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Читать книгу: «Juvenilla; Prosa ligera», страница 17

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La conversación con M. Guizot es premeditadamente banal por parte de éste, que afecta creer que Sarmiento, viniendo de Chile, donde ha pasado seis años, no está interiorizado de los asuntos del Río de la Plata.

La entrevista con el vicealmirante Mackau, ministro de marina, es uno de los buenos trozos de la narración. Mackau es un imbécil acabado, de espeso cerebro al que no penetran las ideas ni a martillo. Cuando no entiende, sonríe afablemente, lo que hace que pase la vida sonriendo. Sarmiento, más cómodo que con M. Guizot, le espeta un discurso en tres partes, soberbio, admirable, el mejor que haya pronunciado jamás, según él, y de pronto se apercibe que el ruido de sus palabras llega al oído del almirante como un "vago auvergnat" que no ha escuchado ni comprendido. El rencor de Sarmiento es formidable, y cuando más tarde ve a Mackau ocupar su asiento en la Cámara, en el banco de los ministros, le llama molusco!

Sarmiento va a buscar la opinión de los americanos mismos, residentes en París y en todas partes encuentra "igual incapacidad de juzgar". "San Martín es el ariete desmontado ya, que sirvió a la destrucción de los españoles; hombre de una pieza; batido y ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas el defensor de la independencia amenazada y su ánimo noble se exalta y ofusca. Sarratea el compañero de orgía de Jorge IV, antes de ser rey de Inglaterra, viejo escéptico, Voltaire que no ha escrito, hoy todavía en París mismo modelo de finura, de gracia noble y de sencillez artística en el vestir, tiene, con más talento y menos despilfarro, la gastada conciencia de Olañeta. Rosales, el hombre más amable, el cortesano de la monarquía, todo bondad para nosotros, ha sido educado en este punto por Sarratea, su Mephistópheles, el cual lo lanza a las confidencias con Luis Felipe, a quien pone miedo con la indignación de la América."

En fin, ve a M. Thiers. Este le escucha con atención, le pregunta por Varela, se muestra satisfecho de sus datos, del nuevo aspecto de la cuestión que le presenta, mucha agua bendita, mucho jarabe de pico, pero en el fondo, el egoísmo feroz del orador y del político, que no ve sino temas de discursos y argumentos de oposición, en la agonía de un pueblo entero que perece bajo la bota de un bárbaro. A la despedida, como un obsequio singular, Thiers comunica a Sarmiento, bajo la mayor reserva, que en la próxima sesión de la Cámara, a la que le invita a asistir, va a hablar tres horas. Me represento al petulante marsellés regocijándose ya del efecto que va a producir sobre el espíritu de ese joven americano, a quien ha descubierto ilustración y talento y que se va a convertir, de regreso a su lejana patria, en trompeta de su fama.

Y Sarmiento va a la Cámara, contempla el curioso espectáculo, sobre todo para un sudamericano de entonces, de esas sesiones tumultuosas, vacías y teatrales. Desde entonces me parece que el régimen parlamentario está condenado a sus ojos. Treinta años más tarde, redactaba yo El Nacional de Buenos Aires y no era, por cierto, tierno para la administración de Avellaneda. Sarmiento, como era natural, era siempre el primero en la casa y los artículos que se le ocurría escribir, venían directamente al Gerente, que los entregaba a la composición, sin darme aviso, de acuerdo conmigo, sino en los casos en que era necesario mechar de verbos el artículo o apuntalar una que otra frase que había quedado en el aire. No recuerdo a propósito de qué incidente en el que el Ministerio había hecho un triste papel en el Congreso, y tomando como base los estudios sobre la Inglaterra en el siglo XVIII, de M. de Rémusat, escribí un artículo convencido, entusiasta y, a mi juicio, irrefutable, sobre las ventajas del régimen parlamentario y la necesidad de reformar nuestra constitución en ese sentido. Al día siguiente, al mismo tiempo que recibía cuatro líneas cariñosas y aprobatorias del doctor Vicente F. López, llegó a mis manos… mi propio diario, El Nacional. En el sitio de honor, que era el que se reservaba siempre a todo lo que Sarmiento escribía, porque el estilo bastaba para firmarlo, se registraba la filípica más furibunda que el redactor de El Nacional hubiera recibido hasta entonces. Iluso, ignorante, atrevido, propagador de malas ideas, ¡qué no me decía Sarmiento! Tuve un momento de indignación ante esa falta de atención, de consideración para con un hombre que desde que había empezado a pensar por sí mismo, había sido un partidario decidido y ardiente de Sarmiento. Tomé el diario y me fuí derechamente a su casa, dispuesto a decirle todo lo que tenía adentro y poner las cosas en su lugar. Me recibió con su cordialidad un tanto uniforme para todo el mundo, y antes de darme tiempo de tomar una actitud trágica y comenzar mi dolora, tomó la palabra, como siempre, y debutó por esta frase: – "¿Ha visto usted un artículo preconizando el sistema parlamentario en El Nacional de ayer?" – Ni una palabra del autor; y en el fondo, no sé si sabía que era o no mío, ni le importaba un bledo. De ahí partió para una carga a fondo contra su cauchemar, tan completa, tan enérgica y tan decisiva, que mis convicciones tambalearon y ante aquella elocuencia, aquel saber y aquella experiencia, en vez de formular las recriminaciones proyectadas, incliné la cabeza, hice la venia y salí.

