Читать книгу: «Al hilo del tiempo», страница 7

Шрифт:

Parte II

PODERES EN FORMACIÓN

1. MECENAZGO Y BUROCRACIA

Históricamente, el concepto de mecenazgo ha estado asociado, casi con exclusividad, al apoyo económico y político otorgado por los ricos y los poderosos para el desarrollo de las artes y la cultura en su más amplia acepción. De ahí que la literatura antropológica sobre el mecenazgo haya destacado la naturaleza dual del contrato, esto es, «el vínculo personal entre dos personas, y no entre una persona y una colectividad (o una institución)».1

Es necesario, sin embargo, ampliar el punto de mira del mecenazgo; primeramente, para no perder de vista la red de actitudes mentales y conexiones sociales que proporcionan sus estructuras de apoyo. Y en segundo lugar, y por lo que aquí nos interesa, para poder explicar la coherencia y el funcionamiento de un sistema social centrado en la universidad de elite de la Edad Moderna española.2

Ahora bien, esa consideración más amplia del fenómeno mecenal va necesariamente ligada al fenómeno del patronazgo. Uno y otro están frecuentemente ligados y a menudo se complementan. El primero, el mecenazgo, supone una acción protectora acompañada de un gasto, mientras el segundo, el patronazgo, implica solamente protección. Ambos presentan una relación entre protector y comanditarios, y comportan una satisfacción personal (o institucional) para el bienhechor. Y si bien mecenazgo y patronazgo no tienen que ir siempre unidos, la cabal comprensión de la función mecenal desempeñada por los colegios universitarios españoles calificados de mayores, obliga a considerar conjuntamente esas dos manifestaciones de una acción común: la protectora. Por lo que respecta al fenómeno estrictamente mecenal, Guy Fitch Lytle había desbordado ya los horizontes clásicos del mismo, al estudiar la Universidad de Oxford en el tránsito del Medioevo al Renacimiento.3

Con el desarrollo de la monarquía pontifical en el siglo XIV y el consiguiente crecimiento de la maquinaria administrativa, aumenta la necesidad de personal cualificado en todos los niveles de la organización eclesiástica. Ello conduce, como es sabido, al desarrollo del derecho canónico y al incremento de la demanda de graduados en ambos derechos, que tuvieran además estudios de teología. En consecuencia, los papas de Avignon despliegan una política universitaria de triple dirección: desarrollo de las facultades de derecho, creación de universidades, y estímulo para la creación de fundaciones de origen principesco. Las dos primeras medidas, aunque permitían disponer de centros donde se enseñaran los saberes útiles que el papado necesitaba, no resolvían el problema de proporcionar una educación a quienes tuvieran capacidad intelectual, pero no medios económicos. Esta circunstancia privaba a los papas –y también a los monarcas– de un buen número de servidores útiles a sus intereses, y fieles a la vez. La creación de colegios universitarios –tercera de las medidas auspiciadas por los pontífices de Avignon– trata de solucionar, al menos parcialmente, ese problema.4

De cualquier forma, antes de explorar esas creaciones del siglo XIV, creo que es útil recordar las finalidades que las mueven y las distintas razones que motivan la fundación de los primeros colegios universitarios. De ese modo, podremos situar adecuadamente los colegios mayores españoles en el contexto europeo y explicar mejor su función.

La idea original de los colegios, cuando surgen en el siglo XII, era la de una fundación benéfica, para dar alojamiento y manutención a estudiantes pobres. Robert de Sorbon hace avanzar esa concepción simple, al crear un colegio, a mediados del siglo XIII, para profesores universitarios necesitados, con objeto de promover el estudio de las principales disciplinas (teología fundamentalmente). Se trataba con ello de ofrecer al clero secular las mismas oportunidades que tenía el clero regular. Los primeros colegios medievales ingleses van a seguir ese modelo. Su finalidad no era la de promover una educación humanística en general, sino «un régimen de estudios superiores unido a una necesidad profesional especializada y, para los mejor dotados intelectualmente, una oportunidad de investigar profundamente en los aspectos de una disciplina elegida». Ese era pues el sentido de la primera generación de colegios universitarios. Los fundadores de colegios del siglo XIV querían, sin duda alguna, paliar la escasez de profesores causada por la falta de maestros competentes «y reemplazar a los clérigos que las terribles plagas y las miserias de la guerra en 1359 habían diezmado». Pero, sobre todo, esos fundadores trataron de resolver los problemas de la monarquía pontifical, al propiciar la formación en sus colegios de legistas y decretistas, capaces de constituir una clase de funcionarios dignos de confianza. La respuesta de los reyes, especialmente tras el enfrentamiento entre Bonifacio VIII y el monarca francés Felipe el Hermoso (1285-1314), no se hizo esperar. Surge así una segunda generación de colegios, que empieza a proporcionar al Estado y a la Iglesia una parte importante de la burocracia que necesitaban.5

