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Teoría de las irregularidades

Ser occidentales, en la mejor tradición que se inaugura con Platón y Euclides, y todo lo que se sigue de ellos, consiste en creer que existen regularidades en la naturaleza. Así, por ejemplo, que la naturaleza tiene leyes, que existen leyes de la historia, que la sociedad se hace posible sobre la base de normas, en fin, que los tiempos y el espacio son regulares y estables. Dicho con la mecánica clásica, que existen ciclos, periodicidades, movimientos pendulares. Que sean unos más cortos o más largos es algo que no altera para nada el cuadro general.

La idea de regularidad se traduce filosóficamente con la noción del “ser”, y políticamente con los conceptos de control y de manipulación. Sociológica o arquitectónicamente, se trata de la creencia de que existen y son necesarias las jerarquías. En fin, que el mundo y la naturaleza son estables.

En la comunidad de complejólogos –esto es, quienes trabajan en ciencias de la complejidad–, existen caotólogos y también fractalistas, por ejemplo. Pues bien, el padre de los fractalistas es B. Mandelbrot, el fundador de la geometría de fractales.

La geometría de fractales es exactamente una teoría de irregularidades. Más exactamente, que la totalidad de los patrones en la naturaleza y en la sociedad son irregulares. La irregularidad se dice técnicamente como fractus, fractal. Posee una dimensión propia –o mejor, varias dimensiones (fractales)– y logra una comprensión inédita del mundo y la realidad, a saber: la naturaleza y la vida están marcadas o constituidas por intermitencias.

La marca de calidad de la naturaleza –como de la vida– es el cambio. Pero los cambios no son fijos, periódicos ni regulares. Por el contrario, son esencialmente imprevisibles, marcados por azar y contingencias, perfectamente aperiódicos. Análogamente al caos.

La idea de intermitencia significa que los sistemas irregulares son esencialmente abiertos, y que no existe, en absoluto, estabilidad alguna en sus dinámicas y estructuras. Los fractales son fenómenos o sistemas inestables y con turbulencias. El sello mismo de la complejidad.

Pues bien, la primera vez en la historia de la humanidad que la irregularidad nace es gracias a la geometría de fractales. Desde luego que existen aspectos técnicos, pero estos pueden quedar aquí implícitos. La fractalidad de la naturaleza, y mejor aún, la multifractalidad apunta de manera precisa a la ausencia de cualquier tipo de estabilidad.

Digámoslo mejor: la estabilidad existe, pero solo a escala local y en tiempos muy breves. En tiempos cortos y a escala local las cosas parecen permanentes, estables, regulares, sujetas a leyes. Pero la fractalidad permite una mirada en escalas múltiples, y esa multiescalaridad permite exactamente entender que la regla en el mundo y la naturaleza son los cambios, las transformaciones, la irregularidad.

Todas las teorías estándar habidas en la historia, en ciencia o en filosofía, así como todas las teorías normales vigentes en ciencias y disciplinas, actualmente son teorías de regularidades, de control, de estabilidad, de permanencia, de cambios graduales; en fin, de ciclos y periodicidades. Y por ello mismo no logran ver la complejidad del mundo y de la vida; esto es, el papel del azar y la aleatoriedad. En el “mejor” de los casos, la aleatoriedad es sometida a la teoría de probabilidades. Una teoría del control y del ser.

La geometría de fractales nace en ningún campo; o lo que es equivalente, en el cruce entre diversos terrenos. No nace más en la economía que en las finanzas, más en la matemática que en la termodinámica, o más en la geometría que la física estadística. Cuando la ciencia revolucionaria nace, no hay un solo nicho donde haya sido engendrada. Esto es algo que Th. Kuhn no alcanzó a ver. Por el contrario, dada la riqueza y las dinámicas del conocimiento hoy en día, la ciencia revolucionaria engendra su propio nicho de nacimiento, que no es uno específico, sino uno donde se cruzan tradiciones, métodos, lenguajes. Este fue el nacimiento de los fractales, esto es, de la teoría de las irregularidades.

