la mano hacia Elsie. Elsie le agarró los dedos como algunas veces en que lo ayudaba a ponerse de pie.

—¿Quieres irte a tu casa? —preguntó Gaspard con la voz cada vez más ronca—. Podemos pedirle a la agencia que mande a otra persona.

—Yo no sé qué pensará Elsie, papá —dijo Mona; parecía mucho más joven cuando hablaba creole— pero creo que lo mejor es trabajar. Pagar esos rescates a veces deja a la gente en la ruina.

—Es mejor no esperar —dijo Gaspard, que seguía tratando de recuperar el aliento—. Cuanto menos tiempo pase tu hermana con esos malfetè, mejor va a estar.

Gaspard volvió la cara hacia su hija para recibir la aprobación definitiva y Mona cedió y asintió con reticencia.

—Si quieres salvar a tu hermana —dijo Gaspard con la voz cada vez más estrangulada— quizá tengas que hacer lo que te piden.

—Tengo cinco mil en el banco —le dijo Elsie a Blaise cuando volvió a llamarla esa tarde. En realidad, tenía seis mil novecientos, pero no podía desprenderse de todos sus ahorros de una sola vez, por si surgía otra emergencia ya fuese en Haití o en Miami. Él ya sabía lo de los cinco mil. Era más o menos lo que había ahorrado cuando estaban juntos. Había tenido la esperanza de duplicar sus ahorros pero no había podido porque se había tenido que ir del departamento de los dos a un monoambiente en North Miami; además, ahora les mandaba dinero a sus padres una vez por mes y le pagaba la escuela a su hermano menor, que vivía en Les Cayes. Pero lo que Blaise le había estado tratando de decir, y lo que ella no había entendido hasta ahora, era que él necesitaba el dinero para salvarle la vida a Olivia.

A veces, Elsie estaba segura de que podía deducir aproximadamente el momento en que Olivia y Blaise habían empezado a verse sin ella. Olivia comenzó a reunirse con otras auxiliares para trabajar en los hogares y a rechazar las invitaciones de Elsie de salir los tres como hasta entonces.

La noche en que Blaise se fue del departamento para siempre, Olivia estaba frente a la ventana del primer piso donde vivía Elsie, en el asiento delantero de la camioneta roja de cuatro puertas de Blaise, en la que a menudo llevaba los parlantes y los instrumentos para las presentaciones. La camioneta estaba estacionada bajo un poste de luz y, casi todo el tiempo en que Elsie se quedó mirando por una rendija que había entre las cortinas del dormitorio, la cara de Olivia, con su forma de disco, estuvo inundada por una dura luz brillante. En algún momento, Olivia bajó del vehículo y desapareció por detrás, y Elsie sospechó que se había agachado en las sombras para hacer pis antes de volver al asiento que Elsie siempre había llamado el asiento de la esposa durante sus salidas anteriores, cuando se sentaba adelante y Olivia, detrás. Recién cuando la camioneta arrancó, cargada con las pertenencias de Blaise, Olivia miró hacia la ventana del departamento, donde Elsie se hundió rápidamente en la oscuridad.

Sentada en el piso de su departamento casi vacío y con la vista en el polvo que había quedado escondido detrás de algunas cosas de Blaise, Elsie vio, junto a la puerta, una tarjeta de San Valentín que le había regalado a él el año anterior. Seguramente se le había caído cuando se iba. La tarjeta era blanca y cuadrada y estaba cubierta de corazones rojos. «El mejor marido de todos los tiempos», decía en cursiva y en mayúsculas por todo el frente. Dentro, Elsie había escrito un simple «Je t’aime». Había dejado la tarjeta sobre la almohada de Blaise la mañana de San Valentín mientras él aún dormía. Ese día, ella tenía doble turno y él, una presentación sin la banda en una fiesta privada. No se verían hasta la mañana siguiente, cuando él ni siquiera mencionó la tarjeta. La noche en que Blaise se fue, Elsie salió de abajo de la ventana, recogió la tarjeta y la apretó contra el pecho. En ese momento se dio cuenta de que tenía que irse del departamento de los dos. Ya no podía quedarse más.

