Читать книгу: «Factbook. El libro de los hechos», страница 2

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–A ver, en realidad, si queremos una definición no burocrática de nuestro trabajo, podría decirse que lo que hacemos en realidad es inventar historias. Los llamamos “informes”, pero son historias, trabajamos como novelistas.

–Sí, bueno, eso es cierto, trabajamos con hechos. Intentamos dar sentido a unos hechos. Pero si queremos ser precisos, no convencionales, y para eso estamos ahora aquí, ¿no es así?, parece que trabajamos con hechos, pero trabajamos con datos, con palabras. Con palabras tratadas como datos.

–Esa es una buena pregunta. Aquí, uno se plantea esa diferencia: qué es un hecho, qué es un dato, qué es un símbolo. El toro de Osborne, por ejemplo, la prioridad absoluta que se nos ha marcado ahora. Qué es ese toro. Todos los mensajes alrededor de ese toro, todas las conversaciones, todos los comentarios que ese toro ha generado. En ese mundo de palabras trabajamos. En las palabras y en los silencios.

–Sí, sí, también los silencios. También evaluamos los silencios que rodean a las palabras. Hay casillas para esos silencios, hay categorías. Luego le enseñaré alguno de los modelos.

–Pero lo importante, creo, es que, en realidad, no sabemos si estamos inventando lo que escribimos, esos informes. Es curiosa la palabra informe, su ambigüedad, su polisemia. Algo que no tiene forma, cuando lo que hacemos es buscarla a toda costa. A veces soñamos con la forma definitiva. Es algo que nos pasa a todos. Los millones de palabras que han pasado de la pantalla a nuestros ojos a lo largo del día se organizan mientras dormimos y construyen una catedral del sentido, en la que todo encaja sin fisuras.

–Sí, bueno, perdone por la metáfora. La catedral, así la llamo yo, tal vez otros compañeros usen otra metáfora. Pero todos le podrán contar algo similar. Una metáfora que se refiera a la forma. En cualquier caso, nos despertamos entonces con esa sensación de revelación y de plenitud que dura buena parte de la mañana. Puede saberse, por las mañanas, cuando nos cruzamos en la máquina de café, quién ha tenido El Sueño, porque todavía tiene ese gesto de desconcierto, todavía queda en sus ojos un rastro de desorientación: es una mirada que no termina de ubicar bien las distancias, la medida de las cosas, que mira sin ver lo que tiene delante. Una mirada monosilábica, en la que la decepción se va instalando en forma de nube de silencio, que dura varias horas.

–Sí, justo en eso trabajamos. Leemos miles de teorías conspiranoicas a lo largo de nuestra vida laboral. Los conspiranoicos a los que espiamos tienen esa misma mirada, estamos seguros.

–¿He dicho espiar? Borre eso, por favor. Quería decir observar, proteger

–Sí, claro, sin duda. También nosotros usamos el pensamiento conspiranoico: seguimos palabras clave, ordenamos señales convencidos de que ahí fuera están conspirando contra el Sistema, están preparando atentados, revoluciones. La esencia de nuestro trabajo es la paranoia y la conspiración.

–No. Con los del toro de Osborne y con Factbook nunca llegué a tener nada realmente claro. Sí que tuve sueños. Pero nunca El Sueño.

–Porque no encontré en ningún momento las típicas características del pensamiento conspiranoico mientras leía sus mensajes. Había todo el tiempo un bloqueo, una especie de vacío que hacía que los datos permanecieran solo como datos. Se negaban a ser ordenados. No eran conspiranoicos. Eran totalmente distintos a todos los que habíamos investigado antes.

–Sí, absolutamente. Todos son sospechosos. El mundo está lleno de potenciales terroristas, enemigos que tal vez todavía no saben que lo son. Tenemos que anticiparnos. A veces creo que somos nosotros quienes los creamos, los que les damos el empujón que necesitaban para pasar a la acción. Y un día despiertan con la policía en su casa y fingen no saber lo que está pasando.

–Yo creo que no. Estoy casi seguro de que hay quien no lo sabe. Por eso decía que no los espiamos, los protegemos.

–Sí, de ellos mismos, en cierto modo.

–No, no es cinismo. Lo creo sinceramente.

