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Entonces, comenzamos a dialogar de la siguiente manera:

-Ustedes siempre son los mejores -le dije-, entonces, ¿cómo es que caíste prisionero, Viernes?

Viernes: Mi nación venció mucho.

Amo: ¿Venció? Si tu nación venció, ¿cómo caíste prisionero?

Viernes: Ellos más muchos que mi nación en el lugar que yo estoy; ellos toman uno, dos, tres y yo; mi nación venció a ellos en el otro lugar donde yo no estaba; allá mi nación toman uno, dos, muchos miles.

Amo: Entonces, ¿por qué tu bando no os rescató de vuestros enemigos?

Viernes: Ellos tomaron uno, dos, tres y yo en la canoa. Mi nación no tener canoa esta vez.

Amo: Pues bien, Viernes, ¿qué hace tu nación con los hombres que toma prisioneros? ¿Se los lleva y se los come como ellos?

Viernes: Sí, mi nación también come hombres, come todo.

Amo: ¿Dónde los lleva?

Viernes: A otro sitio que piensan. Amo: ¿Vienen aquí?

Viernes: Sí vienen aquí y a otro lugar. Amo: ¿Has estado aquí con ellos?

Viernes: Sí, he estado (y señala el extremo noroeste de la isla, que, al parecer, era su lado).

Así comprendí que mi siervo Viernes había estado antes entre los salvajes que solían venir a la costa, al extremo más remoto de la isla, para celebrar festines caníbales como el que lo había traído hasta aquí. Algún tiempo después, cuando hallé el valor de llevarlo a ese lado, el mismo que ya he mencionado, lo reconoció y me dijo que había estado allí una vez que se habían comido a veinte hombres, dos mujeres y un niño. No sabía decir veinte en inglés, de manera que colocó veinte piedras en fila y las señaló para que yo las contara.

He contado esto a modo de introducción para lo que sigue, pues, después de esta conversación, le pregunté a qué distancia estaba nuestra isla de sus costas y si alguna vez se perdían las canoas. Me respondió que no había ningún peligro, que jamás se había perdido ninguna canoa y que, adentrándose un poco en el mar, por las mañanas, el viento y la corriente se dirigían siempre hacia la misma dirección y, por las tardes, en dirección opuesta.

Comprendí que esto no era otra cosa que las fluctuaciones de la marea pero, más adelante, supe que se originaban en el gran curso y reflujo del poderoso río Orinoco, en cuya boca o golfo se encontraba nuestra isla. También comprendí que la tierra que se divisaba hacia el oeste-noroeste era la gran isla de Trinidad, que estaba al norte de la boca del río. Le hice miles de preguntas sobre el país, los habitantes, el mar, las costas y las naciones vecinas. Me contó todo lo que sabía con la mayor franqueza imaginable. Le pregunté los nombres de los diferentes pueblos de su gente pero no pude obtener otro nombre que el de los caribes, por lo cual inferí que me hablaba de las islas del Caribe, que nuestros mapas sitúan en la región de América que va desde la desembocadura del río Orinoco a la Guayana y hasta Santa Marta. Me dijo que, a una gran distancia, detrás de la luna, es decir, donde se pone la luna, que debe ser al oeste de su tierra, habitaban hombres blancos con barbas como yo y señalaba hacia mis grandes bigotes, que mencioné anteriormente. Me dijo que habían matado a muchos hombres, por lo que pude comprender que se refería a los españoles, cuyas crueldades cometidas en América se habían difundido por todas las naciones y se transmitían de padres a hijos.

Le pregunté si podía decirme cómo llegar hasta donde estaban aquellos hombres blancos desde aquí y me respondió que sí, que podía ir en dos canoas. No pude entender qué quería decir cuando hablaba de dos canoas, hasta que, por fin, con mucha dificultad, comprendí que se refería a un bote tan grande como dos canoas juntas.