Después he visto el régimen parlamentario en acción, como todos los que han inventado los hombres para gobernar las sociedades; lo que he visto en Francia y especialmente en España, país cuyas condiciones políticas y electorales se acercan más a las nuestras, no ha sido por cierto como para debilitar las opiniones de Sarmiento. Ningún sistema es bueno cuando no encarna la tradición de un pueblo, sus costumbres y sus ideas. Por eso el gobierno parlamentario es una maravilla en Inglaterra y un absurdo en España. Por eso pienso que, hoy por hoy, el mejor régimen político para la Rusia, es la autocracia. Nadie me podrá quitar de la cabeza que es una inspiración de insano dar derechos electorales a los negros de Dakar o a ciertos blancos del otro lado del agua…

En el recinto, Sarmiento ve a "M. Mauguin, centro izquierdo, a Berryer, centro derecho, en la izquierda a Barrot, Arago, Cormenín, Ledru-Rollin. Lamartine, el vizconde, que tenía su asiento en la extrema derecha, va caminando hacia la izquierda, como Beaumont y Duvergier de Hauranne; Emilio de Girardin está en el beau milieu del centro, es ministerial". La descripción del discurso de Thiers, a pesar de la admiración que su facundia y su habilidad le causan, revela en Sarmiento la triste impresión que le produce la inanidad de esas paradas oratorias. El aplomo doctrinario, el soberbio desdén de M. Guizot, la autoridad pedante de sus maneras de magister, la falta de honestidad que en el fondo hace ver la defensa de hechos turbios, de verdaderos atentados a la moral pública, la obediencia servil de aquella masa de elegidos del sufragio restringido, pero cuidadosamente escogido, todo hace comprender a Sarmiento que aquel régimen está condenado y sus días contados. Esa monarquía de Julio, que muchos conservadores en Francia consideran hoy mismo como la época edénica de la libertad política, fué uno de los sistemas más corrompidos y corruptores de la historia francesa. Entre otros detalles, Sarmiento recuerda aquella donación a Luis Felipe del corte de los bosques, que a razón de un corte por siglo debía producir cuatro millones de francos anuales y al que, por una talla devastadora, el rey ciudadano hizo producir setenta y cinco millones el primer año!..

