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CAPÍTULO 1

Fundamentos teóricos para una

aproximación filosófica en perspectiva

antropológica al estudio de la empresa

1.1. La naturaleza humana y el trabajo

La naturaleza humana, esencialmente racional, se encuentra siempre en potencia;[1] la persona no es un ser terminado, completo y cerrado en sí mismo. No está dada de una vez y para siempre, sino que necesita, de acuerdo con una terminología heideggeriana, estar constantemente haciéndose. Posee múltiples facultades y potencialidades que deben ser guiadas –en el caso del hombre, racionalmente– hacia su fin que es su perfección.[2]

El hombre, a diferencia de Dios, no es un ser perfecto, porque es actualidad mezclada de potencialidad. Pero en contraposición al resto de los seres tiene razón, así como capacidad y libertad de elección. Por ello, es un ser moral, y de su libertad depende el perfeccionamiento de su naturaleza que está llamada a actuar de acuerdo con la razón, del modo más virtuoso posible:

Mas todos los seres se sienten naturalmente inclinados a realizar las operaciones que les corresponden en consonancia con su forma; por ejemplo, el fuego se inclina por naturaleza a calentar. Y como la forma propia del hombre es el alma racional, todo hombre se siente naturalmente inclinado a obrar de acuerdo con la razón. Y esto es obrar virtuosamente.[3]

Sólo el hombre se puede encarar con su propio ser como una tarea por hacerse, como un proyecto que, si seguimos la tradición ética que comienza con la filosofía aristotélica y que tendrá su punto más alto en el cristianismo, apunta hacia un bien determinado: la felicidad. El ser humano no está ya completo desde la primera vez que aparece sobre la faz de la Tierra, sino que su paso por este mundo implica estar autoconstruyéndose tanto a sí mismo como al mundo fáctico que lo rodea.

Esto no quiere decir, nos advierte Carlos Llano, que el hombre carezca de naturaleza; por el contrario, “significa que la naturaleza humana es naturaleza de un modo más apropiado, profundo y rico: porque no es una naturaleza sólo limitante del ser al que corresponde, sino además fuente expansiva de él, de nuevas posibilidades, origen de enriquecimiento entitativo, principio de propias plenificaciones. Y estos significados precisamente –fuente, origen, principio– es lo que los griegos querían indicar con la palabra physis-naturaleza, que Sartre se niega a pronunciar para el hombre”.[4]

La vida del hombre no puede comprenderse de otra manera más que en su hacerse cotidiano (hacerse que jamás terminará sino con la muerte misma), así como en el hacer del mundo que la rodea. En este orden de ideas, el trabajo es uno de los medios principales para este hacerse y se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera u otra, estamos sometidos. A diferencia de los demás animales, que encuentran en la naturaleza todos los recursos para satisfacer de forma directa sus necesidades, el hombre precisa transformar esa misma naturaleza mediante el trabajo para obtener de ella los insumos que requiere. Mientras los demás seres vivos se encuentran adaptados biológicamente al ambiente en el que se desenvuelven, de manera que pueden interactuar con el medio que les rodea con relativa facilidad, la naturaleza, en cambio, desde su seductora desnudez, es hostil e indiferente a las necesidades del ser humano, quien, al carecer de las características morfológicas apropiadas para sobrevivir, debe transformarla. Precisamente esta metamorfosis es lo que denominamos con el nombre de trabajo. Vemos así que el trabajo es concomitante a la misma naturaleza del hombre, y es inherente a su condición racional originaria.[5]

A esta dimensión objetiva del trabajo se suma una subjetiva. El trabajo no sólo permite descubrir y manifestar las perfecciones escondidas en el mundo,[6] para servirnos de ellas en una dinámica meramente instrumental, sino que también es expresión de la fuerza activa que es inherente a la persona, totalmente propia de quien la desarrolla, y en cuyo beneficio ha sido dada. En otras palabras, el trabajo también es medio de expresión y realización de la propia vocación personal.[7] El trabajo permite exhibir las capacidades y talentos humanos, en su extensa variedad, aprovecharlos, engrandecerlos y ponerlos al servicio de las propias necesidades y de las de toda la sociedad.