Un rasgo biográfico, pero al mismo tiempo sociológico e histórico permea el nacimiento de la ciencia revolucionaria. Se trata del alto inconformismo por parte del investigador o pensador, y de la capacidad para identificar la ciencia normal y alejarse rápidamente de ella. Dos condiciones que se dicen fácilmente, pero que es muy difícil de llevar a cabo. Al fin y al cabo, el precio del inconformismo es la soledad y el aislamiento. Algo de lo cual un investigador verdadero se precia más que se duele. También en la ciencia y en la academia prima, como decía Nietzsche, el espíritu gregario.

Pero, ¿cómo identificar claramente las fronteras del conocimiento?; esto es ¿cómo ver el lugar en donde termina la ciencia normal y comienza… el vacío? Existen muy buenos indicios. Por ejemplo, la ciencia normal es aquello de lo que las mayorías hablan, o de lo que se ocupan “muchos”. La ciencia normal es aquella que está siempre a la mano y que convoca fácilmente. La ciencia revolucionaria, por el contrario, solo tiene indicios, vestigios, señales; pero nunca textos claros, establecidos.

Esto fue lo que experimentó B. Mandelbrot y lo que es evidente ante una mirada sensible y reflexiva en el panorama intelectual y cultural en general. Tenemos con nosotros una teoría de irregularidades. Pero el triunfo de la misma no fue nunca algo evidente, aunque sí sólido y robusto. La biografía se mezcla con el momento social y con la situación histórica. De esa compleja amalgama nacen ideas nuevas, enfoques creativos, lenguajes novedosos.

La teoría de las irregularidades es algo que incluso en la comunidad de los estudiosos de la complejidad no termina por asimilarse plenamente. Hay otros lugares más comunes, como la ciencia de redes complejas, por ejemplo. La plena consolidación de la teoría de las irregularidades tiene lugar a partir de 1995. Una historia que no está muy lejos de nosotros y apenas da sus primeros pasos. Pero agigantados.

Microhistoria.

¿Qué es la microhistoria?

Ya la ecología y la biología del paisaje lo supieron mucho antes: los sistemas vivos no existen y no dependen inmediatamente sino de los microclimas. Desde luego que el clima a gran escala, digamos a escala continental o planetaria, es un fenómeno ineludible. Pero, prima facie, los sistemas vivos existen, se adaptan y (co)evolucionan en función del microclima.

Pues bien, la existencia de los seres humanos no simplemente es el objeto de la historia; digamos de los macroprocesos económicos, políticos y militares. Si la Escuela de los Anales, en historiografía, descubrió la vida cotidiana, análogamente, la vida de los seres humanos se desenvuelve en términos de microhistoria. Esta vida cotidiana, y en esas escalas individuales y grupales, ha sido el objeto de la literatura. Por ejemplo, de ese género apasionante que es la historia novelada, una auténtica contribución a la comprensión tanto de las biografías como de la historia y los avatares de la existencia. Las cosas se desenvolvieron de tal o cual manera, pero bien habría podido suceder que, por circunstancias puntuales –¡siempre el azar!–, todo hubiera podido ser diferente; por ejemplo.

La microhistoria es acaso la más importante contribución para evitar el reduccionismo y el determinismo histórico. Es decir, creer que las cosas solo sucedieron en el modo como tuvieron lugar.

Hegel, alguien que no podría haber tenido jamás la más mínima conciencia de microhistoria, lo decía, sin embargo, en otro contexto, de forma afortunada. Se trata de ver lo universal de lo singular. “Formular las grandes preguntas con respecto a los lugares pequeños”, como se dice en este campo historiográfico.