V

La narración de la visita de Sarmiento a San Martín, es floja, o mejor dicho, la entrevista misma no responde a nuestra expectativa. Se adivina que ha debido ser incómoda, poco cordial, a pesar de la deuda de gratitud que el ilustre guerrero tenía para con el escritor que había reivindicado en el corazón de Chile, el puesto de honor que correspondía a San Martín. Podemos hoy hablar, con la reverencia que debemos a nuestros mayores, sobre todo a hombres como el vencedor de Maipo, con la verdad que la justicia de la historia impone. Debía ser necesario todo el respeto y toda la gratitud inteligente de los hombres como Varela, Sarmiento y otros argentinos ilustres que visitaban a San Martín en su retiro, para rendirle ese homenaje. El envío de la espada de los Andes, símbolo vivo de la más pura de nuestras glorias, al tirano brutal que condenaba ante los ojos del mundo el esfuerzo por la independencia, debió herir mortalmente el alma de los patriotas que hacía quince años, en el destierro, en la prisión, en el martirio, sostenían la causa de la libertad. Es esa una triste página en la historia del gran emancipador, tan triste como el abandono frío que hizo de su patria agonizante, para ir a buscar en los campos de batalla, con un ejército que consideraba suyo a la manera de un condottiere italiano, la gloria militar que ambicionaba. No, no es posible sostener que la adhesión de San Martín a Rosas venía de su americanismo exaltado y de su temor o su odio al extranjero. El extranjero, para él, había sido el español, el godo, y precisamente la única legión de extranjeros que combatía por Rosas, era el cuerpo de 600 españoles que, a las órdenes de Oribe, estrechaba el sitio de Montevideo. Lo que había en el fondo era un odio, sí, pero contra los hombres del congreso de 1826, contra los unitarios, que al pasar San Martín delante de Buenos Aires, no pudieron olvidar que a su desobediencia y al indiferentismo con que miró las angustias de su patria, bajo pretexto de no manchar sus laureles en las luchas civiles, debimos los horrores del año XX. Los unitarios pudieron equivocarse y la historia empieza ya a juzgar severamente los errores de los más preclaros de entre ellos; pero la pureza de intención de los que elevaron a Rivadavia a la presidencia, será siempre un título de respeto para todas las generaciones de argentinos.

Nada encuentro más digno de veneración que la figura y la acción de los hombres civiles de la lucha por la independencia, nada más noble y grande que el valor, la perseverancia inteligente, la serena tenacidad de Pueyrredón. La vida de campaña, la batalla, la victoria, la entrada triunfal en las ciudades conquistadas ¿no es acaso un sueño vivido para un militar? ¡Para ellos, a quienes el mundo dió todo lo que el hombre puede aspirar sobre la tierra, las estatuas, las tumbas regias, los honores póstumos! ¡Para el patriota abnegado que luchó, con el santo amor de la patria en el alma, en medio de la asechanza, del odio, de la división y de la discordia, sacando de la miseria recursos para armar ejércitos, con la Europa entera coaligada contra su país, con Artigas en las selvas, los portugueses en Montevideo y Morillo en el horizonte, para él, para Pueyrredón, el olvido y la ingratitud nacional! ¡No sé donde está su tumba!

Fuera de las páginas consagradas a su acción colosal en los trabajos históricos de López y Mitre, no hay un libro en nuestra literatura sobre el Directorio de Pueyrredón. Y sin embargo, ¿qué vida más preciosa y qué tema más simpático puede encontrar la pluma de un escritor argentino? Las estatuas han empezado a levantarse sobre nuestro suelo, símbolos vivos de la gratitud nacional. No sé que exista ni un busto de Pueyrredón. Nuestros partidos de campaña, nuestros departamentos lejanos, van recibiendo el nombre de los hombres secundarios de la revolución o las luchas civiles. A Pueyrredón también se le asignó el suyo, pero como si fuera por un propósito premeditado de olvido, nadie llama al partido Pueyrredón, sino Mar del Plata. Por fin, en la misma ciudad de Buenos Aires, donde existe una plaza "Lorea", pero no un habitante que pueda decir quién fué ese ciudadano así glorificado, donde dos de las calles principales se llaman de Buen Orden y la Piedad, existe sólo una callejuela, creo que es la más corta de todas, para conmemorar la memoria del gran Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Hago un llamado a la juventud argentina y le entrego esa obra de reparación. Si ella estudia esa vida, su entusiasmo por aquella nobleza de alma, esa altura y esa distinción intelectual, ese valor moral incomparable, la llevará a realizar lo que nosotros debimos hacer y no hemos hecho, y pronto la soberbia figura de Pueyrredón se levantará en una de nuestras plazas, para orgullo de nuestros ojos.