De ahí que ningún otro ser natural o artificial puede realizar una actividad que reciba la denominación genuina y verdadera de trabajo. Las máquinas, aunque transformen la naturaleza, no hacen trabajo; por el contrario, son ellas mismas un producto más de éste. A diferencia de un robot, el hombre es único e irremplazable, capaz de autodeterminación, racional y emocional, sujeto a un crecimiento sin fin;[8] por ello, es el único ser que puede trabajar en el sentido pleno del término. Desde esta óptica específica, el hombre es causa eficiente suya, su hacedor.

El trabajo se nos impone entonces como una actividad tan humana como pensar, diseñar, educar o amar, porque el hombre busca construir un entorno al cual pertenecer, para cumplir una función donde vea el propósito de sus acciones y perciba la relevancia de llevarlas a cabo. Por medio del trabajo, el hombre puede encontrar su propia autoafirmación. Su importancia reside no sólo en los fines buscados mediante él, en los productos terminados o los servicios obtenidos, sino también en su propia ejecución. El fin del trabajo es el propio hombre: el hombre ha de ser el fin del trabajo, de cualquier índole que éste sea.[9] De lo contrario, estaríamos hablando de “enajenación”: realizar una actividad tendiente a un objetivo que es por completo ajeno a quien lo realiza, sin poder apropiar a su naturaleza, de algún modo, dicha actividad.[10] Y esta enajenación se hace palpable justo cuando el hombre es considerado sólo como medio para el trabajo y no también como su fin.

1.2. La empresa como un lugar natural de trabajo

Uno de los lugares donde el hombre moderno puede trabajar, es decir, donde puede dar a conocer esas capacidades para transformar su entorno es la empresa. La palabra empresa como concepto genérico hunde sus raíces en la noción de dificultad, de acción ardua; a lo largo del tiempo este término se ha utilizado para señalar actividades de muy diversa índole, pues igualmente podemos emplearla para referirnos a un proyecto artístico, militar o familiar, como a uno mercantil, comercial o de servicios, entre muchos otros.[11] De ahí que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la defina en primer lugar como “toda acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo”. No obstante, de entre todos los proyectos cuya realización requiere del arrojo y voluntad de sus creadores, existe uno que ha materializado este verbo, convirtiéndolo, por derecho propio, en sustantivo común: se trata de la empresa, entendida como “unidad de organización dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios con fines lucrativos”.

La empresa es un tipo de organización; incluso muchos simplemente la llaman “la organización”. Una organización es una unidad social: una agrupación de personas orientada a la obtención de ciertos fines que en solitario no podrían obtener o que obtendrían de modo muy difícil o costoso. Las relaciones entre los miembros de una organización están dispuestas según una estructura que distribuye entre ellos roles, funciones, tareas, posiciones jerárquicas y responsabilidades. Esta estructura hace que las relaciones dentro de la organización estén, al mismo tiempo, ordenadas y estructuradas, de modo que su coordinación sea más o menos eficaz en cuanto al logro conjunto de los fines. El fin al que están orientadas las acciones en la organización, y que explica la división de funciones o roles dentro de ella, es su razón de ser o propósito.

A diferencia de otras organizaciones tales como la escuela, la iglesia o los sindicatos, la empresa se dedica a la producción de bienes de consumo o servicios ofrecidos dentro de un mercado.[12] La empresa no sólo es parte de la sociedad, también del sistema económico con el que opera la sociedad. Como las demás organizaciones, la empresa también se dirige al logro de unos fines, pero el hecho de que éstos no puedan entenderse sin la mediación del mercado, hace que para el caso de la empresa la obtención de beneficios económicos sea definitoria. El modo como la empresa opera como unidad económica, las características del sistema económico y del tipo de sociedad dentro de los que se inscribe, influyen directamente en el modo en que determinará su configuración.[13]

