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Читать книгу: «Juvenilla; Prosa ligera», страница 18

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IV

Entonces, si el régimen de gobierno es un factor despreciable en el problema de la felicidad humana, ¿por qué esas luchas incesantes de los pueblos, esos esfuerzos constantes por conquistar la libertad bajo todas sus formas? ¿Es un error general de la especie, y después de tantos siglos vamos a tener que constatar que toda esa enorme fuerza ha sido inútilmente gastada? No; lo único que el hombre comprueba es su absoluta incapacidad para explicar las causas últimas; el día en que se me revele la razón del organismo social de las hormigas, me será permitido creer que la ciencia positiva llegará en algún momento a explicar la historia humana. Uno de los espíritus más luminosos que han surgido en la humanidad, nos acaba de dejar su testamento filosófico. Renan piensa que Dios está en formación; que todo este gigante esfuerzo de lo creado, desde el átomo que existe dentro de la piedra hasta la iniciativa genial del hombre, desde el movimiento solemne de los mundos desconocidos, hasta el crecimiento misterioso de la yerba de los campos, todos estos fenómenos múltiples del Universo, son notas aisladas que un día llegarán a formar la armonía colosal e inconcebible a la que da el nombre de Dios. Voltaire había propuesto ya inventarlo; tanto vale lo uno como lo otro.

Dejemos, dejemos de lado ese problema de las causas finales, arrojado a la curiosidad del espíritu como un freno contra su infatuación. Pensemos, sí, con reposo, que todo va a alguna parte, constatemos el movimiento sin pretender averiguar el objetivo y volvamos modestamente los ojos a la tierra.

V

Y, pues que de movimiento hablamos, si no es para la conquista de regímenes de gobierno determinados, ¿qué causas y qué fin tiene ese sacudimiento pavoroso, extendido hoy por todo el mundo civilizado, esa protesta violenta contra el orden existente, que empieza a cubrir de sombras el porvenir?

La revolución social está en todas partes. A los sueños de los enciclopedistas, a las pastorales del abate de Pradt, a los organismos teatrales de Saint-Simon y a los sofismas elocuentes de Proudhon, ha sucedido un período de acción que, echando a un lado las especulaciones, entra resueltamente al combate y ataca de frente al enemigo que la experiencia ha demostrado ser el único, si bien terrible en la defensa y poderoso. Ese enemigo es precisamente la base, la piedra angular de nuestro organismo social, es la idea madre sobre la que hemos levantado este palacio maravilloso de las convenciones humanas: idea tan fuerte y extraordinaria que, a partir del momento en que el hombre cesó de ser una fiera salvaje, ha impuesto a los millones de individuos de la especie que no tienen pan, el respeto por las vituallas de los que se hartan; y que, extendiéndose con la ayuda de las convenciones morales, ha permitido que las mujeres hermosas sólo tengan, algunas veces, un solo dueño. Esa idea es la de la propiedad, y es contra ella que se ejercita el empuje del movimiento de reacción que se observa en el mundo actual. Revelaría un candor y una inocencia incomparables, aquel que creyera que van en busca de reformas políticas los nihilistas rusos, los anarquistas franceses, los socialistas alemanes, los fasci italianos, los huelguistas de Inglaterra y Norte América, los cantonales españoles, todos los descontentos que, bajo las mil denominaciones que las circunstancias locales les imponen, trabajan con una unidad de acción quizá inconsciente, como instrumentos fatales, a la destrucción de lo existente. ¿Pensáis que ese esfuerzo patente, profundo, como que arranca de las entrañas mismas de la masa humana, va tras el ideal del régimen representativo, el cual empieza a tomar los contornos de una superstición vetusta, o tras el sufragio universal, más ilógico y absurdo, como criterio de gobierno, que el viejo derecho divino que suplantó por una aberración de que el mundo moderno empieza a darse cuenta? No: si el nihilista ruso busca la muerte del zar, es porque la autócrata representa la propiedad y es la encarnación del orden social establecido. El anarquista francés se ríe de la democracia imperante, de la libertad electoral o de las garantías individuales de que goza, como el inglés, el italiano o el español.