VI

"Al despedirme de mi buen amigo el señor Montt, refiere Sarmiento, le decía yo con aquella modestia que me caracteriza: la llave de dos puertas llevo para penetrar en París, la recomendación oficial del gobierno de Chile y el "Facundo"; tengo fe en este libro. Llego, pues, a París y pruebo la segunda llave. ¡Nada! Ni para atrás, ni para adelante; no hace a ningún ojo. La desgracia había querido que se perdiese un envío de algunos ejemplares hecho de Valparaíso. Tenía yo uno, pero ¿cómo deshacerme de él? ¿Cómo darlo a todos los diarios, a todas las revistas a un tiempo? Yo quería decir a cada escritor que encontraba: anch'io! Pero mi libro estaba en mal español y el español es una lengua desconocida en París, donde creen los sabios que sólo se hablaba en tiempo de Lope de Vega o Calderón; después ha degenerado en dialecto inmanejable para las ideas; tengo, pues, que gastar cien francos para que algún orientalista me traduzca alguna parte."

Aquí empieza para Sarmiento la azarosa tribulación del autor novel que con su manuscrito debajo del brazo se presenta a los dispensadores de gloria. Por consejo de un amigo, ve a M. Buloz, el tuerto director de la Revista de Ambos Mundos y de la Opera Cómica, el hombre sobre quien se ejercitaba con más furia la acerba crítica de los escritores franceses, pero cuya perseverancia creó la revista tipo, que durante tan largos años ha mantenido su incontrastable autoridad sobre el mundo civilizado, hasta que muerto el cíclope, y refractaria a la penetración de las nuevas corrientes que debían refrescar y vivificar su sangre, vió crecer a su lado émulos que en otro tiempo habría despreciado y que le toman hoy una buena parte de su sitio al sol.

Nuestro pobre americano, consciente del valor de su trabajo, vuelve todas las semanas a conocer el destino que le espera. ¡Nada! No se ha leído aún: hasta el otro jueves. Sarmiento persiste, porque quiere conocer a los hombres de letras y desea ser introducido por su "Facundo", para que le traten de igual a igual. Por fin, un día, día radiante para él, "las puertas de la redacción se me abren de par en par. ¡Qué transformación! M. Buloz tiene dos ojos esta vez, el uno que mira dulce y respetuosamente, el otro que no mira, pero que pestañea y agasaja, como perrito que menea la cola. Me habla con efusión, me introduce, me presenta a cuatro redactores que esperan para solemnizar la recepción. Soy yo el autor del manuscrito… (una reverencia)… el americano… (una reverencia), el estadista, el historiador… me saludan, me hacen reverencias. Se habla del libro. Hay un redactor encargado del Compte-rendu de los libros españoles, que quiere ver la obra entera para estudiar el asunto. M. Buloz me suplica que me encargue de la redacción de los artículos sobre la América. La Revista ha faltado a su título de Ambos Mundos, por falta de hombres competentes; podemos arreglarnos. Desgraciadamente, el artículo sobre mi libro no puede aparecer sino en dos meses. Están tomadas las columnas para muchos más; pero se hará una alteración."

Contento con esa recepción y esa esperanza (el artículo de la Revista apareció23 cuando Sarmiento estaba en Barcelona, donde tanto por cartas de introducción como por el éxito de su trabajo, M. de Lesseps, el futuro hombre de Suez, cónsul de Francia entonces, le recibió muy cordialmente), animado ya, pues, Sarmiento ve a algunas notabilidades de las letras, a Ledru-Rollin, en casa de San Martín, de quien es vecino, a Jules Janín, en su escritorio, saliendo encantado de su trato familiar. Penetra en el salón de madame Tastu, "donde puede entrar la mano muy adentro de las llagas de la Francia". Allí ve a Cormenín, a Tissot, el diarista formidable que tanto contribuyó a dar en tierra con los Borbones. Por fin, sus estudios sobre educación primaria le ponen en contacto con sabios y hombres profesionales.

