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DIEGO DÍAZ ALONSO
PASIONARIA
LA VIDA INESPERADA DE DOLORES IBÁRRURI
DOS O TRES COSAS QUE SÉ DE DOLORES IBÁRRURI

La burguesía renovaba, y renueva, cada cinco años sus cuadros dirigentes en las universidades. El proletariado tuvo que hacer una larga marcha hacia la cultura convencional, pasando por la escolarización, la alfabetización y el descifrar los códigos de la cultura establecida para comprobar hasta qué punto traicionaban sus propias necesidades. Por eso la guerra civil sería algo más que una victoria militar y se convertiría en un genocidio cultural contra las vanguardias que más daño podían hacerle al reaccionarismo español: desde los intelectuales más avanzados hasta los intelectuales orgánicos de la clase obrera, convertidos en dirigentes de los movimientos sociales y de los partidos de izquierda, pasando por los maestros de escuela, que habían plantado la cizaña de las ideas de emancipación entre las mieses de la España contrarreformista.

Manuel Vázquez Montalbán, «Pasionaria y los mil enanitos», El País, 10 de diciembre de 1995

No recuerdo el entierro de Pasionaria. Es curioso porque tengo, sin embargo, algunos otros vagos recuerdos de esa década: el entierro del alcalde Enrique Tierno Galván, Reagan, Gorbachov y La guerra de las galaxias, el secuestro por ETA de Emiliano Revilla, la policía de Pinochet disolviendo las manifestaciones con cañones de agua, Felipe González, Fraga, Santiago Carrillo, la caída del Muro de Berlín… Sin embargo, no recuerdo el entierro de Dolores Ibárruri… Tan solo un poco más tarde, creo que en torno a 1990, su imagen de anciana risueña y venerable impresa en un cartel del Partido Comunista de Asturias, «DOLORES VIVE», pegado en una pared de mi barrio, el barrio de la cárcel de Oviedo. La cárcel que ella abrió en febrero de 1936 para liberar a los presos de la Revolución de Octubre de 1934. Esa historia, claro está, no la conocí hasta muchos años más tarde.

De lo rocoso del mito de Pasionaria dice mucho que haya sobrevivido tanto a su muerte como a la del socialismo real. A pesar de su estrecha ligazón con el universo comunista, en años posteriores Pasionaria logró trascender al «final de la historia» sentenciado por Fukuyama. La leyenda de Dolores se reinventó ligada a valores progresistas más genéricos, y no estrictamente comunistas, como la justicia, la igualdad social y la emancipación femenina, así como a una cierta imagen amable de la Transición encarnada en su foto del brazo de Rafael Alberti, descendiendo ambos por las escaleras del Congreso de los Diputados en la primera sesión de la Cámara Baja tras las elecciones generales del 15 de junio de 1977.

Entre finales de los años noventa y principios de los 2000, los años en los que se formó mi educación política y sentimental, el mito de Ibárruri se adaptó a los nuevos tiempos poscomunistas y altermundistas, y su imagen, casi siempre anciana y canosa, podía convivir con un cartel de solidaridad con el movimiento neozapatista de Chiapas y otro de una reivindicación feminista. Otra prueba de su vigor es que el sobrenombre de Pasionaria se siga dando a mujeres rebeldes y combativas de todo el mundo, tuvieran o no relación con organizaciones comunistas.

En 1995 su centenario fue celebrado por todo lo alto. La mayoría de estos homenajes fueron impulsados por Izquierda Unida y el Partido Comunista de España, pero gozaron de un consenso político que hoy sería imposible.

Inmersos en un tiempo de guerras de la memoria, cuesta creer que hubo años en los que podían dedicarse calles a Pasionaria sin apenas votos en contra o en los que todos los grupos parlamentarios vascos, desde Herri Batasuna al Partido Popular, participaban en un homenaje por el centenario de su nacimiento en Gallarta.

