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TODO LO QUE HAY DENTRO

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Dosas

En los viejos tiempos

El especial de bodas de Puerto Príncipe

El regalo

Globos aerostáticos

Amanecer, anochecer

Las siete historias

Sin inspección

Agradecimientos

SOBRE ESTE LIBRO

Edwidge Danticat es una de las voces más punzantes de la literatura contemporánea norteamericana. Todo lo que hay dentro reúne ocho de sus relatos publicados en las revistas literarias más prestigiosas del mundo angloparlante, entre ellas Granta, The New Yorker y The Washington Post Magazine. En 2020 el volumen obtuvo el premio del National Book Critics Circle de Estados Unidos y el Story Prize, lo que convirtió a la autora en la primera persona en recibir ese reconocimiento por segunda vez.

Sensibles y a la vez feroces, estos cuentos agitan la mirada progresista y bienintencionada hacia quienes forman las comunidades inmigrantes: los que han tenido «éxito» en su integración, pero también esos otros que no han encontrado en su nuevo país una alternativa al dolor y el sacrificio que luchaban por dejar atrás. El estilo de Danticat, franco y compasivo, pleno de sutilezas, cala hondo y tiene un efecto duradero; su voz es una compañía y un recordatorio de que «A veces uno se desvía para ir a donde necesita llegar».

SOBRE LA AUTORA

Edwidge Danticat nació en Puerto Príncipe en 1969. A los doce años se mudó a Brooklyn, Nueva York, donde volvió a reunirse con sus padres, que habían emigrado a los Estados Unidos una década antes. Se graduó en Literatura francesa en Barnard College y realizó una maestría en escritura creativa en Brown University que dio origen a su novela Breath, Eyes, Memory (1994). Danticat fue tempranamente señalada como una escritora notable, capaz de retratar la vida de la colectividad haitiana en Estados Unidos desde una perspectiva crítica y humana que le valió numerosos premios y distinciones, entre ellos el American Book Award, el Story Prize, el premio del National Book Critics Circle, la beca MacArthur y el Neustadt International Prize for Literature. Ha dado clases de escritura creativa en las universidades de Miami y Nueva York y colabora en The New Yorker, Harper’s Magazine y The New York Times. Actualmente vive en Miami, Estados Unidos.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

ELOGIO DE TODO LO QUE HAY DENTRO

«Inmensamente satisfactorio, lúcido, estupendo (…). Un conjunto deslumbrante que reúne algunas de las mejores expresiones de la brillante carrera de Danticat».

Michael Schaub, NPR

«Una lectura empoderante».

Reese Whiterspoon

«Vibrante y humano de una manera muy conmovedora».

Chicago Review of Books

«Una cuentista de primera línea».

Lit Hub

«Extraordinario: sobrio, evocativo, conmovedor. (…) Estos cuentos revelan sus fortalezas excepcionales como cuentista (…). Es una maestra de la concisión».

Kirkus

«Un libro hermoso (…). Lo que vincula a estos cuentos entre sí es la prosa precisa pero también emotiva de Danticat».

Aminatta Forna, The New York Times Book Review

«Inolvidable, profundo (…). Los personajes de Danticat no parecen desconocidos, sino amigos cercanos. ¿Cómo llega un artista a escribir con tal destreza, desde afuera, sobre la vida interior de las personas? Todo lo que hay dentro responde esa pregunta: esta escritora notable nos muestra cómo se hace».

Alexia Arthurs, Oprah Magazine

«Impactante (…). Danticat escribe con una prosa sobria, limpia; deja que las palabras respiren. Con voz firme, de una belleza evocativa, muestra cuánta resiliencia no reconocida hace falta para desplazarse hacia aquello que, aunque no sea la felicidad, brilla un poco más que el dolor».

Renée Graham, The Boston Globe

«La voz de Danticat logra entretejerse en nuestra conciencia con sus historias inolvidables sobre familias y amantes —de Haití a Miami, Brooklyn y más allá— que a menudo luchan contra el dolor, la pérdida y los vínculos deteriorados».