CREACIÓN DE LOS COLEGIOS MAYORES ESPAÑOLES

Es a esta generación a la que pertenece la primera institución mecenal española de ese tipo: el Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles de Bolonia, fundado por el cardenal don Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo y legado general de toda Italia, «con el fin de remediar la ignorancia de los españoles, entre los que, a causa de las crisis de las guerras y otras calamidades sin fin que ocurrieron en aquella provincia en su momento, el saber de las letras y el número de hombres expertos se han reducido mucho». Albornoz, al igual que otros prelados contemporáneos suyos, sigue así el ejemplo de Inocencio VI, que en 1359 había fundado en Toulouse el Colegio de San Marcial. De hecho, las constituciones de éste influirán de manera importante en los primeros estatutos del San Clemente, que tienen así mismo influencias de otros colegios de París, Perugia y la misma Toulouse. El Colegio de San Clemente se inauguraba en 1369, dos años después de la muerte de Gil de Albornoz.6

Para entonces, la mayoría de los fundadores de colegios universitarios parecen tener en mente ya un modelo muy preciso, aristocrático por excelencia, de los mismos –el de las grandes abadías tradicionales. Este modelo se desarrolla a lo largo de los siglos XV y XVI, a medida que los poderes públicos doblegan a las universidades y éstas se convierten, como ha señalado Le Goff, en centros de formación profesional al servicio de los estados, más que en centros de trabajo intelectual y científico desinteresado. Los colegios universitarios serán los viveros por excelencia de servidores laicos y eclesiásticos, en especial los que se fundan en esos dos últimos siglos y que podemos considerar como la tercera generación de colegios. Ello no obsta para que las fundaciones de las dos generaciones precedentes que sobreviven, traten de adaptarse con rapidez a las nuevas exigencias del poder.7

En Inglaterra, muchos de los colegios de Oxford y Cambridge suministraron los cuadros de la vasta corporación eclesiástica hasta 1535, año en que Thomas Cromwell prohíbe la enseñanza del derecho canónico en las universidades. El dictador inglés interrumpe así la evolución natural de los colegios, permitiendo que las Inns of Court, instituciones no-mecenales, dominen el panorama educativo jurídico del reino y proporcionen buena parte de su clase política. El mecenazgo, sin embargo, era esencial para ganarle la batalla a la Iglesia y, en consecuencia, los monarcas ingleses fundaron a lo largo del siglo XVI colegios para la educación de laicos, donde el control intelectual y social no planteaba problemas. Los otros colegios no tardaron en adaptarse a esa situación, para asegurar su pervivencia. Los estudiantes de unos y otros nutrieron las filas del clero secular o simplemente adquirieron la «nobleza de las letras» necesaria para elevar su posición social. A diferencia de los colegios continentales, la finalidad de las fundaciones inglesas, a partir del siglo XVI, no es esencialmente la de formar los futuros servidores de la administración del Estado, mucho menos numerosos que en Francia o en España. Aunque tal posibilidad no se excluyera en los colegios de Inglaterra, ese era más bien el objetivo de las Inns of Court. Lo que en Oxford y Cambridge se trataba de conseguir era, que el clero secular y la clase culta del reino no volvieran a constituir una amenaza a la estabilidad de la Corona.8

Los colegios mayores españoles que surgen en los siglos XV y XVI, presentan, sin embargo, con claridad las características atribuidas a la tercera generación de colegios, aunque existan algunos matices diferenciales en el momento de su fundación.