La sociedad y la economía, la historia y la política, por ejemplo, se desempeñan –y se gatillan– en escalas pequeñas. Esas que siempre han sido reconocidas por la ficción. En la base de la historia, siempre, siempre están “las gentes pequeñas” –esos seres anónimos, los marginados, los sin voz, los excluidos, los que nunca han sido protagonistas y ni siquiera antagonistas, los enfermos, los pobres, los necesitados. Que son los que hacen la inmensa base de la vida humana en la tierra–. La diferencia, en el universo, siempre la marca, ulteriormente, el individuo. Las grandes unidades clásicas de la historia –incluidos el Hombre de Acción, el Filósofo, el Sacerdote, o el Científico– son simples abstracciones y desvían siempre la atención de una mirada más fina, más granulada.

Nacida en la década de los años 1970, en Italia, la microhistoria tiene dos avenidas principales, así: la microhistoria social y la microhistoria cultural. No es necesario, sin embargo, que ambas estén disyuntas.

Pues bien, es justamente esta mirada más granulada, con una pixelación más fina, la que permite enfocar la atención sobre planos, personajes, actuaciones que normalmente pasarían desapercibidos.

Existen historias locales, son posibles enfoques microscópicos que no por ello son necesariamente minimalistas, la vida humana está siempre atravesada por contingencias. Pues bien, estos son los temas de interés de la microhistoria. La fragilidad de los acontecimientos, la invisibilidad de los grandes cambios, la luz enceguecedora del anonimato. (Todo ello, hoy, en una época marcada, como sostenía con acierto A. Warhol, en la que cada quien aspira a sus quince minutos de fama, y en los que nadie termina finalmente por marcar las diferencias. Como siempre, las artes se anticipan muchas veces a las ciencias).

Es indudable que hay personajes, instituciones, decisiones macro que marcan en un momento determinado la historia. Pero es igualmente verdadero que la historia no es en absoluto posible sin esa otra polaridad que es la forma en que hechos intrascendentes se tornan en catalizadores de nuevas dinámicas y estructuras.

No existe un solo agente, o un solo polo en la historia. Esta es el tejido complejo de texturas, granulaciones, entrelazamientos diversos, todos los cuales van tejiendo, de forma sorpresiva siempre, las épocas, las sociedades, las vidas humanas. La historia es, en suma, ese cruce entre los siglos y los días, entre las décadas y los minutos, entre las grandes instituciones y las callejuelas, los cafés, las bibliotecas o las reuniones episódicas en donde se germinan cosas.

No sin ironía sostenía con acierto E. Ionescu, el padre de la literatura del absurdo, que la única enseñanza de la historia es que nunca aprendemos de la historia. Lo cual no está para nada distante del reconocimiento de Marx en el 18 Brumario: los seres humanos hacen la historia, pero no siempre la hacen como quisieran. La historia es la expresión más inmediata de la presencia del azar, del tejido delicado de la contingencia. Sí, ese destino que tejen las Parcas –Cloto, Láquesis y Átropos–, del cual ni siquiera los dioses escapan, y es lo que los seres humanos merecen en consonancia con sus propias acciones. Cada quien merece lo que hace, o deja de hacer.

(Cloto, aquella que hilaba la vida en la rueca y el huso; Láquesis, que medía con una vara la longitud del hilo de la vida; y Átropos, que era quien cortaba el hilo mismo de la vida. Solo que las tres nunca dejaron de existir y aún hacen lo suyo, de consuno, en algún lugar más allá del tiempo y el espacio. A donde los hombres solo pueden llegar en los sueños, por ejemplo).

No es, pues, la acción colectiva la única que define el tiempo y los acontecimientos; también cuenta la experiencia singular. En realidad, es la escala micro la que engendra la escala macro, pero es el tejido de ambas la que define el destino de los pueblos y los individuos.

La historia es el tejido complejo de hebras, texturas, densidades y granulaciones de escalas distintas que van marcando el destino humano: ese destino que se hace en el día a día, pero que se plasma, acaso, en última instancia, en la mirada general de los mapas. Pero sí, los mapas no son jamás, la geografía.

¿Qué es el efecto Flynn?