Esta parte del discurso de Viernes me alegró mucho y, desde ese momento, concebí la esperanza de poder escapar algún día de este lugar y de que este pobre salvaje fuera el que me ayudara a conseguirlo.

Desde que Viernes estaba conmigo y había empezado a hablarme y a entenderme, quise inculcar en su alma los fundamentos de la religión. Un día le pregunté quién lo había creado y la pobre criatura no me comprendió en absoluto; pensaba que le preguntaba por su padre. Entonces, decidí darle otro giro al asunto y le pregunté quién había hecho el mar, la tierra que pisábamos, las montañas y los bosques. Me contestó que había sido el anciano Benamuckee, que vivía más allá de todo. No pudo decirme nada más acerca de esta gran persona, excepto que era muy viejo, mucho más que el mar, la tierra, la luna y las estrellas. Le pregunté por qué, si este anciano había hecho todas las cosas de la tierra, no era venerado por ellas. Se mostró muy serio e, inocentemente, me respondió:

-Todas las cosas le dicen « ¡Oh!»

Le pregunté si las personas que morían en su país iban a alguna parte. Me dijo que sí, que todos iban a Benamuckee. Entonces, le pregunté si los que eran devorados también iban allí. Me dijo que sí.

A partir de esto, comencé a instruirle en el conocimiento del verdadero Dios. Le dije, apuntando hacia el cielo, que el Creador de todas las cosas vivía allí arriba; que Él gobierna el mundo con el mismo poder y la Providencia con que lo había creado; que era omnipotente y podía hacerlo todo, dárnoslo todo y quitárnoslo todo. Así, poco a poco, fui abriendo sus ojos. Escuchaba con mucha atención y se mostró complacido con la idea de que Jesucristo hubiese sido enviado para redimirnos, con nuestra forma de orar a Dios y con que pudiese escucharnos, incluso en el cielo. Un día me dijo que si nuestro Dios podía escucharnos desde más allá del sol, debía ser un dios mayor que Benamuckee, que vivía más cerca y que, sin embargo, no podía escucharlos, a menos que fuesen a hablarle a las grandes montañas donde moraba. Le pregunté si alguna vez había ido allí a hablar con él y me dijo que no, pues los jóvenes nunca iban a hablar con él; los únicos que podían ir eran los viejos, a quienes llamaba oowocakee, y que son, según me explicó, sus sacerdotes o religiosos. Estos iban a decirle « ¡Oh!» (que era su forma de referirse a las plegarias) y regresaban para contarles lo que les había dicho Benamuckee. Entonces, pude darme cuenta de que el sacerdocio, incluso entre los paganos más ciegos e ignorantes, y la política de mantener una religión secreta para que el pueblo venere al clero, no solo se encuentra en la religión romana sino, tal vez, en todas las religiones del mundo, incluso entre los salvajes más bárbaros e irracionales.

Intenté aclarar este fraude a mi siervo Viernes y le dije que la pretensión de sus ancianos de ir a las montañas a decir « ¡Oh!» a su dios Benamuckee era una impostura; así como las palabras que supuestamente les atribuían, lo eran aún más; y que si hallaban alguna respuesta o hablaban con alguien en aquel lugar, debía ser con un espíritu maligno. Luego hice una larga disertación acerca del diablo, su origen, su rebelión contra Dios, su odio hacia los hombres, la razón de dicho odio, su afán por hacerse adorar en las regiones más oscuras del mundo en lugar de Dios, o como si lo fuera, y la infinidad de artimañas que utilizaba para inducir a la humanidad a la ruina. Le dije que tenía un acceso secreto a nuestras pasiones y nuestros sentimientos, mediante el cual nos hacía actuar conforme a sus inclinaciones, caer en nuestras propias tentaciones y seguir el camino de nuestra perdición por nuestra propia elección.