Hoy los tiempos han cambiado mucho. Los crímenes del estalinismo y la represión ejercida contra las derechas durante la Guerra Civil en la España republicana se han convertido en los pretextos para realizar una enmienda a la totalidad a la historia y la memoria del comunismo, del antifascismo y de las izquierdas, reducidas a menudo a una caricatura de checas y gulags por parte de los propagandistas neocón.

Frente a una historia en blanco y negro, de buenos y malos, este libro pretende abordar a la persona y su tiempo en toda su complejidad. A veces también en toda su incómoda complejidad. Tratando de evitar tanto la tentación de edulcorar los pasajes menos agradables de la vida de Dolores Ibárruri como, en el otro extremo, caer en la simplificación anticomunista: explicar su vida y su trayectoria política como la de una mera comparsa del estalinismo. Precisamente hemos tratado de indagar aquí en esa fascinante contradicción del siglo XX por la cual algunos de los más comprometidos luchadores y luchadoras por la democracia, la justicia social, la igualdad racial y de género fueron al mismo tiempo personas extremadamente complacientes e indulgentes con los crímenes cometidos en nombre del socialismo. Pasionaria es representativa de esa vida en compartimentos estancos, y como historiador me interesa tanto la esforzada luchadora por la democracia española como la ferviente admiradora de Stalin que solo en 1968 se atrevió a emitir una tímida crítica pública a la URSS con motivo de la invasión de Checoslovaquia.

Hay muchas Dolores en la vida de Dolores Ibárruri. El ama de casa proletaria que se rebela contra su destino y se reinventa a través de la militancia revolucionaria. La dirigente flexible e intuitiva que en los años treinta supera el sectarismo izquierdista de su partido y pone en pie experiencias tan transversales e innovadoras como la Agrupación de Mujeres Antifascistas y Pro Infancia Obrera. La diputada del Frente Popular que no le teme a nada ni a nadie y se mete en todos los charcos. La secretaria general que ya en la URSS se acomoda al estalinismo, los privilegios de la nomenklatura, el culto a la personalidad y la cultura autodestructiva de la purga, la expulsión y el asesinato político. La mujer madura que redescubre con cuarenta años el amor a través de un joven veinteañero. La presidenta del partido a la que no le queda más remedio que asumir su papel simbólico y dejar hacer a su sucesor. La anciana que regresa a España entre homenajes para ocupar el escaño que había dejado en 1939… Hay muchas más Dolores. Su propia vida condensa esa miseria y grandeza del Partido Comunista de España, como reza el título del libro de Gregorio Morán. Fue ante todo una vida inesperada. Producto de años en los que un movimiento obrero ascendente daba las herramientas culturales a proletarios como ella para convertirse en protagonistas de una obra en la que hasta entonces parecía que solo podían interpretar el papel de figurantes. Y es que solo gracias a ese gran proyecto de ilustración de las masas que fue el socialismo, con sus sindicatos, cooperativas, casas del pueblo, ateneos, fiestas y mítines, periódicos y bibliotecas, un ama de casa proletaria como Dolores Ibárruri pudo adquirir el bagaje cultural y la autoconfianza para terminar convirtiéndose en una dirigente política capaz de hablar ante multitudes, jugar un papel decisivo en la vida española, dirigir organizaciones de miles de afiliados y afiliadas, escribir libros o codearse y despachar con mandatarios internacionales. Por eso, como explica Manuel Vázquez Montalbán, «la guerra civil sería algo más que una victoria militar y se convertiría en un genocidio cultural contra las vanguardias que más daño podían hacerle al reaccionarismo español: desde los intelectuales más avanzados hasta los intelectuales orgánicos de la clase obrera, convertidos en dirigentes de los movimientos sociales y de los partidos de izquierda, pasando por los maestros de escuela, que habían plantado la cizaña de las ideas de emancipación entre las mieses de la España contrarreformista». Pasionaria, obrera y mujer, doblemente emancipada, sería también doblemente odiada por la reacción triunfadora en 1939.