Es tal el progreso del espíritu humano en este siglo y tan enorme la suma de datos reunidos y clasificados, tanto en el orden científico como en el orden moral, que el razonamiento general que autoriza la previsión, empieza a ejercitarse sobre materias que se confundían, hace cien años, con los misterios impenetrables de las causas finales. Un geólogo os dirá hoy cuánto tiempo durará la provisión terrestre de hulla; un demógrafo la población probable de una ciudad dentro de un siglo; un filósofo la época, quizá próxima, en la que se extinguirán para siempre esas luces vagas y vacilantes de los últimos dogmas sagrados, que fueron el sustento del alma de nuestros mayores. Hace cincuenta años se predecía el triunfo de la democracia para el fin de esta centuria, y ya, para decenas de millones de hombres, las instituciones democráticas parecen vetustas y anticuadas. Puede, pues, preverse, no ya el triunfo de las nuevas ideas, sino la ruina de las actuales. Porque el rasgo esencial de toda revolución general y profunda en la historia, es precisamente su carácter destructor y su incapacidad absoluta para definir y precisar el ideal nuevo que encarna. Atila marchaba ciegamente sobre el mundo romano, como la piedra de una honda lanzada por una mano providencial. La Europa se echaba sobre el Asia en las Cruzadas, realizadas con un pretexto pueril, y cuatro siglos más tarde sobre la América, entre sueños de oro y de proselitismo. ¿Pensaba Alarico, pensaban Godofredo o Ricardo, Pizarro o Cortés, en lo que iban a levantar sobre las ruinas de lo que destruían? Directores de hombres o movimientos colectivos inconscientes, todos son instrumentos fatales, que aparecen en el momento necesario, bajo la acción de leyes desconocidas, pero reales.

VI

Ante ese problema pavoroso de una transformación social, profunda e inminente, el espíritu no puede ya apasionarse por las fútiles combinaciones de la política ni por las excelencias de un sistema de gobierno sobre otro. ¿Qué significado pueden tener esas palabras mismas: qué puede entenderse por gobierno, libertad, orden, familia, derecho, patria, el día que desaparezca el suelo que les da vida: esa idea de la propiedad que sustenta y sostiene todo nuestro mecanismo social? Ese desapasionamiento, esa serena contemplación de las corrientes generales que arrastran a la especie humana en busca de nuevos ideales, es altamente saludable. Enseña a creer y esperar, enseña a restringir el horizonte del esfuerzo intelectual y moral, a mejorarnos para ser más útiles en la tarea transitoria que nos ha sido departida. Al correr de los tiempos, cuando los últimos baluartes de la sociedad actual hayan cedido; dentro de dos o tres mil años, cuando se hable de la propiedad como nosotros hablamos del feudalismo, que no hace aún quinientos años fué una institución salvadora, tan fuerte que parecía perdurable, ¿qué nuevos organismos imperarán sobre los escombros de lo que hoy existe? La insolubilidad del problema no debe inquietarnos, firmes en nuestra fe inalterable en el destino de la especie, el cual es ir siempre adelante, al mejoramiento y a la perfección. Si a la milésima generación de nuestros descendientes se le acaba el carbón, ya encontrarán cómo mover sus máquinas y defenderse contra el frío; aun queda bastante grasa sobre la tierra y no la usamos ya para alumbrarnos24. Aun esconden los cerros en sus entrañas bastante oro y ya lo hemos reemplazado con tiras de papel, más o menos oscilantes en su significación, pero que, por el momento, constituyen pura y simplemente la base de nuestra organización. Si los hombres del siglo 50 estudian nuestros códigos civiles, como nosotros estudiamos la legislación de los vedas, que fué tan positiva en su época como nuestra reglamentación edilicia actual, opongamos de antemano, a la sonrisa de conmiseración que nos dedicarán, el asombro con que constatarán el atraso de ellos mismos, sus propios descendientes, allá por el siglo 150 o 200.