Anderson Tepper, Vanity Fair

«Conmovedora, sorprendente, de una gracia poderosa. (…) La obra de Danticat siempre fue silenciosamente revolucionaria».

Gabrielle Bellot, Publishers Weekly

COPYRIGHT

Título original en inglés: Everything Inside

Primera edición en inglés por Alfred A. Knopf, 2019

Los cuentos que integran este volumen aparecieron en versiones anteriores en las siguientes revistas: “Dosas” como “Elsie” y “In the Old Days” en Callaloo (invierno de 2006 y primavera de 2012); “The Gift” como “Bastille Day” en The Caribbean Writer (junio de 2011); “Hot-Air Balloons” en Granta (primavera de 2011); “The Port-au-Prince Marriage Special” en Ms. (octubre de 2013); “Sunrise, Sunset” y “Without Inspection” en The New Yorker (julio de 2017 y mayo de 2018); y una parte de “Seven Stories” como “Quality Control” en The Washington Post Magazine (otoño de 2014).

© 2019 by Edwidge Danticat

© de la traducción, Daniela Bentancur, 2021

© de esta edición, Fiordo, 2022

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

correo@fiordoeditorial.com.ar

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-54-1 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-61-9 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Hecho en Argentina.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Danticat, Edwidge

Todo lo que hay dentro / Edwidge Danticat. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Daniela Bentancur.

ISBN 978-987-4178-61-9

1. Cuentos. 2. Literatura Estadounidense. 3. Inmigración. I. Bentancur, Daniela, trad. II. Título.

CDD 813

Nacer es el primer exilio.

Caminar por la tierra

es una eterna diáspora.

Cindy Jiménez-Vera

Amamos porque es la única aventura verdadera.

Nikki Giovanni

DOSAS

Elsie estaba con Gaspard, el paciente con insuficiencia renal para el que trabajaba cama adentro, cuando llamó su ex marido para informarle que a su novia, Olivia, la habían secuestrado en Puerto Príncipe. Elsie acababa de darle una sopa de repollo a Gaspard cuando le sonó el celular. Gaspard estaba acostado en la cama con la cabeza acomodada cuidadosamente sobre dos almohadas y la cara, hinchada y picada de viruela, puesta en ángulo hacia el tragaluz de la habitación, lo cual le proporcionaba una vista oblicua del cocotero gigante que venía inclinándose desde hacía años sobre la casa junto al lago de su barrio de viviendas unifamiliares.

Elsie apretó el teléfono entre la oreja izquierda y el hombro y, con la mano derecha, le limpió a Gaspard un pedacito de repollo que le había quedado en el mentón. Gaspard movió las dos manos como si dirigiera una orquesta, en un gesto que indicaba que no se fuera de la habitación pero que siguiera conversando. Elsie desplazó la atención de Gaspard al teléfono, se acercó el aparato a los labios y preguntó:

—¿Ki lè?

—Esta mañana. —Con la voz ronca y exhausta, Blaise, el ex marido, mezclaba las palabras. Su habitual tono cantarín, que Elsie atribuía al hecho de que fuera cantante de profesión, había desaparecido. Lo había reemplazado un susurro casi inaudible—. Estaba saliendo de la casa de la madre —continuó—. Dos hombres la agarraron, la metieron a empujones en un auto y se marcharon con ella.

Elsie supuso que Blaise estaría sentado, o de pie, igual que ella, con el celular atrapado entre el largo cuello y los hombros estrechos, limpiándose las uñas. Las uñas limpias eran una de sus muchas obsesiones. Los dedos sucios lo volvían loco, razonaba ella, porque se había preparado para ser mecánico en Haití y no extrañaba en lo más mínimo tener perpetuamente sucios sus delicados dedos de guitarrista.

—¿No fuiste a Haití con ella? —preguntó Elsie.

—Tienes razón —contestó él mientras emitía algo que ella percibió como una exhalación interminable—. Tendría que haber estado con ella.