4

La pintada está hecha con plantilla, con pintura blanca. Hay que mirarla muy bien para darse cuenta de que no pone “Facebook”. Hay que corregir continuamente el ojo, o el pensamiento, para leer “Factbook” y no “Facebook”.

Mi cuerpo en el sofá cambia de color según la luz que el televisor proyecta sobre la cámara oscura del salón. El color de la noticia del asesinato del Presidente de la Confederación de Empresarios es amarillo como los campos amarillos en los que pasta el toro de Osborne.

La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo.

El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores.

No encender la luz, dejar que entre la noche, sentirse caer en el tiempo, como un abrazo de algo mucho más grande y ajeno, que no nos mira, ni nos habla, ni tiene relato que contarnos.

Manuel Loscano ha publicado en su muro de Facebook una foto en la que se ve a los policías en la parte de atrás del toro de Osborne. No se ve la silueta del toro. Se ven los uniformes, y las vigas metálicas. Sobre la foto ha escrito: “otra salvajada, nadie merece esto, sea quien sea”. Leo sus palabras y las imagino con esa voz impostada que usa cuando habla, para todos y para nadie, en la sala de profesores. Me imagino mañana, escuchándole repetir esas palabras. Me imagino mirándole fijamente a los ojos, diciendo que sí; que sí se lo merece, que he sido yo, yo he ahorcado al hijo de puta, y que espero que sigan cayendo, uno tras otro. Me avergüenzo de mi ensoñación, me avergüenzo tanto de pensar que lo digo, como de saber que no voy a decirlo, como de saber que no voy a ser yo quien ahorque al siguiente hijo de puta. No le doy a megusta.

Estoy en el sofá, tumbada, con la tablet sobre las rodillas dobladas. Mi mirada pasa de la pantalla del televisor a la de la tablet. Escucho la voz del presentador sin levantar la mirada, dejando que me traspase. Todo lo que hay y no hay en esa voz, en su autoridad cercana y calculadamente tolerante, didáctica. El cansancio de interpretar todas las voces que han intervenido hasta llegar al relato definitivo, de interpretar los silencios que hay debajo de cada palabra de las que el presentador está leyendo con esa voz que no hace falta mirar, que está dentro de cada uno de nosotros.

Irene Irene ha publicado otra foto desde la perspectiva opuesta, con la silueta del toro de Osborne como protagonista, la pintada de Factbook y la imagen de los policías debajo. Irene ha escrito, sobre esa imagen: “Al final perderemos nosotros. Aunque caigan dos o tres de ellos, el sistema sigue intacto. Mal.” No puedo ponerle cara a Irene Irene. Su foto de perfil es una margarita blanca, fotografiada con macro, sobre fondo verde desenfocado. Su Facebook está lleno de enlaces a noticias de homeopatía, de teorías conspiranoicas sobre frutas que curan el cáncer y que las multinacionales farmacéuticas ocultan para enriquecerse. Eso hace que me crea mejor que ella, más inteligente. Pensarme superior a ella por esas cosas me hace avergonzarme de ser yo. Me gustaría ponerle un comentario que dijera: “el sistema sigue intacto, pero ese hijo de puta está ahora en el infierno”. No pongo ningún comentario. No le doy a megusta.

Las declaraciones de la Presidenta del Gobierno de fondo. “Unidad ante el terror”. “Firmeza de la Democracia”. “Todos los medios”. “Perseguir incansablemente”. “La Justicia”. El puño cerrado sobre el atril. Los golpes del puño, estudiados, sobreactuados.

“Fatbuk, fakbuk, fakatabuk, fac-t-buk”

Manifestaciones de repulsa. Miembros de todas las Confederaciones Regionales de Empresarios guardando minutos de silencio. Trajes y corbatas y miradas al frente y al suelo, llenas de miedo, de ignorancia. No les va a tocar a ellos. Eso ha pasado, también fuera de la pantalla, aunque haya sido solo para esto, para que esa imagen del grupo de empresarios pudiera estar esta noche en los telediarios con música emocionante de fondo. La extrañeza de saber que ha sucedido fuera de la tele, que todas esas personas se han reunido y han estado un minuto, sesenta segundos, en silencio, mirando el suelo, fijándose en las colillas pisadas que muestran el algodón del filtro como una muñeca rajada a la que se le sale el relleno. Pensar que ha ocurrido de verdad, sentir sus respiraciones.