Mientras hacía cola en el banco de North Miami, Elsie metió la mano en la cartera y acarició, nerviosa, aquella tarjeta, que había guardado ahí desde la partida de Blaise. La cajera, una joven con acento bajan, le preguntó si estaba disconforme con los servicios del banco y si quería hablar con un gerente. Ella dijo que necesitaba el dinero con urgencia.

—¿No nos permitiría hacerle un cheque? —preguntó la joven.

—Necesito el efectivo —dijo ella.

Transpiraba cuando le extendió el grueso sobre al anciano haitiano que atendía detrás de la ventana de vidrio en el lugar donde se hacían las transferencias.

—Este dinero va a terminar en Haití, ¿no? —dijo el viejo—. ¿Estás construyendo algo allá?

El dinero, esperaba ella, iba a terminar por salvarle la vida a Olivia. Blaise le había pedido que lo transfiriese, no que se lo llevara, porque él estaba demasiado ocupado corriendo de un lado al otro, tratando de reunir fondos por todo Miami.

Ella había pedido la mañana libre en el trabajo para retirar el dinero y transferirlo, y cuando volvió encontró a Gaspard en el suelo, junto a la cama. Se había caído mientras trataba de alcanzar un vaso de agua que había en la mesa de luz. Mona ya estaba a su lado, con la cola en alto y la cara apoyada contra la de él.

Elsie corrió hacia ellos y, entre las dos, levantaron a Gaspard por los hombros y lo sentaron en el borde de la cama.

Todos jadeaban. Elsie y Mona, por el esfuerzo de levantar a Gaspard y Gaspard, porque lo acababan de levantar. Los jadeos de Gaspard pronto se convirtieron en fuertes risas sordas.

—Después de muchas caídas llega la grande —dijo.

—Gracias a Dios tenías la alfombra buena —dijo Mona con una sonrisa. Después, volvió a ponerse seria y dijo—: ¿Cómo puedo dejarte así, papá?

—Me puedes dejar y me vas a dejar —dijo él—. Tú tienes tu vida y yo tengo lo que queda de la mía. No quiero que te dé ningún remordimiento.

—Necesitas mi riñón —dijo ella—. ¿Por qué no lo aceptas? —Mona estiró el brazo y alcanzó un vaso de agua de la mesita. Se lo sostuvo mientras él tomaba algunos sorbos y después lo miró bajar la cabeza lentamente sobre la almohada. A Mona le faltó poco para perforarse los labios con los dientes por tratar de impedir que temblasen.

—Sé que tienes tu problema familiar —dijo esforzándose por no levantar la voz mientras dirigía su atención a Elsie—. Y sé que te dijimos que fueras a ocuparte de tus cuestiones, pero el asunto es que no estuviste aquí cuando mi padre se cayó de la cama. Creo que papá tiene razón. Voy a llamar a la agencia para que manden a otra persona.

Gaspard cerró los ojos y hundió más la cabeza en la almohada. No puso ninguna objeción. Elsie quiso rogarles que la dejaran quedarse. Gaspard le caía bien y no quería que se viera obligado a acostumbrarse a alguien nuevo. Además, ella necesitaba trabajar, ahora más que nunca. Pero si querían que se fuera, se iría. Solo esperaba que su despido no le costara otros trabajos.

—Está bien —dijo en voz baja—. Entiendo. Voy a ponerme a cerrar todo hasta que consigan a alguien.

Una noche, después de ir a escuchar a Blaise, que había ido a reemplazar a alguien a último momento en un festival al aire libre en Bayfront Park, en el centro de Miami, Elsie y Olivia caminaban hacia el estacionamiento cuando Olivia anunció que quería encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a volver con ella a Haití.

—¿Tienes que enamorarte o puede ser cualquiera? —había preguntado Elsie.

Olivia arrastraba las palabras después de una tarde entera tomando cerveza.

