Читать книгу: «Factbook. El libro de los hechos», страница 3

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Tampoco sé cómo hubiera sido mi vida sin drogas. Si el alcohol era el alma que ingería para habitar entre mis semejantes, era la marihuana el alma con la que me aislaba. También era una forma más de borrarme. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Hubo un tiempo y un discurso en el que eso se podía defender, en el que molaba esa actitud; o a lo mejor no era un tiempo sino una gente: hubo una vez gente que decía esas cosas. Que, además, decía molar. Reconozco haberlo hecho. Yo era de esa gente. Reconozco que esos tópicos sobre “ser diferente”, “salir de la masa” y “escapar de la rutina” han salido de mi boca. Me retuerzo de vergüenza si intento recordar alguna situación concreta en que lo hice. Y esa vergüenza se vuelve dolor agudo, pistola en la sien, si alguna escena de mí mismo diciendo algo similar a mi padre, rechazando sustituirle al frente de la papelería, rechazando el trabajo seguro, estable, que él me había preparado durante años, aparece en algún rincón benditamente oscuro de mi memoria. Supongo que por eso estoy aquí. Como si lo hubiera estado desde siempre. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto. No sé cómo puede vivir la gente sin ser culpable. No sé si esto tiene que ver con el catolicismo. Es un gran acierto, lo de la culpa, y el catolicismo; cómo no iba a triunfar un relato que dice que todos somos culpables, desde que nacemos, desde antes de nacer, y que somos culpables todo el tiempo, por todo lo que hacemos y por todo lo que no hacemos. Podría estar aquí, esperando para entrar en un absurdo frigorífico, lo mismo que podría estar en un monasterio, haciendo voto de silencio y de pobreza. Antes decía que este sitio me recordaba a un centro de desintoxicación, y por eso me puse a hablar de mis adicciones. Pero la verdad es que esto también podría parecerse a un monasterio, a un seminario: gente que quiere dejar el mundo, que quiere renunciar a todo, para entregarse a una fe, a Dios, al dios del frío. Esto sería una confesión. Este documento, que hace las veces de alma que será archivada esperando la resurrección de la carne, es la confesión diaria y pormenorizada de un seminarista, de aquel que ha visto la luz. Yo era ciego, y ahora veo. Podría estar confesándome eternamente, me faltarían vidas para confesarme. La culpa y la vergüenza, esos son los dos únicos idiomas con que me habla esta voz incesante. Solo paraba con las drogas. No sé por qué hablo en pasado, cuando basta que estire la mano para palpar la bolsa de marihuana que tengo aquí al lado, como una mascota fiel a la que se acaricia buscando consuelo o compañía.

