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3. Las propuestas para reformular la concepción

Indiscutiblemente que la normatividad en las legislaciones de corte liberal, que anclan el tema de la responsabilidad en el criterio de culpa debe adecuarse a unos criterios más justicieros con los dañados. Sin violentar el orden jurídico y mientras se producen reformas que a veces tardan en aparecer, la pregunta que salta impetuosa, es la de ¿y qué hacer entonces?

La responsabilidad contractual se estructura, en principio, bajo un presupuesto consistente en el incumplimiento del deber de prestación, basada en la responsabilidad con fundamento en la culpa. Sin embargo, somos partidarios de tratar el tema en toda su dimensión para propugnar por una visión más justa del esquema de responsabilidad. Mientras no sucedan reformas legislativas que tiendan hacia un tratamiento de la responsabilidad protector de las víctimas, es labor de los intérpretes y jurisprudentes buscar el equilibrio.

Se hace necesario incorporar en el análisis otros razonamientos a los cuales se pueda llegar por vía interpretativa de los preceptos actuales. Por ejemplo, el principio de la buena fe, puede servir a estos propósitos, para que, en su función creadora e interpretativa, oxigene la teoría de la responsabilidad de corte individualista, hacia una responsabilidad basada en el llamado riesgo profesional. Este papel ya lo ha cumplido en el pasado el mencionado principio y lo puede seguir haciendo ahora para llegar a soluciones más equitativas. También algunos sistemas jurídicos, permiten, desde su propia dogmática, concebir una objetivación de la responsabilidad contractual, barrenando los criterios de la culpa, con fundamento en las posibilidades de exoneración que tenga el obligado, o con una adecuada interpretación de los cánones vigentes adaptados incluso a las preceptivas comunitarias o a las necesidades del comercio internacional.

3.1 El papel de la buena fe como dinamizador de la responsabilidad

El deber de buena fe abandona el campo meramente decorativo en el negocio jurídico para convertirse en una fuente de conducta esperada de quien debe un comportamiento probo. Al punto que, no solamente se espera el cumplimiento de la prestación debida, sino también, un comportamiento probo de las partes que celebran el contrato. Así tenemos que, de producirse un daño entre quienes están ligados por vínculo obligatorio, puede hablarse de responsabilidad, aunque el interés afectado sea diferente al de la prestación debida; tenemos por tanto que responsabilidad contractual es algo más que responsabilidad por incumplimiento (de la prestación principal debida), es como se dijo, responsabilidad por el daño entre quienes están vinculados por el negocio jurídico, así el interés afectado no sea el de la prestación principal (Jordano, 1987). Se trata de un ensanchamiento de la órbita de la responsabilidad contractual, que encuentra su fundamento en el principio de la buena fe.

La bona fides entra a cumplir una tarea preponderante en la determinación del alcance concreto de los intereses que entran en juego en el contrato y por ende, en su estructura y en la concreción de la misma responsabilidad que les compete. Por tal razón la buena fe revoluciona los criterios de responsabilidad contractual, actuando como, en palabras de Neme Villareal (2010), un “elemento propulsor” en el desarrollo de estos, señalando el real alcance de las obligaciones que de ella emanan3.

La responsabilidad debe examinarse para cada caso particular, y el deudor es responsable de “todo aquello que sea exigible entre personas justas y leales, importando poco que se trate de un acto positivo o de una omisión” Iglesias (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 189).

Nacen por tanto deberes de protección, preservación y de seguridad, al lado de los deberes de prestación. Es considerar la relación obligatoria como una relación compleja que no se colma con la satisfacción de las prestaciones principales (Jordano, 1987); la lealtad que se deben las partes barrena las fronteras de la prestación debida. Hasta donde contractual o extracontractual, es otro problema, que además nos vincula a la misma discusión sobre la separación de la responsabilidad en estas dos esferas. Por lo pronto, el deber de buena fe obliga a los contratantes durante la celebración y ejecución del contrato y muy especialmente a los profesionales que explotan una actividad económica y se benefician de ella. Por tanto, cuando hablamos de la buena fe y los subdeberes que de ella se derivan nos encontramos dentro de la órbita misma del contrato.