—Cualquiera con dinero —dijo.

—Pero querida, ¿se puede vivir sin amor? —había contestado Blaise, con una efusividad que Elsie nunca le había oído antes, salvo cuando estaba en el escenario y trataba de seducir a las mujeres del auditorio con sus insinuaciones públicas («Pareces una piña colada, nena. ¿Me das un sorbito?»). Cosas muy cursis e inofensivas, a menudo medio cómicas, a las que Elsie estaba acostumbrada y que a veces la hacían reír.

—Ah, yo puedo vivir sin amor —había dicho Olivia— pero no puedo vivir sin dinero. No puedo vivir sin mi país. Estoy cansada de estar en este país. Este país te hace hacer cosas malas.

Elsie supuso que Olivia seguía pensando en lo que había pasado en uno de los turnos rotativos que cumplían las dos con un paciente atendido a domicilio a tiempo completo, un hombre de ochenta años cuyo hijo, un hombre blanco de mediana edad, agente de préstamos en un banco, había puesto de costado al padre, que estaba senil, en presencia de ellas, mientras hacían el cambio de turno, y lo había golpeado con la palma de la mano varias veces en el trasero arrugado.

—A ver si a ti te gusta —había dicho.

Cuando Olivia llamó a la supervisora desde el celular, apenas si había podido encontrar las palabras para explicar lo que acababa de ver. Después del concierto, para distraer a Olivia de sus pensamientos sobre pacientes maltratados, y quizá para distraerse y no pensar en la posibilidad de perder a Olivia, los tres habían vuelto al departamento de Blaise y Elsie y habían liquidado una botella de Rhum Barbancourt cinco estrellas. En algún momento de las primeras horas de la mañana, sin que nadie lo pidiera ni lo dirigiese, habían caído juntos en la cama; intercambiaron palabras desordenadas, besos prolongados y caricias cuyo origen no les interesaba averiguar. Ya no estaban seguros de cómo llamarse. ¿Qué eran exactamente? ¿Un trío? ¿Un ménage à trois? No. Dosas. Eran dosas. Los tres deshermanados, desamparados, juntos en su soledad.

Cuando se despertaron, cerca del mediodía del día siguiente, Olivia se había ido.

Blaise volvió a llamar temprano la mañana siguiente. Elsie todavía estaba en la cama pero se preparaba para dejar a Gaspard definitivamente. Gaspard y su hija dormían y, fuera del zumbido del compresor de oxígeno, la casa estaba en silencio.

—No tendría que haber dejado que se fuera —susurró Blaise antes de que Elsie atinara a saludarlo.

Cuando Blaise tenía la banda, a veces pasaba días sin dormir para poder ensayar. Para cuando llegaba la presentación, estaba tan tenso que la voz le salía robótica y mecánica, como si la hubieran purgado de toda emoción. Así sonaba ahora mientras Elsie trataba de seguir lo que estaba diciendo.

—Ya no nos llevábamos bien —murmuró lanzando las palabras aceleradamente—. Nos íbamos a separar. Por eso recogió sus cosas y se fue. Y por eso yo estoy…

La luz del pasillo se encendió. Elsie oyó que se arrastraban un par de pies. Se acercó una sombra por el piso de roble. Mona abrió la puerta corrediza de la habitación de Elsie y echó un vistazo mientras se frotaba el puño apretado contra los ojos para terminar de despabilarse.

—¿Está todo bien? —le preguntó a Elsie.

Elsie asintió.

—Ojalá le hubiera suplicado que no se fuera —estaba diciendo Blaise.

Mona cerró la puerta y siguió caminando hacia la habitación de su padre, al final del pasillo.

—¿Qué pasó? —preguntó Elsie—. Enviaste el dinero, ¿no? ¿La soltaron?

La línea telefónica chasqueó y Elsie oyó varios golpes. ¿Blaise estaba pegándole al piso con los pies? ¿Chocaba la cabeza contra la pared? ¿Se estaba dando el teléfono contra la frente?