Los ojos del paciente de Elsie vagaron hacia abajo, desde el techo, donde el cocotero en flor había salpicado el tragaluz con un puñado de semillas marrones. Gaspard había hecho de cuenta que no oía, pero ahora la miraba de frente. Cambiaba de posición, incómodo, pasando el peso del cuerpo de un lado de la cama al otro, y de vez en cuando hacía una pausa para recuperar el aliento.

Gaspard cumplía sesenta y cinco años ese día, y antes del almuerzo le había pedido una botella de champán a su hija, un champán que no debía tomar, pero como había suplicado tanto, su hija había cedido, con la condición de que solo bebiera algunos sorbos. La hija, Mona, que tenía una década menos que los treinta y seis de Elsie, había venido desde Nueva York para visitar al padre en Miami Lakes. Había salido a conseguir el champán y ya había vuelto.

—Elsie, necesito que cuelgues —dijo Mona mientras entraba en la habitación y colocaba tres copas de cristal sobre una mesa plegadiza que había junto a la cama.

—Llámame pronto —le dijo Elsie a Blaise.

Después de colgar, se acercó a la alta y delgaducha hija del enfermo. Las dos tenían más o menos la misma altura y el mismo talle, pero Elsie sentía que hubiera podido ser la madre de Mona. Quizá fuese por los muchos años que había dedicado a cuidar a otras personas. Era auxiliar de enfermería, aunque en ese trabajo en particular no había ninguna enfermera. Estaba ahí para mantener seguro y cómodo a Gaspard, para registrar sus signos vitales, darle de comer y acicalarlo, hacer algunas tareas domésticas livianas y, en general, hacerle compañía entre las dos sesiones de diálisis semanales, hasta que resolviera si iba a aceptar o no el riñón que le había ofrecido su hija. Mona ya estaba aprobada como donante, pero Gaspard todavía no se había decidido.

Mona sirvió el champán, y Elsie la siguió atentamente con la mirada mientras le alcanzaba la copa a su padre.

À la vie —dijo Mona, y brindó por su padre—. Por la vida.

Esa tarde, Blaise volvió a llamar para decirle a Elsie que la madre de Olivia había recibido noticias de los secuestradores. La madre había pedido hablar con Olivia, pero los captores se negaron a ponerla al teléfono.

—Quieren cincuenta mil —dijo Blaise con una voz tan rápida y nasal que Elsie le tuvo que pedir que repitiera la cifra.

—¿Estadounidenses? —preguntó, solo para estar segura.

Se lo imaginó asintiendo con la cabeza ovoide mientras contestaba «Wi».

—Claro que la madre no tiene ese dinero —dijo Blaise—. No son ricos. Todo el mundo dice que tendríamos que negociar. Podrían bajarlo a diez. Voy a tratar de que alguien me los preste.

Ella deseó que fueran diez dólares; eso habría facilitado las cosas. Diez dólares y su vieja amiga y rival quedaría en libertad. Su ex marido dejaría de llamarla al trabajo. Pero, por supuesto, eran diez mil dólares estadounidenses.

—Jesús, María y José —Elsie masculló una breve plegaria en voz baja—. Lo lamento —le dijo a Blaise.

—Esto es un infierno. —Ahora sonaba demasiado calmo. Ella no se sorprendió. Las preocupaciones siempre moderaban a Blaise. Después de dejar la banda de konpa que había fundado y de la que había sido cantante, durante semanas no había hecho nada más que quedarse en casa y tocar la guitarra. Entonces también había estado excesivamente calmo.

Olivia, ex amiga de Elsie, sabía ser atrayente. La piel de color castaño, el cabello espeso, recogido en un rodete fijado con gel: dentro de todo, Olivia era linda. Pero lo primero que había notado Elsie era su ambición. Olivia tenía dos años menos que ella y era mucho más extrovertida. Le gustaba tocarles el brazo, la espalda, o el hombro a los demás mientras hablaba, ya fueran pacientes, médicos, enfermeras u otras auxiliares de enfermería. Aparentemente, eso no le molestaba a nadie. Muy pronto no solo contaban con que ella los tocara y se alegraban de que lo hiciera, sino que lo deseaban fervientemente. Olivia era una de las auxiliares de enfermería con título más requeridas de la agencia de North Miami donde trabajaban las dos. Gracias a su dominio casi perfecto del inglés de manual, a menudo le asignaban los pacientes más ricos y menos conflictivos.