James R. Flynn (1934) es un psicólogo neozelandés que publica, sobre la base de grandes observaciones acumuladas, dos artículos en 1998 y 1999 en los que muestra una hipótesis singular: desde 1930 hasta hoy ha habido un crecimiento de la inteligencia humana de manera sostenida.

Desde luego que las bases de sus estudios pueden dar lugar a numerosas críticas, como ha sido en efecto el caso. Notablemente a partir de la medición de la inteligencia en términos del coeficiente intelectual. Un tema sobre el cual los propios psicólogos se encuentran lejos de alcanzar un consenso. Pero la tesis se sostiene: de manera consistente ha habido un aumento de la inteligencia humana en el curso del siglo XX y, digamos, lo que va corrido del siglo XXI. Un fenómeno de inmensa envergadura y consecuencias en numerosos ámbitos y planos.

Esta tesis no es ajena y, por el contrario, es perfectamente complementaria con el trabajo que en otro plano lleva a cabo S. Pinker (1954), un cognitivista canadiense, en un texto único: The Better Angels of Nature: Why Violence Has Declined (2012), y que ha sido traducido al español con el título Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones. Sencillamente, la violencia ha disminuido y hemos ganado ampliamente en moralidad, eticidad y humanidad.

Clara y concomitantemente, entre Flynn y Pinker, los seres humanos parecemos habernos vuelto mucho más inteligentes y, al mismo tiempo, moralmente mejores. Una dúplice tesis con una holgada atmósfera de optimismo. Una dúplice tesis que parece denostar contra los mensajes negativos, pesimistas y guerreristas de los grandes medios de comunicación. Un malestar en la cultura perfectamente orquestado y diseñado, como ya lo mostrara muy bien Z. Bauman.

Naturalmente que la tesis de Flynn como la de Pinker no debe ser tomada de manera lineal y mecánica. Existen conflictos, actos de violencia y los estúpidos siguen gobernando aquí y allá.

Caben dos posibilidades: o bien adoptar las tesis provenientes de la psicología y el cognitivismo –dos áreas muy próximas entre sí, por lo demás– como una verdad establecida; lo cual no es indiferente a críticas, escepticismo, comentarios agrios o destemplados. O bien, de otra parte, como indicadores, y entonces aparece una luz nueva, diferente, sobre la historia y la sociedad humana.

Lo cierto, lo evidente, es que a lo largo de la historia los seres humanos han alcanzado mayores esperanzas y expectativa de vida. Literalmente, hemos ganado, con respecto al pasado, una vida de más. Y es evidente, desde la biología y la ecología, que la longevidad constituye una marca evidente de adaptación (fitness) evolutiva. Y es igualmente incontestable que la ciencia en general y las tecnologías han desempeñado un papel principal en estos logros. Las políticas de salud pública, los avances en farmacología, los progresos en arquitectura e ingeniería civil, por ejemplo. Y es indudable que la educación y la información –por ejemplo, internet, en años recientes– cumplen un papel protagónico al respecto.

La idea no es que hoy sepamos más que antes. Tampoco es la idea que hoy pensamos más o mejor que antes. Simple y llanamente, se trata del reconocimiento de que nos hemos hecho más inteligentes, y ello confiere manifiestamente una ventaja evolutiva. Al fin y al cabo, una especie que aprende puede adaptarse más fácilmente a los cambios que una especie que no aprende, esto es, especializada. (La especialización es el primer paso para que una especie se torne endémica y en peligro. En todos los campos y sentidos). Pero es seguro que si los seres humanos se han hecho más inteligentes, están sentadas las condiciones para poder pensar mejor, para poder saber más, en fin, para poder vivir mejor. Personalmente no pensaría en términos de causalidad aquí.

Se han hecho algunas críticas al efecto Flynn. Notablemente, pareciera ser que en los últimos años, en algunos países, se evidencia una disminución de inteligencia. Como quiera que sea, es evidente que existen aquí entornos de complejidad que se correlacionan con los aumentos de la inteligencia. O bien, para decirlo con Pinker: entornos de complejidad que se correlacionan con la disminución de la violencia.

