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Me tomó casi dos meses terminar esta última parte del trabajo, es decir, arreglar y ajustar mi mástil y las velas, pues hice, además, un pequeño estay, al que iría amarra da una vela más pequeña que me ayudaría a aprovechar el viento, cuando navegáramos a barlovento. Por último, fijé un timón a la popa para poder dirigir la canoa. Pese a que era un pésimo carpintero, como sabía la utilidad y la necesidad de hacerlo, puse tanto empeño y dedicación en esta tarea que, finalmente, la pude completar con éxito. Mas, si considero la cantidad de intentos fallidos que realicé, creo que me costó tanto trabajo como hacer toda la canoa.

Una vez hecho todo esto, le enseñé a mi siervo Viernes los pormenores de la navegación, pues, aunque sabía remar muy bien, no conocía en absoluto el manejo de las ve las ni el timón. Se quedó asombrado cuando vio cómo hacía girar la canoa con la ayuda del timón y cómo rotaba, se hinchaba o se aflojaba la vela según el rumbo que tomáramos; digo que, cuando vio todo esto se quedó estupefacto y atónito. No obstante, con el tiempo, logré que se acostumbrara a estas cosas y llegó a convertirse en un experto marinero, excepto en el uso de la brújula, que nunca llegué hacerle comprender del todo. Por otra parte, como en aquellas tierras no era frecuente que hubiera nubes o niebla, la brújula no era tan necesaria, pues por la noche se podían ver las estrellas y por el día, la costa, excepto en la estación de lluvias, cuando a nadie se le ocurría salir ni por tierra ni por mar.

Había cumplido veintisiete años de cautiverio en esta isla, aunque debería descontar los últimos tres que había compartido con esta criatura ya que, durante mucho tiempo, mi vida había sido muy distinta de la anterior. Celebré el aniversario de mi llegada a este sitio con el mismo agradecimiento a Dios por su bondad pues, si al principio tenía motivos para sentirme agradecido, ahora tenía muchos más. La Providencia me había dado testimonios adicionales de su generosidad hacia mí y estaba esperanzado en ser liberado en poco tiempo, pues tenía la certeza de que mi salvación estaba próxima y que no pasaría otro año en aquel lugar. No obstante, seguí realizando mis labores domésticas y, como de costumbre, cavaba, sembraba, cercaba, recogía y secaba mis uvas y cumplía todos mis deberes como antes.

En este tiempo, llegó la estación de lluvias, lo que me obligaba a permanecer en casa. Guardamos nuestra nueva embarcación en el lugar más seguro que encontramos, es decir, la llevamos hasta el río donde, como he dicho, desembarqué mis balsas. La arrastramos hasta la costa aprovechando la marea alta y mi siervo Viernes excavó un pequeño embalse, lo suficientemente grande para guardarla y lo suficientemente profundo para que se mantuviera a flote. Cuando bajó la marea, hicimos un dique muy fuerte en uno de los extremos para que no le entrara agua. De este modo, estaría sobre seco y protegida de la marea. Para protegerla de la lluvia, colocamos muchas ramas de árboles, con las que hicimos una especie de techo, como el de una casa. Entonces, esperamos a noviembre o diciembre, que era cuando tenía previsto emprender la aventura.

En esto llegó la estación seca y, con el buen tiempo, reanudé mis proyectos. Diariamente me ocupaba de los preparativos para el viaje. Lo primero que hice fue separar una cantidad de provisiones que nos servirían de abastecimiento durante el viaje. Mi intención era abrir el dique en dos semanas y echar al agua nuestra embarcación. Una mañana, mientras me hacía cargo de una de estas tareas, llamé a Viernes para pedirle que fuera a la playa, a fin de buscar una tortuga, cosa que hacíamos generalmente una vez a la semana, tanto por los huevos como por la carne. Al poco tiempo de haberse marchado regresó corriendo y saltó por encima de la muralla exterior, como si sus pies no tocasen la tierra. Antes de que pudiese decirle algo, gritó:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! ¡Oh, pena! ¡Oh, malo!

-¿Qué ocurre, Viernes? -le pregunté.

-¡Oh, allí, una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!

Por la forma en que se expresó, pensé que eran seis pero, después de preguntarle, comprendí que solo eran tres.

-Pues bien, Viernes -dije-, no tengas miedo.