Nunca pensé que escribiría una biografía sobre Pasionaria. No estaba ni siquiera entre mis planes escribir una biografía hasta que me propusieron hacer este libro. Gracias a Laura Sandoval, Daniel Álvarez Prendes y a David Becerra por darme la oportunidad de publicar en una editorial como Hoja de Lata, y a Enric Juliana por el honor de aceptar ser el autor del prólogo. Francisco Erice, Fernando Hernández Sánchez, María José Capellín y Gregorio Morán han sido personas a las que he recurrido en diversos momentos de la elaboración de este libro para consultar dudas y contrastar hipótesis. Quiero extender también los agradecimientos, por diferentes motivos, a Beatriz Abad, Lola Matamala, Jesús Montero, Sandra Souto, Sisino Pérez Garzón, Miguel Usabiaga y Dolores Ruiz Sergueyeva, con la que tuve el placer de charlar una tarde acerca de los recuerdos de su abuela. En un apartado más personal, gracias una vez más a José González, Jose Caja, por hacerme sitio en su aldea gala y dejarme trabajar con las mejores vistas de Asturias. También a mis padres Gonzalo y Pilar, por su apoyo, cariño e ilusión, inasequibles al desaliento incluso en un annus tan horribilis como el 2020. Venceremos. Y por supuesto a Jara Cosculluela, por su amor, complicidad y comprensión estos meses de intenso y absorbente trabajo abducido por la escritura del libro. Nos toca ahora ir juntos a la búsqueda del tiempo perdido. Así sea.

Espero que este cierto «distanciamiento brechtiano» que he explicitado con respecto a mi biografiada haya jugado a favor de un libro que no pretende ser ni una hagiografía ni un ajuste de cuentas con su protagonista. Decía Manuel Vázquez Montalbán, autor de una de sus mejores biografías, que «si un personaje histórico español no se merece el todo o la nada es Dolores Ibárruri». Sus palabras han inspirado el tono de este trabajo. A continuación, dos o tres cosas que sé sobre la inesperada vida de Dolores Ibárruri.

GALLARTA, 1895

La transformación de esta humilde feligresía de dieciséis años a esta parte es asombrosa. En el barrio de Gallarta, que yo conocí con solo dos casas, se ha formado una gran población con hermosa iglesia parroquial, a la que se ha dado la advocación de San Antonio de Padua, casa de Ayuntamiento, escuelas y un gran hospital para la población minera. El municipio de Abanto y Ciérvana, que en el censo de 1877 contaba 2075 almas, debe de haberse cuadruplicado.

Antonio Trueba, Las Encartaciones, 18871

Hombres totalmente ajenos al país examinaban con ávida e investigadora mirada montes y colinas, campos y prados, collados y barrancos, pisoteando con sus herradas botas las tumbas apenas cubiertas […]. Cambiaba el derecho público porque cambiaban las relaciones de propiedad. Ayer esto era del común; aquello, de una familia; lo de más allá, de otra… Hoy todo es extraño.

Dolores Ibárruri, El único camino, 19662

En febrero de 1876 concluía la tercera guerra carlista. Durante cuatro años los últimos partidarios del restablecimiento del Antiguo Régimen se habían enfrentado sucesivamente a la monarquía liberal de Amadeo de Saboya, a los diferentes gobiernos de la I República y, finalmente, a Alfonso XII y la Restauración borbónica. Cataluña, Navarra y las provincias vascas serían el principal escenario bélico de un conflicto que apenas se dejaría sentir en el resto de España. En marzo, con la caída de los últimos bastiones navarros, la guerra terminaba y el pretendiente carlista partía hacia el exilio. Entre los derrotados estaba un jovencísimo Antonio Ibárruri. Hijo de padres desconocidos, su apellido, siguiendo una costumbre habitual con los expósitos, está tomado de lugar donde fue hallado: Ibárruri, una pequeña localidad vizcaína en cuya iglesia apareció siendo un recién nacido. Tras servir como tantos otros jóvenes vascos y navarros en las tropas de Carlos VII, Ibárruri colgaría con la derrota la boina roja e iniciaría una nueva vida, entrando a trabajar como obrero en una mina de hierro de Gallarta.