El Colegio de San Bartolomé de Salamanca y el de Santa Cruz de Valladolid, fundados en 1401 y 1484 respectivamente, son todavía fundaciones de transición entre la segunda y la tercera generación de colegios. El primero fue creado por Don Diego de Anaya y Maldonado, entonces obispo de Cuenca y años más tarde arzobispo de Sevilla, «para estudiantes pobres sólo oriundos de los reinos y dominios de Castilla». Anaya se inspiró, como él mismo confiesa y las primeras constituciones de su colegio atestiguan, en la fundación del cardenal Albornoz, con la intención «no sólo de imitarle en el intento sino de aventajarle en lo que pudiere», ya que, si España producía «los mejores hombres y los mejores ingenios del Universo… no hay terreno por fértil que sea que, si le falta cultura, no se llene de hierbas inútiles».9

El Colegio de Santa Cruz fue fundado por el cardenal Don Pedro López de Mendoza, arzobispo de Sevilla, «para el interés común de todos y especialmente de aquellos que puedan estar dotados de ingenio y sean estudiosos de las buenas artes, pero que por falta de recursos no puedan dedicar las agudas facultades a las letras, cuando [tales sujetos] no surgen precisamente con facilidad».10

Existen, por otra parte, motivaciones no escritas en la fundación de estos dos colegios, al igual que en las de los restantes, que pueden deducirse de sus constituciones y estatutos, y del momento histórico que propicia su creación. No obstante, el afán de erradicar la ignorancia de los españoles y de aprovechar los estudiantes intelectualmente valiosos, pero económicamente desfavorecidos, se muestra como el objetivo principal de sus fundadores. Ello entronca al San Bartolomé y al Santa Cruz con el San Clemente y con la segunda generación de colegios impulsada por los pontífices aviñonenses. Por eso me ha parecido más preciso calificarlas de fundaciones de transición, aun cuando deban de incluirse en las de la tercera generación, pues su andadura pone muy pronto de manifiesto la función utilitaria, de privilegio, que los poderes públicos asignan a las mismas.

El Colegio de San Ildefonso de Alcalá, fundado en 1508 por el cardenal Don Francisco Jiménez de Cisneros, confesor de la reina Isabel, arzobispo de Toledo, inquisidor general y dos veces regente, surge, según señala él mismo en sus constituciones, «para que en él floreciesen principalmente los estudios de las artes y de la Sagrada Teología», aunque no quedara excluido por completo el derecho canónico. En el plano estructural el Colegio de San Ildefonso se concibe como un colegio-universidad, lo que le acerca a Aberdeen y a las fundaciones universitarias germanas y escocesas, en el intento de «crear desde el principio una comunidad universitaria integrada y con una proporción estudiantes-profesores más equilibrada y estable que la que existiría en condiciones que permitieran un crecimiento fortuito». Cisneros funda la Universidad de Alcalá de Henares subordinada al Colegio de San Ildefonso, cuyo rector lo era también de la universidad. Sigue el modelo de París en cuanto a la organización de los estudios, y se inspira en Bolonia y Salamanca, para elaborar las constituciones del colegio.11

Desde una perspectiva conceptual, la creación del Colegio-Universidad de Alcalá responde al proyecto madurado por su fundador desde que le nombran arzobispo de Toledo: conseguir la renovación de la enseñanza teológica en España, introduciendo en ella el escotismo. De ahí que la fundación cisneriana tenga desde el principio un carácter clerical y práctico: la instalación de un instituto completo de enseñanza eclesiástica, lo que suponía un complemento natural de las medidas tomadas previamente por Cisneros para reformar el clero secular y las órdenes monásticas en España. Se excluye conscientemente la creación de una facultad de Derecho, y se da una importancia capital al estudio y la enseñanza de la teología, vivificada por el estudio directo de la Biblia.12

Gracias a su generosidad financiera, a la que luego me referiré, Cisneros consiguió independizar su fundación desde el comienzo y sustraerla al poderío eclesiástico tradicional. Ello hizo que el Colegio de San Ildefonso y la Universidad de Alcalá estuvieran siempre cercanas al poder de la Corona, que tenía asegurada en esta institución la función y la formación de una parte significativa de la «policía ideológica» que necesitaba, para mantener la «paz espiritual en sus reinos».13