El conjunto de ciencias, disciplinas, prácticas y saberes deben poder sentirse interpeladas. Es como si dijéramos: la psicología y las ciencias cognitivas han arrojado el balón del lado de las otras ciencias en general. ¿Pueden decir algo al respecto? ¿La política, la economía, la medicina, la educación, la sociología y la antropología, en fin, las ciencias de la vida, las neurociencias, la inmunología, por ejemplo?

Tenemos ante nosotros una dúplice provocación, por decir lo menos. En un caso, se trata de un libro voluminoso, de más de seiscientas páginas, profusamente ilustrado con ejemplos y casos históricos y sociopolíticos, y bien argumentado. En el otro caso, se trata de dos artículos, cargados de estadística, pruebas y análisis de psicometría, pero de algo menos de sesenta y cinco páginas. En resumen, una auténtica provocación intelectual con alcances y derivaciones en varios planos y aspectos.

Lo cierto es que parece haber una imbricación cada vez más fuerte entre la evolución natural o biológica y la evolución cultural y social. Las distancias entre naturaleza y cultura son cada vez menores, y esto se pone de manifiesto crecientemente; una voz al respecto es la epigenética.

Una consecuencia inmediata puede extraerse sin el menor esfuerzo: no existe una “naturaleza humana”, pues por definición una idea semejante es ahistórica, y no sabe, por tanto, de evolución y cambio; en este caso, de crecimiento. Pero una conclusión también inmediata es inevitable, a saber: los seres humanos no terminan de hacerse cada vez posibles. Y la inteligencia –su inteligencia– constituye acaso una de las formas mejor acabadas para hacerse posibles. En ese proceso, nuevas posibilidades, nuevos horizontes se van avizorando o entreviendo, y de alguna manera, por tanto, construyendo. Contra todos los escepticismos, los seres humanos se hacen cada vez más inteligentes. Y, concomitantemente, menos violentos. Una buena noticia, sin importar lo que piensen los demás.

Las teorías coherentes

Th. Kuhn establece la distinción –jamás la jerarquía– entre la comunidad académica y la comunidad científica. Cabe aquí detenernos un instante en la segunda.

Un investigador destacado no simple y llanamente se concentra en autores, líneas y/o escuelas de pensamiento y determinadas técnicas y herramientas. Además y fundamentalmente debe poder ser capaz de discutir y elaborar modelos. Así, por ejemplo, modelos educativos, modelos físicos, modelos políticos, modelos matemáticos, modelos económicos. La más apasionante y difícil de las discusiones en este plano consiste en considerar: (a) cómo surge un modelo teórico; (b) cómo se mantiene o se sostiene; (c) cómo se echa abajo o se tumba un determinado modelo del mundo o la sociedad.

Pues bien, correspondientemente, un investigador de primera fila debe poder elaborar una teoría (decir “teorías” suena en realidad muy presuntuoso). Son numerosos que estudian, conocen y debaten teorías; constituyen un puñado selecto aquellos que desarrollan una teoría, en acuerdo con sus fortalezas y/o campos de trabajo.

El concepto de “teoría”, tal y como se lo conoce actualmente – esto es, por ejemplo, en el sentido de la teoría de la evolución o la teoría de la relatividad–, es perfectamente reciente. La primera vez que aparece el término como tal, es en 1600 con el libro Tellluris Theoria Sacra (conocido en ocasiones también como Theoria Terra Sacra) de Th. Burnetti. Teoría de la Tierra Sagrada.

Ocasionalmente alguien con formación filosófica podrá argumentar que el concepto de teoría se remonta al griego theorein, que significa contemplar, observar. Esto es cierto. Y, sin embargo, nada tiene que ver con el término de “teoría científica” tal y como se conoce y se emplea habitualmente.