Traté de animarlo como pude pero el pobre muchacho estaba terriblemente asustado. Se había empecinado en pensar que habían venido a buscarlo y que lo cortarían en pedazos para comérselo. El pobre chico temblaba tanto que apenas sabía qué hacer o decirle. Le reconforté lo mejor que pude y le dije que yo corría tanto peligro como él, pues a mí también me comerían.

-Pero Viernes -dije-, debemos estar dispuestos a luchar contra ellos. ¿Acaso no puedes luchar, Viernes?

-Yo lucha -dijo-, pero ellos vienen muchos más.

-No te preocupes por eso -le dije nuevamente-, nuestras armas espantarán a los que no podamos matar.

Le pregunté si estaba resuelto a defenderse y a defenderme, a ayudarme y a hacer todo lo que yo le pidiera, y me respondió:

-Yo muero si tú mueres, amo.

Entonces, fui a buscar un buen trago de ron y se lo di. Había administrado tan bien el ron que aún tenía una gran cantidad. Cuando se lo hubo bebido, le dije que trajera las dos escopetas de caza que solíamos llevar con nosotros y las cargué con municiones grandes del tamaño de las de pistola. Luego cogí cuatro mosquetes y cargué cada uno de ellos con dos cartuchos y cinco balas pequeñas. Me colgué el gran sable desnudo al costado y le di a Viernes su hacha.

Una vez preparado, tomé mi catalejo y subí por la ladera de la colina para ver qué podía descubrir. Inmediatamente, observé, gracias a mi catalejo, que había veintiún salvajes, tres prisioneros y tres canoas. Lo único que iban a hacer era celebrar un banquete triunfal con aquellos tres cuerpos humanos (un festín bárbaro, sin duda), que no tenía nada de particular respecto a los que solían hacer.

También pude observar que no habían desembarcado en el mismo lugar del que Viernes se había escapado, sino más cerca de mi río, donde la costa era más baja y había un espeso bosque que llegaba casi hasta el mar. Esto, unido al horror que me causaba la falta de humanidad de estos miserables, me llenó de tanta indignación que regresé a donde estaba Viernes y le dije que estaba resuelto a caer sobre ellos y matarlos a todos. Le pregunté si combatiría a mi lado y él, que se había repuesto del susto por el ron y se encontraba más animado, respondió, como lo había hecho antes, que moriría si yo se lo ordenaba.

En este acceso de valentía, cogí las armas que había cargado antes y las repartí entre los dos. Le di a Viernes una pistola para que la pusiese en su cinturón y tres mosquetes para que los llevase a la espalda. Yo cogí una pistola y los otros tres mosquetes y, armados de este modo, partimos. Puse una pequeña botella de ron en mi bolsillo y le di a Viernes un gran saco de pólvora y balas. Le ordené que se quedara detrás de mí, a poca distancia y que no hiciera ningún movimiento, ni hablara o disparara hasta que yo se lo indicara. De este modo, recorrimos casi una milla hacia la derecha para pasar el río y llegar al bosque, a fin de estar a tiro de fusil de ellos antes de que nos descubrieran, lo cual era muy sencillo, según pude ver con mi catalejo.

A medida que iba andando, recordé mis antiguos principios y comencé a desistir de mi resolución. No quiero decir con esto que tuviese miedo de su número, pues, como no eran más que unos miserables desnudos y sin armas, yo era, sin duda, superior a ellos, aun si hubiese estado solo. Mas, comencé a pensar que no tenía motivo ni razón, mucho menos necesidad, de teñir mis manos con sangre, atacando a unos hombres que no me habían hecho, ni pretendían hacerme ningún daño. Respecto a mí, eran seres inocentes, cuyas costumbres salvajes obraban en su propio perjuicio y eran la prueba de que Dios los había abandonado, como a otros pueblos de aquella parte del mundo, a su estupidez y barbarie. Él no me había llamado a que fuese juez de sus acciones, mucho menos, verdugo de su justicia. Cuando Él lo juzgase conveniente, tomaría el caso en sus manos y, mediante la venganza nacional, los castigaría por sus crímenes nacionales. Aquello no era de mi incumbencia y, si bien Viernes podía justificar aquella acción como legítima, pues era enemigo declarado de ellos y se hallaba en estado de guerra, en mi caso no se podía decir lo mismo. Estos pensamientos ejercieron tal influencia en mi espíritu, a lo largo del camino, que decidí limitarme a permanecer cerca de ellos para observar su festín bárbaro y actuar según me lo indicara el Señor, sin entrometerme en nada, a menos que reconociera un llamado más fuerte que el que había sentido hasta ahora.

