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3. MALOS PRESAGIOS

El siglo XVII inauguró una fase de depresión general en la Península Ibérica. Depresión temprana con respecto a Europa, y producida por un mercantilismo retenido a causa de la superestructura monopolista del momento. En medio de una enorme crisis general, las Cortes valencianas de 1626 marcan un hito dentro de la historia política valenciana, por su especial significación. Rodeada su convocatoria de una serie de extrañas circunstancias, tendrían también un final extraño. La petición del servicio, que por otra parte Olivares necesitaba a toda costa, fue una mera excusa para poder forzar la marcha normal de las sesiones de aquel parlamento, y eliminar así alguno de los privilegios que más fuerza daban a los estamentos, como el nemine discrepante. Los procedimientos legales de esas Cortes fueron deliberadamente violados por los representantes regios. De este modo, al finalizar aquellas sesiones, el organismo legislativo del reino había recibido un fuerte golpe que, unido al inicial de las Cortes de 1604, y al golpe final de 1645, determinaría su descomposición, con todo lo que ello significaba para Valencia. En definitiva, dentro de los planes de Olivares, estas reuniones fueron un paso más hacia la progresiva centralización y sumisión de la monarquía bajo la ley de Castilla.1

El 17 de diciembre de 1625 el rey mandaba cartas a los representantes del Reino de Valencia, convocándoles a Cortes particulares en Monzón. El 15 de enero del año siguiente se inauguraban las Cortes, sin la asistencia regia. Debió de ser por aquellos días cuando Felipe IV envió a los estamentos allí reunidos cartas conteniendo una proposición oficiosa, que sería la base de las futuras discusiones. En ellas se encontraba el meollo de la petición real, y a ellas contestaron los representantes en el memorial que aquí se comenta. Memorial que no está fechado, pero que debió de ser escrito antes de que el rey hiciera la proposición oficial, el 31 de enero de 1626, y a la que los estamentos respondieron con menor detalle y mayor violencia que en esta ocasión.2

Con gran sentimiento y ruido para revocar la orden, fueron los valencianos a «ochenta leguas de sus casas», a obedecer la voluntad real. Estribaba el inconveniente, fundamentalmente, en los fueros violados más que en la distancia que separaba Monzón de Valencia, y en la brevedad de la convocatoria. Más tarde, en el contrafur 9, se mencionarán las violaciones hechas, que se repetirán machaconamente a lo largo del proceso de las Cortes.3 La primera de las consideraciones hechas al rey, a la vista de sus cartas, era el deplorable estado en que el Reino había quedado tras la expulsión de los moriscos en 1609. Una expulsión que, además de ser antiforal, según se señalará en el contrafur 29, había privado al Reino del 22-30 % de su población total. Las consecuencias de este despoblamiento se dejaban sentir por todas partes. De un lado, la ciudad de Valencia pagaba cada año más de 14.000 escudos en contribuciones e impuestos, y las rentas que poseía no bastaban para satisfacerlos. De otra, había descendido considerablemente el arrendamiento de las sisas desde el 2 de junio de 1625, en que había expirado el plazo, y el comercio había mermado considerablemente a consecuencia de las guerras de Italia, Francia e Inglaterra. En el aspecto jurídico se ve todo esto reflejado en algunos de los fueros aprobados al término de estas Cortes, encaminados a eliminar privilegios y a reducir sueldos y efectivos, con objeto de que las arcas de la ciudad estuviesen menos vacías.4

Tampoco andaban demasiado bien las cosas en la Generalidad. La iglesia de Santa María de Monzón, donde se celebraban las sesiones de Cortes, tuvo que ser arreglada por los aragoneses, y para poder asistir el diputado y demás ministros, debió adelantar el rey 4.000 ducados del dinero asignado a la visita del obispo de Segorbe.