—¿Dónde está? —Elsie trató de moderar la voz.

—Nos peleamos —dijo él—. Si no, no se habría ido.

Mona abrió la puerta y metió la cabeza una vez más.

—Elsie, mi padre te quiere ver cuando termines —dijo antes de marcharse otra vez.

—Disculpa, me tengo que ir —dijo Elsie—. Mi paciente me necesita. Pero primero dime que ella está bien.

No quería oír lo que venía, fuese lo que fuese, pero no podía colgar.

—Pagamos el rescate —dijo él, apurado por sacarse de adentro las palabras con rapidez—. Pero no la soltaron. Está muerta.

Elsie fue hasta la cama y se sentó. Inspiró profundamente, alejó el teléfono de la cara y lo dejó reposar sobre el regazo.

—¿Estás ahí? —Ahora Blaise gritaba—. ¿Me oyes?

—¿Dónde la encontraron? —Elsie volvió a levantar el teléfono y se lo puso al oído.

—La tiraron frente a la casa de la madre —dijo Blaise con calma—. En medio de la noche.

Elsie se pasó los dedos por las mejillas donde, la noche en que habían caído juntos en la cama, Blaise la había besado por última vez. Aquella noche, a Elsie le había costado distinguir las manos de Olivia de las de Blaise sobre su cuerpo desnudo. Pero en la bruma de la borrachera, todo le había parecido perfectamente normal, como si se hubieran necesitado demasiado unos a otros como para contenerse. Ahora las lágrimas la sorprendían con la guardia baja. Agachó la cabeza y hundió los ojos en el pliegue del codo.

—Pero hay algo más. No lo vas a creer —dijo ahora Blaise con una frenética gárgara de palabras.

—¿Qué? —dijo Elsie y deseó, no por primera vez desde que él y Olivia habían dejado de hablarle, que los tres volvieran a estar juntos, borrachos y en la cama.

—La madre me dijo que, antes de salir de casa esa mañana, Olivia se escribió el nombre en la planta de los pies.

Elsie podía imaginarse a Olivia, con el pelo tan salvaje como aquella noche de los tres, y salvaje una vez más al acercarse los pies a la cara y escribir su nombre en las plantas. Probablemente, Olivia se había anticipado a la posibilidad de que la secuestraran y había sentido que era una buena forma de seguir siendo identificable, incluso si la decapitaban.

—No le hicieron eso, ¿no? —preguntó Elsie.

—No —dijo Blaise—. La madre dice que tenía la cara, el cuerpo entero, todo intacto.

Puso algo de énfasis en «el cuerpo entero», advirtió Elsie, porque quería indicarle que a Olivia tampoco la habían violado. Se preguntó cómo podía saber eso él, pero no se atrevió a averiguar. Lo que hizo fue soltar un suspiro de alivio tan fuerte que Blaise la siguió con uno igual.

—La madre la va a enterrar en el mausoleo de su familia, en la aldea de ellos, en el norte —agregó.

—¿Vas a ir? —preguntó ella.

—Por supuesto —dijo—. ¿Tú…?

Ella no lo dejó terminar. Por supuesto que no iría. Incluso si quisiera, no le alcanzaba para el pasaje de avión. Ya había reservado un vuelo a Les Cayes para dentro de algunos meses, para visitar a su familia, y no solo iba a necesitar llevarles dinero, sino también enviarles todas las otras cosas que le habían pedido, incluida una pequeña heladera para sus padres y una computadora portátil para su hermano.

Justo en ese momento, el sonido se cortó por un instante.

—Es de Haití —dijo él—. Me tengo que ir.

Cortó tan abruptamente como había vuelto a entrar en su vida.

—Elsie, ¿estás bien? —Gaspard estaba de pie en la puerta. Respiraba con fuerza cuando extendió los brazos para sostenerse de los dos lados del marco. La hija estaba de pie detrás de él con un tanque de oxígeno portátil.