Sarmiento, que viene de un mundo semibárbaro aún, donde los restos de aquella civilidad estrecha y acompasada de la colonia se han refugiado en un núcleo social bien restringido, mientras la masa del pueblo, sumida en la anarquía, parece retrogradar al salvajismo, queda encantado ante la cultura de ese pueblo francés, que lleva de frente los más arduos trabajos de la inteligencia, las más delicadas creaciones del arte, sin decaer un punto de su virilidad ni en la energía con que defiende su patrimonio histórico…

Los bailes públicos de París, mucho más en voga entonces que medio siglo más tarde, pues la democracia ha penetrado hasta ellos y hoy se confunden allí no sólo todas las clases sociales, sino también todos los gremios, entretenían a Sarmiento lo que no es decible. Se asoma a ellos, dice, de vez en cuando, "para curarme del mal de la patria, que me incomoda. No tengo ni gusto ni dinero para engolfarme en las costosas frivolidades cuyo goce envidio a otros. ¡Ah! si tuviera cuarenta mil pesos nada más, ¡qué año me daba en París! ¡Qué página luminosa ponía en mis recuerdos para la vejez! Pero soy sage y me contento con mirar, en lugar de pilquinear, como hacen otros".

¿Cómo es eso? ¿No pilquineamos porque no nos gusta o porque no tenemos cuarenta mil pesos? Tengo para mí que la segunda razón ha de haber influído más que la primera en la sagesse de Sarmiento, a estar a la complacencia con que describe el baile del Ranelagh, donde ha visto a Balzac, Jorge Sand y otras notabilidades literarias; el Chateau-Rouge, como iluminación, le fascina; Mabille, que ostenta las bailarinas más afamadas, la Chaumière, el edén del barrio latino, y a estar también al estilo inflamado con que describe las proezas coreográficas de la Rigolette, precursora ancestral de Grille d'Egout y la Goulue.

El Hipódromo le inspira una brillante descripción. En fin, va a todas partes, mira, observa, se mueve y va haciendo piel nueva dentro de esta atmósfera, sin acción para aquellos que han nacido refractarios a todo progreso interno, pero incomparable para acelerar el desenvolvimiento de todo germen de luz que brille vacilante en el fondo de una conciencia humana.

Sarmiento se pone en camino para España y en las duras e implacables páginas que consagra a la madre patria, y cuyo estudio sale de ese cuadro, parece dar la pauta a Buckle para su inexorable juicio. La Italia le atrae en seguida "para educarme y poder hablar de bellas artes." Promete volver a París después de estas correrías, pero sus cartas de viaje no mencionan una nueva permanencia en la capital francesa. Del otro lado del mar le esperan los Estados Unidos, cuya admirable naturaleza describe con la misma pluma que trazó en el Facundo el cuadro inmortal de nuestra tierra. En aquel mundo nuevo desaparece el viejo espíritu curioso; cuando Sarmiento abandone la patria de Washington, será el hombre de Estado llamado a tan altos destinos…

Bajo la impresión de mi respeto profundo por la memoria de ese hombre extraordinario y del afecto que siempre me inspiró, he querido recorrer de nuevo los sitios que él visitó en París. En el andar vertiginoso de nuestro siglo, cincuenta años son un espacio enorme. Todo ha cambiado en la faz del mundo, incluso la patria que Sarmiento amó con toda su alma y a la que consagró, con admirable esfuerzo de cerebro y corazón, su larga y soberbia vida…

París, Octubre, 1896.