Elsie y Olivia se habían conocido en un curso de actualización de una semana para cuidadores domiciliarios y, hacia el final del curso, se habían ido acercando la una a la otra. Cuando se daba la posibilidad, le pedían a la agencia que les asignara los mismos hogares, donde cuidaban principalmente a pacientes ancianos postrados. Por las noches, cuando sus protegidos ya estaban bien medicados y dormidos, ellas se quedaban despiertas charlando en voz baja, juzgando y condenando a los hijos y nietos de sus pacientes, cuyas imágenes aparecían enmarcadas cerca de los frascos de remedios, sobre las mesas de luz, pero cuyas voces casi nunca oían por teléfono y cuyas caras casi nunca veían en persona.

A la mañana siguiente, Elsie ayudó a Gaspard a cambiarse el pijama por la ropa de gimnasia gris que usaba durante el día. Hubiese querido que él la dejara ayudarlo a dar una vuelta por los cuidados jardines del complejo, o que por lo menos le permitiese llevarlo a pasear en su silla de ruedas, pero él claramente prefería quedarse en casa, en la cama. Como todas las mañanas de los últimos días, susurró:

—Elsie, mi flor, creo que hasta aquí llegué.

Si comparaba con algunas mañanas en las que Gaspard descansaba incluso mientras hacía gárgaras, hoy lo veía relativamente estable. Sin embargo, se le estaba hinchando la cara, con lo cual los rasgos se le fundían de tal manera que la cabeza se empezaba a parecer a la de un bebé.

—¿Dónde está Nana? —preguntó, usando el sobrenombre con el que se refería a su hija.

Mona dormía en su antigua habitación, que tenía las paredes cubiertas con pósteres de cantantes y actores a los que ya no seguía nadie o que habían muerto hacía tiempo. Elsie sabía poco sobre ella, excepto que vivía en Nueva York, donde trabajaba en una empresa de productos de belleza para la que diseñaba etiquetas de jabones, cremas faciales y lociones que colmaban todos los estantes de todos los botiquines de los tres baños de la casa del padre. Mona era soltera y no tenía hijos, y había sido reina de belleza en algún momento, a juzgar por las fotos que había por toda la casa, en las que llevaba vestidos de noche con lentejuelas y bikinis, y bandas atravesadas sobre el pecho. En una de las fotos, era Miss Haití-Estados Unidos, significara lo que significase ese título.

Gaspard le había contado a Elsie que, algunos años antes, su esposa, la madre de Mona, se había divorciado de él y se había ido a vivir a Canadá, donde tenía parientes. Elsie sospechaba que Gaspard había compartido con ella esa confidencia para explicar por qué no tenía una esposa que ayudara a cuidarlo. Cuando su hija aparecía los viernes a la noche y se iba los sábados a la tarde, agregaba a menudo que Mona también tenía que visitar a la madre algunos de los fines de semana que no pasaba con él.

—No quiero que piense que Nana me abandona, como hacen tantos hijos que se olvidan de los padres que viven aquí —decía.

—Ahora ella está acá, mesye Gaspard —decía Elsie—. Eso es lo importante.

Salvo las de su hija, odiaba las visitas. No tenía pelos en la lengua cuando les decía a los que lo llamaban, especialmente clientes y contadores con los que había trabajado durante años como asesor fiscal y de servicios varios en su propio estudio, que no quería que ninguno lo viera así como estaba.

Por lo general, apenas Mona se despertaba, iba a la habitación de Gaspard. Para no cansarlo, no hablaban mucho, pero durante buena parte de la mañana ella se dedicaba a leer un libro o a mandar mensajes de texto con el celular.

Blaise llamó una vez más, a eso de la una de la tarde, en el momento en que Elsie preparaba una ensalada de palmitos y paltas que había pedido Gaspard. Antes se la preparaba su esposa, y él quería compartir ese plato con su hija, que esta vez se iba a quedar con él toda la semana.