Así resuelto, con toda la precaución y el silencio posibles, y con Viernes pisándome los talones, caminé hasta el límite del bosque más próximo a ellos, de manera que solo nos separaban unos árboles. Entonces, llamé a Viernes en voz muy baja y, mostrándole un árbol enorme, que estaba en una esquina del bosque, le pedí que se acercara hasta él y me informara si desde allí se podía ver claramente lo que hacían. Así lo hizo y, regresó inmediatamente, diciendo que desde allí se podían ver perfectamente; que estaban alrededor de la hoguera comiéndose la carne de uno de los prisioneros y que, amarrado en la arena, a poca distancia, había otro a quien iban a matar en seguida, lo cual me llenó de cólera. Me dijo que no era uno de su nación, sino uno de los hombres con barba, de quienes me había hablado y que habían llegado en un bote a su tierra. Me llené de espanto con la simple mención del hombre blanco con barba. Fui hasta el árbol y, con la ayuda de mi catalejo, pude distinguir claramente a un hombre blanco que yacía sobre la playa, atado de pies y manos con cañas o bejucos. Era europeo y estaba vestido.

Había otro árbol y, un poco más adelante, una pequeña espesura, más próxima a ellos que el lugar en el que me hallaba antes. Me di cuenta de que, si me desplazaba un poco, podría acercarme sin ser descubierto y, desde allí, estaría tan solo a medio tiro de fusil de ellos. Contuve mi cólera, aunque estaba indignado en sumo grado y, retrocediendo como veinte pasos, caminé detrás de unos arbustos, que se extendían todo el camino, hasta que llegué al otro árbol. Entonces, me encontré una pequeña elevación en el terreno, desde la cual podía verlos claramente a una distancia de, más o menos, veinte yardas.

No había tiempo que perder, pues, diecinueve de aquellos miserables salvajes, que estaban sentados en el suelo, apretujados entre sí, habían enviado a otros dos a asesinar al pobre cristiano que, tal vez, traerían por pedazos a la hoguera. Acababan de agacharse para desatarle los pies, cuando me volví hacia Viernes.

-Ahora, Viernes -le dije-, haz lo que te ordene.

Viernes asintió.

-Pues, Viernes -le dije-, haz exactamente lo que me veas hacer y no te equivoques en nada. Coloqué uno de los mosquetes y la escopeta sobre la tierra y Viernes hizo lo mismo. Con el otro mosquete, apunté a los salvajes, ordenándole a Viernes que me imitara. Le pregunté si estaba listo y respondió que sí.

-Entonces, dispara -le dije y, en ese mismo instante, disparé.

Viernes tenía mucha mejor puntería que yo, pues mató a dos e hirió a otros tres mientras que yo maté a uno y herí a dos. Podéis estar seguros de que los salvajes se quedaron terriblemente consternados y todos los que no estaban heridos se pusieron de pie rápidamente, sin saber hacia dónde mirar ni huir, pues no tenían idea de dónde provenía su destrucción. Viernes me miraba fijamente, tal y como se lo había ordenado, para observar todos mis movimientos. Después de la primera descarga, arrojé inmediatamente el mosquete y cogí la escopeta de caza. Viernes hizo lo mismo. Me vio apuntar y me imitó.

-¿Estás preparado, Viernes? -le pregunté.

-Sí -me respondió.

-Entonces -dije- ¡fuego, en nombre de Dios!, y abrí fuego contra aquellos miserables que estaban espantados. Como nuestras armas estaban cargadas con munición pequeña, tan solo cayeron dos pero había muchos heridos que corrían aullando y gritando como locos, sangrando y gravemente heridos, de los cuales, en seguida cayeron otros tres, pero aún vivos.

-Ahora, Viernes -dije, dejando las escopetas descargadas y cogiendo el mosquete que aún tenía munición-, sígueme.