Nuevos rumbos humanos

I

También yo, como la mayor parte de los que estas líneas lean, he atravesado la edad soberana por excelencia, aquella en la que se profesan ideas claras, netas y precisas sobre todas las cuestiones capitales de la vida humana, en la que poco se duda, todo se afirma, y en la que la voz de la experiencia suena como nota falsa en los oídos habituados a la rotundidad sonora de las afirmaciones absolutas. Es un fenómeno que ocurre allá por los veinte años y que dura más o menos tiempo, según la previa posición individual para resistir, dentro del ideal, a los rudos y repetidos golpes de la vida positiva. Entre esas convicciones profundas, tan numerosas como los deliciosos fenómenos de la naturaleza al venir la primavera, abrigaba una que, en materia de sociología política, formaba un credo definitivo y sobre el que nunca pensé, no diré cambiar de criterio, pero ni aún dudar. No concebía, no podía concebir otra forma legítima de gobierno, para las sociedades humanas, que el gobierno republicano y representativo. A lo sumo, allá en mis cavilosidades filosóficas sobre la materia, admitía que se pudiera disentir sobre las ventajas de la federación, y encontraba puesto en razón que hubiera gentes que sostuvieran la superioridad del régimen unitario. Pero, admitir la legitimidad, menos aún, la conveniencia, en nombre de intereses más o menos graves, de la institución monárquica, me parecía tan absurdo entonces como no profesar el libre cambio o sostener la necesidad de reglamentar la libertad de la prensa. Todo argumento adverso a mi absolutismo democrático, se estrellaba contra la idea de la dignidad humana, en tal forma arraigada en mi conciencia, que no encontraba modus vivendi honorable entre ella y el privilegio antinatural de una familia sobre el resto del pueblo. Más tarde, procuraba explicarme esa preocupación, de la que participan todos los argentinos que viven exclusivamente dentro de la conciencia nacional, recordando los antecedentes políticos peculiares de nuestro país: aquel monarca español, viviendo eternamente en el limbo para nosotros; sus representantes aquí, insignificantes cuando no ridículos, nulos en los momentos de acción histórica; nuestra lenta y democrática formación colonial, y, por fin, la forma republicana de gobierno, surgiendo impetuosa en el suelo argentino, imponiéndose a los patriotas inconscientes de su fuerza irresistible, y arrastrando como hojarasca todas las combinaciones de la política y los cálculos de la diplomacia. Así procuraba explicarme, repito, ese sentimiento de repulsión que continuaba dominándome; y fué armado de esa inflexibilidad moral, de ese convencimiento recio e inabordable, que eché a rodar mi cuerpo y mi espíritu por esos mundos de Dios, movido por un impulso que creí durara un año y que me mantuvo casi tres, lustros lejos de mi patria. Fué durante ese tiempo y bajo la acción de los medios en que vivía, que mis ideas sobre el gobierno de los hombres, empezaron a recibir los primeros choques, a perder su austeridad, por decirlo así, y a moverse de tal suerte, que aun hoy las siento crujir, presintiendo vagamente que he de llegar al término de mi jornada sin encontrar los medios de resolver el conflicto.

Ocúrreseme, pues, exponer sinceramente las fases de esa crisis, augurando a mis jóvenes lectores argentinos que, cual más, cual menos, pasarán todos por la misma, por poco que la proyección de su pensamiento alcance a la región de las ideas generales.

II

Hace ya más de medio siglo que Tocqueville reveló a la Europa el curioso fenómeno de la democracia natural, que había encontrado en los Estados Unidos; y digo natural, porque a mis ojos el mérito extraordinario de ese pensador, hoy un tanto olvidado y a cuyas obras sólo falta la mortaja del pergamino, fué ver en la democracia americana un hecho social y no un hecho legal. Vió que ese organismo político había surgido del seno de ese pueblo, por causas tan lógicas como las que determinan el clima de una región, y auguró a la Europa, para época no lejana, el advenimiento de la democracia triunfante, así que las condiciones sociales que en ella predominaban, se fueran acercando, bajo la acción de los progresos, de la ciencia y de la educación popular, al estado en que se hallaba la sociedad norteamericana. Tocqueville fué más lejos aún, y en un capítulo admirable dió la voz de alerta contra los peligros que ese triunfo definitivo podría traer para el progreso humano. Como acción general, la palabra de Tocqueville cayó en el vacío; los Estados Unidos eran para la Europa una nebulosa, interesante, sin duda, pero extraña a su sistema; algo así como los canales de Venecia, que se admiran sin que por eso se le ocurra a nadie cavar y llenar de agua las calles de París o Viena.