Si somos razonables, si admitimos que ese movimiento de reacción general obedece a leyes desconocidas, pero ineludibles, es lógico que nuestros adversarios, los obreros ciegos del porvenir, reconozcan a su vez la existencia de leyes en virtud de las cuales nos oponemos a su tendencia. Ellos sostienen que la propiedad es un anacronismo y una injusticia monstruosa: nosotros pensamos que sin ella no se habría organizado en sociedad la raza humana, y que andaríamos aún, como en la edad primitiva, a dentelladas y trancazo limpio. Ellos nos suprimen por la dinamita, nosotros los suprimimos por la ley. Debe ser necesario, para los objetivos finales, ese carácter un tanto agrio de la controversia. Si las instituciones sociales pudieran modificarse tan fácilmente como las políticas, bastaría con dos o tres jornadas gloriosas, como las de julio, para que un Ravachol durmiera en el Eliseo o en Windsor. Por el momento, no teniendo el honor de vivir en el siglo 50 y juzgando que ese incidente no sería favorable a la felicidad de los hombres, nos oponemos a él con todas nuestras fuerzas y nos defendemos con todas nuestras armas.

VII

Jamás una lucha entre los hombres se ha iniciado con caracteres más horribles. Es precisamente en este momento de la historia humana, en que la conciencia general condena y maldice las hecatombes del pasado, las guerras sin cuartel de la antigüedad, el martirio de los cristianos, los exterminios religiosos de los siglos XVI y XVII, cuando la bestia que la civilización había conseguido domeñar, se despierta más feroz que nunca y, en nombre de pretendidos derechos, de sueños de ebrio, asesina ancianos, mujeres y niños, y elige los corazones más nobles para partirlos con el puñal del asesino!

La muerte de Carnot25 que ha conmovido al mundo entero, porque la altura moral de ese hombre ennoblecía a la especie toda, parece indicar que el período fatal se acerca y que el incendio va a comunicarse a toda la tierra civilizada. ¡Triste y sombría es la perspectiva! En cuanto a nosotros, aquellos que crean que la riqueza de nuestro suelo y la facilidad de nuestra vida, van a eximir a nuestro país de ser teatro de combates de ese género, se equivocan, a mi juicio. Nada hay comparable en el mundo actual a la condición del proletario francés; la maravillosa feracidad de esa tierra, su belleza, su desenvolvimiento industrial, la laboriosidad y la iniciativa de ese pueblo amable e inteligente, su organización casi perfecta en lo humanamente posible, dan con toda holgura al obrero, el pan, el salario y la tranquilidad necesarios para el viaje de la vida. En pocas partes los salarios son más altos, en ninguna las asociaciones de mutua protección más perfectas, ni la autoridad más paternal para el desheredado. Y es allí donde estalla con más fuerza esta reacción iracunda contra la desigualdad social! Se creería que esos hombres obran movidos por un atavismo inconsciente, por el rencor acumulado en el corazón de cien generaciones de parias, que ha venido a estallar precisamente en el momento en que el sufrimiento y el largo penar cesaban para sus descendientes! ¿Qué remedio oponer? ¿Cómo hablar de razón al demente enfurecido? El viejo papa, en este estertor de todas las viejas creencias humanas, habla un lenguaje ya muerto sobre la tierra, y hace un llamado a esos descarriados para que vuelvan al seno de la Iglesia. Otros, los filósofos, los teóricos, los que tienen fe en la eficacia de la inteligencia humana, hablan del socialismo de Estado. No es una novedad el nuevo específico y el éxito de los ensayos hechos no anima por cierto a recomenzarlos. Además, preconizar la omnipotencia del Estado ante aquellos que buscan ciegamente su aniquilamiento, paréceme realmente un ilogismo candoroso.

En 1836, cuando la democracia estaba lejos de triunfar sobre el mundo europeo, ante los peligros que su victoria hacía entrever para el porvenir, el noble escritor que antes he citado, exclamaba:

"¿Pensaré que el Creador ha hecho al hombre para dejarle agitarse en medio de las miserias intelectuales que nos rodean? No puedo creerlo: Dios prepara a las sociedades europeas un porvenir más fijo y más tranquilo; ignoro sus designios, pero no cesaré de creer en ellos porque no puedo penetrarlos y prefiero dudar de mis luces que de su justicia."