—Creo que la lastimaron, Elsie —estaba diciendo Blaise. Hablaba de una forma embrollada y lenta, como si recién se despertara de un sueño profundo.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Elsie. Sin querer, deslizó el pulgar por el filo del cuchillo con el que estaba cortando los palmitos en rodajas. Se apretó el borde de la herida con los dientes; el sabor dulce de su propia sangre tardó en írsele de la lengua.

—No sé —dijo él— pero lo puedo sentir. Tú sabes que no se da por vencida así como así. Va a dar pelea.

La noche en que se conocieron Olivia y Blaise, Elsie la había llevado a ver Kajou, la banda de Blaise, que tocaba en el Dédé’s Night Club, en Little Haiti. El dueño del lugar era Luca Dédé, un haitiano que, al igual que Blaise, era del distrito norteño de Limbé. Luca Dédé, un amigo de la infancia de Blaise con mejor pasar, le había conseguido una visa para que fuese de gira por los clubes haitianos de Estados Unidos. Las presentaciones no habían funcionado y la carrera de Blaise nunca terminó de despegar, por eso de día tenía que aceptar los pocos trabajos en negro que le iban surgiendo.

Esa noche, Elsie se puso una blusa blanca lisa con una modesta falda negra hasta la rodilla, como si fuera a una oficina. Olivia se puso un vestido de cóctel con lentejuelas verdes que había comprado en una feria americana.

—Era lo más parecido que tenían a algo de fiesta —dijo Olivia cuando se encontró con Elsie en la entrada.

El club de Dédé no era un lugar muy de fiesta, sino una taberna de la colectividad con paredes de ladrillo a la vista y sillones viejos de cuero negro alrededor de las mesas dispersas frente a un escenario bajo que a veces también se usaba como pista de baile.

—No tenían, pero para esta noche yo quería un vestido rojo —agregó Olivia—. Quería fuego. Quería sangre.

—Necesitas un hombre —dijo Elsie.

—Correcto —dijo Olivia, y se inclinó hacia delante con sus tacos de diez centímetros para estamparle a Elsie un beso en la mejilla. Era la primera vez que Olivia la saludaba con un beso y no con uno de sus habituales toqueteos confianzudos. Habían salido a divertirse, lejos de su jaula cotidiana de enfermedad y muerte.

Varios hombres las miraron embobados esa noche, incluido Luca Dédé, que se la pasó acariciándose los espesos y nudosos mechones de la barba como si se estuviera calmando los nervios. A Dédé le estaban empezando a salir canas en una parte de la cabeza, cerca de la frente, lo que a cada rato atraía la atención de Elsie. Además, se dio cuenta de que él usaba casi siempre la misma ropa: camisa blanca y pantalones cortos color caqui.

Mientras se ocupaba del bar, como siempre, Dédé repartió guiños y tragos hacia donde estaban ellas hasta que le quedó claro que Olivia no tenía ningún interés en él. Olivia bailó con todos los hombres que se acercaron a la mesa y le tendieron la mano. Varios ponches de ron más tarde, durante el descanso de la banda y por un desafío de Elsie, Olivia subió al escenario, se paró junto a Blaise y, con afinación sorprendentemente perfecta, cantó el himno nacional haitiano. Recibió una ovación de pie. El público silbó y aulló, y Elsie no pudo evitar advertir que su esposo estaba entre los que festejaban con más fuerza.

—La voy a poner en la banda —gritó por el micrófono cuando Olivia se lo devolvió.

—Que sea la cantante principal —vociferó Dédé desde el bar—. Canta mejor que tú, mi amigo.

Elsie y Blaise se habían conocido con más tranquilidad en lo de Dédé cinco años antes. Elsie había ido al club con una vieja amiga de Haití, la directora de la agencia de auxiliares de enfermería que la había ayudado a conseguir la visa para entrar en Estados Unidos, la había aconsejado y orientado mientras preparaba los exámenes que le permitirían ejercer, la había contratado y la había alojado hasta que a Elsie le alcanzó el dinero para irse a vivir sola.