Elsie no estaba segura de cuánto tiempo habían estado ahí, pero fuesen cuales fuesen los sonidos que había emitido inconscientemente, fuesen cuales fuesen los gemidos, los gruñidos o los quejidos que se le hubiesen escapado, los habían llevado hasta allí. Se acercó a ellos mientras se ajustaba el cinturón de la bata de toalla. Entre gruñidos, Gaspard miró detrás de ella; paseó la mirada por la pequeña habitación y vio la sencilla cama con somier y la cómoda, que hacía juego.

—Elsie, mi hija te oyó llorar. —Los labios de Gaspard, ya casi sin sangre, temblaban como si tuviera frío, aunque todavía parecía más preocupado por ella que por sí mismo cuando preguntó—: ¿Tu hermana está bien?

El cuerpo de Gaspard se tambaleó hacia donde estaba su hija. Mona le extendió los brazos y lo sostuvo firmemente con una mano mientras con la otra mantenía en equilibrio el tanque portátil de oxígeno. Elsie corrió hacia delante, sujetó a Gaspard y dijo:

—Por favor, vuelva a pensar su decisión de despedirme, mesye Gaspard. Ya no voy a recibir más esos llamados.

Tenía razón. Blaise nunca la volvió a llamar.

Unos días más tarde, después de que Gaspard cediera a los ruegos de su hija y aceptara el riñón, Elsie tuvo un fin de semana libre y, como no tenía otra cosa que hacer, tomó el autobús hasta el club de Dédé el sábado por la noche, con la esperanza de que Blaise estuviera allí, de regreso del funeral de Olivia en Haití.

Todavía eran las primeras horas de la noche, así que el lugar estaba casi vacío, salvo por algunos universitarios de la zona a los que Dédé vendía tragos sin pedirles identificación. Dédé estaba detrás de la barra. Elsie se sentó frente a él mientras una camarera le gritaba los pedidos.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Dédé cuando la camarera se fue con los tragos.

—Trabajo mucho —dijo ella—, para vivir.

—¿Sigues con los viejos? —preguntó él.

—No siempre son viejos —dijo ella—. A veces son jóvenes que tuvieron un accidente de auto o que tienen cáncer.

Finalmente, llegaron a Blaise.

La idea de que se casaran había sido de Blaise. Después de la ceremonia civil de tres minutos, de la que habían sido testigos Dédé y la amiga de Elsie, la jefa de la agencia de auxiliares de enfermería, Dédé había organizado un almuerzo en el bar para ellos.

—Tendrías que haberte casado conmigo. —Ahora Dédé extendió el brazo y le acarició el hombro de modo juguetón. Él nunca se había casado y, según Blaise, no tenía intención de casarse nunca.

—En ese momento no me lo propusiste y ahora tampoco —dijo ella.

—¿Y si lo que pido es otra cosa? —Le pasó los dedos por la clavícula, los bajó hasta el primer botón de la blusa y dejó allí la mano unos segundos. En su mirada intransigente parecía haber alguna posibilidad de alivio o de compañerismo disfrazados de amor.

Por patético que pareciera, ella creía que amaba más a Blaise cuando lo veía sobre el escenario. La seducía algo en lo que ni siquiera pensaba que era bueno. La dedicación de Blaise a sus mediocres dotes le había derretido el corazón. Observar a otras mujeres suspirar por el cuerpo ágil y flexible de Blaise, y más aún la mirada penetrante que dedicaba a las distintas caras de la multitud mientras cantaba, también la encendía. Envidiaba que esas otras mujeres pudieran fantasear con él, quizá que imaginaran que la vida con él sería una fiesta de canciones sin fin. Pero muy de vez en cuando, la sensación iba más allá, en momentos cotidianos, como cuando lo miraba cocinar un omelette relleno con arenque ahumado, que después compartían en la barra para desayuno donde comían todas sus comidas. Ahí era que hablaban más a menudo sobre tener un bebé. Él la había convencido fácilmente de alquilar juntos un departamento y después, de casarse; ¿por qué no también tener un bebé? Sin embargo, ella había pensado que el mejor momento para tener un hijo sería después de comprar una casa para los dos, por pequeña que fuese.