Los tres colegios mayores restantes, fundados todos ellos en Salamanca, a partir del siglo XVI, sí responden plenamente a las características de la tercera generación. El de San Salvador de Oviedo lo crea en 1517 Don Diego de Muros, obispo de Oviedo, «para estudiantes pobres dedicados al estudio de la Sagrada Teología y del Derecho Pontificio», y establece claramente en sus constituciones su deseo de formar teólogos «que se esfuercen, de manera eficacísima, en suprimir vicios, plantar virtudes, instruir al pueblo fiel, exterminar herejes, sembrar la fe ortodoxa y edificar santos dogmas». Así, en este colegio la función de «policía ideológica» queda formulada ya desde el principio con toda nitidez.14

Tanto el Colegio de Santiago el Zebedeo, del Arzobispo, fundado en 1525 por Don Alonso de Fonseca, arzobispo de Toledo y primado de España, como el Colegio de Santiago el Zebedeo, de Cuenca, creado en 1535 por Don Diego Ramírez de Villaescusa, entonces obispo de Cuenca (y antes de Astorga y Málaga), no tienen formulaciones de sus objetivos tan agresivas como el Colegio de Oviedo. Fonseca dice instituir su fundación «para el estudio de la piedad y el amor de las letras» por parte de estudiantes pobres, porque, según había señalado el mismo Carlos V unos años antes, había «mucha falta de hombres doctos para el servicio e culto divino» en el arzobispado de Santiago, del que Alonso de Fonseca era entonces titular. Don Diego Ramírez, por su parte, indica tan sólo que construye su colegio «para el alojamiento y el mantenimiento de estudiantes pobres».15

Ahora bien, si tenemos presente que a lo largo del siglo XVI se afirma la condición de cantera de la administración real de los colegios mayores, a medida que se consolida la carrera jurídica como medio principal para entrar en la alta administración, dan lugar a pocas dudas las intenciones principales de los fundadores de los tres colegios surgidos en el primer tercio de ese siglo. Por su parte, los cuatro colegios creados en los dos siglos anteriores se adaptan plenamente y con rapidez a las nuevas condiciones de los tiempos, y durante el reinado de Felipe II desaparecen por completo las distinciones generacionales antes aludidas.16

Hay, por supuesto, otras fundaciones colegiales españolas de carácter laico y eclesiástico, que surgen durante los siglos XV y XVI. Sin embargo, sólo el Colegio de San Clemente, que inicia la tradición colegial española, y los otros seis, inspirados de manera más o menos directa en el modelo del colegio boloñés, tuvieron la importancia, los privilegios y la influencia en la universidad y en la estructura administrativa hispánica, capaces de convertirlos en centros exclusivos y de elite. Ello hizo que tuvieran la consideración de Colegios Mayores, distinguiéndose así de los demás colegios universitarios, y que su mecenazgo adquiriera, en definitiva, una relevancia especial, que a lo largo de este capítulo trataré de analizar.17

Los siete colegios presentan, de todos modos, una serie de rasgos comunes, entre sí y con los colegios universitarios europeos surgidos en la Baja Edad Media. Así, en los párrafos iniciales de sus constituciones, los fundadores españoles ponen de manifiesto su preocupación por la salvación de sus almas y la de sus familias, y su interés en crear una obra útil al prójimo, capaz de justificar ante Dios su paso por la tierra y, por supuesto, de perpetuar su memoria en modo positivo. No se trata, desde luego, de elementos nuevos. Por otra parte, las motivaciones caritativas (ayuda a estudiantes pobres), el sentimiento regional (salvo en el San Clemente, las becas se asignan a estudiantes de determinados reinos o diócesis solamente) y la necesidad de elevar el nivel educativo son asimismo elementos constantes en los colegios mayores españoles, al igual que sucede en sus homólogos europeos.18

EL REQUISITO DE POBREZA

Es, sin embargo, el requisito de pobreza, el elemento clave que permite que el mecenazgo de los colegios se oriente a crear una clase burocrática fiel a los intereses de la Iglesia y del Estado. Como A. L. Gabriel señala, «los fundadores de colegios medievales toleraron un pequeño número de beneficios, pero muy inteligentemente determinaron la cantidad máxima que cada beneficiado [miembro del colegio] podía recibir», para, de ese modo tratar de retener a aquéllos que, por falta de beneficios, no podían servir a la Iglesia, y formar con ellos una elite educada y bien disciplinada.19