Tocqueville estudiaba la marcha de la marea desde los orígenes de la historia moderna, y al determinar la ley de ascensión del número sobre las clases, en los organismos sociales, predecía, tal vez para una época más remota que la actual, el ascendiente irresistible de las masas. Más tarde, otro espíritu superior, tan noble y puro como el de Tocqueville, pero quizá más apasionado y menos sereno, Stuart Mill, llegaba, por el estudio del desenvolvimiento humano, al que había aplicado las reglas de una lógica por él dotada de nueva vida y vigor, a ese socialismo vago, indeterminado y temeroso, en el que caen los espíritus sinceros que en la tensión especulativa, pierden el contacto moderador de la tierra. Stuart Mill no cayó bajo aquella desesperanza triste y profunda que invadió el alma de Tocqueville, el día del golpe de Estado del 2 de Diciembre; pero la sorda irritación de su espíritu, ante la lentitud de las reformas que reclamaba como indispensables para la sociedad política de Inglaterra, le minaba sordamente. Era inglés y conocía a su patria; sabía que si ésta se había salvado de los horrores del 93, si no debía temerlos para lo futuro, como los temía Heine para la Alemania, era precisamente por ese andar pausado de la historia inglesa, ese respeto profundo a lo pasado, ese fetiquismo de lo existente, que sólo se rinde a la innovación cuando ésta ha penetrado ya en las costumbres. Nacía, la prisa de Mill, de que sentía rugir sordamente la ola; comprendía que nada ni nadie podría resistirla y juzgaba que, de no allanarle el camino, arrasaría todo.

Y bien, el hecho se ha producido, antes de la época predicha, y hoy nos encontramos con la democracia triunfante en las ideas, en las costumbres y en las leyes. Veamos si la sociedad humana se va acercando al ideal, al objetivo lógico de todo organismo, colectivo o individual, esto es, a su bienestar y su perfeccionamiento.

III

Es indudable que las condiciones de la vida humana en el presente son infinitamente superiores a las del pasado. Por un fenómeno curioso, a medida que el sentimiento religioso se ha ido debilitando en la conciencia de los hombres, aquella piedad que él proclamaba como elemento de salvación y regla normal de la existencia, ha venido desarrollándose, ya sea por las exigencias de la defensa social, ya porque la cultura del espíritu determine un sentimiento de solidaridad, desconocido para aquellos que vivieron petrificados en la legitimidad de la división por castas. En todos los pueblos civilizados la caridad se ha organizado y a más de los donativos espontáneos, una buena parte de la renta pública está destinada a la manutención y abrigo de los desheredados. Hace cien años cada cama de hospital era, más que lecho, tumba de tres o más enfermos. Las gentes del campo esperaban como una bendición el retorno de la primavera, para alimentarse de las yerbas, a la par de los animales que custodiaban. Las leyes penales, de una crueldad inexcusable, castigaban los delitos del proletario con más rigor que los crímenes del grande. Las jurisdicciones especiales eran la regla, y la justicia era un mito que la imaginación popular, sumida en la desesperanza, colocaba en el pasado. Hoy, es tal la condición material del obrero, del agricultor, del vago mismo, que habría sido un sueño ahora un siglo. Aquel obrero que en su furia instintiva arrojó al Ródano la máquina de tejer inventada por Jacquard, sin comprender que no hay ahorro de fuerza que no aproveche a la humanidad entera, fué el último representante de su tiempo. Con su grito de cólera se hundió para siempre la esclavitud del hombre y surgió el imperio de la ciencia sobre la naturaleza. La Revolución francesa, con sus declaraciones, sus derechos políticos, sus sacudimientos, sus grandezas y sus horrores, habría sido estéril para la humanidad, como lo fueron las de 1640 y 1688 de Inglaterra, si no hubiera precedido por pocos años aquel esfuerzo de la inteligencia humana que, con la física, la química y la mecánica, iba a transformar la faz del universo.

No es, pues, a las instituciones políticas que corresponde el honor del mejoramiento incontestable en las condiciones de la vida humana. La rapidez en el transporte de los cuerpos, en la transmisión de las ideas y de la palabra, no es mayor en Suiza que en Rusia; los descubrimientos de Claudio Bernard, de Chevreul y de Pasteur son la base de la industria así en Austria como en Bélgica. Bajo el punto de vista del bienestar humano, pues, ¿qué diferencia esencial hay entre los pueblos que gozan de instituciones democráticas y aquellos que se mantienen aún bajo el régimen monárquico? Confieso que no la veo; diferencia la hay, indudablemente, pero responde a causas completamente ajenas a este orden de ideas. Sería tan absurdo atribuir la potencia industrial de la Francia a su sistema actual de gobierno, como responsabilizar a la reyecía portuguesa de la decadencia de ese pueblo.