—¿Supiste de él? —le preguntaba ahora Dédé. Lentamente, ella le quitó la mano del bretel de su corpiño.

—No desde hace un tiempo —dijo.

—Oí que se piensa quedar en Haití definitivamente —dijo Dédé, y le guiñó el ojo una vez que asimiló su rechazo. Sacó algunos vasos de abajo de la barra y se puso a limpiarlos por dentro con una toallita blanca. Y quizás esa fuese su venganza, o tal vez había estado esperando para decírselo, pero entre que apoyó un vaso y levantó otro, dijo—: Está viviendo en Haití con el dinero de la banda y un montón de efectivo que sacó de unos secuestros falsos que inventaron entre él y tu amiga Olivia. Te juro que tengo gente en eso. Si los llegan a ver…

Si le hubiera estado pasando a otra persona, ella se habría preguntado por qué esa persona no estaba ya caída en el suelo por la impresión. Pero ella tampoco se desmayó. Era como si quedara confirmado ese resquicio de duda que la había estado atormentando, ese atisbo de sospecha que en parte la había llevado hasta allí.

—¿Entonces está viva? —preguntó.

—Ah, ¿te dijo que estaba muerta? —dijo Dédé y bajó el vaso que tenía en la mano.

—¿No está muerta? —volvió a preguntar ella, solo para estar segura.

Quería reírse, pero lo que hizo fue tratar de encontrar algunas palabras más. ¿Cómo podía haberse dejado engañar, robar, con tanta facilidad? ¿Cómo podía haber sido tan ingenua, tan estúpida? A lo mejor había tenido algo que ver que Gaspard hubiese estado tan enfermo esa semana y que su hija hubiese estado ahí mirando. Había estado tan desconcentrada que había confiado en alguien a quien alguna vez creyó amar. Seguramente Blaise y Olivia se habían preparado, o habían practicado, durante semanas para quitarle más y más, para despojarla tanto de su dinero como de su dignidad. Tenían que ser tan convincentes que nadie hubiera podido dudar de ellos. A Dédé también lo habían engañado.

—Supongo que los dos somos unos boukis —dijo ella por fin—. Unos imbéciles.

—Unos tarados, unos idiotas —agregó él, y limpió el interior de los vasos con más fuerza—. Lo entendería si hubieran estado muertos de hambre y no hubieran podido conseguir dinero de ninguna otra manera, pero decidieron convertirse en delincuentes para poder volver a Haití y darse la gran vida.

—No está bien—dijo ella, aunque ya no sentía que nada estuviera bien.

Los interrumpió un pedido de tragos de uno de los meseros. Dédé se ocupó en silencio de armar los pedidos; después, cuando terminó, dijo:

—Te lo prometo. No van a disfrutar del dinero que me robaron.

—¿Qué vas a hacer? —Detectó el tono suplicante de su propia voz y sintió vergüenza, como si estuviera rogando que los ejecutaran.

—Tú tendrías que hacer algo —dijo él—. Por lo menos conmigo no se casó.

—Ella podría haberse casado contigo —dijo Elsie.

—Estaba claro que yo no era su tipo. No estaba a la altura de lo que buscaba. Tu marido sí.

Ahora Elsie se preguntaba por qué Blaise se había casado con ella. Había otras mujeres con mucho más dinero. Se preguntó si él esperaba que ella cometiera algún delito, como robarle los ahorros de toda la vida a alguno de sus pacientes más ricos para dárselos a él. Se alegró de que la hija de Gaspard hubiese estado con ellos esa semana; de lo contrario, quizá Blaise la hubiese convencido de robarle a él.

—¿Qué harías si fueras a Haití y los encontraras? —preguntó mientras también ella pensaba en esa posibilidad.