Esa es la buena palabra y esa es la buena ruta para todos, para aquellos que dudan, como para los que creen que el mundo marcha guiado por una voluntad divina. De la misma manera que las batallas se ganan por la suma de los esfuerzos individuales, y que el deber del soldado es combatir y vencer al enemigo que tiene al frente, el deber de cada hombre es trazar su camino con claridad y seguirlo con firmeza. Un país será próspero y grande, no porque se desenvuelva bajo tal o cual régimen de gobierno, sino porque sus hijos conciban bien sus deberes de patriotismo y los cumplan como buenos. El patriotismo no está sólo en pelear en los combates al son del himno y a la sombra de la bandera, no está sólo en cantar las glorias patrias; está también y sobre todo en la prudencia, la fuerza de voluntad para contener las indignaciones violentas, la fe en la evolución que cura, y no en el prurito de la revolución que mata. "La verdad y el derecho legitiman algunas y raras revoluciones, pero no acompañan, en todo lo que emprende, al espíritu revolucionario. Lo que se llama así, no es el noble espíritu que animaba a los autores de las revoluciones necesarias; es el gusto de las revoluciones por ellas mismas; es el movimiento continuo de esas almas sin regla que la imaginación gobierna a falta de la razón, aquellas para quienes las ideas innovadoras son las solas verdaderas y las ideas extremas las únicas lógicas. Los que juzgan todo permitido a la abnegación, toman por abnegación al fanatismo y creen absueltas, y aun santificadas en sus excesos, las pasiones que hacen el mal en nombre del bien. El espíritu revolucionario, no, no es la adhesión de un Holandés a la revolución de 1579, de un Inglés a la revolución de 1688, de un Americano a la de 1776, de un Francés a la revolución de 1789; es el amor por las revoluciones sin término. Harto ha sacudido nuestro país ese genio de la agitación perpetua. Harto nos ha faltado esa constancia que se apega a los bienes adquiridos y sabe guardar sus conquistas. Soñarlo todo, tentarlo todo, es el medio de perderlo todo." ¿No parecen, acaso, escritas para nosotros esas palabras que el luminoso espíritu de Carlos de Rémusat pone al frente de sus admirables estudios sobre la Inglaterra en el siglo XVIII?

VIII

En cuanto a nuestras sociedades nuevas y en formación, la manera como en ellas repercuten los fenómenos políticos y sociales de carácter general que hemos apuntado, constituye un problema especial, cuya solución no está en nuestras manos. No son las instituciones, no son las leyes, lo hemos visto ya, las que fijarán y determinarán el rumbo deseado. El factor principal que, en el estado actual de la Europa, ejerce una influencia poderosa e indiscutida en la gestación que está elaborando los nuevos destinos humanos: la raza, sufre entre nosotros una modificación tan fundamental, que complica y da otro aspecto al problema.

¿Preponderará con el tiempo algún espíritu especial de raza entre nosotros? ¿Los grandes e irresistibles medios de asimilación que posee el suelo americano, y en él el nuestro principalmente, concluirán por hacer del pueblo que habita la vasta región argentina, una sociedad homogénea, con caracteres étnicos propios? Todo parece indicarlo así; pero no está tampoco ahí el problema del porvenir.

No se puede hacer que los ríos remonten su corriente, y la vieja farmacopea es inútil ante la patología actual. Reformar nuestra constitución, en el sentido de hacer desaparecer sus aberraciones y arcaísmos, es como quitar la mancha de una mosca en el disco de un telescopio para ver más cercanos los astros. Agregarle, en forma preceptiva, las tres o cuatro aspiraciones socialistas formuladas en primer término, sería inhábil y peligroso: la concesión de una parte nunca satisfizo a los que piden el todo. Además, volvemos a lo mismo: la ineficacia de la ley escrita, buena o mala. Los ingleses, contentos y cómodos dentro de su caos institucional, comparaban a la constitución norteamericana con un aro de acero puesto a un tronco joven, y auguraban que impediría el crecimiento de éste. Los americanos contestaban que el aro se haría flexible y se ensancharía armoniosamente con el árbol. No, no es eso; el árbol crece porque sus raíces están en tierra fecunda, y el fenómeno del desenvolvimiento de ese pueblo responde a causas ajenas a la influencia de su constitución política.