Abismoentrando ha publicado la imagen de un ahorcado de los del juego infantil de adivinar palabras. El esquemático muñeco hecho con seis líneas y una cabeza colgando de una horca dibujada con tres simples líneas. Abismoentrando se puso como foto de perfil, desde el primer ahorcamiento, el del Presidente del FMI, una soga con el lazo corredizo. Sé que el nombre que hay debajo de Abismoentrando es el de Julio Segura. Ha escrito lo siguiente: “La muerte por ahorcamiento ha sido usada como método de ajusticiamiento desde la antigua Mesopotamia. Todavía hoy es legal en muchos estados de EEUU. En algunos países asiáticos y de Oriente Medio algunos condenados a muerte son ahorcados. Sadam Hussein fue condenado a morir ahorcado. Su ahorcamiento fue una fiesta popular contra el dictador. El vídeo del ahorcamiento de Saddam tuvo en youtube cientos de miles de visitas. El ahorcamiento como método de ejecución añade un valor de humillación a la persona ahorcada, por eso se reserva para ciertos delitos especialmente reprobables por una sociedad; otras veces el ahorcamiento tiene un valor de advertencia, de acto ejemplarizante, sobre todo si se deja el cadáver expuesto a las miradas o actos de venganza post mortem, como ocurrió con el cadáver colgado de Benito Mussolini.” Le doy a megusta. Me siento observada mientras mi número se suma al de los otros cuatro megustas y pasa a cinco. La paranoia del Gran Ojo barriendo toda la Red, registrando mi megusta. Veo a Julio midiendo sus palabras, eligiendo su texto con cuidado para que no sea considerado apología del terrorismo. Siento el miedo en todos los megustas y en todos los megustas ausentes, en todos los comentarios, una gran ola de miedo y de silencio en la Red.

“Unánime condena”

Mientras leo las palabras de Abismoentrando, el rostro que imagino es el de sus veintipocos años. Aunque alguna vez he visto en Facebook fotos recientes, de Julio con sus cuarenta y cinco años, esas imágenes desaparecen debajo de la que hay en mí de un Julio veinteañero. Leo a Julio desde esa distancia, como si su Facebook fuera un conducto hacia el pasado, una isla temporal. Me gusta que siga usando como nick el nombre de nuestro grupo: lo mantiene vivo, me recuerda que aquello fue real, pasó de verdad. Y me da también un poco de asco que siga usando como nick el nombre de aquel grupo. Como si todo lo que ha pasado en estos veinte años hubiera sido, de alguna manera difícil de confesar, insignificante.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley Mordaza.

El presentador habla de una caída de siete puntos. Hay una imagen de la bolsa de Madrid. Las pantallas verticales con las columnas de las empresas del IBEX y la pantalla horizontal con la cinta continua de letras y números luminosos pasando por encima de esas cabezas, de esos trajes de espaldas. Todos mirando hacia arriba, hacia esas pantallas encajadas entre arcos y vidrieras de templo donde se manifiesta la voluntad superior de Los Mercados. Siento una absurda alegría por el desplome de la Bolsa. Pienso que han acusado el golpe. Que ha sido certero.

Imagino a toda la gente que no está viendo el telediario. El país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Es una imagen oscura y borrosa, el mundo más allá de la Clase Media: radios emitiendo en árabe, en francés, en rumano; casas llenas de colchones, rostros sin forma saliendo de la noche, buscando comida en los contenedores, las colas de los comedores sociales, pisos ocupados, sin luz ni agua, con las persianas bajadas. Barrios enteros de gente que no lo está viendo, que no se ha enterado de este asesinato ni del anterior; gente que no se parece a nadie que conozcamos, cuyas miradas no tienen sentido. Lo imagino y sé que es mentira, que es así como debo imaginarlo según el telediario; ese es su papel en la serie: lo desconocido y amenazante, oscuro, ininteligible.