No sé cuántos años tenía cuando empecé, y no importa, porque no se trata de años ni de historias. No hay causalidad con la marihuana, solo hay una nube, humo. Un joven, vale; yo, vale, Gustavo, sí, pongamos quince años o dieciséis años, qué más da. Salía de la casa de mis padres con mi camiseta negra de Iron Maiden o de Slayer y mis vaqueros ajustados y mi pelo largo y mis negras botas Converse pagadas por mi madre con un suspiro de admiración y de incomprensión al ver su precio, y salía con mi cara de asco por la cara de mi madre y por la cara de mi padre, y salía siempre con prisa por estar en esa casa que olía de una forma que yo no sabía todavía que olía porque era mi casa y uno solo descubre cómo huele una casa cuando ya no vive en ella, y salía de ahí, me alejaba de mi madre que no trabajaba, como no lo hacía ninguna de las madres de mis amigos, y se pasaba la mañana comprando y cocinando y limpiando, comprando para mí, cocinando para mí, y limpiando para mí, y siempre con la radio puesta; todo el tiempo sonaba la radio en aquella casa de opacas cortinas pesadas y muebles oscuros y seguramente mucho más caros de lo que yo pudiera imaginar, aunque yo entonces no tenía ni idea de muebles y creía no saber nada de dinero, porque no me importaba ni lo necesitaba. Y salía de aquella casa sin poder siquiera imaginarme cómo era yo visto por mi madre y por mi padre, cómo veían a su hijo que había tenido un año, y que había tenido tres años, y todos los años que tienen los niños cuando son todavía parte de sus padres, antes de ser unos extraños. Salía de aquella casa que se llenaba de suspiros y de miradas en silencio de mi padre a mi madre y de mi padre a mí, y de mi madre a la puerta que se cerraba detrás de mí. Yo salía de allí “egohólico” perdido, lleno de mí y de canciones que no tenían nada que ver con la radio que sonaba en mi casa, ni con los discos de Julio Iglesias en el mueble del salón junto al aparato de música enorme y de una calidad que ahora es impensable y ridícula, para reproducir aquellos discos de Julio Iglesias, de José Luis Perales, de Mocedades, discos que yo escuchaba seguramente cuando tenía cinco años, cuando no había colegio y ayudaba a mi madre a limpiar la casa o a doblar la ropa, cosas de las que no me acordaba cuando salía de mi casa, de las que no tenía que acordarme para nada, porque yo tenía que salir de aquella casa y recorrer las calles de Ávila como si con cada paso de mis Converse estuviera insultando a esa ciudad de mierda, como si cada mirada que algún vecino me dedicaba fuera un insulto que yo recibía agradecido, porque todos eran unos viejos y unos fachas de mierda en esas calles y yo era un genio, eso lo decían todos, “Gustavo es un genio”, y todos los profesores me tenían miedo, y eran una panda de estúpidos que no me llegaban ni a la suela de las Converse y ninguno de ellos había escuchado el último disco de Manowar, y todos vestían pantalones de tela, porque todavía no había llegado la época en España en que los adultos respetables podían llevar vaqueros, y ser adulto significaba llevar camisas bien planchadas y pantalones de tela y horribles zapatos de cuero negro, de polipiel marrón. Aunque todo eso lo pienso ahora, porque antes simplemente no existían, ni creo que me fijara en sus zapatos ni en sus pantalones, ni sabía lo que era la polipiel; porque simplemente no existían, estaban ahí, y eran un decorado inexplicable, que había estado desde siempre, desde que nací; y yo estaba demasiado absorto en mí mismo, en mi melena y mis ajustados vaqueros elásticos, como para ponerme a intentar pensar en el significado de todas esas cosas, en los rostros de todas esas personas cuya única misión en la vida era joderme de una u otra manera. Y entonces yo salía de mi casa y recibía como una caricia de odio todas esas miradas de los viejos de Ávila y cruzaba calles y salía por la Puerta de la Santa y hacía el Paseo Rastro y en el césped al pie de la muralla estaban David y Fernando, y el hermano mayor de Fernando siempre tenía hachís, y Fernando limaba un poco, con mucho cuidado, el talego de su hermano y nosotros nos fumábamos esas virutas miserables con la espalda apoyada en la muralla, mirando el horizonte y preguntándonos al principio de forma obsesiva, “¿te sube?”, “¿notas algo?”, hasta que alguno de nosotros empezaba a reírse como un idiota y ya no podíamos parar de reír y de verdad que, simplemente, no existía Ávila, ni existía España, ni existía nada más que esa risa.