Pues bien, prácticamente todas las teorías habidas en la historia de la humanidad occidental son y han sido teorías coherentes. Esto es, tienen la pretensión de ser conclusivas y/o concluyentes. En verdad, una teoría que no es concluyente y/o conclusiva no es, en el sentido normal de la palabra, una teoría es, tan solo, una hipótesis o una conjetura.

La primera y más radical reflexión acerca del significado de las teorías habidas en la historia se debe a K. Gödel, quien demuestra (= teorema) que se ha tratado y se trata, en verdad, de teorías triviales, por tautológicas.

Dicho de manera sintética, las forma como se han explicado los fenómenos hasta la fecha es atendiendo al sistema en consideración por sí mismo, o bien, a los componentes y a las relaciones del sistema en consideración. Debemos, sostuvo Gödel, poder pensar en términos no tautológicos, esto es, no autorreferenciales. La lógica paraconsistente pone de manifiesto que una teoría tautológica es trivial. Sorpresivamente, la mayoría de explicaciones sobre el mundo han sido… triviales, y, sin embargo, sostiene un argumento pragmático, “han funcionado”.

Otra manera de entender lo anterior es gracias a una aproximación importante en el marco de la filosofía de la ciencia: el coherentismo. El coherentismo (Ramsey, Bradley, Quine, Sellars, o Recher, entre otros) es sencillamente la tesis que sostiene que todas las explicaciones de un fenómeno deben cuadrar como un rompecabezas, unas con otras. Eso, coherencia.

Pensar en términos tautológicos o coherentistas, sin embargo, significa en realidad pensar en términos de incompletud. Gödel: si una teoría es coherente, entonces es incompleta. Una forma de entender esto es diciendo que las teorías estándar o normales son inconsistentes. La historia de la lógica, la matemática y la epistemología no ha podido recobrarse de la crítica de Gödel. Y de consuno, de las reflexiones por parte de la lógica paraconsistente.

Pues bien, un buen investigador puede reconocer que no es necesario ni inevitable que una teoría científica, del mundo o de una parte del mundo deba ser coherente o completa. Son posibles –e incluso, a fortiori, necesarias– otras teorías. Este es el tema, dicho ampliamente, de la metateoría que emerge de las lógicas no clásicas.

En verdad, son posibles teorías inconsistentes, teorías paraconsistentes y teorías subdeterminadas. Algo perfectamente inopinado e inaudito cuando se lo ve con los ojos de la tradición y/o de la ciencia normal, predominante todavía allá afuera. Este tipo de teorías son alternativas a las teorías completas (una vez más: concluyentes y/o conclusivas, o por lo menos con pretensiones de ser tal). Este nuevo panorama complejiza enormemente el conocimiento, y al mismo tiempo el mundo y la naturaleza.

La verdad es que el reconocimiento de que existen y son posibles teorías inconsistentes, paraconsistentes y subdeterminadas permite ganar enormemente en grados de libertad y en comprensión y explicación de los fenómenos del mundo. Y uno de ellos, quizás el más sensible de todos: la vida y los sistemas vivos. La vida-tal-y-como-la-conocemos, tanto como la vida-tal-y-como-podría-ser-posible.

Un investigador de primera fila, por así decirlo, no se encuentra ya abocado(a) a tener que trabajar con, ni a formular y desarrollar, teorías coherentes. Que por ello mismo son cerradas y percluyentes. Ello conduce a comprender el mundo en términos de ámbitos, áreas, campos o compartimentos, más o menos consistentes.

Sorpresivamente, pensar el mundo y la naturaleza consiste en indeterminarlos, algo perfectamente desconocido a la luz de toda la heurística conocida, la metodología y la lógica de la ciencia habida y normal. Indeterminar el mundo, la sociedad y la vida es perfectamente posible con la ayuda de tres formas de teoría perfectamente desconocidas hasta la fecha. Teorías inconsistentes, teorías paraconsistentes y teorías subdeterminadas.

Cuando los científicos, académicos e investigadores se dan a la tarea de desarrollar teorías científicas, del mundo o de una sección del mundo y la realidad. Que es lo que sucede la mayoría de las veces.

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