Para muchos pensadores, como la filósofa Adela Cortina o el ya fallecido asesor Peter Drucker, la nuestra es una “época managerial”, y nuestra sociedad una “sociedad de organizaciones” en la que la empresa constituye el paradigma de todas las restantes, “de suerte que algunos llegan a afirmar que, si la salvación de los hombres ya no puede esperarse únicamente de la sociedad, como quería la tradición rousseauniana, ni tampoco del Estado, como pretendía el “socialismo real” de los países del Este, ni, por último, de la conversión del corazón, de la que hablaba cierta tradición kantiana, es una transformación de las organizaciones la que puede salvarnos, siendo entre ellas la empresa la ejemplar”.[14]

Existen varios motivos por los cuales la empresa se ha convertido en una de las organizaciones económicas, sociales y culturales más importantes de nuestro tiempo:

i. La empresa optimiza la división del trabajo. De manera natural, los seres humanos son distintos entre sí, pues muestran capacidades y habilidades diversas. Mientras unos poseen mayor destreza matemática, otros se inclinan por las actividades físicas o manuales; hay quienes tienen preferencia por las investigaciones teóricas, en tanto que otros se interesan por cuestiones de carácter administrativo o incluso artístico. La división del trabajo, es decir, la diferenciación y especialización de las distintas actividades requeridas para lograr una mayor eficacia productiva, al tiempo que genera riqueza, es capaz de conseguir que la multiplicidad de formas y ámbitos en los que se pueden desarrollar todas las potencialidades humanas esté articulada y pueda ser explotada al máximo. Además, la división del trabajo fomenta la cooperación y la solidaridad de toda la sociedad, pues es la forma más óptima de cubrir todas sus necesidades. De hecho, hay quienes sostienen que la división del trabajo, que nació en la familia y que de algún modo dio pie, entre otras cosas, al proceso de hominización, es tan primaria como la sociedad, de manera que no está llamada a desaparecer en una culminación de la historia.[15]

En este orden de ideas, son las empresas las instituciones actuales que pueden aprovechar esta multiplicidad de talentos para perfeccionarlos, integrarlos y desarrollarlos en su organización. “De la relación entre la división de trabajo del entorno que rodea a la empresa, y la división de trabajo que ha asumido la empresa, se definirá el objetivo de la misma, que a la vez condicionará su éxito o fracaso”.[16] Nuestras empresas actuales permiten una división del trabajo mucho más organizada, racionalizada y eficaz, con lo que contribuyen así tanto a la creación de riqueza como a la satisfacción de las necesidades de la sociedad.

ii. La empresa como motor de progreso. Generalmente por progreso entendemos avance, mejora, adelanto, términos todos con connotación positiva. En el medievo, Tomás de Aquino ya advertía que “es natural para la razón avanzar gradualmente de lo imperfecto a lo perfecto”,[17] mientras que Kant pensaba que el progreso de la humanidad era lineal e irrefrenable.

El progreso implica una superación de las limitaciones humanas tanto en un sentido cuantitativo (material) como en uno cualitativo (moral), aunque el camino en ambos aspectos no está necesariamente aparejado. Su idealización surge en el Siglo de las Luces cuando, tras la popularización del conocimiento a causa del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo xvii, los intelectuales ilustrados creyeron ver en la ola de descubrimientos científicos el camino para el perfeccionamiento máximo de la humanidad.[18] Y aunque este avance no siempre ha sido lineal y ascendente –baste pensar en las bombas nucleares lanzadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, o en las armas químicas utilizadas en diversas guerras en Medio Oriente en defensa de intereses no pocas veces egoístas y cuestionables– esta profecía en gran medida ha visto su cumplimiento. A nadie razonable le cabe la menor duda de que hoy vivimos mucho mejor en nuestros artificiales hogares de ladrillos, cristal y cemento, que cuando habitábamos las oscuras y húmedas cuevas del Neolítico. No sólo somos mucho más longevos porque nos alimentamos mejor y nos desgastamos menos, sino que además hemos aprendido a disfrutar de este intervalo de tiempo entre el nacimiento y la muerte que es la existencia. El bienestar y el placer han sustituido en gran medida la lucha por la mera supervivencia fisiológica. Y si lo anterior no es cierto para todos, bien podría serlo, porque el potencial para ello existe, pues incluso aquellos que aún en el siglo xxi padecen las condiciones de vida más infames, experimentan una situación comparativamente mejor de la de nuestros antepasados de Altamira.