Tras el final de la guerra carlista la zona minera de Vizcaya viviría un boom sin precedentes ligado al despegue de la industria siderúrgica. Gallarta crecería entonces rápidamente hasta convertirse en uno de los principales pueblos mineros de la comarca de Las Encartaciones. Antonio Ibárruri se había familiarizado durante la guerra con la artillería, un conocimiento muy valorado en la nueva industria minera. Su puesto como trabajador especializado en el manejo de explosivos le convertiría dentro y fuera de la mina en Antonio el Artillero. En Gallarta, además de encontrar empleo, este antiguo soldado carlista, euskaldún y que, según su hija, «hablaba un castellano terrible, muy macarrónico»,3 conocería a otra minera, Juliana Gómez, de diecisiete años, religiosa, muy alta y de fuerte carácter.

Juliana Gómez había nacido en Castilruiz, un pueblo de Soria que ella y su familia habían abandonado para buscar mejores oportunidades de vida en Vizcaya. La emigración de gentes procedentes de las provincias castellanas se convertiría en un fenómeno común tras el final de la guerra. Toda la familia encontraría empleo en las minas de hierro. El trabajo de las mujeres en las minas, siempre solteras o viudas, se centraba fundamentalmente en las labores de carga, lavado y clasificación del mineral. Su salario estaba siempre por debajo del de los hombres, incluso del de los peones, e igualado al de los pinches, los trabajadores masculinos peor pagados y con la categoría laboral más baja. Tras casarse con Antonio, Juliana dejaría el empleo en la mina y se dedicaría a tener hijos y a cuidar de ellos y del hogar, así como a trabajar la huerta y los animales que la familia criaba fundamentalmente para consumo propio. De ella su hija Dolores diría que debía de haber sido guapa en la escasa juventud de quien no había conocido más vida que trabajar y parir. Mientras que su marido era analfabeto, ella sabía leer y escribir, algo poco frecuente para una mujer obrera de la época. Antonio y Juliana engendrarían once hijos. Cuatro de ellos morirían aún siendo niños. Su octava hija será Pasionaria. Bautizada como María Dolores, fue, sin embargo, por razones desconocidas, inscrita en el registro municipal como Isadora. María Dolores Ibárruri o Isadora Ibárruri nació en Gallarta el 9 de diciembre de 1895, siendo Cuba aún una posesión española, Antonio Cánovas del Castillo presidente del Consejo de Ministros, y en vísperas de que los hermanos Lumière presentasen en un café de París su prodigiosa invención: el cinematógrafo.

La condición de obrero cualificado de Antonio Ibárruri, el trabajo de varios de sus hijos en la mina, los animales y el pequeño trozo de tierra que cultivaban Juliana y el resto de la familia permitirían que su hija Dolores pudiera estudiar hasta los quince años, algo poco común para una familia obrera, y mucho menos para la hija de una familia obrera.

Dolores disfrutaba en la escuela y era aficionada a la lectura. Sus hermanos se reían de ella por su costumbre de devorar libros y la comparaban con una monja encerrada en la celda de un convento. Pasionaria siempre reconoció la importancia que tuvieron en su biografía tanto su maestra, Antonia Izar de la Fuente, que fallecería durante la Guerra Civil en el bombardeo de Gernika, como la escuela de Gallarta en la que estudió, con una biblioteca bien dotada de libros, algo muy poco común para la época.

Este interés por los estudios y la lectura se combinaba con un carácter fuerte y rebelde que desde la niñez hasta la edad adulta le fue generando problemas con su familia. Las relaciones con su madre siempre fueron complicadas. Dolores no acataba fácilmente la autoridad materna y se rebelaba contra los castigos que consideraba injustos. Juliana llegaría a la conclusión de que la actitud de su hija solo podía deberse a que estaba poseída por el diablo, así que, aconsejada por el cura del pueblo, tratará sin éxito de que le practiquen un exorcismo en la iglesia de Deusto, Bilbao. Dolores tiene diez años entonces.