—Primero les daría la oportunidad de que me devolvieran el dinero. —Él alcanzó una botella de ron blanco de la mesa espejada que tenía detrás y empujó hacia ella uno de los vasos que había estado limpiando. Al principio, ella puso reparos, lo rechazó con un gesto de la mano, pero después se dio cuenta de que quería seguir hablando con él. También quería seguir hablando sobre Olivia y Blaise, y él era la única persona con la que podía hablar de ellos en ese momento.

—¿Qué le harías a ella en primer lugar? —preguntó él.

—La raparía —dijo ella—. Le afeitaría toda esa masa de pelo que tanto le gustaba llenar de gel.

—¿Eso es todo? —preguntó él entre risas.

Después de tomar un trago de ron, ella dijo:

—Yo estudié para ayudar a los demás, pero a esos dos les rompería la cabeza con una piedra enorme hasta que el cerebro les quedase líquido, como este trago que tengo en la mano.

—¡Ayyy! Eso es demasiado —dijo él, y se sirvió un vaso—. Nunca te enojes conmigo. ¿Estamos?

—¿Y tú qué harías? —le preguntó ella.

—Eso que les hacen a los terroristas. Eso del agua que vi en una película la otra noche. Les envolvería la cabeza con un costal de azúcar y les iría vertiendo agua en la nariz y los haría pensar que se están ahogando. Y no solo se los haría a ellos. Atraparía a todo el resto de los ladrones que le roban a gente como nosotros…

—Los ingenuos, los boukis.

—De nuevo, lo entendería si él estuviera en la ruina o si ella se estuviese muriendo de hambre —dijo él.

—Cuanto más dinero tienen, más codiciosos se vuelven —dijo ella, y sintió que se estaba alejando de Blaise y Olivia y que caía en un debate más amplio sobre la justicia y la impunidad.

—Tu venganza sería mejor que la mía —dijo ella y, con ese giro, volvió a Olivia y Blaise—. Esos dos sufrirían mucho más contigo.

No era la primera vez que lo habían engatusado. Una vez, había entrado en el bar una mujer que aparentemente estaba embarazada, en plena tarde. Simuló empezar con el trabajo de parto y, mientras él buscaba su celular para llamar una ambulancia, ella sacó un arma y lo obligó a vaciar la caja registradora. Ahora trajo a colación ese robo y dijo que prefería que lo enfrentaran cara a cara a que le robaran a sus espaldas.

—Esto no termina de la misma manera —dijo; el volumen de su voz iba creciendo y la velocidad a la que hablaba iba aumentando—. Esta no se la voy a dar a la policía para que termine en la nada. ¿Y a qué policía? ¿A la de Haití?

Ella estaba pensando en ir a la comisaría que estaba allí cerca y hacer una denuncia, por si Blaise y Olivia decidían volver a Miami alguna vez, pero pensó que no serviría de mucho. Blaise no le había apuntado con un arma. Ella le había dado el dinero por propia voluntad. Así y todo, él ni siquiera había tenido pelotas para recibirlo de sus manos. Había insistido en que ella se lo transfiriese.

—Pienso hacer que los atrapen —decía Dédé—, por ti, por mí y por todas las personas a las que les hicieron esto. Incluso si es lo último que haga antes de morir. Nunca lo voy a dejar pasar, y tú tampoco deberías.

Eso significaba odiarlos toda la vida y soñar todos los días con alguna venganza. No quería eso. Prefería pensar en el futuro, aunque no estaba segura de lo que le deparaba ese futuro. La alegraba que Gaspard siguiera vivo, que no fuera uno más en la lista de aquellos cuyos últimos días le había tocado presenciar. Quería seguir adelante, seguir trabajando. Vivos o muertos, ni Blaise ni Olivia volverían a estar en su vida.

Los detalles. Habían sido muy hábiles con los detalles. Por ejemplo, ¿de quién había sido la idea de decirle que Olivia se había anotado el nombre en las plantas de los pies? También podrían haberle dicho que Olivia se había dibujado una cruz como símbolo de que quería un entierro cristiano. Esa última llamada, entendió ahora, era para asegurarse de que ella no iría al supuesto funeral.