En este ir y venir de avances y retrocesos, la empresa ha jugado un papel primordial como vehículo de desarrollo técnico y material. Son las empresas las instituciones que han asumido la misión de impulsar y distribuir la gran mayoría de los artefactos y servicios, las medicinas y los libros, la tecnología y el alimento que han conducido a la humanidad, en términos generales, a mejorar su calidad de vida. La empresa es un vehículo para satisfacer de modo eficiente muchas de las demandas de la existencia y ello constituye una razón más para considerarla como una de las instituciones más importantes de nuestro tiempo. E incluso puede ser un instrumento de progreso moral, cuando se asume a sí misma como ámbito para la acción responsable y colaborativa.

iii. La empresa como motor de desarrollo económico. El imperativo deber de satisfacer necesidades humanas ha dado lugar a la economía y al mercado, donde se busca maximizar la relación de costo-beneficio para tener utilidades, crear más con menos o vender más con un mejor precio. Esto ha permitido a las empresas crear riqueza para la sociedad. La generación de riqueza, en su concepto más originario, está ligada a lo que se produce en la tierra: minerales, petróleo, productos agrícolas, etc. Posiblemente por esta razón, la riqueza se asocia con la abundancia de productos y cosas como el dinero.

De lo anterior resulta el concepto de riqueza como la abundancia de bienes y objetos de valor. Un bien es aquello que es bueno, útil o agradable, es decir, que tiene un beneficio para las personas. Por ello, no son empresas las organizaciones cuyos productos dañan a la sociedad, como la pornografía o la drogadicción, ya que perjudican y deterioran las capacidades humanas. En cambio, sí lo son aquellas dispuestas a generar riqueza, lo que a su vez les da la garantía de continuar con la prestación de sus servicios y con la atención de las necesidades de la sociedad. Además, las empresas generan empleos, pagan impuestos y retribuyen a los inversionistas el capital que pusieron para su creación. Compiten, se exigen y siempre aspiran a ser mejores para ganar la preferencia del mercado y beneficiar así a los consumidores. Innovan, hacen desarrollos tecnológicos o se apropian tecnologías que mejoran las condiciones competitivas frente a otros países del mundo. Ayudan a distribuir de manera más equitativa las oportunidades y los ingresos entre los ciudadanos. Por éstas y muchas otras razones, las empresas son esenciales para fomentar el desarrollo económico sostenible, por lo que se convierte en una prioridad ampliar la base empresarial y garantizar la permanencia de las empresas existentes.

iv. La empresa como lugar de cooperación. El ser humano en soledad no es autosuficiente; necesita de otros para cubrir todas sus necesidades. La mayoría de las empresas están conformadas por dos o más integrantes que logran articular su trabajo cooperativamente con el fin de lograr metas comunes. La empresa, como institución, es capaz de organizar distintas capacidades y habilidades; diversos insumos y herramientas en un todo coherente que da lugar a resultados concretos y útiles. Pero no sólo eso: también facilita la conectividad de las distintas regiones de un país, y del país con el mundo globalizado. La empresa, por tanto, hace más productiva y organizada la cooperación en todos los niveles.

v. La empresa como producto racional. Gracias a nuestra condición de animales racionales, tenemos la capacidad de imaginar, planear, delinear y ejecutar de manera integrada todas nuestras acciones. La empresa como organización es un ejemplo tangente y concreto de esta habilidad. Se trata de instituciones conformadas para lograr fines especificados de antemano, que involucran la dirección racional de estas potencialidades humanas y muchas otras, que se concretan en el trabajo y que se integran mediante la dirección. En este sentido, la empresa funciona como un espacio ideal para que las personas que laboran en ella tengan acceso al conocimiento y aprendizaje continuo y permanente, por lo que ayudan a la formación del capital humano.