Siendo por tanto la idea central de la responsabilidad la tutela del crédito, implica el abandono de los patronos clásicos con fundamentos morales o intencionales y se impone la adopción de modelos objetivos de conducta, más propios para el amparo de dicho interés tutelar y la responsabilidad no es otra cosa que la consecuencia del incumplimiento (Jordano, 1987). Pero que tampoco fueron desconocidos en la antigüedad; en el antiguo jus civile, antes de la lex aquiliana, los ilícitos privados daban lugar a una responsabilidad por dolo, furtum e iniuria, y la misma lex aquilia no exigía expresamente la culpa como requisito del daño, sino un concepto más genérico (Betti, 1970); no a una responsabilidad por culpa. La imputación con fundamento en la culpa no responde necesariamente a ese ideal, de allí que la hermenéutica apoyada de principios generales, que no por ello ausentes en el sistema, sea redentora para llegar a conclusiones más justas.

Por lo pronto, la función revolucionaria de la buena fe debe llevar al profesional obligado, a la empresa que explota una actividad económica, a la imposibilidad de excusarse resguardado en la mediana diligencia, la de buen hombre de negocios. Tal guía de conducta se contradice con la realidad social del momento; de mantenernos en un criterio de imputación con fundamento en la culpa, la buena fe llevaría a la necesidad imperiosa de que el obligado responda de toda clase de culpa, incluyendo la levísima. No otro puede ser el patrón de conducta esperado de quien desarrolla una actividad que explota y le rinde beneficios económicos.

Aflora, hay que advertir además, la función preventiva de la responsabilidad como institución de garantía, en la medida en que los deudores se motivan al cumplimiento a fin de no incurrir en el deber de resarcimiento, derivándose una verdadera tutela del crédito para los acreedores (Jordano, 1987). Así, se privilegia la función de garantía de la responsabilidad, dejando en un segundo lugar el carácter sancionatorio del resarcimiento, que influye considerablemente en la forma en que operan los patrones de la responsabilidad: “se responde por qué se debe, no porque se realice un comportamiento (subjetivamente) reprochable” (Jordano, 1987, p. 35).

Además, se torna necesario revisar las clásicas previsiones legales sobre las consecuencias del incumplimiento, así como las mismas previsiones convencionales para las mismas consecuencias.

3.2 Preponderante el papel de la bona fides en la evolución de la responsabilidad contractual

La fides bona se caracteriza por su carácter dúctil, variable, compresivo de muchas situaciones y circunstancias, no encasillables, pues sería restarle toda eficacia; singularizable según el caso concreto y la naturaleza de los negocios. Así, el gran pontífice Quinto Mucio Escévola, maestro de Cicerón, refiriéndose a ella, expresaba ese manare latissime, que se hace realidad en problemas jurídicos determinados, mediante la traducción a reglas concretas, que explican y concretan el principio sin agotarlo. Por ello, el contenido ético-jurídico de la fides bona, no puede ser circunscrito en una definición conceptual (Neme, 1987).

La bona fides ya no se agota en el respeto por la palabra empeñada, también obliga a los deberes propios del tráfico social y obliga no solo a lo prometido sino a todo aquello que se podría exigir entre gente de bien. Por ello el pretor la considera como una nueva fuente de obligaciones, separada de las acciones del antiguo ius civile, y resulta trascendente el valor normativo de la cláusula oportere ex fides bona. Con base en este principio de la buena fe, el juez pondera y “dimensiona el contenido de las obligaciones de las partes” Cardilli (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 157). Deber, por demás, de indeclinable orden público que lo torna irrenunciable por las partes del acuerdo (Neme, 2010).

Así se perfila el principio, con naturaleza normativa cambiante según el caso concreto y el negocio de que se trate; esas normativas o deberes que emanan de la buena fe integran el contrato para su cabal comprensión y darle el real alcance a las obligaciones asumidas por las partes; que el juez apreciará sin reducirlo a fórmulas preestablecidas y del cual derivarán una serie de reglas que se constituirán en la teoría de los acuerdos negociales.

La buena fe pasa a ser la fuerza vinculante de los negocios, el respeto por la palabra empeñada y la estricta observación y cumplimiento de los pactos. “La fides llega donde no alcanza la fuerza vinculante de la forma” (Dors, 58-59), en el comercio con extranjeros, donde los pactos no tenían protección procesal, es la palabra comprometida la que viene a adquirir relevancia. La buena fe es la que manda a cumplir lo que se convino (Neme, 2010).