Así lo hizo y con gran valor. Salí corriendo del bosque, con Viernes pegado a mis talones, y me descubrí. Tan pronto me vieron, grité tan fuertemente como pude y le ordené a Viernes que hiciera lo mismo. Corrí lo más aprisa posible, que por cierto, no era demasiado, a causa del peso de las armas, y me dirigí 'hacia la pobre víctima, que, como he dicho, yacía en la playa, entre el área del festín y el mar. Los dos carniceros que iban a matarlo habían huido ante la sorpresa de nuestro primer disparo, se internaron en el mar, muertos de miedo y saltaron a sus canoas, seguidos por otros tres. Me volví hacia Viernes y le ordené que se adelantara y les disparara. Me comprendió inmediatamente y, corriendo unas cuarenta yardas para estar más cerca, les disparó. Pensé que los había matado a todos, pues los vi caer de un salto en la canoa, pero después vi que dos de ellos se incorporaron rápidamente. No obstante, había matado a dos y herido a un tercero, que yacía en el fondo del bote como si estuviese muerto.

Mientras mi siervo Viernes les disparaba, cogí mi cuchillo y corté los bejucos que sujetaban a la pobre víctima. Una vez desatado de pies y manos, se levantó. Le pregunté en lengua portuguesa quién era y me respondió en latín: «Cristianus.» Estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie o hablar. Saqué mi botella del bolsillo y se la di, haciéndole señales de que bebiese. Así lo hizo. Luego, le di un trozo de pan y se lo comió. Entonces, le pregunté de qué país era y me dijo: «Español.» Cuando se hubo reanimado, me mostró, con todas las señas que fue capaz de hacer, lo agradecido que estaba porque le hubiese salvado la vida.

-Señor -le dije con el español que pude recordar-, hablaremos luego pero ahora debemos luchar. Si aún tiene fuerzas, coja esta pistola y este sable y luche.

Los tomó muy agradecido y, apenas tuvo las armas en sus manos, como si le hubiesen investido de nuevo vigor, se abalanzó sobre sus asesinos como una fiera y cortó a dos de ellos en pedazos en un instante. Lo cierto es que, todo esto los había tomado por sorpresa y las pobres criaturas estaban tan aterrorizadas por el ruido de nuestras armas, que caían de puro asombro y miedo; tan incapaces eran de huir como de resistir las balas. Lo mismo les ocurrió a los cinco a los que Viernes les había disparado en la canoa: tres de ellos cayeron por las heridas y los otros dos de miedo.

Mantuve mi arma en la mano, sin disparar, con el propósito de reservar la carga que me quedaba, pues le había entregado mi pistola y mi sable al español. Llamé a Viernes y le pedí que fuera corriendo al árbol desde donde habíamos disparado al principio y recogiera las armas descargadas que estaban allí, lo cual hizo con gran rapidez. Luego le di mi mosquete, me senté a cargar todas las demás nuevamente y les recomendé que viniesen a buscarlas cuando las necesitaran. Mientras cargaba las armas, se entabló un feroz combate entre el español y uno de los salvajes que le atacó con uno de esos grandes sables de madera, el mismo con el que le habría dado muerte si yo no hubiese intervenido para evitarlo. El español, que era muy valiente y arrojado, aunque un poco débil, llevaba un buen rato peleando con el salvaje y le había hecho dos heridas en la cabeza. Pero el salvaje, que era un joven robusto y vigoroso, lo derribó (pues estaba muy débil) y estaba intentando arrancarle el sable de las manos. Súbitamente, el español soltó el sable y, sacando la pistola de su cinturón, le atravesó el cuerpo de un disparo y lo mató en el acto, antes de que yo pudiese llegar a socorrerle.

Viernes, que ahora andaba por su cuenta, perseguía a los miserables fugitivos, sin más arma que el hacha con la que había matado a aquellos tres, que, como he dicho, estaban heridos y habían caído al principio y, luego, a todos los que pudo atrapar. El español me pidió un arma y le di una escopeta, con la cual persiguió e hirió a dos salvajes. Mas, como no tenía fuerzas para correr, se refugiaron en el bosque. Allí, Viernes los persiguió y mató a uno pero el otro, aunque estaba herido, era muy ágil y logró arrojarse al mar y nadar con todas sus fuerzas hacia los que estaban en la canoa. Estos tres que lograron embarcar, más otro que estaba herido y no sabemos si murió, fueron los únicos, de un total de veintiuno, que escaparon de nuestras manos. La relación es como sigue:

3 muertos por nuestra primera descarga desde el árbol

2 muertos por la siguiente descarga

2 muertos por Viernes en la canoa

2 muertos por él mismo, de los que al comienzo habían sido heridos

1 muerto por él mismo en el bosque

3 muertos por el español

4 muertos que aparecieron aquí y allá, a causa de sus heridas o muertos por Viernes en su persecución.