Anita Arreche no ha puesto ninguna imagen, ningún enlace a la noticia. No hay toro de Osborne. Solamente este texto: “El fin no justifica los medios. La violencia solamente engendra más violencia. Yo, hoy, no me acuerdo de sus palabras o de sus actos. Solamente puedo pensar en su mujer, en sus hijos, en esa familia rota. Creo que la única palabra que se puede decir hoy es SALVAJADA.” Veo la foto de perfil de mi hermana: su hijo Miguel, mi sobrino Miguel, de espaldas, con el pelo rubio de niño de tres años sobre el pecho de su madre, a la que tampoco se le ve la cara. Una foto de perfil sin perfiles, sin rostros, pura maternidad cautelosa y celosa de su intimidad pública. Escucho también la voz de mi hermana al leer sus palabras. Esa seguridad irritante, esa falta total de duda nacida desde el núcleo de la maternidad y la familia, desde los editoriales de los periódicos nacionales. Veo el rostro oculto de Miguel, el salvaje. Lo imagino jugando con sus muñecos, poniéndolos sobre una alfombra, decapitándolos gozosamente. Pienso en la palabra “salvajada” y pienso en niños. No le doy a megusta. No hago ningún comentario. Siento cómo la ausencia de mi megusta se instala en el rostro de mi hermana ante su ordenador. La imagino juzgándome, confirmando sospechas, odiándome sin esfuerzo, con la inercia de un sentimiento ejercitado a lo largo de los años, como un tic totalmente asimilado y llevado con orgullo. Hay una satisfacción inevitable en ser juzgada. La confirmación de una existencia, la limosna que cae sobre una mano extendida casi sin querer.

Imagino niños. Niños durmiendo ya, ajenos al telediario, al mundo en el que habitamos todos los telediarioespectadores. Un mundo oscuro e incomprensible. Niños ricos y niños pobres, durmiendo ahora, habitando otra realidad, siempre. De pequeña hicimos un informativo en el instituto. Yo hacía de presentadora. Lo hacíamos en inglés. Las noticias eran de risa, absurdas. No veíamos el telediario. No sé a qué edad empecé a verlo, pero ya antes fui presentadora de uno, delante de toda la clase, que se reía de mis chistes, escritos en inglés.

“No detendrán el Progreso. Seguiremos trabajando por España y por el Empleo.”

El THC empieza a abrazarme por dentro, al principio con esa sensación de culpa y de remordimiento, que también he aprendido a disfrutar. El placer morboso de la derrota.

Firmé un Change.org pidiendo la legalización de la venta de marihuana.

Desde la ventana, Madrid está callada, como siempre a esta hora, vuelta hacia dentro, hacia los sofás y los pijamas. Es la hora del Prime Time. Los carriles de la M30 son demasiado grandes y demasiado negros. Siempre hay más vecinos que fuman en las ventanas a esta hora, dando la espalda a sus familias, encerrados en la insignificancia del cielo nocturno de las grandes ciudades, sin nada concreto que mirar. Están pensando en la reacción de Los Mercados, en la posible venganza; están rezando para que no caiga sobre su sueldo, sobre su empleo o su hipoteca. Pueden pasar demasiadas cosas y todas malas: la prima de riesgo, subida del Euribor, reducciones de plantilla, deslocalizaciones. Están pensando en divorcios y en coches nuevos.

Hay siempre un extraño resplandor hacia el oeste. Desde donde debería comenzar el apocalipsis, donde debería haber caído un meteorito; o tal vez es un resplandor de hordas con antorchas y barricadas de calles ardiendo. Imagino la M30 llena de coches en huida hacia algún sitio, buscando una salvación imposible. La calle tomada por la gente, todas las casas vacías, el presentador del telediario hablando para nadie, un millón de salones huecos, de sofás vacíos, con la voz del presentador en medio del silencio, mientras abajo toda la ciudad ha salido a hacer una revolución definitiva.

Había una canción sobre eso: “La revolution ne será pas televisée”. Me gustaba. La gritaba, como si yo fuera la canción. Todavía puedo sentir una brasa de vergüenza ante la imagen de mí misma gritando esa canción.