Me di cuenta de que no era tan fácil imprimir en su espíritu la correcta noción del demonio como la de la existencia de Dios. La naturaleza apoyaba todos mis argumentos para demostrarle la necesidad de una gran Causa Primera, de un poder supremo, de una providencia secreta y de la equidad y justicia de rendirle homenaje a Él, que todo lo había creado. Mas nada de esto figuraba en la noción de un espíritu maligno, su origen, su existencia, su naturaleza y, sobre todo, su inclinación por hacer el mal y arrastrarnos a hacerlo. Una vez, la pobre criatura me dejó tan perplejo con una pregunta, totalmente inocente e ingenua, que apenas supe qué contestar. Había estado hablándole largamente del poder de Dios, de su omnipotencia, del modo tan espantoso en que castigaba el pecado, del fuego devorador que aguardaba a los agentes de la iniquidad, de cómo nos había creado a todos y de cómo podía destruirnos a nosotros y al mundo entero en un instante. Mientras tanto, Viernes me escuchaba con mucha seriedad.

Entonces, le dije que el demonio era el enemigo de Dios en el corazón de los hombres, que usaba toda su maldad y su ingenio para derrotar los buenos designios de la Providencia y arruinar el reino de Jesucristo en la tierra, y otras cosas por el estilo.

-Pues bien -dijo Viernes-, tú dices, Dios es tan fuerte grande, ¿no es más fuerte, más poder que el demonio?

-Sí, sí, Viernes dije yo-, Dios es más fuerte que el demonio, Dios está por encima del demonio y, por lo tanto, rogamos a Dios que lo ponga bajo nuestros pies y nos ayude a resistir a sus tentaciones y extinguir sus dardos ardientes.

-Pero -volvió a decir-, si Dios más fuerte, más poder que el demonio, ¿por qué Dios no mata al demonio para que no haga más mal?

Me quedé muy sorprendido ante su pregunta, ya que, después de todo, aunque yo era un viejo, no era más que un aprendiz de doctor que carecía de las cualificaciones necesarias para hablar de casuística o resolver este tipo de problemas. Al principio, no supe qué decirle, de modo que fingí no haberle escuchado y le pregunté qué había dicho pero él estaba demasiado ansioso por escuchar una respuesta como para olvidar su pregunta, así que la repitió, con las mismas palabras quebradas de antes. Para entonces, ya me había repuesto un poco y dije:

-Al final, Dios lo castigará severamente. Está aguardando el día del juicio final, cuando será arrojado a un abismo sin fondo y morará en el fuego eterno.

Viernes no quedó conforme con esta respuesta y, repitiendo mis palabras, me contestó:

-Aguardando, final, mí no entiende, ¿por qué no matar al demonio ahora?, ¿por qué no gran antes?

-Podrías preguntarme también -le respondí-, ¿por qué Dios no nos mata a ti y a mí cuando hacemos cosas que le ofenden? Nos protege para que nos arrepintamos y seamos perdonados.

Se quedó pensativo un rato.

-Bien, bien -me dijo muy afectuosamente-, muy bien, así tú, yo, demonio, todos malos, todos protegidos, arrepentir, Dios perdona todos.

Nuevamente, me quedé muy sorprendido y esto fue para mí un testimonio de cómo las simples nociones de la naturaleza, si bien dirigen a los seres responsables hacia el conocimiento de Dios y, por consiguiente, al culto u homenaje de ese ser supremo que es Dios, solo una divina revelación puede darnos el conocimiento de Jesucristo y de la redención que obtuvo para nosotros, de un mediador, de un nuevo pacto y de un intercesor ante el trono de Dios. Es decir, solo una revelación del cielo puede imprimir estas nociones en el alma y, por consiguiente, el Evangelio de nuestro señor y salvador Jesucristo, quiero decir, la palabra de Dios, y el espíritu de Dios, prometido a su pueblo para guiarlo y santificarlo, son absolutamente indispensables para instruir las almas de los hombres en el conocimiento salvador de Dios y los medios para obtener la salvación.