Dédé le sirvió otro vaso de ron. Después otro. Y ya cuando empezó a asimilar la noticia de que Olivia estaba viva, se sorprendió porque sintió que se disipaba una especie de duelo en el que no se había detenido, que un lejano dolor de su corazón empezaba a aliviarse. Quiso pelear contra ese alivio. No quería recibir de buena gana, con los brazos abiertos, el consuelo temporal que sintió que se le concedía al enterarse de que alguien a quien creía muerta ahora estaba viva, como si a Olivia la hubiesen resucitado tras días bajo la tierra.

Le corrieron lágrimas por la cara, lágrimas que no pudo detener. No quería que fuesen lágrimas de alegría, pero algunas lo eran. Ahora su patria parecía más segura. Sus padres y su hermano, con los que había vuelto a hablar con más regularidad, parecían correr menos peligro de secuestro. Así y todo, siguió derramando lágrimas. También lágrimas de furia. Porque le habían robado un dinero que le había llevado años ahorrar, y por ver que su sueño de tener casa propia desaparecía junto con los hijos que ella y Blaise no tendrían nunca. Se sintió más sola ahora que antes de conocer a Blaise y a Olivia, más sola que cuando acababa de llegar a ese país y tenía una sola amiga.

Dédé no le quitaba los ojos de encima. Estaban más llenos de preocupación que de deseo. Las lágrimas de Elsie se convirtieron en sollozos; después, en quejidos; luego surgió una nueva fantasía de venganza. Ahora deseaba poder arrasar el bar de Dédé, incendiar todo hasta los cimientos. Metió la mano en la cartera, sacó la tarjeta de San Valentín que todavía llevaba encima y la rompió en pedazos. Los pedazos volaron como plumas cuando los arrojó hacia arriba, pero cuando cayeron, fue como recibir una golpiza de piedras y esquirlas de vidrio sobre el cuerpo.

—Te llevo a casa —dijo Dédé, y cuando ella se quiso acordar, estaba hecha un ovillo en el asiento de atrás del auto, el mismo Toyota negro que él tenía desde hacía años. De alguna manera, se las había arreglado para que ella le diera su dirección.

—Vives sola —lo oyó decir.

—Cuando no trabajo cama adentro —dijo ella.

El resto del tiempo, le habló dentro de su cabeza, sin que le salieran palabras de la boca, que estaba medio llena de vómito. Sí: estaba viviendo sola, en un monoambiente de North Miami, detrás de la casa principal de una pareja de ancianos jamaiquinos. Muchas veces le dejaban invitaciones a cenar con ellos, pero ella se la pasaba trabajando y no estaba casi nunca. Tenía la impresión de que la pareja era amigable con ella porque le tenían lástima, porque parecía que no tenía a nadie. Ella se resistía. Ya no quería hacer más amigos.

Cuando llegaron a la casa, le dio sus llaves a Dédé, que, mientras la mantenía erguida con una mano, trataba de abrir la angosta puerta metálica del monoambiente. Sobre la puerta había un cartel autoadhesivo del tamaño de un plato, con forma de señal de pare y con la silueta de un hombre con una diana en el medio del pecho. Arriba del contorno de cabeza y torso, decía Nada de lo que hay dentro vale una vida. Del otro lado de la puerta había un cartel del mismo tipo, pero tenía tachadas a mano las palabras nada y de, y arriba habían escrito todo lo, así que el autoadhesivo modificado decía Todo lo que hay dentro vale una vida. Al lado había otro cartel en blanco y negro que decía Si roba, hay bala.

Se había encontrado los carteles cuando se mudó. Antes de ella, le habían alquilado el departamento por poco tiempo a un joven que cada vez tenía más problemas, hasta que la pareja le tuvo que pedir que se fuera. O eso es lo que le habían contado. Habían querido quitar los autoadhesivos y volver a pintar el departamento, pero Elsie necesitaba mudarse de inmediato y les dijo que no se molestaran. A lo mejor, el cartel de la puerta le proporcionaría una protección más contra los intrusos, pensó.

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9789874178619
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