La buena fe lleva a las partes a atender a la realidad del negocio; más que la letra, obliga el espíritu del negocio. Corresponde al signo age quod agis, que invita a adecuar la conducta de las partes a la finalidad y a la plena realización del compromiso. Superando la mera concepción formal de la fides, la buena fe despunta rebasando el compromiso de respetar la palabra empeñada, para dar un paso al adeudo de una conducta leal, propia de la persona honesta, que atiende especiales deberes de conducta que se desprenden de la naturaleza de la relación jurídica y de las finalidades buscadas por las partes con su negociación (Neme, 2010). Surge además el principio de corrección de los negocios planteado por Escévola, cuando no se adecua lo convenido a los postulados de la buena fe (Neme, 2010).

Hacia la mitad del siglo i d.c. el valor vinculante del negocio jurídico se relaciona con el alcance de los fines buscados por las partes (Neme, 2010). Se desborda el tenor literal, para darle paso al fin buscado y a la función del mismo negocio. La buena fe es ya un deber de comportamiento probo, que inspirará todo el derecho de las obligaciones. En el periodo clásico es clara la función de la buena fe, superando los meros lineamientos normativos del contrato, en busca de una conducta más adecuada a sus propósitos y finalidades.

3.3 La responsabilidad por dolo

Se trata del comportamiento dirigido a defraudar a la contraparte en el contrato. La buena fe excluye el dolo y el fraude; es contraria a conductas de ese linaje. La buena fe impone la valoración de las conductas dolosas o tramposas en la celebración el negocio (Neme, 2010). La exceptio doli era un instrumento dirigido a sancionar las conductas fraudulentas de los contratantes, que tenía un amplio campo de acción, no solo para señalar el comportamiento reticente al momento de celebrar la negociación, sino el sobrevenido con posterioridad durante su ejecución, donde más que un comportamiento engañoso, se miraba como contrario a la bona fides (Neme, 2010)4, es decir, al comportamiento esperado de los hombres probos y justos. Edicto Calpurnio Bibulo (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 175).

El dolo se convierte en un criterio de imputación de responsabilidad de carácter inderogable por la convención jurídica (Neme, 2010).

3.4 La buena fe contribuye a ampliar los criterios de responsabilidad

En el derecho justinianeo, se amplían considerablemente los criterios de responsabilidad, pues se pasa del dolo a los criterios de culpa con fundamento en la buena fe. Comienzan a jugar los criterios diligencia, impericia, para después pasar al criterio de custodia. Este desarrollo se logra por fuera de los estrechos términos del ius civile y precisamente porque esos comportamientos contrarios al contrato constituían una desatención al principio de la buena fe, en un proceso que llevó al desarrollo de diferentes grados de culpa y a la exigencia del deber de diligencia. (Neme, 2010).

No es extraño en la conformación del derecho romano, la estrecha relación que se presentaba entre la culpa y la bona fides. Tafaro (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 193) opina: “El concepto de culpa fue introducido en materia contractual para punir aquellos comportamientos […] que no podían encajar en el ámbito del dolo, si bien comportaban igualmente la ruptura de la fides bona”.

Se observa cómo la evolución de la responsabilidad contractual viene, desde los orígenes más antiguos, ligada a la idea de fides y su correlativa evolución hacia la bona fides; por tanto es conclusivo que el tema de la responsabilidad contractual se fundamente desde sus inicios en el principio de la buena fe y es con base en el mismo principio que continúa en la actualidad marcando nuevos desarrollos como el que estaremos proponiendo en el campo de la responsabilidad contractual.

La buena fe ha sido el principio catalizador para dinamizar la responsabilidad de los negocios a lo largo de la historia del derecho privado; en la actualidad vuelve a prestar su dinámica con el objeto de modernizar el criterio de responsabilidad de los obligados en el contrato, más acorde a las necesidades de los tiempos de hoy.

3.5 Buena fe y diligencia

Se hace indispensable delimitar cual será la órbita de cada uno de los conceptos. La diligencia, como medida del esfuerzo del deudor en el cumplimiento de una obligación determinada y la buena fe, como la propia determinación de lo debido (Jordano, 1987). No se trata por tanto de mezclar o extrapolar el deber de diligencia, sino de complementar el débito prestacional con otro deber, también presente en el contrato, con sus propios contenidos, como es el de la buena fe.