4 huidos en la barca, entre los cuales había uno herido, si no muerto.

21 en total.

Los que estaban en la canoa, tuvieron que remar muy rápidamente para librarse de los disparos y, aunque Viernes les disparó dos o tres veces, al parecer, no pudo herir a ninguno de ellos. Él quería que cogiéramos una de sus canoas y los persiguiéramos e, indudablemente, yo estaba muy preocupado por su huida, pues llevarían las noticias a su gente. Tal vez, regresarían con doscientas o trescientas canoas y, siendo muchos más que nosotros, nos devorarían. Decidí perseguirlos por mar y, corriendo hasta una de sus canoas, salté sobre ella y le ordené a Viernes que me siguiera. Más, cuando ya estaba dentro de la canoa, me sorprendió ver a otro pobre salvaje, amarrado de pies y manos, como el español, en espera del sacrificio y casi muerto de miedo. No sabía lo que estaba ocurriendo pues le era imposible ver por encima del borde de la canoa, por lo fuertemente atado que estaba y, como llevaba mucho tiempo así, estaba medio moribundo.

En seguida corté los bejucos o juncos con los que estaba atado y traté de ayudarlo para que se incorporara, pero no podía ponerse en pie ni hablar. Tan solo emitía un quejido lastimero, creyendo, sin duda, que lo había desatado para matarlo.

Cuando Viernes se le acercó, le ordené que le dijera que estaba en libertad. Saqué mi botella y le di un trago al pobre desgraciado, que, viéndose repentinamente liberado, se reanimó y se sentó en la canoa. Cuando Viernes se puso a mirarlo y a hablarle, sucedió algo que habría hecho llorar a cualquiera. De pronto, comenzó a abrazarlo y besarlo, reía, lloraba, gritaba, saltaba a su alrededor, bailaba, cantaba, volvía a llorar, se retorcía las manos, se golpeaba la cabeza y el rostro y volvía a cantar y saltar a su alrededor como un loco. Pasó un largo rato antes de que lograra que me dijese qué ocurría. Cuando se hubo calmado, me dijo que aquel era su padre.

No es fácil explicar la emoción que me provocó ver el éxtasis de amor filial que invadió a este pobre salvaje ante la vista de su padre liberado de la muerte. Tampoco puedo describir las extravagancias que tuvo con él. Entró y salió varías veces de la canoa; cuando entraba, se ponía a su lado, abría su chaqueta y colocaba la cabeza de su padre contra su pecho durante media hora para reanimarlo; luego tomó sus brazos y sus tobillos, que estaban entumecidos por las ataduras y comenzó a frotarlos y calentarlos con sus manos. Cuando me di cuenta de lo que quería lograr, le di un poco de ron de mi botella para qué lo friccionara, lo que le hizo mucho bien.

Esta circunstancia puso fin a la idea de perseguir la canoa en la que iban los otros salvajes, que, a estas alturas, estaban casi fuera de nuestra vista y, mejor fue que no lo hiciéramos, pues nos salvamos de un viento que se levantó antes de que pudiesen hacer una cuarta parte de su travesía y continuó soplando fuertemente durante toda la noche. Como el viento soplaba del noroeste, les resultaba adverso, de manera que, con toda probabilidad, la piragua no pudo resistirlo y no llegaron a sus costas.

Más, volvamos a Viernes. Se ocupaba tanto de su padre, que durante un tiempo no me atreví a molestarlos. No obstante, cuando me pareció que podía dejarlo solo un momento, lo llamé y él se aproximó saltando y riendo, en extremo feliz. Le pregunté si le había dado pan a su padre y meneó la cabeza respondiendo: «No; perro feo, me lo como todo yo mismo.» Le di, pues, una torta de pan del pequeño zurrón que llevaba para este propósito y le ofrecí un poco de ron, el cual no quiso siquiera probar para guardárselo a su padre. Llevaba también dos o tres puñados de pasas y le di uno para su padre. Apenas se las hubo llevado, volvió a salir corriendo de la canoa, a tal velocidad que parecía embrujado, pues en verdad era el hombre más ágil que jamás hubiese visto. Podría decirse que corría tan rápidamente que hasta llegué a perderlo de vista por un instante. Le grité y lo llamé pero fue en vano. Al cabo de un cuarto de hora, regresó, un poco más lentamente que a la ida, pues, según pude ver mientras se acercaba, traía algo en las manos.