Entre todas las capacidades que fomenta la empresa existen al menos dos que son fundamentales para su crecimiento y desarrollo: se trata de la creatividad y la innovación. Las empresas, junto con las universidades, son los vehículos por excelencia de la sociedad civil para el impulso de nuevas ideas en todos los ámbitos. Para satisfacer necesidades se requiere generar ideas cada vez mejores y hallar soluciones cada vez más eficaces. Las empresas son organizaciones que precisamente cuentan con plataformas tecnológicas y humanas capaces de materializar todas estas aspiraciones animándolas e introduciéndolas en la vida corriente, con lo que hacen realidad muchos de los sueños que para hombres y mujeres de otras épocas parecían entonces inalcanzables.

vi. La empresa como motor de renovación social. En la actualidad, la empresa también es un motor de renovación social que goza de cualidades de las que carecen las viejas instituciones anquilosadas por la burocracia, asfixiadas por el imperio de los mediocres. Tiene en sus manos la creación de riqueza sí, pero por ello también ha adquirido la obligación de cumplir con su responsabilidad social. La empresa se ha convertido en un actor social más que debe responder tanto ante sus accionistas, clientes, proveedores y empleados, como ante la sociedad a la cual aporta, y el medio en el cual se desenvuelve. Gran parte de las empresas más importantes de nuestro país manifiestan compromisos explícitos con la calidad de sus productos o servicios, con el respeto a sus clientes y trabajadores, y también con el desarrollo de las comunidades más inmediatas que las rodean en cuestiones relacionadas con su salud, educación, cultura o cuidado del medio ambiente. Asimismo, dicha responsabilidad le ha otorgado mayores derechos: la empresa también actúa como interlocutor y representante autorizado de los intereses de la comunidad frente al Estado en temas tan diversos como economía o seguridad. Al poseer una personalidad legal, las empresas también pueden exigir y participar más activamente en la configuración de las sociedades en las cuales se encuentran inmersas.

1.3. Tres paradigmas para entender la empresa

El siglo xx fue testigo de un importante auge en el tema de la conformación, diseño y finalidad de la empresa, así como sobre su administración y dirección. Entre otros aspectos, se puso de manifiesto que la comprensión y conformación de la empresa, en cuanto organización humana, no debía restringirse únicamente a cuestiones meramente técnicas y procedimentales, sino que también debía partir de ciertos presupuestos teóricos de carácter ético y antropológico, ya fueran explícitos o no, a partir de los cuales se podría determinar gran parte de sus tareas, responsabilidades y modos de funcionamiento.

Juan Antonio Pérez López nos habla de al menos tres paradigmas o modelos diferentes que surgieron durante el pasado siglo con el propósito de explicar el funcionamiento de las organizaciones humanas, y principalmente de la empresa mercantil, construidos sobre al menos tres distintas concepciones filosóficas referentes a la persona humana y particularmente sobre el tipo de motivaciones que funcionaban como resortes para impulsar la acción.[19]

En primer lugar, se encuentran los modelos mecanicistas, los cuales parten del supuesto de que la acción humana ha de ser explicada en términos de su reactividad a las distintas circunstancias externas en las que ésta se desenvuelve. Implícitamente, asume que el grueso de los individuos carece de una interioridad original capaz de autodefinir fines propios, o en todo caso, carece de relevancia, por lo que sus deseos y acciones sólo son resultado de los estímulos del entorno. De ahí que, en el ámbito laboral, son los incentivos, principalmente los económicos, los únicos capaces de motivar su desempeño. La estructura empresarial subsecuente a esta concepción de carácter antropológico es, pues, un sistema técnico en el que la organización se considera como una simple coordinación de acciones humanas cuya finalidad es la de producir una serie de objetos o servicios; el modelo de explicación es el de una máquina, más o menos compleja, que en respuesta a un input produce un output.[20]