Por el primero, el de diligencia, se exige un determinado comportamiento al deudor, de conformidad con un patrón de conducta previamente acusado en la ley, tradicionalmente con fundamento en la culpa contractual y la esperada para el deudor medio, el buen hombre de negocios, por comparación con el buen padre de familia en la concepción civilística. Por el deber de buena fe, el razonamiento es diferente a la empresa mercantil, que explota una actividad económica ofreciendo a los diferentes usuarios un conjunto de servicios, provocando su confianza, ¿qué patrón de conducta debe imponerse para el cabal cumplimiento de su actividad, de acuerdo con una concepción socio económica actual y contemporánea? Indiscutiblemente, como profesional que es, su modelo de conducta, el que de ella se espera de acuerdo con el principio de la buena fe que debe acompañar su actuación durante la ejecución del contrato, no puede ser otro que el que se le exige al artífex, esto es la esmerada y plena diligencia.

La buena fe así concebida encierra todo un deber, cuyo examen es previo al de la responsabilidad por diligencia debida. Pero a pesar de su concepción diferente, el de la buena fe y el de la diligencia, no por ello excluyentes, sino al contrario, complementarios y coparticipes en la responsabilidad del contrato.

4. La objetivación de la responsabilidad civil contractual en España

Criticando la línea subjetivista tradicional, que entiende el sistema español de responsabilidad contractual, con fundamento en la culpa, esbozado, entre otros autores, por Castán Tobeñas y Pablo Beltrán de Heredia, según el cual, para que pueda hablarse de responsabilidad del deudor, entre otros requisitos se precisa, que exista un incumplimiento culpable de la obligación, señala Díez-Picazo (2008): “Quiere decirse con ello que por muy diligente que el deudor haya sido, sino se ha producido la imposibilidad o el impedimento de la prestación, no tiene por qué existir liberación” (p. 114).

Para el distinguido autor, una cosa es que la responsabilidad del deudor pueda fundarse en la culpa y en el dolo y otra bien distinta es que el deudor quede liberado de la obligación mediante la prueba de haber empleado la diligencia necesaria; quedaría la obligación reducida al puro “deber de esfuerzo”, lo que significa una contradicción con el sistema.

La tesis ha tenido su desarrollo doctrinal, desde J. Puig Brutau, quien inició la crítica de la teoría tradicional, advirtiendo que indagar si ha habido culpa, solamente es indispensable saber si cumplió o no cumplió. No es una cuestión de culpa sino de incumplimiento (Diez, 2008). No obstante, las dificultades de pasar los postulados de uno a otro sistema, se resalta una máxima que puede ser coincidente: solo una causa de exoneración específicamente establecida por el ordenamiento puede excluir la responsabilidad del deudor (Diez, 2008).

Posteriormente, Francisco Jordano (1987) presenta un segundo aire al problema, siguiendo las tesis de Osti5, y entiende que el límite de la responsabilidad del deudor y la causa de su exoneración reside en la imposibilidad sobrevenida de carácter no imputable al deudor, el cual responde por el incumplimiento aun ante la ausencia de culpa.

Según el profesor Diez-Picazo (2008), la tesis puede encontrar respaldo con fundamento en los artículos 1182 y 1184 del C. Civil Español, que liberan al deudor de la obligación si se presenta la pérdida de la cosa debida en las obligaciones de dar y en las de hacer cuando la obligación resulta legal o físicamente imposible.

Viene luego el profesor Fernando Pantaleón Prieto (1991) en su estudio El sistema de responsabilidad contractual, a presentar el debate sobre la tradicional forma de observar la responsabilidad contractual. Advierte:

A mi juicio, el efecto más negativo de la elaboración de la Teoría de las obligaciones por parte de los juristas del civil law consiste en que ha generado la equivocada idea, difícil de entender para un jurista del common law, de que los principios que vertebran la responsabilidad del deudor que incumple son los mismos, con independencia de que la obligación incumplida haya nacido o no del contrato (p. 1019).