El sindicalismo, las primeras huelgas mineras, el Centro Obrero de Gallarta o los mítines socialistas son algo que está de fondo en sus recuerdos de niñez y adolescencia, pero que no forma parte de la vida de una familia muy conservadora, fiel al tradicionalismo y la religión. Heredaría la religiosidad de sus padres y llegaría incluso a pensar en hacerse monja. Hasta los veintiún años Dolores será una fervorosa católica que se confiesa todos los sábados, participa en novenas y procesiones y pertenece al Apostolado de la Oración, una institución fundada a mediados del siglo XIX por los jesuitas para contrarrestar el creciente anticlericalismo popular y fomentar el rezo y las demostraciones públicas de fe.

Los pasajes dedicados a la niñez en su autobiografía, El único camino, son tan pródigos en el recuerdo de la escuela y su maestra, los juegos y las travesuras infantiles o las excursiones desde Gallarta hasta la playa para bañarse en el Cantábrico como escasos en las referencias a la familia, más allá de los consejos de su madre —«la que en el casar acierta nada yerra»— o el trabajo duro de su padre en la mina, «metido en un arroyo fangoso, formando parte de un pequeño grupo de viejos mineros como él». Los hermanos, con la excepción de Teresa, la más cercana a Dolores, apenas existen en su relato, y la vida de sus padres queda definida en pocas palabras como monótona y triste. En posteriores biografías, basadas en un diálogo entre biografiada y biógrafo, emergerían, sin embargo, ráfagas de ternura hacia una familia con la que la relación nunca fue fácil. Así, por ejemplo, el recuerdo de las noches en las que su padre llegaba empapado de trabajar en la mina y Dolores le leía periódicos, «parecían música las palabras que yo iba pronunciando», mientras su madre le secaba al fuego y «él escuchaba sin escuchar» poco antes de quedarse dormido, acunado por sus palabras.4 También sus últimos momentos en el lecho de muerte, cuando Antonio el Artillero le pasa la mano por la cabeza repitiendo la letanía: «¡Pobrecita, pobrecita, la mejor y a la que peor hemos tratado!».5

Pasionaria tardó mucho tiempo en perdonar a su familia que con 15 años frustrasen su gran ilusión: ser maestra. Apoyada por su profesora en la escuela de Gallarta, Ibárruri había llegado a estudiar el curso preparatorio para ingresar en la Escuela de Magisterio, pero finalmente sus padres decidirían no costear los estudios. La familia tenía recursos suficientes para que su hija estudiara fuera del pueblo, pero su madre no veía con buenos ojos que una hija tuviera una titulación destacando sobre sus hermanos varones, todos ellos trabajadores manuales.

Dolores Ibárruri llega a la adolescencia con «un sentimiento de rabia desesperada contra todo y contra todos». Fracasado el sueño de ser maestra, termina la vida relativamente privilegiada que la hija de Antonio el Artillero había tenido hasta entonces. Entra en un taller de costura y después en una casa y taberna de La Arboleda, donde trabaja como criada y camarera. En este tiempo comienza a ir al baile de la plaza de Gallarta y tiene un primer novio, Miguel Echevarría, ajustador metálico y vecino de otro pueblo de Trapagaran. Echevarría hacía una larga travesía a pie cada domingo a través de los montes para ir a ver a Dolores y salir juntos a pasear. La relación duraría poco tiempo. Ella no soportaba la timidez y falta de conversación del joven Echevarría: «Si yo me callaba, él no hablaba. Un día le dije: “Ya no vuelvas más”».6

Poco tiempo después llegaría Julián Ruiz, un minero socialista, alto y guapo, al que conoce en una de las casas en las que había trabajado. Vestida de negro, se casará con él en la iglesia de San Antonio de Padua, en Gallarta, el 16 de febrero de 1916. A pesar de disgustarle el matrimonio de su hija con un ateo, su madre le hará un buen regalo de bodas: una máquina de coser. Empezaba una nueva vida. Julián tenía veinticinco años. Dolores, veinte.

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9788418918209
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