La reacción a este limitado diagnóstico de la naturaleza humana tiene lugar en los modelos psicosociológicos, segundo paradigma que surgió debido a la necesidad de tener una mirada más amplia, aunque todavía incompleta, sobre la condición humana. Desde aquél se reconoce que los motivos que impulsan la acción no son extrínsecos al ser humano sino intrínsecos; las razones que impulsan a un hombre a trabajar no pueden limitarse únicamente a aquellas de carácter económico, pues el ser humano también tiene la necesidad de forjar vínculos significativos en los que los individuos puedan obtener reconocimiento y protección. De ahí que el paradigma psicosociológico asuma la condición social de la persona humana como un aspecto por valorar en la conformación de las organizaciones mercantiles, cuya importancia puede ser incluso superior al aspecto meramente material o monetario.

Frente al sistema técnico anterior, esta nueva concepción invita a concebir la empresa como un organismo social. De acuerdo con Pérez López, un organismo trata de explicar la coordinación de acciones para la satisfacción de motivaciones actuales, es decir, las motivaciones que actualmente sienten las personas que componen la organización. Así como en un sistema técnico se mira a la empresa como si ésta fuera una máquina –acoplado de elementos materiales–, en un organismo se la contempla como un conjunto social, como una agrupación de individuos en una sociedad en la que se integran voluntariamente para satisfacer todo un conjunto de motivos.[21]

Sin embargo, la limitación de este modelo radica en su punto de partida, el cual se restringe a consideraciones de índole psicológico y sociológico, que levantan la teoría de la empresa sobre bases conductivistas y constructivistas con tendencias reduccionistas. Cimientos más sólidos, profundos y unitarios para la conformación de una verdadera teoría sobre la empresa, según el juicio de Pérez López –y del propio Carlos Llano–, sólo pueden hallarse mediante la filosofía, concretamente de la antropología filosófica. Es así como se delimita un tercer modelo, el modelo antropológico de la organización, desde el cual ésta es concebida además de como un sistema técnico, o como un conjunto social, como una institución.

Así como en un sistema técnico únicamente se contemplan las cosas que se hacen y en un organismo las cosas que se hacen y cómo se hacen, en una institución, aparte de esos dos planos, se considera también el para qué se hacen. La institución se propone como finalidad no solamente la propia de un organismo, sino también la de proporcionar una finalidad que dé sentido a toda la acción humana que coordina. Lo característico de una institución es la consideración explícita de unos valores con los que trata de identificar a las personas, perfeccionando los motivos de sus acciones, y educándolos en ese sentido.[22]

El modelo antropológico persigue centrarse en el hombre tal como es, en su condición de persona individual e intransferible, que desea ser feliz. Es capaz de articular, de manera acumulativa y balanceada, los diferentes fines y razones que mueven la acción humana individual, ya sean de carácter extrínseco, intrínseco o incluso trascendente,[23] y de relacionarlos armoniosamente con los fines propios de la organización. Y aunque no puede afirmarse que en este momento predominen aquellas empresas que persiguen un modelo antropológico en su diseño, es verdad que éste ha tenido un considerable auge en los últimos años.

1.4. Las cuatro finalidades de la empresa

La posibilidad de desentrañar un sentido para la acción humana coordinada mediante la empresa tal como se lo proponen las organizaciones que se acogen bajo el paradigma del modelo antropológico, reclama de manera natural la necesidad de clarificar las razones que justifican la existencia de la propia empresa, y en particular, de su causa final, pues a partir de ésta se puede definir su identidad y justificar su preponderancia en el mundo actual.