Por tanto, interrumpí el diálogo que sostenía con mi siervo y me puse en pie a toda prisa, como si, súbitamente, tuviese que salir. Lo mandé ir muy lejos con cualquier pretexto y le rogué fervientemente a Dios que me hiciera capaz de instruir a este pobre salvaje en el camino de la salvación y guiar su corazón, a fin de que recibiese la luz del conocimiento de Cristo y se reconciliara con Él. Le rogué que me hiciera un instrumento de su palabra para que pudiera convencerlo, abrir sus ojos y salvar su alma. Cuando regresó, le di un largo discurso acerca del tema de la redención del hombre por el Salvador del mundo y de la doctrina del Evangelio, predicada desde el cielo; es decir, del arrepentimiento hacia Dios y de la fe en nuestro bendito Señor Jesucristo. Luego le expliqué, lo mejor que pude, por qué nuestro bendito Redentor no había asumido la naturaleza de los ángeles sino la de los hijos de Abraham y cómo, por esta razón, los ángeles caídos podían ser redimidos, pues Él había venido a salvar solo a los corderos descarriados de la casa de Israel.

Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduría en todos los métodos que adopté para instruir a esta pobre criatura y debo reconocer lo que cualquiera podría comprobar si actuara según el mismo principio: que, al explicarle todas estas cosas, me informaba y me instruía en muchas de ellas que antes ignoraba o que no había considerado en profundidad anteriormente pero que se me ocurrían naturalmente cuando buscaba la forma de informárselas a este pobre salvaje. Ahora indagaba estas cosas con mucho más ahínco que nunca antes en mi vida. Así, pues, aunque no sabía si, en realidad, este pobre desgraciado me estaba haciendo un bien, tenía motivos de sobra para agradecer que hubiese llegado a mi vida. Mis penas se hicieron más leves, mi morada infinitamente más confortable. Pensaba que en esta vida solitaria a la que estaba confinado, no solo me había hecho volver la mirada al cielo para buscar la mano que me había puesto allí, sino que, ahora, me había convertido en un instrumento de la Providencia para salvar la vida y, sin duda, el alma a un pobre salvaje e instruirlo en el verdadero conocimiento de la religión y la doctrina cristiana y para que conociera a nuestro Señor Jesucristo. Por eso digo que, cuando reflexionaba sobre todas estas cosas, un secreto gozo recorría todo mi espíritu y, con frecuencia, me regocijaba por haber sido llevado a este lugar, que tantas veces me pareció la más terrible de las desgracias que pudiesen haberme ocurrido.

En este estado de agradecimiento pasé el resto del tiempo y las horas que empleaba conversando con Viernes eran tan gratas, que los tres años que vivimos juntos aquí fueron completa y perfectamente felices, si es que existe algo como la felicidad total en un estado sublunar. El salvaje se había convertido en un buen cristiano, incluso mejor que yo, aunque tengo razones para creer, bendito sea Dios por ello, que ambos éramos penitentes, penitentes consolados y reformados. Aquí leíamos la palabra de Dios y su Espíritu nos guiaba como si hubiésemos estado en Inglaterra.

Me dedicada constantemente a la lectura de las Escrituras para explicarle, lo mejor que podía, el significado de lo que leía y él, a su vez, con sus serias preguntas, me convertía, como ya he dicho, en un estudioso de las Escrituras, mucho más aplicado de lo que habría sido si me hubiese dedicado meramente a la lectura privada. Hay algo más que no puedo dejar de observar y que aprendí de esta solitaria experiencia: resulta una infinita e inexpresable bendición que el conocimiento de Dios y de la doctrina de la salvación de Jesucristo estuvieran tan claramente explicados en la palabra de Dios y pudieran recibirse y comprenderse tan fácilmente que, con una simple lectura de las Escrituras, llegara a comprender que debía arrepentirme sinceramente por mis pecados y, confiando en el Salvador, reformarme y obedecer todos los dictados del Señor; todo esto, sin ningún maestro o instructor, quiero decir, humano. Así pues, esta simple instrucción bastó para iluminar a esta criatura salvaje y convertirla en un cristiano como ninguno que hubiese conocido.

Todas las disputas, controversias, rivalidades y discusiones en torno a la religión, que han tenido lugar en el mundo ya fueran sutilezas doctrinales o proyectos de gobierno eclesiástico, eran totalmente inútiles para nosotros, al igual que lo han sido, por lo que he visto hasta ahora, para el resto del mundo. Nosotros teníamos una guía infalible para llegar al cielo en la palabra de Dios y estábamos iluminados por el Espíritu de Dios, que nos enseñaba e instruía por medio de Su palabra, nos llevaba por el camino de la verdad y nos hacía obedientes a sus enseñanzas. En verdad, no sé de qué nos habría valido conocer profundamente esas grandes controversias religiosas, que tanta confusión han creado en el mundo. Pero debo proseguir con la parte histórica de los hechos y contar cada cosa en su lugar.

Capítulo 13 BATALLA CON LOS CANÍBALES

Una vez que Viernes y yo tuvimos una relación más íntima, que podía entender casi todo lo que le decía y hablar con fluidez, aunque en un inglés entrecortado, le conté mi propia historia, o, al menos, la parte relacionada con mi llegada a la isla, la forma en que había vivido y el tiempo que llevaba allí. Lo inicié en los misterios, pues así lo veía, de la pólvora y las balas y le enseñé a disparar. Le di un cuchillo, lo cual le proporcionó un gran placer, y le hice un cinturón del cual colgaba una vaina, como las que se usan en Inglaterra para colgar los cuchillos de caza pero, en vez de un cuchillo le di una azuela, que era un arma igualmente útil en la mayoría de los casos y, en algunos, incluso más.

Le expliqué cómo era Europa, en especial Inglaterra, de donde provenía; cómo vivíamos, cómo adorábamos a Dios, cómo nos relacionábamos y cómo comerciábamos con nuestros barcos en todo el mundo. Le conté sobre el naufragio del barco en el que viajaba y le mostré, lo mejor que pude, el lugar donde se había encallado aunque ya se había desbaratado y desaparecido. Le mostré las ruinas del bote que habíamos perdido cuando huimos, el cual no pude mover pese a todos mis esfuerzos en aquel momento, y que ahora se hallaba casi totalmente deshecho. Cuando Viernes vio el bote, se quedó pensativo un buen rato sin decir una palabra. Le pregunté en qué pensaba y, por fin, me dijo:

-Yo veo bote igual venir a mi nación.

Al principio no comprendí lo que quería decir pero, finalmente cuando lo hube examinado con más atención, me di cuenta de que se refería a un bote similar a aquél, que había sido arrastrado hasta las costas de su país; en otras palabras, según me explicó, había sido arrastrado por la fuerza de una tormenta. En el momento pensé que algún barco europeo había naufragado en aquellas costas y que su chalupa se habría soltado y habría sido arrastrada hasta la costa. Fui tan tonto que ni siquiera se me ocurrió pensar que los hombres hubiesen podido escapar del naufragio, ni, mucho menos, informarme de dónde provendrían, así que solo se lo pregunté después que describió el bote.

Viernes lo describió bastante bien, mas no lo llegué a entender completamente hasta que añadió acaloradamente:

-Nosotros salvamos hombres blancos ahogan.

Entonces le pregunté si había algún hombre blanco en el bote.

-Sí -dijo-, el bote lleno hombres blancos.

Le pregunté cuántos había y, contando con los dedos, me dijo que diecisiete. Entonces le pregunté qué había sido de ellos y me dijo:

-Ellos viven, ellos habitan en mi nación.

Esto me suscitó nuevos pensamientos, pues imaginé que podía ser la tripulación del barco que había naufragado cerca de mi isla, como la llamaba ahora. Después de que el barco se estrellara contra las rocas, viendo que se hundiría inevitablemente, se habían salvado en el bote y habían llegado a aquella costa habitada por salvajes.

Entonces, le pregunté más minuciosamente, qué había sido de ellos. Me aseguró que vivían allí desde hacía casi cuatro años, que los salvajes no les habían hecho nada y que les habían dado vituallas para su supervivencia. Le pregunté por qué no los habían matado y se los habían comido. Me contestó:

-No, ellos hacen hermanos -es decir, según me pareció entender, una tregua.

Luego añadió:

-Ellos no comen hombres sino cuando hace la guerra pelear- es decir, que no se comían a ningún hombre que no hubiese luchado contra ellos y no fuese prisionero de batalla.

Había transcurrido mucho tiempo después de esto, cuando, estando en la cima de la colina, al lado este de la isla, desde donde, como he dicho, en un día claro, había des cubierto la tierra o continente de América, Viernes, aprovechando el buen tiempo, se puso a mirar fijamente hacia la tierra firme y, como por sorpresa, se puso a bailar y a saltar y me llamó, pues me encontraba a cierta distancia. Le pregunté qué pasaba.

-¡Oh, alegría! dijo-, ¡oh, contento! ¡Allá ve mi país, allá mi nación!

Pude observar que una extraordinaria expresión de placer se dibujó en su rostro; sus ojos brillaban y en su semblante se descubría una extraña ansiedad, como si hubiese pensado regresar a su país. Esta observación me hizo pensar muchas cosas, que al principio me causaron una inquietud que no había experimentado antes respecto a mi siervo Viernes. Pensé que si Viernes volvía a su país, no solo olvidaría su religión, sino todas sus obligaciones hacia mí y sería capaz de informar a sus compatriotas sobre mí y, tal vez, regresar con cien o doscientos de ellos para hacer un festín conmigo, tan felizmente como lo hacía antes con los enemigos que tomaba prisioneros.

Pero cometía un grave error, del que luego me arrepentí, con aquella pobre y honesta criatura. No obstante, a medida que aumentaban mis recelos, por espacio de casi dos semanas, estuve reservado y circunspecto y me mostré menos amable y familiar con él que de costumbre. En esto también me equivocaba, pues la honrada y agradecida criatura no tenía ni un solo pensamiento que no fuera acorde con los mejores principios, tanto de un cristiano devoto como de un amigo agradecido, y así lo demostró después, para mi absoluta satisfacción.

Mientras duró mi desconfianza, podéis estar seguros de que me pasaba el día espiándolo para ver si descubría en él alguna de las intenciones que le atribuía. Más pude constar que todo lo que decía era tan sincero e inocente, que no podía hallar ningún motivo para alimentar mis sospechas. Finalmente, pese a todas mis inquietudes, logró que volviera a confiar en él plenamente, sin siquiera imaginar el malestar que sentía, lo cual me convenció de que no me engañaba.

Un día, mientras subíamos la misma colina, no pudiendo ver el continente, pues había mucha bruma en el mar, lo llamé y le pregunté:

-Viernes, ¿no deseas volver a tu país, a tu nación?

-Sí -me respondió-, está muy contento volver a su país.

-Y, ¿qué harías allí? -le pregunté-. ¿Te convertirías otra vez en un bárbaro, comerías carne humana y vivirías como un caníbal?

Me miró lleno de preocupación y, meneando la cabeza, me respondió:

-No, no. Viernes dice vive bien, dice rogar a Dios, dice comer pan de grano, carne de rebaño, leche, no come hombre otra vez.

-Pero, entonces te matarían.

Se mostró muy grave ante esto y luego contestó:

-No, ellos no matan mí, ellos aman mucho aprender.

Se refería a que ellos estaban deseosos de aprender y añadió que habían aprendido mucho de los hombres con barba que habían llegado en el bote. Entonces, le pregunté si quería volver con los suyos. Sonrió y me dijo que no podía regresar nadando. Le respondí que haríamos una canoa para él y me dijo que iría si yo le acompañaba.

-Yo iría -le dije-, pero ellos me comerían si voy.

-No, no -dijo-, yo hago no te comen, yo hago te quieren mucho.

Quería decir que les diría cómo yo había dado muerte a sus enemigos y le había salvado la vida para que me quisieran. Luego me dijo, lo mejor que pudo, que habían sido muy generosos con los diecisiete hombres blancos con barba, como solía llamarlos, que habían llegado hasta allí en apuros.

Desde aquel momento, debo confesar, sentí deseos de aventurarme y buscar el modo de reunirme con aquellos hombres barbudos, que debían ser españoles o portugueses. No dudaba que desde el continente y con buena compañía, encontraría un medio para escapar, mucho más viable que desde una isla a cuarenta millas de la costa, solo y sin ayuda. Así, pues, al cabo de unos días, reanudé la conversación con Viernes y le dije que le daría mi bote para regresar a su nación. Le conduje a mi piragua, que se encontraba al otro lado de la isla y, después de sacarle el agua, puesto que siempre la tenía sumergida, se la mostré y entramos los dos en ella.

Descubrí que era muy diestro en su manejo y que podía hacerla navegar con tanta habilidad y ligereza como yo. Cuando estaba dentro de ella, le pregunté:

-Y bien, Viernes, ¿vamos a tu nación?

Él se quedó estupefacto al oírme, al parecer, porque le parecía demasiado pequeña para ir hasta tan lejos. Le dije que tenía un bote más grande y, al día siguiente, fuimos al lugar donde estaba el primer bote que fabriqué pero no había podido llevar hasta el agua. Dijo que era lo suficientemente grande pero, como no lo había cuidado en veintidós o veintitrés años, el sol lo había astillado y secado y parecía estar algo podrido. Viernes me dijo que un bote como ese sería adecuado y que llevaríamos «mucha suficiente comida, bebida y pan», en su inglés entrecortado.

En resumidas cuentas, para entonces, estaba tan obsesionado con la idea de ir con Viernes al continente, que le dije que lo haríamos y construiríamos un bote tan grande como aquél para que él pudiese ir a su casa. No me respondió pero me miró con tristeza. Le pregunté qué le ocurría y me contestó:

-¿Por qué tú enfadado con Viernes? ¿Qué hice mí?

Le pregunté qué quería decir, asegurándole que no estaba enfadado con él en absoluto.

-¡No enfadado!, ¡no enfadado! -repitió varias veces-, ¿por qué envía a Viernes a casa a su nación?

-¿Me preguntas por qué, Viernes? ¿Acaso no has dicho que deseabas estar allá?

-Sí, sí -respondió-, desea que los dos está allí, no Viernes allí sin amo.

En otras palabras, no podía pensar en marcharse sin mí.

-¿Yo ir allí, Viernes? -le pregunté-, ¿qué puedo hacer yo allí?

Se volvió rápidamente:

-Tú hace gran mucho bien -dijo-, tú enseña hombres salvajes es hombres buenos y mansos. Tú dice conoce a Dios, reza a Dios y vive nueva vida.

-¡Ay de mí!, Viernes -dije-, no sabes lo que dices, soy un hombre ignorante.

-Sí, sí -contestó-, tú enseña mí bien, tú enseña ellos bien.

-No, Viernes -le respondí-, tú te marcharás sin mí y me dejarás viviendo aquí solo, como antes.

Al escuchar esto, volvió a mirarme con perplejidad y fue corriendo a buscar una de las azuelas que solía llevar consigo. La cogió con presteza y me la entregó.

-¿Qué debo hacer con ella? -le pregunté.

-Tú coge, mata a Viernes -dijo.

-¿Por qué habría de matarte? -volví a preguntarle. Me respondió rápidamente:

-¿Por qué envía lejos Viernes? Toma, mata Viernes, no manda lejos.

Dijo esto con tanta sinceridad que se le llenaron los ojos de lágrimas. En pocas palabras, descubrí claramente el profundo afecto que sentía hacia mí. Por su firme determinación, le dije en ese momento y, en lo subsiguiente, muchas lo repetí, que nunca lo enviaría lejos de mí, si su deseo era quedarse a mi lado.

En resumidas cuentas, en sus palabras hallé un cariño tan grande, que nada podría separarlo de mí, por lo que todo su interés en ir a su tierra, se fundamentaba en un amor ardiente por su gente y en la esperanza de que yo pudiese hacerles algún bien, cosa que yo, conociéndome como me conocía, no podía pensar, pretender ni desear. No obstante, yo sentía aún un fuerte deseo de escapar, que se basaba, como he dicho, en lo que pude inferir de nuestra conversación; es decir, en que allí había diecisiete hombres barbudos. Por lo tanto, sin más demora, Viernes y yo nos pusimos a buscar un árbol lo bastante grande como para hacer una gran canoa o piragua para el viaje. En la isla había suficientes árboles para fabricar una pequeña flota, no de piraguas y canoas, sino de barcos grandes. No obstante, lo más importante era que el árbol estuviese cerca de la playa, a fin de que pudiésemos meter la canoa en el agua, una vez la hubiésemos terminado y, de este modo, no cometer el mismo error que yo había cometido al principio.

Finalmente, Viernes escogió un árbol, ya que conocía mejor que yo el tipo de madera más apropiado para nuestro propósito. Ni aún hoy sería capaz de decir el nombre del árbol que cortamos. Solo sé que se parecía bastante al que nosotros llamamos fustete, o algo entre este y el nicaragua68, pues tenía un color y un olor bastante parecidos. Viernes quería quemar el interior del tronco para hacer la cavidad de la canoa pero le demostré que era mejor ahuecarlo con herramientas, lo cual hizo con gran destreza, una vez le hube enseñado a utilizarlas. Al cabo de un mes de ardua labor, la terminamos. Era una canoa muy hermosa, particularmente, porque cortamos y moldeamos el casco con la ayuda de las hachas, que le enseñé a manejar a Viernes, y le dimos la forma de un verdadero bote. Después de hacer esto, no obstante, tardamos casi quince días en desplazarla hasta el agua, pulgada a pulgada, utilizando unos grandes rodillos. Cuando lo logramos, vimos que podía transportar cómodamente a veinte hombres.

Una vez en el agua, me sorprendió ver la destreza y la agilidad con que la manejaba mi siervo Viernes y el modo en que la hacía girar y avanzar, a pesar de sus dimensiones. Le pregunté si creía que podíamos aventurarnos en ella.

-Sí -me dijo-, aventuramos en ella muy bien aunque sopla gran viento.

No obstante, yo tenía un plan que él no conocía. Consistía en hacer un mástil y una vela y agregarle un ancla y un cable. El mástil fue fácil de obtener, pues elegí un cedro joven y recto, de una especie que abundaba en la isla y que encontré cerca de allí. Le pedí a Viernes que lo cortara y le di instrucciones para que le diera forma y lo adaptase. La vela era mi preocupación principal. Sabía que tenía suficientes velas, más bien, trozos de ellas, pero como hacía veintiséis años que las tenía y no había tomado la precaución de conservarlas, puesto que no me imaginaba que llegaría a usarlas nunca para semejante propósito, no dudaba que estarían todas podridas, como en efecto lo estaban, en su mayoría. No obstante, encontré dos trozos que estaban en bastante buen estado y me puse a trabajar. Con mucha dificultad y con puntadas torcidas (podéis estar seguros) por falta de agujas, hice, por fin, una cosa fea y triangular que se parecía a lo que en Inglaterra llamamos vela de lomo de cordero. Esta iría amarrada a una botavara grande por abajo y a otra más pequeña por arriba, del mismo modo que las chalupas de nuestros barcos. Yo conocía su manejo perfectamente pues la barca en la que me había escapado de Berbería tenía una igual, como he contado en la primera parte.

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9782378079994
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