Por lo demás, la fuerza del sentimiento democrático no radica en su incorporación a las leyes positivas, sino en su mayor o menor difusión en un pueblo y en su imperio en las costumbres. Si se da a la democracia su sentido general, que es algo más que el gobierno de todos para todos, que es la igualdad de derechos, la conciencia de la dignidad individual, sería absurdo suponer que un ciudadano argentino o francés, es más demócrata que un inglés. El hecho de ser nosotros o los franceses gobernados por un presidente electo, y los ingleses por un monarca hereditario, es tan insignificante para el desenvolvimiento de la sociabilidad humana como las tempestades de la atmósfera terrestre para la marcha del astro en el espacio. La monarquía hizo la Francia, la aristocracia hizo la Inglaterra, la oligarquía ha hecho a Chile, la democracia ha creado los Estados Unidos; he ahí hechos históricos incontestables. Pero ¿quién puede negar que la monarquía mató a la España, la aristocracia a la Polonia, la oligarquía a Venecia y la democracia a la vieja Italia? La historia se ríe ante la virtud mirífica de las instituciones; imitarlas, adaptarlas, todo es inútil. Se puede retardar el desarrollo de un pueblo con tanta fuerza, dándole una constitución liberal, como sujetándolo a un régimen absolutista. Las causas del progreso son más hondas y complicadas; las palabras, por más solemnemente que se escriban, no cambian ni modifican los hechos. España tiene hoy el juicio por jurados, el matrimonio civil, el sufragio universal, códigos civil y penal que son modelos del género; todas las conquistas de la democracia, en fin, incorporadas a la legislación positiva. En Inglaterra, el sufragio es restringido; la legislación política, civil y criminal es un caos, en el que los mismos jurisconsultos se pierden. Sin embargo, medid el camino andado por los dos pueblos!

23.He tenido la curiosidad de leer el artículo que la "Revista de Ambos Mundos" dedicó al "Facundo". Está en el número del 15 de Noviembre de 1846, bajo el título "De l'Americanisme et des républiques du Sud – La société argentine. Quiroga et Rosas". Luego el título completo del libro de Sarmiento y el de un folleto, "Cuestiones americanas", del mismo. Es un buen trabajo de M. Charles de Mazade, un análisis completo de "Civilización y barbarie". Se ve que el crítico ha aprendido el asunto en el libro que analiza y que ha leído con conciencia. Las "Cuestiones americanas" le han ayudado mucho para darse cuenta del estado de los países del Plata, que a la verdad no debía ser muy fácil de entender para un francés de 1846. Hablando de Montevideo, dice M. de Mazade: "se ha comparado Montevideo a Coblentz; Coblentz si se quiere, pero es allí que se refugió la inteligencia argentina". Sobre el libro, escribe: "obra nueva y llena de atractivo, instructiva como la historia, interesante como una novela, brillante de imágenes y de color".
  "El libro del Sr. Sarmiento, agrega, es una de las obras excepcionales de la nueva América, en el que brilla alguna originalidad; es un estudio hecho sobre lo vivo, enérgico, profundo, de todos los fenómenos de la sociedad americana y particularmente de la sociedad argentina. El esplendor del estilo está a la altura del vigor del pensamiento".
  "El "americanismo", dice más adelante, representa la holgazanería, la indisciplina, la pereza, la puerilidad salvaje, todas las inclinaciones estacionarias, todas las pasiones hostiles a la civilización; la ignorancia, la degeneración física de las razas, así como su corrupción moral… Obligando a las potencias europeas a emplear las armas contra él, el americanismo ha puesto en claro un hecho que resume las relaciones de ambos mundos: es que la Europa se verá fatalmente empujada a hacer la conquista material de la América, si no hace pacíficamente su conquista moral".
  El segundo término del vaticinio se va cumpliendo, pero ¡cuán lentamente!
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
05 июля 2017
Объем:
320 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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