La primera vez que oyó cantar a Blaise con Kajou, no se llevó una buena impresión. Blaise maltrataba bastante su cuerpo, largo y flexible, arrastrándolo por todo el escenario; llevaba una de las camisas guayaberas y los pantalones sueltos que tanto le gustaban y cantaba una tras otra, junto con la banda, las mismas canciones de estilo efervescente, alentando a todo el mundo a levantar bien las manos. Más tarde le contó que había sido el aspecto indiferente, incluso desdeñoso, de Elsie lo que lo había atraído de ella.

—Parecías la única mujer del club a la que no podía conquistar —dijo mientras se acomodaba sobre la silla vacía que había junto a ella en el club de Dédé. Él nunca dejaba pasar un desafío.

—Conseguí un par de préstamos —anunció Blaise cuando la volvió a llamar otra vez, algunas horas más tarde. Tenía la voz quebrada y tartamudeaba, y Elsie se preguntó si había estado llorando—. Tengo cuatro mil quinientos —agregó—. ¿Piensas que aceptarán eso?

—¿Vas a mandar el dinero, así como así? —preguntó Elsie.

—Cuando tenga todo el dinero, lo voy a llevar yo mismo —dijo él.

—¿Y si te llevan a ti también? —Su propio grado de preocupación la impresionó. Se preguntó con egoísmo a quién llamarían si lo secuestraban a él. Al igual que Elsie, Blaise no tenía familia en Miami. Lo más cercano eran Dédé y los de la banda, que seguían enojados con él porque había disuelto el grupo por razones que se negaba a discutir con ella. Quizás por eso la había dejado por Olivia. Olivia habría insistido en saber qué había pasado exactamente con la banda y por qué. Quizás habría tratado de solucionarlo para que siguieran tocando juntos. Probablemente, Olivia creía, como Blaise, que él necesitaba dedicarle todo su tiempo a la música, que trabajar como guardacoches durante el día lo estaba demoliendo espiritualmente.

—¿Cómo sabes que no es una trampa para sacarte dinero? —preguntó Elsie.

—Algo anda mal —dijo él—. Nunca se iría tanto tiempo sin avisarme.

Poco después de que Olivia conociera a Blaise, también empezó a estirarse para darle un beso en la mejilla, como había hecho con Elsie. Al principio, Elsie no le prestó atención. Pero de vez en cuando, se los señalaba en tono de broma diciendo «Cuidado, sè m, que ese hombre es mío». Por su experiencia en el trabajo con personas débiles y enfermas, había aprendido que la enfermedad que se ignora es la que mata, así que hizo todo lo posible por que todo estuviese a la vista.

Cuando Blaise le pedía que invitara a Olivia a sus presentaciones, ella lo complacía porque disfrutaba de la compañía de Olivia fuera del trabajo. Y cuando él dejó la banda y no cantó más en lo de Dédé, los tres empezaron a salir a hacer las compras o a ver una película, e incluso a ir juntos a la misa del domingo por la mañana, en la Iglesia Católica de Notre Dame de Little Haiti. Pronto fueron como un trío de hermanos, y Olivia era la dosa, la última, nacida después de los mellizos; la hija que sobraba.

—Perdón por no haberte llamado en tanto tiempo. —Ahora, Blaise hablaba como si estuvieran conversando porque sí, con el tipo de charla indolente de alcoba que Elsie había disfrutado tanto durante sus cinco años de matrimonio—. No pensé que quisieras saber de mí.

No hablamos en más de seis meses, para ser precisos, pensó ella, pero dijo:

—Así son las cosas en los divorcios rápidos, ¿non?

Quería que él dijera algo más sobre Olivia. Era lento para administrar noticias. Le había llevado meses informarle a Elsie que la dejaba por ella. Habría sido más fácil de aceptar si él hubiese soltado todo de una vez. Entonces ella no habría dedicado tanto tiempo a repasar cada momento que habían pasado juntos los tres, ni a preguntarse si se habían guiñado el ojo a sus espaldas en misa o si se habían sonreído con malicia con ella recostada sobre el pasto entre los dos después de sus salidas de sábado para ir a verlo jugar al fútbol, con Dédé y algunos de sus otros amigos en Morningside Park.