Zweigert y Kotz (como se citó en Morales, 2016, p. 81) insistiendo en la comparación de modelos, indican que la idea del contrato en el common law, a diferencia del derecho continental europeo, radica en que el primero concibe el contrato como una promesa de garantía. El fin o resultado buscado con el contrato, garantizado por el contratante deudor de la obligación, ante su frustración o no obtención del resultado esperado, deviene, como consecuencia, en el incumplimiento del contrato; “permite construir un concepto unitario de incumplimiento y un sistema también unitario de remedios del incumplimiento” (Morales, 2016, p. 81).

El mismo Pantaleón (1991), refiriéndose a la función de la responsabilidad contractual, de entrada, le niega el propósito preventivo-punitivo que cumple la responsabilidad extracontractual, advirtiendo que no se trata de castigar los incumplimientos para desincentivarlos y que la función de la responsabilidad contractual es puramente indemnizatoria.

Tampoco tiene, ni aún en el caso de imposibilidad sobrevenida de la prestación, una función de reintegración por equivalente del derecho de crédito lesionado, obligación originaria que se debe considerar extinguida, sino la obligación de resarcir (in natura), los daños causados al acreedor, nacida “ex novo” del supuesto de hecho de la responsabilidad contractual (Pantaleón, 1991).

Así las cosas, se deja muy en claro “que tal responsabilidad no se gradúa en atención a la mayor o menor gravedad de la conducta del deudor incumplidor, sino conforme a la entidad del daño causado al acreedor, objetivamente imputable a la falta de cumplimiento[…]” (Pantaleón, 1991, p. 1023). La teoría de la objetivación de la responsabilidad contractual, donde se supera la esencialidad del fundamento en la culpa, comienza a tener cuerpo, con apoyo en el mismo sistema de derecho civil español. Refiriéndose al artículo 1107.1 CC advierte que “deudor de buena fe” es todo deudor que tenga que responder por el incumplimiento y no incluye al deudor negligente; no cabe reprocharle haber actuado con dolo o negligencia. La regla de proposición de esta norma no es sino una manifestación típica, en el campo de la responsabilidad contractual, del criterio de imputación objetiva del “fin de protección de la norma fundamentadora de la responsabilidad”, que es el contrato mismo, ley para las partes (Pantaleón, 1991, p. 1025).

También contribuyen al debate de la objetivación de la responsabilidad contractual las reflexiones sobre imputación objetiva y causalidad realizadas por Pantaleón Prieto (1990), donde afirma:

Mientras que el problema de la imputación objetiva, el problema de determinar cuáles de los eventos dañosos causalmente ligados a la conducta del responsable pueden ser puestos a su cargo, y cuáles no, es una “cuestión de derecho”, a resolver con los criterios más o menos precisos que los operadores jurídicos pueden extraer del sistema normativo de la responsabilidad. No es correcto considerar las que verdaderamente son teorías de imputación objetiva (entre ellas la mal llamada teoría de la ‘causalidad adecuada’) como si se tratara de teorías sobre la relación de causalidad (pp. 1981-1988).

Y agrega:

Hay que partir de la distinción entre los problemas causales, a resolver sobre la base de la teoría de la equivalencia de las condiciones, y los problemas de imputación objetiva, a resolver con los criterios de la adecuación, del fin de protección de la norma fundamentadora de la responsabilidad, etc. […] (pp. 1561-1566).

Con el propósito de acercar el ordenamiento español a la CISG (Convención de Viena sobre compraventa internacional de mercaderías), Fernando Pantaleón (1991) interpreta el artículo 1105 del Código civil utilizando el concepto de “esfera de control”. Señala lo siguiente:

Resulta obvio que el muy deseable resultado de que lo dispuesto en el artículo 1105 coincida con lo dispuesto en el artículo 79.1 de la Convención de las Naciones Unidas, verdadero ius comune en la materia que nos ocupa, puede lograrse con solo interpretar la palabra ‘suceso’ de aquel artículo como un ‘acontecimiento ajeno al ámbito de control del deudor’, sostener que la imprevisibilidad del suceso causante del incumplimiento es un requisito autónomo del caso fortuito (no el mero presupuesto lógico de inevitabilidad) y referir la previsibilidad o imprevisibilidad al momento de celebración del contrato.