La hora del Prime Time era el tiempo que antes compartía con Gustavo. Era la hora de estar juntos en silencio. Es la hora en que las parejas se sientan en un sofá y comparten la misma serie, la misma película, el mismo concurso. Es un tiempo sagrado, al final de la jornada, para olvidar todo lo que se ha hecho y todo lo que no se ha hecho. Estábamos unidos por la pantalla, consensuábamos la serie o la película, huyendo de la vulgaridad de la programación establecida para gente siempre casi analfabeta. Elegíamos con un gusto exquisito y cosmopolita, que luego publicábamos en Facebook.

También entonces hablaba sola, pero de una manera distinta, como si la voz entre comillas estuviera mucho más lejos, al fondo de muchos kilómetros de pasillo.

Sé que hay bares ahí fuera, como en otra dimensión, inaccesible en el tiempo.

Estoy en mi tiempo de ocio. Madrid entera está descansando, encerrada detrás de las ventanas. España entera es ahora un sofá y un televisor encendido. El tiempo de ocio, el merecido descanso, los pies en alto, liberados de la tiranía de los zapatos, de los tacones, de las medias; la sangre volviendo a circular, la sangre otra vez nuestra y no de ellos.

El Prime Time vuelve a llegar todas las noches, aunque Gustavo ya no esté. Y esas dos horas entre el Telediario y la cama son un fantasma que dilata el tiempo. Podría hacer todas las cosas que nunca hice.

La película que empieza ya la he visto, más de una vez.

Hay un millón de artículos por leer, hay una imagen de mí leyendo esos artículos y siendo una intelectual, terminando la tesis, dando charlas, siendo respetada y admirada. Hay una imagen de mí como esas personas que parecen seguras de lo que hacen y lo que piensan y del lugar que ocupan en el mundo, que están en el centro del mundo.

Hay una imagen de mí que quita la película y se pone seriamente a trabajar en su tesis. Hay otra imagen de mí que sale a la calle y se pone a celebrar el asesinato, que llama a todos los amigos con los que no hablo desde hace años; que escribe todo lo que piensa en Facebook, invitando a la gente a que salga a las calles a celebrar, a quemarlo todo, a bailar sobre la tumba de todos nuestros enemigos.

Compruebo que está activado el despertador. Las 6.30. Calculo el tiempo que me queda hasta que esos números se conviertan en estruendo urgente, en sobresalto. Hundo la cabeza en el sofá, como si me lo mereciera por mirar la hora del despertador y por saber que me he ganado descansar unas horas para poder ser mañana otra vez la profesora que he de ser.

5

La cena se servirá a las 20:30 en el Comedor es lo que decía la hoja, lo que pienso al mirar el reloj. Las mesas ya están dispuestas, mis compañeros ya están sentados. Hay diez mesas, ocho pequeñas con un solo cubierto y una sola persona. Dos mesas grandes, redondas, con capacidad para al menos ocho personas, sobre cuya superficie se han distribuido tres cubiertos a una distancia máxima y perfecta. Como me fumé un porro antes de bajar, estoy parado en la entrada del comedor, dentro de la escafandra de mi ebriedad. Todas las mesas están ocupadas. Me siento en una de las grandes, en la que hay dos personas y una silla y un cubierto libres, esperándome.

No sé cómo describir la situación. Piensa en un crucero, en las cenas de uno de esos cruceros turísticos. Ahora quítale todas las diversiones forzadas, los conciertos decadentes, generadores automáticos de vergüenza ajena. Elimina todos esos sonidos, esas sonrisas de mucha gente intentando ser simpática y fingiendo que se lo pasan bien. Quita todo eso y deja la incomodidad, la cercanía no deseada. Y ahora mete un millón de litros de silencio. O bueno, simplemente, piensa en catorce personas cenando en silencio. Creo que casi todo el mundo está drogado, o es que proyecto mi ebriedad sobre sus rostros. Imagina mirar a tus compañeros de mesa y plantear un tema de conversación. Imagina contar un chiste. El simple hecho de mirarlos, de intentar hablar ahí, es ya un auténtico chiste en sí mismo. Nadie habla, ni siquiera del tiempo, ni del estado del hotel o de las habitaciones, ni siquiera de la comida que nos han servido. Esa persistencia en el silencio demuestra un nivel de exigencia y de autocontrol que me ha sorprendido y se me ha impuesto también a mí, por pura imitación. Pero la ansiedad social que produce una cena en silencio es más poderosa que todas las convicciones elaboradas en tardes de adolescencia solitaria y rebelde, y prolongadas luego en una vida de inadaptación orgullosa y despectiva; y esa ansiedad me hace sufrir y cruzar las piernas bajo la mesa, y creo que todos hemos cenado así, con los músculos inconscientemente tensos, rígidos, al borde del calambre. No sé si estoy simplemente proyectando mi personaje sobre el de mis compañeros de cena y de alojamiento. Creo que eso lo hacemos todos. Si estamos aquí, algo hemos de tener en común.