Pero no es de eso de lo que quería hablar. Quiero decir que, si hay que hablar de mi alma, de la relación entre mi alma y la marihuana, o el hachís, el THC, en definitiva, lo importante no eran esas risas. Porque, si hay que hablar de la verdad de la marihuana, hay que hablar del silencio y no de las risas; de la soledad, y no de amigos cuyos rostros ya no soy capaz de recomponer. El ritual era siempre el mismo: yo en una habitación, la marihuana y la música. Y da igual el paso del tiempo, no importa que fuera mi habitación adolescente de Ávila o mi habitación del piso de estudiantes de Malasaña, o el piso de Rosa, o el apartamento que acabo de dejar atrás para siempre; y daba igual que sonara Pearl Jam o Jimmy Hendrix, la Velvet, Bowie, Joy Division o Godspeed you black emperor o Radiohead, daba igual, porque de lo que se trataba era de entrar en ese reino donde la música sonaba en lugares de mí mismo donde no podía sonar sin la ayuda de la marihuana, y era ahí, en ese reino, donde yo, esta voz, por fin desaparecía. Y cuando estaba así, perdido en los surcos abstractos y profundos que la droga abría en aquellos discos, siempre tenía mis visiones artísticas, porque yo era un genio, eso lo decía todo el mundo. Y la mayoría de las veces esas visiones eran grandiosas películas en las que podía resumir el sentido del tiempo y del universo todo; películas que nunca rodaría en las que el mundo en su totalidad y en su particularidad aparecía retratado de una forma magistral y única; y había leído Esculpir en el tiempo de Tarkovski unas doce veces y pensaba que yo era el agnóstico sucesor del ruso y que, antes o después, seguramente después, porque no había prisa, el mundo se daría cuenta de mi inmenso talento; y realmente no había ninguna prisa porque las visiones estaban ahí, yo las tenía, y eso ya me bastaba para sentirme satisfecho: podía vivir horas dentro de esa nube de autocomplacencia en una visión artística completamente vacía e inexistente que solo servía para decirme a mí mismo que era alguien con talento. Porque esa sensación de poseer todo que aparece cuando no tienes que intentar hacer nada, esa pureza en la que, sin crear nada, alcanzabas las inefables cimas de creación increada, eran una droga también y, aunque nunca rechazaba una fiesta ni una reunión social, en las que podía tomar otro tipo de sustancias, en realidad yo estaba siempre deseando llegar a mi casa y encerrarme en ese silencio musical donde flotaban las imágenes que yo pensaba que eran mi arte y que no eran más que un refugio donde me regodeaba en mi talento, donde disfrutaba de esos éxtasis artísticos inanes, estériles, que solían desembocar al final, cuando desaparecía el efecto de la marihuana, en una sensación de vacío inmensa. Y el vacío no era porque hubiera desaparecido el efecto de la droga, ni porque la música de repente empezara a sonar vulgar, plana; era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto.

Y, por eso, decía que no tiene mucho sentido recordar esas escenas costumbristas de Ávila y aquellos amigos. Y creo que, si ahora me he acordado de eso, tiene que ser por un rollo nostálgico que seguramente será un mecanismo de defensa, un instinto de supervivencia antes de que El Proceso termine con mi cadáver congelado. Y me pregunto también si todos mis compañeros, las otras trece personas que han cenado conmigo hace un rato, están, como yo ahora, escribiendo cosas de su pasado, recibiendo de repente recuerdos que creían perdidos para siempre. Porque todo eso que he contado no es más que pura y miserable nostalgia, y nada tiene que ver con mi alma, ni con nada que pueda explicar cómo soy, cómo he sido. Nada que pueda tener sentido leer en el caso de que realmente esto funcione y yo pueda volver a ver estas páginas dentro de muchos años.

6

–El caso de Factbook es mucho más complejo, desde luego.

–Sí, funcionaba así, más o menos. Pero era una red social rudimentaria, anticuada. Por ejemplo: no servía para ligar, ni para compartir aficiones, ni para presumir de cuerpo, de novia, de vida, de ropa, no sé, todas esas cosas para las que la gente usa su Facebook o su Instagram. Quiero decir, joder, que ni siquiera se podían subir fotos, imágenes, vídeos. Nada. Solamente se podía poner texto.

–Sí, perdone. Han sido muchos meses de trabajo con Factbook, una cantidad incontable de horas de lectura de esos mensajes. Noches de insomnio llenas de teorías absurdas. Trabajo más allá del trabajo. Un infierno.

–Pues no, la verdad es que todavía no sé exactamente para qué servía. Ahí está la cuestión. Quiero decir que, en realidad, para la gente que tiene mi edad, para los que crecimos sin internet y hemos visto aparecer y proliferar las redes sociales, entender de verdad el sentido de todas ellas es bastante complicado. Pero bueno, uno se ha ido acostumbrando a las redes normales, y las comprende, más o menos, ¿no? Yo me he pasado media vida fisgando en ellas, leyendo guasaps, tuits, estados de Facebook, de todo. Y ya no pensaba en qué sentido tenían esas redes. Lo había asumido.

–Pues eso, ya sabe. Que la gente está sola. Que la gente está sola y quieren sentirse parte de algo. Quieren compartir sus aficiones, sus opiniones políticas, vitales. Quieren mostrar al mundo lo que están comiendo, la música que están escuchando, el libro que están leyendo, lo guapos que son sus hijos, y todo eso. Lo había normalizado. Ya no pensaba en el formato, en el sentido general. Solamente buscaba lo que se me pedía en ese bosque de mensajes, y punto. Era mi trabajo.

–No. Con Factbook, todo el tiempo estaba pensando en el concepto, en qué quería esa gente, para qué servía. Y eso me fatigaba, me dejaba exhausto. Llegaba a mi casa y no podía dormir. No entendía nada. Y no entender agota. Hace que todo se tambalee. Quiero decir, tu propia vida. No es como lo de los ufólogos. Que fue una decepción, pero nos reímos, al final. Eran unos locos. Unos colgados, y nada más.

–Luego le cuento eso, si tenemos tiempo. Creo que le será de ayuda, para entender cómo trabajamos aquí. Un trabajo normal, quiero decir, no como lo de Factbook y el toro.

–Con Factbook era distinto, porque no entender a esa gente, no entender esos mensajes, no saber para qué se había creado, cómo crecía, por qué cada vez se unía más gente, qué beneficios obtenían…, eso era demasiado. No era solamente un fracaso laboral, ¿sabe? La cuestión es que me miraba a mí mismo de otra manera. Miraba a mi mujer, a mis hijos, de otra manera, no sé si me explico. Tampoco sé si eso le interesa a usted, si le servirá de algo en su investigación. Pero era así. El mundo se tambaleaba, todo parecía irse a la mierda. Y yo también. Mi mundo también, y no sé si era culpa de Factbook o de todo lo demás, pero así era.

–Sí, a todos, absolutamente a todos. Hubo una contratación masiva. Cientos de “analistas” se contrataron después del primer asesinato.

–Sí, el primero fue el Presidente del FMI.

–Y apareció esa pintada junto al cuerpo ahorcado, y todo el mundo empezó a preguntar qué era eso de Factbook¸ y nadie tenía ni idea, y la gente que se suponía que tenía que saberlo no lo sabía, y hubo muchas explicaciones tartamudas, y muchas excusas mal planteadas, y muchos gritos detrás de puertas inútilmente cerradas para que no escucháramos cómo nuestros jefes eran humillados por sus jefes, esos que nunca aparecían por aquí, y cuando aparecían todos nos callábamos y esperábamos a que estuvieran ya bien lejos para mirarnos de reojo y levantar las cejas y susurrar sus nombres, como adivinando, como si fueran seres que rara vez se manifestaban en el mundo de los mortales como nosotros.

–Sí, claro, la prioridad era encontrar la relación entre Factbook y los asesinatos de los toros de Osborne. El terrorismo era nuestro campo de investigación principal. Y todo se trató como una investigación terrorista desde el principio. Los de arriba estaban muy nerviosos. Querían resultados inmediatos, contundentes. Hacíamos jornadas infinitas, de doce, de quince horas.

–No. No. Ahora teníamos que leer todos los mensajes de Factbook. Todo lo que estuviera escrito en esa red era, en sí mismo, sospechoso. Y dependía de nosotros la clasificación de los mensajes, valorar la peligrosidad. Teníamos que elegir a determinados usuarios. Señalarlos, para que luego la policía los investigara. Era un trabajo agotador. A mí todos me parecían terroristas en potencia. Absolutamente todos. No entendía el sentido de lo que decían, no entendía por qué lo hacían, cuando sabían, debían saberlo, que estaban siendo vigilados. Cada una de las palabras que escribían me parecían susceptibles de encajar en el perfil de terrorista.

–No, nunca encontramos amenazas directas, ni referencias a reuniones, ni a armas, ni conexiones con los “sospechosos habituales” del anarquismo, de la agitación antisistema.

–Pues porque había algo en todas partes, en la misma esencia del hecho de que esa gente hubiera decidido ponerse a escribir esas cosas, sin ninguna razón, sin nombre, sin obtener ningún beneficio aparente. Gente que de repente decide que tiene que escribir solamente hechos, que se borra, que se borra a sí misma: su nombre, su imagen, sus deseos… No sé si me explico. Y la verdad, no sé si yo mismo lo entiendo. ¿Ve lo que le decía antes? Para mí, todos eran terroristas. Todos y cada uno de ellos. No los entendía. Pero eran peligrosos. Estaba claro que Factbook era peligroso. Creo que fue Vicente, sí, aquel, mire, la tercera fila, la mesa del pasillo, el pelo corto, canoso…, fue él quien me dijo esto: “cuando uno renuncia a su identidad, es un terrorista, será un terrorista, antes o después”.

–Sí, creo que era verdad. Me daba miedo leer todo lo que escribían. Debería haberme aburrido. Si esos millones de palabras que he leído en Factbook hubieran estado en otro contexto, seguro que me habría aburrido. Me habría muerto de aburrimiento, en serio. Pero terminaba mi jornada por las noches y estaba muerto de miedo.

–No exactamente. Quiero decir, que no era un miedo a represalias, a que fueran a por mí o a por nosotros. Era un miedo abstracto. Un miedo ante el mundo. Ante el hecho de saber que había miles de personas... El miedo era..., no sé, sin forma, como un miedo al futuro, al mundo en general, no sé. No caminaba hacia mi casa mirando en las esquinas, huyendo de las sombras, escuchando pasos a mi espalda. El miedo era imaginar a esa gente en sus casas, delante del ordenador, escribiendo esos textos planos, llenos de datos, en los que hacían una especie de limpieza, de depuración. Esas listas de objetos, de precios, de empresas, de nombres y apellidos. No sé si me está entendiendo. Miles de personas. Mirándose a sí mismas de otra manera. Mirándonos a todos de otra manera. Sin alma. Era como si no tuvieran alma. Como si les hubieran cambiado el alma por algo mucho más verdadero, más auténtico que lo que ellos pensaban que era el alma.

–Ya. Jaja. Ya veo. No me entiende. Lo sé. Es raro. Yo tampoco estoy seguro de entenderlo. Pero tenía miedo, en serio. Me acostaba y veía sus caras, delante del ordenador. No. Lo que me daba miedo era que me acostaba y no veía sus caras. Estaban vacíos. Y estaban llenos. Habían encontrado un dios, una especie de dios hueco y poderosísimo. Me acostaba e intentaba dormirme, pero estaba lleno de datos, de nombres, de todo lo que había leído. Intentaba dormirme, pero me sorprendía a mí mismo escribiendo estados mentales de Factbook. Llegó un punto en el que yo mismo me consideré un potencial terrorista.

–Sí, no es tan raro. Yo creo que, cuando hable con los demás, muchos le dirán lo mismo. Después de tantas horas, no es difícil acabar asumiendo su discurso. Hay que ser fuerte, hay que tener las cosas muy claras y saber de qué lado se está, saber quién eres y lo que quieres. Pero a veces acabas entendiéndolos, a los otros. Creo que es inevitable.

–No sé, tal vez es mejor que no ponga eso.

–No. En serio. Definitivamente. No lo ponga.

7

En el telediario de la noche hay una imagen de las Torres. Al principio no me doy cuenta de que son las Torres. Es una explanada de cemento, son unas puertas de vidrio que reflejan luces azules de coches patrulla. Son policías de uniforme y armas demasiado visibles y grandes como para ser usadas. Son armas para ser vistas, que parecen reclamadas por la arquitectura y por las cámaras.

Es una escena muda, que miro desde la mesa donde trabajo. Desde la noticia del primer ahorcado, tengo siempre la tele puesta, sin volumen. Vivo levantando la cabeza a cada rato con la esperanza de volver a ver un toro de Osborne, la noticia de otro ahorcado. Corrijo un trabajo, levanto la cabeza, veo a un futbolista o a un político moviendo los labios ante un micrófono y vuelvo la vista a los papeles, a la decepción y la derrota. Pero hoy, esa imagen de policías armados frente a las Torres enciende algo parecido a la esperanza.

El apartamento tiene un dormitorio, un baño, un salón y una cocina. Es un noveno. Cuando me mudé aquí, esa altura me hacía sentirme extraña. Me asomaba a la ventana y me dejaba anular por esa perspectiva cenital, inhumana, tan distinta de la mi antiguo balcón, minúsculo, de Malasaña; era un segundo piso, era una altura de vecinos, de tírame las llaves, de reconocer a la gente que pasaba por debajo.

Me mudé sola, aquí, antes de que viniera Gustavo. Me quedaba por las noches en la ventana del salón desde la que se veían las obras de las Torres: las enormes grúas como animales prehistóricos envueltos en niebla, en luces amarillas proyectadas por focos descomunales, bélicos, antiaéreos.

La silueta de las torres en construcción era una indeterminación entre un proyecto y una ruina. Parecía que hubieran estado allí desde hace milenios, que fueran los restos de una civilización extinta y llena de misterios e injusticias, de esclavitud y sacrificios. Las recuerdo casi siempre borradas por la niebla, con una nube permanentemente abrazada a sus cimas, convirtiéndolas en un relato sin progreso, como si la verticalidad detenida equivaliera a una horizontalidad sin límites, sin marcas, un desierto poblado de espejismos.

Al principio, cuando Gustavo se mudó a este apartamento, nos defendíamos de la extrañeza de estar viviendo juntos a través de la ironía. Éramos conscientes de todo lo que hacíamos, de la manera en que cada uno de nuestros actos era parte de un modo de vida en el que no queríamos entrar sin dejar una muestra de distancia. Hacíamos la cena y comentábamos el hecho social de ser una pareja adulta “normal” preparando la cena. Nos veíamos encajar en el sistema, y el truco de vernos desde fuera, y de hacer bromas al respecto, nos aliviaba de algo que seguía estando en el silencio, en el ruido del microondas al girar. Cuando decíamos “normal” nos referíamos a los matrimonios heterosexuales, a las familias como las que salen en la televisión.

Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.

Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos.

Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos. Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.

Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Emergencia Presupuestaria que reducía un 30% el sueldo de los profesores de la Educación Pública.

Era la época de las comidas rápidas frente a la tele, con una abundancia de datos incomprensibles, imposibles de asimilar. Era la manifestación de un mundo desconocido, que había estado siempre ahí, oculto, y que ahora mostraba su lenguaje extraño, urgente, que producía miles de mensajes que no podíamos interpretar. Todavía no tenía nada que ver con nosotros: eran cosas que afectaban a inversores, a banqueros. Era como si comentáramos el argumento de una serie que todo el mundo estaba viendo y de la que cada uno tenía su opinión, su propia teoría torpemente armada sobre un argumento incompleto, plagado de elipsis. Todo el mundo la comentaba, en Facebook, en Twitter, en la Sala de Profesores.

Me fijo en los uniformes de los policías, que no miran a la cámara: sus boinas, sus chalecos antibalas. El deseo de que algo pase, de que algo haya pasado, está en esa seriedad, en el peso y el calibre de las balas que no pueden verse dentro de los cargadores. Alargo el brazo, cojo el mando a distancia para subir el volumen y, en ese momento, el plano se abre y se muestra claramente la imagen completa de las Torres. Escucho al presentador decir “la torre PricewaterhouseCoopers”. Dice “amenaza de bomba” mientras su fachada de vidrio llena de cielo y de nubes ocupa el televisor. Me levanto y miro por la ventana. Veo las Torres al otro lado de la M-30. Cepsa, PricewaterhouseCoopers, Bankia, Fertiberia, Volkswagen, OHL, Villar Mir.

Pienso en todas las decisiones, en todos los delitos cometidos en esos despachos, en las inhumanas cifras de dinero que, ahí dentro, han sido robadas, expoliadas, desviadas. Pienso en la ingenuidad de haber pensado en la posibilidad de que la policía estuviera ahí para detener, investigar, registrar en busca de pruebas y culpables. Pienso en el sintagma “servicio público”, en el lema “defender a la población”, en la idea de “justicia”. Están ahí, dentro de mí, forman parte de mi nombre. Son errores de interpretación asumidos en la infancia, que siempre han de ser desmentidos, una y otra vez. Ese es su poder. Que todas y cada una de las veces hay que volver a empezar, señalar el error, explicar el desajuste entre lo escrito y la realidad.

Vuelvo a mirar al televisor. Ahí es donde aprendí “justicia”, “democracia”. En la imagen editada y ordenada del telediario me explican que la policía no está ahí para detener a nadie de dentro de la torre. Dicen “terroristas”, dicen “amenaza”. Miro por la ventana: las torres reales, las cuatro torres, el último rayo de sol reflejándose en una fila de ventanas de la primera torre. Es un incendio extraño, que veo todos los atardeceres. El sol haciendo arder la torre solamente para mí, regalándome un telediario sin palabras ni explicaciones. La voz del presentador no habla de muertos. Solo dice “amenaza”, “desalojo”, “mundo de las finanzas”, “efecto en la Bolsa”.

Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía, superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Me imaginaba ahí dentro, recorriendo pasillos, cruzándome con gente que hablaba en idiomas incomprensibles y señalaban hacia arriba, intentando hacerse entender mediante gestos absurdos.

Era la época en que los domingos teníamos resaca, todavía. Nos pasábamos la tarde en el sofá. Veíamos películas de catástrofes. Una enorme roca aparece en el cielo, en dirección a la Tierra. Se hacen cálculos. Hay rostros de preocupación. Hay planos en que se ve la Tierra desde el espacio, desde la perspectiva de la Gran Roca que navega, ciega, inhumana, silenciosa y amenazante, envuelta en fuego. Esa Gran Roca, sin pensamiento ni conciencia, el puro azar del universo que, de repente, aparece como un punto, como una serie de datos, en un observatorio. Teníamos una resaca lánguida y agradable. Hacíamos el amor en el sofá, de forma perezosa, mientras la Roca avanzaba en la tele.

Las ciudades amenazadas por el cometa son prósperas. Hay niños sanos en los parques, y democracia, y centros comerciales; hay familias que tienen los problemas que, en las películas, siempre tienen las familias. Son gente como nosotros, con sus divorcios y sus trabajos y sus hijos adolescentes, ariscos y egoístas. La Gran Roca no conoce nada de eso. La Gran Roca solamente avanza, sin que nada ni nadie la guíe.

Veíamos el telediario mientras comíamos. Nos mostraban imágenes de Estados Unidos. Gente que no podía pagar sus hipotecas, que habían ido subiendo hasta que la cifra superaba el umbral de lo humano: gente en paro, gente sin dinero que perdía sus casas, que se iba quedando descolgada. Bancos en quiebra. Grandes rascacielos, edificios de cristal y de acero y ejecutivos vestidos de ejecutivos.

Gustavo tenía que dejar su piso compartido en Malasaña y se vino al mío. Yo le dije que se viniera. Y él dijo: “Vale”. Fue la época de la dispersión, de los amigos casándose, teniendo hijos. La época en que ya nunca ensayábamos ni tocábamos.

Firmé un Change.org pidiendo que se anulara el Real Decreto de Libertad de Formación y Empleo Juvenil que permitía que se prolongara de forma indefinida el trabajo sin salario, a cambio de formación.

Al principio de la película, unos pequeños fragmentos del cometa caen en las ciudades, derriban rascacielos, los dejan envueltos en llamas, en humo. Nos gustaba ver cómo ardía todo, siempre en los primeros minutos del metraje. Si alguno estaba en la cocina, o en el baño, nos gritábamos: “corre, ven, que va a caer la primera roca”. Veíamos cómo caían sobre San Francisco, sobre Nueva York; nos fascinaban las explosiones.

Comíamos viendo el telediario. Gustavo comía, yo hablaba sin parar. Le explicaba qué era la Burbuja. Le contaba el cuento de la Burbuja. Cómo todo el mundo había ganado dinero inventando una historia en la que las casas eran muy caras, pero no pasaba nada porque los préstamos eran muy baratos y eran para todos. Y tenía que explicarle quiénes fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher y José María Aznar, y lo que significaba la desregulación. Y tenía que contarle que en ese cuento los malos eran los enemigos de la Patria y de la Libertad que intentaban regular esas burbujas, impedir que los bancos hicieran esa magia. Y que los buenos eran los bancos porque daban dinero a todo el mundo, y lo de menos eran las comisiones y las bonificaciones que ganaban cada vez que sonaba la campanita mágica por la que un nuevo millón de dólares se creaba de la nada. Y lo de menos eran los yates y las islas privadas que se compraban con el dinero de esas comisiones y esas bonificaciones, que era el único dinero de verdad. Porque la campanita mágica creaba deuda, solamente deuda, y no dinero. Pero las comisiones y los bonos, los yates y los Ferraris y las islas llenas de palmeras sí eran de verdad. Y yo le tenía que explicar todo esto a Gustavo, que estaba en pijama, que escribía con desgana guiones sobre adolescentes enamorados, que lo sabía todo sobre el arte y sobre la literatura y sobre el cine y sobre la música, pero que no sabía nada del dinero, que pensaba que el dinero era algo natural, como las nubes y la hierba que fumaba.

399
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342 стр. 4 иллюстрации
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9788415934745
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