—¿Alguna noticia? —preguntó ella, con la intención de acortar la charla.

—Me llamaron directamente. —Tragó con dificultad. Los oídos de Elsie se habían acostumbrado a esa especie de trago forzado luego de trabajar con Gaspard y con otras personas como él—. Vòlè yo. —Los ladrones.

—¿Cómo sonaban? —Quería saber todo lo que sabía él para formarse una imagen coherente en su propia cabeza, una sombra chinesca idéntica a la de él.

—Como chicos, muchachos jóvenes. No los grabé —dijo con fastidio.

—¿Les pediste hablar con ella?

—No me dejaron —dijo él.

—¿Insististe?

—¿No te parece que sí? Deciden ellos, sabes.

—Lo sé.

—Parece como si no lo supieras.

—Sí lo sé —concedió ella—. ¿Pero les dijiste que no les ibas a enviar dinero a menos que hablaras con ella? A lo mejor ya no la tienen. Tú mismo lo dijiste. Es de pelear. Podría haberse escapado.

—¿No crees que pediría hablar con mi propia mujer? —gritó él.

La manera en que escupió esto último la irritó. ¿Su mujer? ¿Su propia mujer? Nunca había sido el tipo de hombre que decía que una mujer era de él. Por lo menos no en voz alta. Quizás el fantasma de su carrera musical le hacía creer que cualquier mujer podía serlo. Tampoco le había gritado nunca a ella. Casi nunca se habían peleado; ninguno de los dos era de ventilar sus resentimientos e irritaciones ocultos. Lo odió por gritar. Los odió a los dos.

—Perdón —dijo él y se tranquilizó—. No hablaron mucho. Me dijeron que me pusiera a planificar el funeral si no les mandaba por lo menos diez mil mañana por la tarde.

En ese momento, Elsie oyó que la hija de Gaspard la llamaba desde la otra habitación:

—Elsie, ¿puedes venir, por favor? —La voz de Mona estaba cargada del cansancio permanente que sufren los que tienen seres queridos muy enfermos.

—Llámame después —le dijo a Blaise y colgó.

Cuando Elsie llegó a la habitación de Gaspard, Mona estaba sentada en el borde de la cama con el mismo libro que venía leyendo el último tiempo apoyado sobre el regazo. Lo había estado leyendo cuando Elsie se escabulló con la intención de llenar el lavavajilla con los platos del almuerzo pero terminó por atender el llamado de Blaise.

—Elsie —dijo Mona mientras su padre apretaba la cabeza contra las almohadas y la llevaba cada vez más atrás. Tenía los puños apretados en estoica agonía; los ojos, cerrados. La cara estaba transpirada y daba la impresión de haber estado tosiendo. Mona levantó la máscara de oxígeno, se la colocó a Gaspard sobre la nariz, y encendió el compresor, que había llegado esa mañana y que emitía un zumbido que a Elsie le hacía más difícil oír.

—Discúlpame, Elsie —le dijo Mona en creole—. No estoy aquí todo el tiempo. No sé cómo trabajas habitualmente, pero me preocupa mucho que pases tanto tiempo con el teléfono.

Elsie no le quería explicar por qué hablaba tanto por teléfono pero enseguida concluyó que tenía que decírselo. No solo porque pensaba que Mona tenía razón, que Gaspard merecía que le prestara más atención, sino también porque no tenía a nadie más a quien pedirle consejo. La única amiga en la que siempre había confiado, la que había estado con ella la noche en que conoció a Blaise, se había mudado a Atlanta. Así que les contó a Gaspard y a su hija por qué había estado atendiendo esas llamadas y por qué eran tan frecuentes, pero modificó algunos detalles cruciales. Como seguía avergonzada por los hechos concretos, les dijo que Olivia era su hermana y que Blaise era su cuñado.

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220 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9789874178619
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