De acuerdo con Aristóteles, existen cuatro diferentes tipos de causas: formal, es decir, la esencia[24] (pues el porqué se reduce, en último término, a la definición, y el porqué primero es causa y principio); material, es decir, el sujeto o substrato donde inhiere la forma; eficiente, que explica el origen desde el cual se inicia todo movimiento y, por último, final, el bien para el cual se hace algo (fin al que tienden la generación y el movimiento).[25]

En cuanto a las primeras tres, claramente podemos delimitarlas en la empresa contemporánea. En primer lugar, su causa formal o esencia es su propia constitución como entidad mercantil; es decir, la configuración o tipo de ordenamiento relacional que da lugar a una unidad económico-social que conjuga trabajo, capital, organización y dirección, y que deviene incluso en una cultura empresarial determinada y particular para cada organización. En segundo lugar, su causa material está conformada tanto por todos los miembros o stakeholders[26] relacionados con ella, como por los insumos materiales y virtuales necesarios para llevar a cabo las tareas específicas para las cuales ha sido creada. Su causa eficiente coincide con la causa material, aunque desde un enfoque diferente. En un sentido muy original podríamos creer que quien “inicia el movimiento”, es decir, quien pone en marcha a una empresa, son los inversionistas, aquellos que proporcionan los recursos necesarios para su creación; pero en realidad, para que dicho movimiento se continúe también es necesaria la acción tanto de los directores como de los trabajadores de todos los niveles. La diferencia con la causa material es que, en este caso, todos los stakeholders son tomados desde el punto de vista de la acción, es decir, no sólo se consideran como un insumo más –sin duda el más importante– sino también como aquellos en quienes recae la responsabilidad y la voluntad de poner en marcha y mantener una empresa.

En cambio, la delimitación de la causa final de la empresa, esto es, los bienes a los que aspira, es la que más controversia ha generado a lo largo del tiempo. ¿Cuál es en última instancia su razón de ser, la causa o motivos de su existencia? Ya se ha esbozado un número bastante amplio de respuestas posibles: la satisfacción de las necesidades de la sociedad, la generación de empleos, el pago de impuestos para impulsar el desarrollo de un país, el crecimiento del capital particular, un beneficio económico… Al parecer, una forma de organización tan rica y compleja tiene más de una razón para su existencia.

Nosotros entendemos por empresa una organización que tiene cuatro objetivos fundamentales, esenciales, que bien pueden denominarse “objetivos genéricos”. Se les ha calificado así porque todas las empresas los buscan, o al menos deberían buscarlos si han de preservar su influyente papel al interior de la sociedad. Su exposición ya la encontramos en la obra de Carlos Llano, Análisis de la acción directiva, donde se afirma lo siguiente:

Además de los objetivos específicos que cada empresa persigue, toda empresa, por el hecho de serlo, tiende a un objetivo genérico común. […]: A) Proporcionar un servicio a la comunidad social. B) Generar un valor económico suficiente. C) Generar una compensación “humana” suficiente. D) Lograr una capacidad de auto-continuidad. [27]

La admisión de esta cuádruple finalidad también la encontramos en la filósofa española Adela Cortina, quien no ha dudado en aceptarla como válida:

Desde entonces hasta hoy, la empresa es la unidad productora de riqueza en la sociedad, que se distingue por su contribución al crecimiento económico y cuyos objetivos son los siguientes: 1) producir bienes y/o servicios, 2) aumentar el valor económico añadido (lograr beneficios) a fin de: a) atender las rentas de trabajo y de capital y b) poder invertir para garantizar la viabilidad de la empresa; […] 3) promover el desarrollo humano y 4) garantizar la continuidad de la empresa.[28]

Existe pues, cierto consenso en torno a las finalidades que definen o caracterizan la esencia de una empresa, sobre todo en el contexto actual. Más aún, estos cuatro objetivos se conciben interrelacionadamente, aunque son irreductibles entre sí. Como si se tratara de una red, dependen unos de otros, pero ninguno puede anular o prevalecer por encima de los demás, tal como se mostrará a continuación. A su vez, coincidimos con Antonio Valero, cofundador del iese, en el hecho de que dichas finalidades no provienen o se legitiman por deseo de la organización para cumplirlas, porque el juicio de esos grupos no es índice de la naturaleza moral ni del valor social de lo que hace la organización.

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