Si tenemos en cuenta que, para la mayoría de los estudiantes el obtener un título universitario tenía connotaciones eminentemente prácticas, y era un modo de ascender socialmente y de mejorar su status, para el estudiante pobre, que en el mejor de los casos difícilmente podía llegar más allá del grado de bachiller y de los escalones inferiores de la administración, una plaza en un colegio mayor le abría horizontes insospechados. El fundador del colegio, esto es, el patrono o patrón, se convertía así, tanto a los ojos de los colegiales, como ante sí mismo, en «protector, guía, modelo a imitar e intermediario para tratar con alguien más poderoso que él» en cualquier contexto o circunstancia. Tras la muerte del fundador, su memoria será venerada como guía y modelo, y evocada por la institución para tratar con los más poderosos, con objeto de hacer eficaz con los colegiales el mecenazgo del fundador.

De este modo, los cardenales y arzobispos que crean los colegios mayores, no sólo logran perpetuar positivamente su memoria tras su muerte, sino que consiguen la conversión de los abundantes recursos asignados a sus instituciones en influencia, obteniendo así el éxito de su mecenazgo.20

Los primeros estatutos del Colegio de San Clemente exigen que los colegiales no tengan una renta anual superior a 50 florines de oro de Bolonia, tanto de bienes patrimoniales como de beneficios eclesiásticos. En el San Bartolomé el tope es de 1.500 maravedíes y en el Santa Cruz, 25 florines de oro moneda de Aragón (6.625 mvds.). El San Ildefonso admite el sueldo que el colegial pueda obtener como catedrático o lector de una cátedra universitaria, aparte la renta anual máxima permitida de 25 florines de oro. El Colegio de Oviedo exige una renta inferior a los 6.000 maravedíes, el del Arzobispo a los 30 ducados (11.250 mvds.) y el de Cuenca a los 20 ducados (7.500 mvds.). Tras algunas modificaciones posteriores, la renta máxima admitida a los colegiales mayores en los estatutos y constituciones, a mediados del siglo XVI es la siguiente:21


13.250 maravedíes
Colegio Mayor de San Bartolomé12.000 maravedíes
Colegio Mayor de Santa Cruz6.625 maravedíes
Colegio Mayor de San Ildefonso6.625 maravedíes
Colegio Mayor de Oviedo6.000 maravedíes
Colegio Mayor del Arzobispo18.750 maravedíes
Colegio Mayor de Cuenca15.000 maravedíes

No es mucho, si tenemos en cuenta que, por ejemplo, un maestro de obras vallisoletano gana en esa época alrededor de 25.000 maravedíes anuales.22

¿Se respetaban esas limitaciones? Todos los autores coinciden en señalar, que el requisito de pobreza era violado con demasiada frecuencia. Sabemos que, al igual que sucediera en los colegios medievales, el Colegio de San Clemente trataba de cumplir con cierta escrupulosidad el requisito, y que, a fines del siglo XVI, en el de Oviedo, un colegial había salido de la institución «por haberse casado rica y noblemente en su tierra». En las numerosas informaciones de colegiales que he consultado, la riqueza de los candidatos es un factor examinado con minuciosidad. No obstante, desde mediados del siglo XVI se empiezan a ampliar los topes de renta admitidos, proliferan las dispensas, y en 1648 Felipe IV se ve obligado a expedir una cédula en la que –entre otras disposiciones– ordena «que no puedan ser admitidos a los Colegios Mayores los que tengan de renta más de quinientos ducados [187.500 mvds.], y que si en algún Colegio se hubiese ganado dispensación para más cantidad, no se use de ella, ni se atienda a las dispensaciones que los opositores suelen hacer para habilitarse». De todos modos, la cédula real no detuvo la interpretación generosa de los colegios del requisito de pobreza establecido por los fundadores.23

UN COMPLEJO PROTECTOR

Sin embargo, la cuestión que interesa plantear aquí es si la progresiva descomposición de ese requisito va a afectar el funcionamiento del mecenazgo en los colegios mayores.