No, no reformemos nuestra carta. Con ella vamos un poco a tropezones, pero vamos. Habría tanta justicia en atribuirle nuestras miserias, como nuestros éxitos. Los que sueñan con el régimen parlamentario como panacea, o los que desearían ver sancionado por la ley política el unitarismo imperante de hecho, me hacen el efecto de los que procuran resolver el problema de la aviación con cuerpos más ligeros que el aire, cuando la experiencia nos enseña que las aves pesan más que aquél.

¿Y el remedio, entonces? se nos dirá a los que arriesgamos pasar por pesimistas, al presentar sinceramente un cuadro de observaciones hechas serena y desapasionadamente. No vislumbramos sino uno: la cultura moral del individuo, que determinará la cultura y la inteligencia de la masa. El átomo caracteriza al cuerpo, y si el átomo es susceptible de perfeccionamiento, ahí está el remedio supremo. La esperanza y el honor de la raza humana, está en la noción innata del deber; ese es el átomo que hay que cultivar y perfeccionar. Su desenvolvimiento sano y vigoroso dará vida a las virtudes necesarias para la armonía y el progreso social.

Es vulgar y nimio, pero el hombre no ha inventado otra cosa. Tengamos siempre limpio el corazón, cultivemos siempre la inteligencia: al resplandor de esas luces, es difícil errar el buen camino. Nunca alcanzaremos la conciencia de marchar en él, pero es el único remedio de tener la de intentarlo.

Ocaso

París, Enero de 1902.

La primera impresión, al pisar de nuevo el suelo francés, es complicada y compleja: sin embargo, dos rasgos característicos parecen desprenderse sobre el confuso ondear del espíritu, que, curioso, vuela de una sensación a otra, como buscando la clave de un enigma. El primero de esos rasgos, es la persistencia irreductible de los modos y formas que esta mezcla de razas, cuya resultante es el francés, se ha dado para vivir su vida. Todos los pueblos de la Europa, los del Extremo Oriente mismo, el Japón ayer, tal vez mañana la China, modifican su modalidad, incompatible ya con el concepto de la vida actual y la necesidad de luchar por ella; todos se adaptan flexiblemente a las exigencias de un ambiente diverso al que respiraron durante siglos, todos cambian sus métodos de trabajo, sus sistemas de producción, mostrándose así dispuestos a disputar el terreno a todo competidor. La Francia, única, ve que la rutina la está minando como un mal sordo e inflexible; ve que, de la cumbre desde donde, no ha mucho, dominaba a la humanidad, va descendiendo con una rapidez que, medida con la vasta unidad de tiempo con que se computan los movimientos de los pueblos sobre la tierra, es realmente vertiginosa. Su población disminuye; la cifra de su comercio baja anualmente, a medida que sube la de su deuda; los hombres todos del globo que, movidos por esa claustrofobia que echa a los seres humanos fuera de su casa y de su patria – y que otrora no tenían más norte que París, – se sienten hoy atraídos por muchos otros centros que, explotando las afinidades de raza y las facilidades del idioma, hacen esfuerzos de todo género por acaparar una parte de la incomparable clientela de París. La Francia sabe todo eso; pero su concepción de la vida es tan armónica con la estructura de la gente que la habita, que cambiarla en este momento de su vida histórica, le es poco menos que imposible. De ahí se desprende el segundo rasgo característico de que antes hablé: la impresión de decadencia.

Decadencia innegable. Contra la ley de evolución que hace desaparecer naciones enteras, imperios poderosos, ciudades estupendas, hasta no dejar de ellas ni rastros sobre la corteza del globo, algunos pueblos modernos parecen precaverse hasta donde la humana prudencia alcanza a ver. La Inglaterra a la cabeza, ha cubierto el mundo con ramas vigorosas de su tronco robusto; cuando la isla, orgullosa como la Samos de Polícrates y como ella guerrera y rica, haya desaparecido, como desapareció aquella maravilla del mar Egeo, nuevos pueblos de habla y alma inglesas, surgirán triunfantes y enérgicos, como surgen hoy esos Estados Unidos de América, que son la pesadilla de la Europa.