La chica pelirroja de la mesa pequeña junto a la entrada está buena. Quiero decir, que me gustaría tenerla en mi cama, desnuda. A lo mejor no está tan buena, pero desde luego es la más guapa de las cuatro; solo cuatro mujeres, y diez hombres. Me doy cuenta de que me imagino con ella en la cama y no fantaseo con sexo salvaje, ni siquiera con sexo especialmente intenso. Pensar que no voy a tener nada con ella, que ni siquiera voy a intentarlo, me llena de una tristeza pesada y no del todo autocompasiva, parecida a la capa de suciedad húmeda con la que están cubiertos todos los cristales del hotel. Las luces del salón son tristes y amarillas sobre las mesas. No sé, piensa en una excursión del Imserso. Piensa en el silencio del salón, en los sonidos de los cubiertos sobre los platos, piensa en el cuidado que tenemos todos de no provocar esos sonidos, en la onda de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a cada uno de los deslices en que el cuchillo roza ruidosamente la loza del plato.

Así fue la primera cena, así serán, estoy seguro, todas las cenas aquí, dentro de El Proceso. Imagina las ganas de romper ese silencio. Esa infinita pereza del deseo incontrolable de querer ser amado, admirado, que me ha acompañado desde que me recuerdo y que por fin está cerca de cesar, de quedar congelado. Como si llevara los restos podridos de una corona de cartón de Burger King. Me avergüenzo también de escribir esto como retrato de mi alma. Sé que no podría escribir una sola línea sin la ayuda de la marihuana, que amortigua con su casco transparente los golpes de la vergüenza. Sé que no voy a leer nada de lo que hay sobre estas líneas. Sé que, si lo leyera, mi cara se descompondría en muecas que llenarían a cualquier espectador de espanto y compasión y ganas de ingresarme en un sanatorio; en un lugar como este, al fin y al cabo.

No sé cómo son, nunca he estado en una, aunque no me han faltado razones, pero hoy me ha dado por ver todo esto como una clínica de desintoxicación. Empezando por eso de El Proceso. Cada vez que escucho hablar de El Proceso empiezo a pensar en Alcohólicos Anónimos, en reuniones similares vistas en tantas películas: los siete pasos, o los diez pasos, no sé cuántos son, podría buscarlo ahora mismo en Google, pero me da bastante igual cuántos pasos son, la verdad. Y todo esto de escribir y archivar nuestra alma, nuestros recuerdos, lo que queremos que de nosotros sea salvado en caso de error, de amnesia; cómo no pensar en una limpieza como las que se hacen en esas clínicas, en esos programas en los que quieres librarte de tu pasado, de tu adicción, y convertirte en una persona nueva, renacida. Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. Todos nosotros, los catorce fantasmas que desayunamos y comemos y cenamos en silencio en este hotel abandonado del fin del mundo. “Hola, me llamo Gustavo, y soy egohólico”, algo así sería el chiste que tendríamos que contar si estuviéramos un poco más vivos, un poco menos absortos en nuestra propia mierda. “Te queremos, Gustavo”.

Nunca he estado en una clínica de desintoxicación. Nunca me han dicho “Te queremos, Gustavo”. Solo tengo imágenes de películas. Películas americanas. Ni siquiera sé si en España las clínicas son así. Tampoco sé si los Alcohólicos Anónimos de España funcionan igual, con los siete pasos o los diez pasos. Con Jesucristo al final del camino, con Jesucristo como la metadona para llenar el inmenso hueco que deja la droga al salir de uno, todo lo que la droga se lleva de uno mismo al irse a otra parte. Podría saberlo, porque si he de contar mi historia o mi alma, entonces tengo que contar también la historia de mis drogas. Siempre he tomado drogas. No sé si he sido adicto. Nunca he tenido que dejarlas, y nunca han implicado situaciones de degradación social como las que en las películas llevan a sus protagonistas a recluirse en esos centros que tanto se parecen o no se parecen a este sitio. Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.