Contrasta tanta penuria con la abundancia de medios descrita por mosén Porcar, al describir las partidas del jurado en cap y del canónigo de la Seo de Valencia hacia Monzón. Tal vez exageraban los representantes del Reino. De todos modos, los furs muestran una constante preocupación por reducir gastos y personal extraordinario de la Diputación. Resulta especialmente interesante el fur 153, por el que el rey aprueba una considerable reducción de salarios de todos los funcionarios de la Generalidad, desde los diputados a los guardias y porteros, con el fin de equilibrar el déficit presupuestario existente en aquella.5

A causa de la miseria general no había quien arrendase las rentas reales, disminuyendo de valor, y los municipios pedían constantes reducciones de las cargas que pagaban, abrumados sus moradores con pleito de acreedores. Al no poder satisfacer las imposiciones dinerarias que tenían, para evitar el embargo judicial muchos dejaban sus escasas pertenencias en conventos o casas de personas exentas de tributos, abandonando sus domicilios, con lo que algunos municipios empezaban a despoblarse todavía más de lo que estaban. La expulsión de los moriscos sería paliada por el regreso y asentamiento de muchos de ellos, si bien las condiciones de repoblación no favorecieron el empeño, lo que tampoco favoreció al resto de la población que quedó en el Reino. El problema básico se había planteado, al hacerse muy difícil el cobro de censales.6

Los señores de los lugares del Reino también tenían pleito de acreedores y debían vivir con muy escasos recursos. Lo mismo sucedía a los que poseían sus haciendas en lugares de casas que no podían pagar, por lo que estaban haciéndose balances del estado de las propiedades de señores y acreedores, para que constase oficialmente. Todo ello estaba en relación directa con las peticiones hechas al rey para obtener reducciones de censales, en orden a paliar la escasez de recursos en que Valencia había quedado. No obstante, la Santa Iglesia metropolitana y su estado eclesiástico, en estas Cortes, suplican al rey la eliminación de la reducción hecha, por «el gravamen y perjuicios que contra la libertad e Inmunidad Eclesiástica se ocasionarán de ella».7

Al estar situadas en lugares de moriscos y censos, las rentas eclesiásticas habían sufrido pérdidas similares, «y como cadena, todos los oficiales y gente de pueblo, pues no teniendo los poderosos qué gastar, les falta su ganancia y vivienda». De hecho, al comienzo de estas Cortes había más de 1.500 casas vacías en el Reino, bajando rápidamente los alquileres de las demás. Ya algunos años antes, en 1610, el virrey de Valencia, marqués de Caracena, había escrito a Felipe III, refiriéndose al estado del Reino: «porque la mayor parte de él vive de responsiones de censos y no se cobra ni puede cobrar cantidad alguna d’ellos con execuciones o sin ellas… y los que los responden… no pueden pagar porque no cobran sus frutos».8

Indudablemente era exagerada la patética descripción que, en este memorial, hicieron los estamentos del estado del Reino. Aún así, era cierto que Valencia estaba atravesando un período de fuerte estrechez económica, pareciendo cumplirse así la profecía de san Juan de Ribera, en un informe enviado a la Corte en diciembre de 1608, y en el que comentaba la miseria que seguiría a la expulsión en las ciudades y lugares del Reino.

Distinto era el asunto de la guardia de costa, en la que Valencia gastaba cerca de 30.000 ducados anuales, sin recibir contribución alguna del rey. Con objeto de limitar los gastos al respecto, se solicitó en el fur 2 el cumplimiento del fur 193 de las Cortes de 1585, a fin de que solamente saliera la guardia en casos de extrema necesidad. Así, no parecía tener el monarca excesivas deferencias con Valencia, cuando era de aquí de donde recibía el grueso de las rentas de la Corona de Aragón, con las que pagaba los salarios de los virreyes y sus guardas.

Pero el caballo de batalla, y eje fundamental de la proposición, era la Unión de Armas, «que sin duda sería eficacísima» para los demás Reinos de la monarquía. No así para el de Valencia. Al no tener fronteras con enemigo alguno, no podía ser invadido por tierra. No existiendo una plaza fuerte donde refugiarse, caso de ser atacado por mar debería emplearse a fondo en defender su flota –y prepararse para repeler el ataque– en tan breve plazo, que antes de que pudieran acudir los demás reinos con el socorro prometido en la citada Unión, la ciudad estaría deshecha y saqueada. Además, era muy improbable que las potencias nórdicas se atreviesen a un desembarco en las costas de Valencia, teniendo presas más fáciles en las costas de la fachada atlántica, menos alejada de sus dominios. Francia no poseía una marina fuerte, y los corsarios argelinos recogían a diario importantes botines frente a sus costas, como para tentar una suerte nada cierta más al norte del Mediterráneo.