Pero esta dulce Francia, ¿cómo va a revivir en el tiempo y el espacio? ¿Será acaso en su Argelia más irreductible que el acero, tan árabe hoy como el día de la conquista, tan cerrada a todo espíritu que no arranque del Corán y sobre la que han pasado, rozando apenas su epidermis, dos mil años de cultura greco-romana y otros tantos de cristianismo? ¿Será en las vastas regiones de la Indo-China, donde su espíritu lucha, no ya con la tenacidad del semita africano, sino con la flexible y moluscular blandura del ariano asiático, sobre cuya alma ningún sello deja impresión durable? ¿Será en el Africa obscura, tan impenetrable a su espíritu luminoso, como sus bosques centrales al paso del europeo?

No, organismos como estos, a los que un capricho de la historia ha permitido, un momento de su vida, unir la fuerza y la riqueza a la inteligencia y a la más alta cultura, no pueden persistir. Como la madre admirable que la dió vida, como aquella Grecia que, mientras engendraba todo lo grande, todo lo noble, todo lo bello que han conocido los hombres sobre la tierra, sacaba del inagotable fondo de su energía, fuerzas para luchar contra el Bárbaro o para desgarrarse en lucha fratricida, la Francia terminará el corto ciclo de su hegemonía política y guerrera, en la conciencia de perderla para siempre. Sentirá que la atmósfera ha variado por completo para ella – y en la imposibilidad de modificar su organismo, vivirá, como la vieja madre, en la contemplación del pasado. Y a medida que la nueva forma de Barbarie, el modo americano, vaya invadiendo la tierra entera, destruyendo aquí una obra de arte, allí un recuerdo histórico, más allá un monumento consagrado a perpetuar un ridículo acto de sublime desinterés, a medida que el pico demoledor del contratista de casernas de diez pisos en avenidas de cincuenta metros, derribe cuanto a su paso encuentre, de todos los rincones de la tierra habitada, vendrán en peregrinación a esta nueva ciudad de Pallas Athenea, todos los hombres que conservan el alma enamorada del arte. París ni será ya, quizá, el centro sensual de hoy; su epicureísmo se habrá refinado, inmaterializado casi. Y como en el mundo romano, a partir del segundo siglo del imperio, la atracción de Atenas crecía a medida que la conquista se extendía, así París, a medida que el espíritu penetre más y más en los rincones hoy silenciosos del globo, será la luz única que en medio de la opaca atmósfera ambiente, vendrán a buscar todos los asfixiados de ese triste mundo.

Y quién sabe si el francés, de día en día más cómodo en su rica y despoblada tierra y por tanto más sedentario, acabará por ser, en el extranjero, un objeto de curiosidad, al que se hará venir a precio de oro, como los sátrapas persas a los artistas griegos, para levantar un templo a los dioses, para esculpir en mármol la figura de un triunfador en la palestra, para enseñar el arte divino de la música o el no menos olímpico de incrustar en el verso rítmico y cadencioso, el alto pensamiento o el concepto gentil.

Y así la historia, como todo lo creado, continuará renovándose eternamente, bajo la serena indiferencia de la naturaleza, que es lo único inmutable.

24.Goethe, a principios del siglo pasado, decía que uno de los mayores benefactores de la humanidad, sería el que inventara una clase de velas que hiciera inútil el uso de las despabiladeras.
25.En los seis años transcurridos desde que estas páginas fueron escritas, nuevas víctimas no menos nobles, no menos ilustres, han caído asesinadas. Cánovas, la emperatriz Isabel, el rey Humberto I, el Presidente Mackinley continúan la serie, sin que las sombras que cubren el horizonte nos permitan esperar que esta se haya cerrado para siempre.
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
05 июля 2017
Объем:
320 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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