El elemento inicial en el surgimiento de esas instituciones es el mecenazgo de un prelado, que lega una importante suma para que un número determinado de estudiantes pobres, pero intelectualmente dotados, puedan proseguir sus estudios (dejo aparte ahora las consideraciones espirituales de los fundadores). Se trata pues, esencialmente, de un mecenazgo típico, habida cuenta de su claro componente económico, con el requisito de pobreza como justificación.

Esas instituciones no habrían podido mantenerse sin la existencia del patronazgo de los monarcas y los pontífices, que lo ejercen directamente o a través de sus altos representantes, en su búsqueda de servidores fieles y eficaces. Así, el mecenazgo colegial encuentra su apoyo fundamental en el patronazgo burocrático-político, que la Corona y el papado aceptan, por la garantía que suponen los estudiantes pobres que los colegios mayores protegen. Una vez más aparece la pobreza como justificación. Previamente, los fundadores de los colegios han procurado asegurar el apoyo a su mecenazgo, estableciendo sus becas de manera equilibrada para cubrir los saberes útiles de la época: derecho, teología y, en menor medida, medicina.24


Entre el mecenazgo colegial, situado al principio del proceso, y el patronazgo burocrático-político, que se sitúa al final, hay toda una serie de patronazgos menores o patronazgos derivados. Su función es la de ayudar al funcionamiento de los polos principales, de los que emanan, y completar la estructura del complejo protector. En la figura 1 he tratado de expresar gráficamente este proceso.

El requisito de pobreza sirve, pues, para dar sentido al complejo protector de los colegios y permitir la puesta en marcha de sus mecanismos. Una vez en funcionamiento, y pasados los primeros años, la mayor o menor riqueza de los colegiales será bastante irrelevante para la eficacia del sistema. Con todo, hasta el siglo XVIII las instituciones tratan, al menos, de guardar las formas.

Aunque cada uno de los siete colegios constituye, en principio, un complejo protector distinto, es la acción conjunta de todos ellos, y la acción que el poder ejerce sobre ellos, lo que confiere relevancia a los colegios mayores y al papel que juegan en la formación de la burocracia moderna española. A estos efectos, resulta igualmente irrelevante la «filiación generacional» de los colegios. Por ello, he creído pertinente, a efectos metodológicos, considerar los sistemas protectores de cada uno de los colegios como un sistema único que, por su complejidad y multiplicidad he calificado de complejo protector. De él derivan los elementos, que los colegiales, como clientes, precisan: medios básicos de subsistencia, seguridad de poder sobrevivir en períodos de crisis y protección en su más amplio sentido. La consideración de los distintos aspectos de ese complejo es el objeto de las páginas que siguen.25

MECENAZGO COLEGIAL

La asignación de una dotación económica a los colegios, o de los bienes necesarios para producir una dotación capaz de permitirles una existencia estable y acorde con sus finalidades, es, más allá de los matices y diferencias, el elemento común a todos los colegios universitarios europeos, con independencia del momento de su fundación. Pese a ello, son todavía escasos los estudios de sus rentas y de su administración económica. En el caso de los colegios de Francia e Inglaterra, las cantidades legadas por sus fundadores se conocen bien; lo que se conoce mal, o simplemente se desconoce, son los modos cómo, con posterioridad a su creación, se añadió riqueza a esas instituciones.26

Colegio de San Clemente de Bolonia

El panorama no es más alentador en lo que se refiere a los colegios mayores españoles, salvo en el caso del Colegio de San Clemente. De él se ha estudiado con detalle, tanto la formación de su patrimonio, como sus propiedades rústicas y urbanas. El cardenal Albornoz había legado íntegramente al colegio su patrimonio, formado por los beneficios eclesiásticos y patrimonios civiles que tenía en España y por la fortuna que había acumulado durante los años dedicados a dominar y reorganizar los Estados Pontificios. Con esa fortuna, Albornoz y, tras morir éste, sus ejecutores testamentarios, adquirieron un total de 3.012 tornature (602 hectáreas) de tierra de labor y prados, en las que se invirtieron 35.191 libras boloñesas y 7 sueldos, entre los años 1363 y 1371. A este patrimonio hay que agregar las propiedades urbanas, todas ellas ubicadas en zonas de la ciudad de Bolonia favorables para el comercio artesanal, y adquiridas por un total de 14.951 libras boloñesas en los mismos años en que se habían comprado las propiedades rústicas.27