El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. Tenía trece o catorce años cuando empecé a beber. Era lo normal en Ávila, en España. Íbamos a aquel quiosco cerca de la muralla y la señora Francisca se metía en la parte de atrás y salía con una Fanta de limón de litro en la que ya había mezclado el ron. Fernando, David, Mario y yo. Comprábamos la botella y nos la bebíamos escondidos en un pilar de la muralla. Bebíamos sin ganas, bebíamos cada uno para el otro, para demostrar a los demás cómo y cuánto bebíamos, y era algo grandioso, y ridículo también: los cuatro chavales bebiendo contra ellos mismos y contra sus padres y contra los profesores, bebiendo cada uno para el otro, mirando el horizonte. Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad. Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. Pero nosotros ni siquiera imaginábamos que eso existiera, que nosotros pudiéramos ser unos chavales bebiéndonos España a tragos calientes y asquerosos, porque nosotros, en cada trago, pensábamos que nos estábamos bebiendo nuestros discos de AC/DC y de Iron Maiden y, por qué no decirlo, nuestros discos, sí, de Bon Jovi, las cosas como fueron, y nos pasábamos la botella y nos insultábamos, cabrón, que te la vas a acabar tú solo, y no existía España, solo existían los videoclips y las canciones en las que no salía España para nada, y tampoco existía la muralla de Ávila en la que nos apoyábamos y contra la que meábamos, contra esa Historia, contra la Edad Media, contra la Guerra Civil, contra los putos Reyes Católicos. Y existía ese alcohol baratísimo y caliente de una marca que nunca supimos cuál era ni nos importó y existíamos nosotros mirándonos los unos en los otros, bebiendo para parecernos cada vez más los unos a los otros, y era agradable no ser yo, beber y dejar un poco de ser yo, beber para ser Fernando y un trago más largo para ser David y, sobre todo, un trago infinito para no ser Gustavo el hijo de Dolores, Loli, y de Mariano, el de la papelería. Y ya no he dejado de beber casi ni un solo día de mi vida, y no sé si eso me convierte en alcohólico y ya no importa nada. Pero, siempre que he estado con gente, he estado con una copa en la mano, y ha sido el talismán con el que he podido parecerme a ellos, y hablar de cosas que me importaban una mierda, y reírme mucho de lo que los demás decían; y también he estado borracho, es decir, he sido un poco menos yo y un poco más lo que se supone que debe ser un ser social y divertido, cuando he ligado, cuando he tenido que demostrar a las mujeres que yo merecía la pena ser comprado, y creo que sin el alcohol no hubiera salido nunca de mi casa y jamás habría hablado con toda esa gente que ya se queda atrás para siempre, con sus copas en la mano, con sus cervezas en la terraza del bar, con sus gintonics en la madrugada de la música. Cerveza, vino blanco, vino tinto, ronlimón, roncola, güisquicola, vodkaconaranja, chupitodetequila, escocésconhielo, maltasinhielo, gintonic… “Te queremos, Gustavo”. Es como una despedida, toda mi biografía está en esos vasos de alcohol, todas mis edades, todos mis amigos, todas las mujeres. Veo a todos despedirse de mí desde los bares en los que tantas horas he pasado, “te queremos, Gustavo”; beben y se despiden de mí sin conocerme, y siguen charlando animados por el alcohol, porque el alcohol es un alma de cinco grados, de doce grados, de cuarenta grados, un alma de felicidad que nos ha unido. Y por eso las llaman bebidas espirituosas, porque no había alma en ninguno de nosotros sino el alma del alcohol. Yo era feliz siendo otro, con ese pedacito de alma prestada, siendo un bebedor simpático y parlanchín. Yo era un genio, no sé si lo he dicho. Todos lo decían. Un genio. Adicto a mí mismo, y toda la vida intentando dejar de hablarme, dejar de escuchar esta voz.

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9788415934745
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