Quedaba claro pues que la Unión de Armas no podía interesar al Reino de Valencia y que, en el mejor de los casos, podía aceptarse sólo para prestar ayuda a los demás reinos hispánicos, aunque, en la coyuntura de 1626, la situación de los valencianos no era la más idónea para permitirse ayudas de esas características.

Hechas todas estas consideraciones, los representantes del Reino formulaban, con exquisito tacto, una queja a Felipe IV por las pretensiones que había mostrado en su proposición, y dejaban incluso entrever una acusación de incumplimiento de promesa hecha por su padre.

Según determinadas leyes del Reino, estaba instituido que el rey «de tres en tres anys personalment haja de tenir Corts generals en lo regne de Valencia als habitants en aquell». Además, cada monarca, al comienzo de su reinado, debía convocarlas en los distintos Reinos, para allí jurar sus fueros y privilegios. Las últimas Cortes habían sido celebradas en 1604, y Felipe IV había comenzado a reinar en 1621. Quiere esto decir que habían estado veintidós años en Valencia sin tener Cortes, y cinco esperando que el nuevo rey viniera a prestar juramento. Dada la pobreza de medios en que había quedado Valencia tras la expulsión morisca, no se le había pedido al monarca que convocara unas Cortes, pero esperaban que cuando lo hiciera, fuese para repararles de los daños que había sufrido el Reino, a consecuencia del decreto de 1609, tal y como hubiera prometido Felipe III.9

En lugar de obtener la reparación tan esperada, se encontraban los estamentos con una convocatoria en Monzón, hecha a toda prisa, y una proposición en que se pedía al Reino un servicio en hombres y dinero, a la mayor brevedad posible.

No tuvieron los representantes valencianos coraje para reaccionar con la energía de los catalanes, ante la serie de violaciones forales de que fueron objeto en tan breve espacio de tiempo. A pesar de que la Unión de Armas era perjudicial para el Reino, se limitaban a hacer constar su protesta, pasando a considerar el aspecto crematístico de la proposición real.

Los tres brazos se hallaban bastante debilitados por las razones vistas anteriormente. Las nuevas exigencias tributarias de Olivares venían a significar la «ruina del Reino». «Los expedientes que han practicado traen consigo tantas dificultades que casi miran a imposibles», habían dicho los representantes. No obstante, exponían que, si el rey consintiera en que el pago fuera hecho de una sola vez, los esfuerzos que el pueblo tendría que hacer quedarían reducidos a uno. De este modo, no dudarían los valencianos en quedarse sin lo imprescindible, a ser preciso, sabiendo que al año siguiente no iban a tener que pagar más. Lo que querían, en realidad, era evitarse un nuevo tributo permanente que, sumado a los que ya tenían, vendría a empeorar su situación actual. El argumento no parecía equivocado si, al servicio que pudieran ofrecer, se añadía el ahorro de gastos burocráticos que, de esta forma, irían a engrosarlo.10

En las Cortes valencianas del año 1528 se había fijado el subsidio en 100.000 libras, manteniéndose invariable hasta las de 1604, en que se aumentó a 400.000. En las Cortes celebradas bajo Felipe II, fueron concedidos 13.000 ducados adicionales, de los 33.000 que se consignaron para los agravios (greuges), con el fin de no exceder la suma establecida oficialmente en 1528. Querían hacer ver así, al actual rey, la buena voluntad con que siempre habían obrado los brazos del Reino. Lo cierto es que su magnanimidad comenzaba a pesarles; para satisfacer el último servicio tuvieron que cargar nuevos impuestos que, en veintidós años, no habían podido ser cobrados, al irrumpir la catástrofe de 1609. En el fur 70 pedirían, sin obtenerlo, la remisión de las cantidades adeudadas al rey hasta la celebración de las Cortes que estudiamos.11

Con lo único que no transigían era con ofrecer una determinada cantidad de hombres, buscando luego los arbitrios para su pago, pues «no es decensia ofrecer lo que no saben si podrán cumplirlo». Lo que en realidad estaban diciendo los estamentos era que no estaban en condiciones de otorgar una «cantidad de gente», no un servicio –naturalmente en dinero– como afirma Carrera Pujal.12

¿Blandura, miedo o falsas justificaciones? Ésta es la primera cuestión que se plantea, al examinar la respuesta que dan los estamentos al memorial de Felipe IV.

Por debajo del tono suave y diplomático en que está redactado el documento, parece advertirse un miedo a oponerse a los deseos del rey. Demasiado preocupados con que fueran juradas sus leyes, quizás los representantes valencianos no calibraron en toda su amplitud la importancia de la aceptación de una propuesta de ese tipo en aquellos momentos. Se ha escrito mucho sobre el peso que Olivares tuvo en las decisiones tomadas en aquellas reuniones. No lo ponemos en duda. Hay, además, documentos que lo confirman; pero no fue Olivares el único que influyó en las resoluciones tomadas. Si admitimos la redacción de este documento en una de las primeras sesiones de las Cortes, habremos de admitir también la presencia activa de unos intereses creados, que suavizaron las opiniones de los representantes en perjuicio del pueblo al que representaban, principalmente las capas medias y bajas de la población. Unos intereses que se acrecentarían ante las promesas de concesión de títulos al finalizar las Cortes.

En la última parte de este capítulo, se señalaba una de las muchas paradojas que se produjeron en estas reuniones de 1626. Quizás la más grande de todas ellas fuera la concesión del servicio más alto otorgado en la Historia de las Cortes valencianas (1.080.000 libras), en la época de mayor depresión económica del Reino. ¿Estaba verdaderamente Valencia tan esquilmada como ha parecido deducirse de la mayoría de documentos? Boronat transcribe alguno donde se habla de que hubo nobles que incluso salieron beneficiados con la expulsión. Quiero apuntar con ello, simplemente, que la cuestión de las consecuencias de la expulsión morisca no está definitivamente zanjada, como este mismo memorial puede inducir a sospechar.

De poco sirvieron a los estamentos, el tacto y la suavidad de modales en su respuesta a Felipe IV. A la postre, a pesar de haber querido huir del establecimiento de una contribución permanente, al acabar aceptando el pago de 1.800.000 libras en quince años, la habían establecido. Lo que, en definitiva, prevaleció en las leyes sancionadas en aquellas reuniones de Cortes fue el afán de introducir economías en todas ellas, como señala Martínez Aloy. No andaba falto de razón Olivares, cuando, en enero de 1626, hacía referencia a la blandura de los valencianos para convocarles unas Cortes de estas características y con estos condicionantes.13

4. VUELTA DE TUERCA

Oid Aragón malas nuevas

que por teneros por justo,

os rindieron por su gusto

los escrivas Villanuevas

Vendióle Olocáu fiero,

lo eclesiástico le hirió

el Jurado le mató

ministros le amortajaron

cavalleros le lloraron

y Olivares le enterró…1

Estas dos estrofas, entresacadas de unas décimas populares, aparecieron inesperadamente en Valencia el día en que era votado el servicio ofrecido por los representantes del Reino en las Cortes de Monzón de 1626. Es evidente que los versos van referidos a éste; su sarcasmo, rayando en lo morboso, pone de manifiesto, mucho mejor de lo que podamos explicar algunos siglos después, el sentir del pueblo valenciano tras aquellas Cortes.

El siglo XVII europeo se había abierto bajo el símbolo de una grave crisis de subproducción, con todas las consecuencias que ello acarreaba. Las revoluciones que estallaron a mediados de la centuria en diversos puntos del continente (Países Bajos, Cataluña, Portugal, Inglaterra…), no eran sino parte de un mismo fenómeno global, mostrándose, en última instancia, como una revolución general.2

La monarquía hispánica, situada en el centro de la política mundial del momento, no podía ser ajena a la tendencia secular. Pese a que Castilla seguía aumentando su posición preponderante en el imperio español, los comienzos del Seiscientos son fundamentalmente el período del ocaso castellano. Este fenómeno explicará gran parte de la historia política española en las décadas de 1620 y 1630. El hecho de que, mientras subsistiesen los fueros y libertades de la Corona de Aragón, ésta no contribuiría a las necesidades del rey en proporción comparable a la de Castilla, se convirtió en un argumento de vital importancia en los últimos años de Felipe III y dio nueva significación y urgencia a las peticiones, ya clásicas, de castellanización de España.3

Al acentuarse la inflación a partir de 1621, cuando el país comienza a realizar un gran esfuerzo bélico, el conde-duque de Olivares tiene que empezar a pensar en movilizar ingentes recursos de los miembros no castellanos del imperio. Simultáneamente, era necesario realizar una serie de reformas institucionales, que permitieran el control de las diferentes capas sociales y dieran una nueva fisonomía a la monarquía española.

Fruto de estas exigencias es el Informe secreto sobre materias de Gobierno, elevado por Olivares a Felipe IV a fines de 1624. «El largo memorial secreto al rey… iba seguido de un memorial más breve, destinado a su publicación, que exponía un proyecto que debía llamarse Unión de Armas». Valencia no sería otra cosa que una pieza más a insertar dentro de los planes integracionistas del conde-duque, y las Cortes de 1626 fueron el mecanismo institucional para establecer el despegue legal del proceso.4

Apenas se hizo público el informe de Olivares, comenzaron a movilizarse las cancillerías de la corte con objeto de arbitrar los medios necesarios para la realización del plan. Así, el 5 de enero de 1625 llegaba al Consejo de Aragón una orden de Felipe IV en la que se daban instrucciones generales, para pedir a los distintos reinos la contribución económica que aquél necesitaba. Contenía la orden una serie de normas generales para toda la Corona, que debían inspirar las instrucciones particulares a elaborar según la estructura de cada uno de los reinos de la misma. Sin embargo, tanto éstos como los demás impuestos que se crearon, estaban ideados con una finalidad exclusivamente recaudatoria, descuidando los efectos regresivos que éstos pudieran obrar en la actividad económica de la Corona de Aragón.5

El 10 de mayo de 1625 salía una carta de Aranjuez, firmada por Felipe IV y dirigida al virrey de Valencia, marqués de Povar; su contenido estaba en la más pura línea de lo indicado unos meses antes en la consulta del Consejo de Aragón. Asimismo, fueron enviadas cartas a los barones de los lugares del Reino, comunicándoles que, a través del virrey, conocerían el estado en que se hallaba la monarquía y que el rey esperaba su colaboración para poder seguir proveyendo, como hasta entonces, las defensas y prevenciones necesarias al mantenimiento de los reinos.6

Mientras, el Reino era totalmente ajeno a lo que se fraguaba en la Corte matritense, creyendo que, de serle convocadas cortes, éstas serían para ofrecer a Valencia «satisfacción y reparo de los daños que conosía seguírseles por la expulsión [morisca]», según había prometido Felipe III. Pero, tal vez lo más alevoso de todo este planteamiento fue el hecho de que no se hablara hasta el último momento de la Unión de Armas, presentando el donativo como voluntario y de utilización exclusiva para las necesidades del Reino. De ser esto cierto, hubiera existido una clara contradicción entre los fines teóricos de la Unión y los medios puestos en práctica para su consecución.7

De cualquier forma, el marqués de Povar había intentado que el dinero ofrecido por Valencia fuera solamente utilizable para el Reino y había puesto de manifiesto también las dificultades inherentes al cobro del donativo indicado. Olivares esquivó hábilmente la primera objeción e hizo caso omiso de la segunda, pero el virrey había salvado, al menos, su prestigio personal de cara a los estamentos.8

A pesar de que los primeros contactos con el Reino no habían sido muy satisfactorios, a juzgar por los informes de Povar, Felipe IV, firme en sus intenciones, despachó cartas de convocatoria de Cortes a los tres brazos del Reino de Valencia el 17 de diciembre 1625. La convocatoria estaba señalada para Monzón el 15 de enero 1626.9

Tres días después de haber sido despachadas las cartas, el regente (consejero) por el Reino de Valencia en el Consejo de Aragón, D. Francisco de Castelví, pronunciaba ante el estamento militar, por encargo del rey, un largo discurso, obra maestra de la oratoria política. Comenzaba éste –ante una audiencia de 101 nobles y 71 caballeros– en tono suave, señalando el peligro patente en que se encontraban continuamente los vasallos del rey, atacados por diversas potencias; para defender las posesiones españolas había sido necesario fletar una importante escuadra, con lo que la real hacienda había quedado considerablemente mermada y las costas peninsulares un tanto faltas de protección. Ello obligaba a reforzar notablemente la defensa del litoral español, para evitar serios contratiempos, especialmente en la Corona de Aragón, dada su peculiar situación geográfica. Hacía ya más de un siglo que los reyes venían ayudando a esta empresa con dinero castellano e indiano.

Continuaba el discurso con una serie de reproches a los valencianos, puesto que, en otros tiempos, la Corona de Aragón se había defendido con sus propios medios de los ataques enemigos; además, había ampliado sus territorios con nuevas adquisiciones y conquistas, gracias al patrimonio y las rentas de sus reyes y las de sus vasallos. En ese momento el monarca gastaba su patrimonio en los salarios de sus ministros y las mercedes hechas a sus vasallos, mientras que los servicios, además de ser cortos, eran invertidos en las necesidades que tenía la Corona misma.10

Cambiaba luego el tono de la oración para señalar que, en momentos tan graves como los que estaba atravesando la monarquía, el mejor modo de defenderla era uniéndose todos los reinos para acudir unos a la defensa de los otros. Y era reforzada esta propuesta con las opiniones reseñadas en los fueros y privilegios de Alfonso I y Pedro IV, entre otros, que hablaban en ese sentido. Señalaba el regente que era tan justo que los reinos se unieran para ese fin, que no hacía falta persuadir a nadie de ello, al ir en beneficio del bien común; y añadía que, por tanto, el tener que convencer a alguien no podía menos que resultar sospechoso.

A lo largo de esta tercera parte del discurso se había ido presionando al estamento con una argumentación clara y ágil, para llegar al punto central de la oración: la necesidad de reclutar gente de guerra, señalando las instrucciones concretas, y sin ninguna opción, de cómo hacerlo. Una vez estuvieran éstas dispuestas, el rey viajaría a los diversos reinos de la Corona para celebrar Cortes, jurar sus fueros y privilegios y «favorecer con su real presencia a tan buenos y leales vasallos».11

Se podía advertir en el discurso de Castelví la sutileza y maestría del conde-duque. Su organización era perfecta y de un gran impacto psicológico. El terreno había sido previamente abonado con una carta enviada por Felipe IV al brazo militar, en noviembre de 1625, señalándole el estado en que se hallaba la monarquía. La presencia del regente venía a ser un refuerzo de la acción emprendida por el virrey y las cartas de convocatoria enviadas por el monarca. Sin embargo, algunos de los reproches que se hacían a los valencianos eran injustificados: ni los subsidios habían sido tan cortos en las últimas ocasiones –desde 1528 se habían fijado en 100.000 libras– ni era culpa exclusiva del Reino el haber perdido su hegemonía del siglo XV.12

Hay que pensar, además, que la acción de Castelví había sido dirigida particularmente contra el brazo militar, al ser éste el mayor y más poderoso de todos los estamentos y reunir en su seno a casi toda la nobleza nativa valenciana, de la que podían esperarse importantes aportaciones económicas.

Algunos días después de haber tenido lugar el discurso del regente, se reunían los tres brazos en torno a las cartas de convocatoria. Como el plazo señalado era muy corto y el lugar indicado para la celebración de Cortes estaba fuera del Reino –lo que iba contra los fueros y privilegios de Valencia–, los brazos militar y real se apresuraron a enviar una embajada al monarca, encabezada por Cristóbal Crespí de Valldaura, para que estos problemas fueran subsanados. Tan sólo quedaría al margen de esta acción el brazo eclesiástico, cuyo síndico, recibida la carta de convocatoria, se limitó a recomendar al mismo que obedeciera al rey en todo cuanto ordenase.13

No constituye un secreto el hecho de que esa histórica embajada tuviera un fracaso estrepitoso; sin embargo, fue el primero de una larga serie de reveses que terminaron desmontando el mecanismo de autodefensa legal del Reino al final de estas Cortes. Desde un primer momento los tres estamentos habían llevado una acción apenas coordinada y de intensidad desigual; la frustrada embajada a Madrid en diciembre de 1625 fue una muestra de ello: mientras el brazo militar centraba sus esfuerzos en el nombramiento de los electos que deberían ver al monarca, el brazo real simultaneaba esta tarea con la de elegir sus síndicos para Monzón, y el brazo eclesiástico se afanaba en ultimar los preparativos para ir a las Cortes. La reacción desigual de los representantes del Reino respondía fundamentalmente a los distintos intereses particulares que trataban de defender nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades y villas con voto en Cortes. De esta división sólo una persona iba a salir beneficiada: el conde-duque de Olivares.

Tal y como se había previsto, el 15 de enero de 1626 comenzaban en Monzón las sesiones de Cortes, aunque sin la asistencia de Felipe IV. Fue necesario realizar tres prórrogas sucesivas hasta que, el 31 de enero, llegara el monarca a inaugurar la Asamblea. A partir de la segunda prórroga, como en todas las demás que se realizaron después, los tres brazos comenzaron a protestar de la brevedad de la convocatoria y del lugar en que se hacía, a tenor de lo dispuesto en las leyes valencianas. La misma protesta fue presentada al rey el día de su llegada a Monzón, al tiempo que los tres brazos en bloque –era la primera y única vez que lo harían– alzaban su voz contra la propositio (discurso) real, hecha antes de jurar los fueros de Valencia. En el Discurso de la Corona el rey solicitaba la ayuda económica del Reino, pidiendo que el donativo fuera concedido con la mayor brevedad posible. Esto era cuanto Felipe IV pretendía sacar en claro de aquellas reuniones. Su valido, como veremos posteriormente, iba más allá de la mera contribución económica.14

Tras la sesión formal de apertura se abrió una nueva etapa de ocho prórrogas, más rutinarias si cabe que las anteriores, que culminaron con el regreso a Cortes del rey el 24 de febrero. El motivo de su nueva visita a las sesiones, que en teoría debía presidir constantemente, era jurar en sus cargos a los tratadores elegidos por los síndicos de los tres brazos, y a los examinadores de agravios. De este modo, las Cortes podían funcionar a pleno rendimiento y al monarca le era posible ocuparse de asuntos más embarazosos, como el Tratado de Monzón, que debía firmarse por aquellos días, o las Cortes catalanas, reunidas en Lérida.15

Olivares, entretanto, había estado intentando limar asperezas en el seno del estamento militar, si bien con escaso éxito. Tampoco fueron muy convincentes las razones que el rey daba a los estamentos para que aceptasen poner a su servicio un ejército de 6.000 hombres. Los tres brazos habían explicado ya suficientemente al monarca el desinterés que la Unión de Armas tenía para Valencia. Así, viendo que las últimas gestiones realizadas no habían arrojado el resultado apetecido y que el asunto de la concesión del servicio había entrado en punto muerto, Felipe IV y el conde-duque comenzaron a endurecer sus posturas.16

El 2 de marzo de 1626 el rey enviaba una carta a los estamentos en la que, entre otras cosas, decía que esperaba le sirvieran en muy breve plazo, pues era tanta su necesidad que, de lo contrario, no se podía considerar servido. Respondieron los estamentos al comunicado del monarca que su dilación era debida al deseo de servirle bien y no prometer algo que luego les fuera imposible dar; además había de tenerse en cuenta la situación del Reino, y el hecho de que corriera a cargo de los brazos el cuidado del beneficio de éste. El dilema que se planteaba a los estamentos, especialmente al eclesiástico y el real, no era pequeño; por una parte, se resistían a embarcar a Valencia en el pago de una contribución que, además, de dislocar su economía, podía acabar con su independencia; por otra, la obtención de una serie de privilegios y prerrogativas que les concediera mayor capacidad de maniobra era algo nada despreciable. Es en este sentido como creo que debe interpretarse el comentario de Dormer:

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