Cuando llegó hasta donde yo estaba, me di cuenta de que había ido hasta la canoa a por un jarro o vasija para llevarle un poco de agua fresca a su padre. Traía, además, dos galletas y unos panes. Me dio los panes y le llevó las galletas al padre. Como también me sentía muy sediento, tomé un sorbo. El agua reanimó a su padre mucho mejor que todo el ron o licor que yo le había dado, pues se estaba muriendo de sed.

Cuando su padre hubo bebido, llamé a Viernes para saber si quedaba agua. Respondió que sí y le ordené que le llevara un poco al pobre español, que necesitaba tantos cuidados como su padre. También le dije que le llevara uno de los panes que había traído. El pobre español, que estaba muy débil, reposaba sobre la hierba a la sombra de un árbol. Sus extremidades estaban entumecidas e hinchadas a causa de las fuertes ataduras que le habían hecho. Cuando Viernes se le acercó con el agua, se sentó y bebió. También tomó el pan y comenzó a comerlo. Entonces, me aproximé y le di un puñado de pasas. Me miró con una evidente expresión de gratitud en el rostro pero estaba tan fatigado por el combate que no podía mantenerse en pie. Dos o tres veces intentó incorporarse pero le resultaba imposible, a causa de la inflamación y el dolor en las piernas. Le dije que se quedara tranquilo e indiqué a Viernes que se las untara y friccionara con ron, como había hecho antes con su padre.

Mientras hacía esto, mi pobre y afectuosa criatura, volvía la cabeza cada dos minutos, quizás menos, para ver si su padre seguía en la misma posición en que lo había dejado. De pronto, al no poder verlo, se levantó y, sin decir una palabra, corrió hacia él tan rápidamente que parecía que sus pies no tocaban la tierra. Cuando llegó a la canoa y se dio cuenta de que su padre solo se había recostado para descansar las piernas, regresó inmediatamente hacia donde yo estaba. Entonces, le pedí al español que le permitiera a Viernes ayudarlo a levantarse para conducirlo a la barca y, de ahí, a nuestra morada, donde yo me haría cargo de él. Mas Viernes, que era joven y robusto, cargó sobre sus espaldas al español hasta la canoa, lo colocó con mucha delicadeza en el borde, con los pies por dentro, y lo acomodó al lado de su padre. Después, saltó de la piragua, la metió en el mar y remó a lo largo de toda la costa, mucho más rápidamente de lo que yo podía avanzar caminando, a pesar de que soplaba un viento muy fuerte. Habiéndolos traído a salvo hasta nuestra ensenada, los dejó en la canoa y salió corriendo a buscar la otra. Al pasar junto a mí, le pregunté a dónde iba y me respondió: «Busca más canoa.» Partió como el viento, pues, seguramente, jamás hombre o caballo corrieron como él, y llegó con la segunda canoa hasta la ensenada casi antes que yo, que iba por tierra. Así pues, me condujo hasta la otra orilla y se apresuró a ayudar a nuestros nuevos huéspedes a salir de la canoa. Pero ninguno estaba en condiciones de caminar, por lo que el pobre Viernes no supo qué hacer.

Me puse a pensar en una solución y decidí decirle a Viernes que los ayudase a sentarse en la orilla y que viniese conmigo. Rápidamente, fabriqué una suerte de carretilla para transportarlos entre ambos. Así lo hicimos pero cuando llegamos hasta la parte exterior de nuestra muralla o fortificación, nos hallamos ante una situación más complicada que la anterior, pues era imposible pasarlos por encima y yo no estaba dispuesto a derribarla. Viernes y yo nos pusimos nuevamente a trabajar y, en casi dos horas, construimos una hermosa tienda, cubierta con velas viejas y recubierta con ramas de árboles, en la parte exterior de la muralla, entre esta y el bosquecillo que había plantado. También hicimos dos camas con paja de arroz, encima de las cuales colocamos dos mantas; una para acostarse y otra para cubrirse.

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9782378079994
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