Siguiendo esta línea transformadora del derecho de las obligaciones, propone el mismo Pantaleón (1991):

Suprimir aquellas referencias a la culpa que, como la del artículo 1182 CC, puede crear la impresión de que solo responde contractualmente el deudor (doloso o) negligente y sustituir la redacción del 1105 CC por la del apartado 1 del artículo 79 de la CISG”, a fin de que quede completamente claro que también son criterios de imputación de responsabilidad contractual los que se podrían llamar “criterios de la esfera de control del deudor (p. 1740).

Señala la Convención de las Naciones Unidas sobre los Contratos de Compraventa Internacional de Mercaderías, en su artículo 79 numeral 1:

Una parte no será responsable de la falta de cumplimiento de cualquiera de sus obligaciones si prueba que esta falta de cumplimiento se debe a un impedimento ajeno a su voluntad y si no cabía razonablemente esperar que tuviese en cuenta el impedimento en el momento de la celebración del contrato, que lo evitase o superase, o que evitase o superase sus consecuencias.

Posteriormente, nuevos vientos de la doctrina, en lo que se ha denominado el “nuevo derecho de contratación”, donde se plantean cambios en un ámbito superior, el del derecho uniforme, comunitario de la Unión Europea y el derecho comparado, que interesa al derecho privado en general y de repercusión en todo el derecho civil; nuevamente se insiste en conclusiones más objetivas en materia de responsabilidad contractual (Morales, 2006). Expresa lo siguiente el profesor Morales Moreno (2006):

Pero el contenido vinculante de la relación obligatoria no se agota en el deber de conducta del deudor. La relación obligatoria puede implicar, también, la garantía, a cargo del deudor, de satisfacción de un determinado interés del acreedor; es decir, la garantía de ese resultado. […] y hoy podemos afirmar que la nueva construcción del derecho de obligaciones contractual tiende a reforzar, en la vinculación contractual, la idea de garantía de un resultado, que traspasa los límites de la idea de cumplimiento del deber de prestación (p. 19).

Cuando se afirma que el deudor avala un resultado, a fin de satisfacer el provecho del acreedor, estamos indicando que el trato contractual puede reseñarse a deberes de conducta, de prestación, también a hechos, cursos de la realidad, que constituyan presuposiciones del contrato, cuando el riesgo que para el acreedor suponga su existencia o no existencia, corre de alguna manera para el deudor. Ello significa que la culpabilidad no es un elemento propio de la noción de incumplimiento, sino que este consiste, simplemente en la falta de ejecución o falta de realización de las exigencias del contrato, con la consiguiente insatisfacción de los intereses del acreedor (Morales, 2006). Al respecto señala el autor en comento (2006):

Este enfoque, en definitiva, permite explicar mejor la responsabilidad contractual, no circunscribiéndola a un juicio de reproche del deudor, por su conducta culpable; permite entenderla como un instrumento jurídico preciso de reparto de riesgos entre los contratantes, en el ámbito que organiza el contrato (p. 19).

La propuesta es mirar el nuevo derecho de los contratos, entendiendo la vinculación contractual, no como un deber de conducta del deudor de la prestación, sino como “la garantía del resultado de satisfacción del interés del acreedor” (Morales, 2016, p. 83). El deudor está obligado a satisfacer el interés del acreedor, precisamente por ser el fin de protección de este (Morales, 2016).

Ahora, la idea de responsabilidad contractual debe adecuarse a la imagen de deuda que plantea el mismo autor (2006) y a la construcción unitaria y diferente de un sistema de remedios, más allá de los tradicionales de cumplimiento o indemnización a falta de este, por los que se conduzca a satisfacer el interés del acreedor.

Desde 1993, Fernando Pantaleón (1991), se ocupa de lo que llama “[…] todos los remedios o medios de tutela del acreedor frente al incumplimiento. Este trabajo supone un paso adelante en la presentación integrada de un sistema de medios basados en el incumplimiento” (p. 1719).

Lo que se pretende rebasar es la tradicional previsión legal de las consecuencias del incumplimiento en los códigos liberales, que se concreta al cumplimiento forzoso de la obligación si es posible o a la indemnización equivalente, en aras de encontrar otros remedios diferentes. Con este enfoque se observa la relación obligatoria, no solamente desde la órbita del deber, cuyo cumplimiento libera al deudor, sino en un estadio más amplio, observando el resultado de satisfacción del interés del acreedor. Si estos remedios se amplían, se traslada el riesgo de insatisfacción al deudor (Morales, 2006).

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