Ese patrimonio fundacional, cuyo valor global ascendía a 50.142 libras boloñesas y 7 sueldos, constituyó la base económica que permitió el funcionamiento regular del San Clemente, mediante los ingresos obtenidos del arrendamiento de las propiedades citadas. Nada sabemos de los costos de construcción de la sede física del colegio, ni de la evolución de sus rentas desde el siglo XVI, pese a conservarse una valiosa y completa documentación económica en el archivo del mismo. Del edificio conocemos que, tras la devastación de que fue objeto por parte de las tropas francesas en 1511-1512, se inició una etapa de reconstrucción y mejoras importantes que, entre 1517 y 1600, transforman el aspecto del mismo. Un cálculo conservador de los recursos invertidos en ello sitúan el gasto en 14.332 libras boloñesas aproximadamente, lo que supone 1.570.800 maravedíes. Parece, de todos modos, que el gasto fue algo superior.28

El jardín del San Clemente fue ampliado en dos ocasiones a lo largo del siglo XVI, gracias a las donaciones hechas por el Senado de Bolonia en 1518 y 1564. En 1566 se ampliaba al patrimonio rústico con la compra de 20 tornature en Borgo Panigale por una cifra de casi 2.000 libras (218.400 mvds.).29

La institución se queja de atravesar dificultades económicas desde el último tercio del siglo XVI, llegando incluso a deliberar formalmente el aumento de las limosnas que recibía «crescente famis necesitate». Sin embargo, con una renta anual de 8.000 a 9.000 ducados (entre 3.000.000 y 3.750.000 mvds.) a principios del siglo XVII, el problema era de derroche y de una deficiente administración, como se pone de manifiesto particularmente entre 1558 y 1610 y en el segundo tercio de ese siglo, en que se dejan incluso de cobrar los alquileres del colegio y se descuidan sus propiedades. Por otra parte, podían haberse obviado también muchos de los gastos efectuados en la mejora y el embellecimiento de la fundación a lo largo del siglo XVI.30

Del patrimonio y la dotación de los colegios mayores peninsulares sólo conocemos datos parciales y muy escasamente elaborados. Las enormes limitaciones de la documentación económica que se conserva son, en la mayoría de los casos, la causa principal de esa situación.31

Colegio de San Bartolomé de Salamanca

El arzobispo Anaya había dejado terminado y dotado su Colegio de San Bartolomé en 1414. En las copias de su testamento, fechadas en 1431 y 1436, que poseía la institución, había una relación de las propiedades y objetos que el fundador le había cedido. No obstante, al morir Anaya en 1437, se inició un proceso de impugnación de su testamento, que duró hasta que el papa Eugenio IV lo ratificó dos años después.32

El patrimonio del colegio estaba constituido por tierras de labor, montes, dehesas, casas, molinos y prados en el obispado de Salamanca, y rentas y fincas en el obispado de Cuenca y el arzobispado de Toledo. Todas ellas habían sido heredadas o compradas con los bienes legados por Anaya. A ello había que añadir algunas donaciones en dinero efectuadas por colegiales para su inversión y obtención de las correspondientes rentas.33

Con base en los datos que se conocen de principios del siglo XVII, las rentas fijas del San Bartolomé ascendían a 5.303.650 maravedíes, 769 fanegas de trigo, 159 fanegas de cebada y diversos animales de corral. No es posible calcular las rentas variables con los datos que tenemos, pero se puede señalar, para esa época, una deuda a favor de la institución de 313.823 maravedíes y 250 fanegas de trigo. En conjunto, parece tratarse de una renta muy holgada para las necesidades del colegio, pues los estatutos de 1565-66 requieren que «se haga arca de depósito con tres llaves, en la cual se echen cada año dos mil ducados a lo menos, e si algún año no pudiere echar tanta cantidad, se supla lo que faltare al año siguiente». Notable contraste, si se compara con la situación que hemos visto en el San Clemente.34

Бесплатный фрагмент закончился.

865,78 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
600 стр. 35 иллюстраций
ISBN:
9788437093703
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают