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¿Qué clase de hombre es éste, o que clase de criatura con apariencia de hombre? Siento que el terror de este horrible lugar se apodera de mí. Tengo miedo, un miedo terrible… y no encuentro ninguna posibilidad de escape. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo ni siquiera a pensar en ellos.

15 de mayo.

Volví a ver al conde salir de su habitación deslizándose como una lagartija. Descendió inclinadamente durante unos treinta metros, hacia la izquierda, y luego desapareció a través de un hoyo o una ventana. Cuando ya no pude ver su cabeza, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero no tuve éxito. Había mucha distancia de por medio como para poder tener un ángulo de visión adecuado. Sabía que el conde ya había abandonado el castillo, y pensé en aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que me había atrevido hasta el momento. Regresé a mi habitación, y tomando una lámpara, intenté abrir todas las puertas, pero estaban cerradas con llave, tal y como había esperado, y las cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces bajé las escaleras de piedra hasta llegar al vestíbulo por el que había entrado la primera vez. Descubrí que podía abrir las cerraduras con cierta facilidad y destrabar las pesadas cadenas. ¡Pero la puerta estaba cerrada, y no había ninguna llave alrededor! Esa llave debía estar en la habitación del conde. Tengo que estar atento en caso de que su puerta esté abierta, para poder tomar la llave y escaparme. Seguí inspeccionando minuciosamente las distintas escaleras y pasadizos, intentando abrir todas las puertas que encontraba a mi paso. Había una o dos habitaciones pequeñas cerca del vestíbulo que estaban abiertas, pero nada interesante en su interior excepto por algunos muebles antiguos, cubiertos de polvo por el paso del tiempo y carcomidos por las polillas. Sin embargo, por fin encontré una puerta al final de la escalera que, aunque parecía estar cerrada, cedió un poco ante la presión ejercida. Empujé con más fuerza, y descubrí que no estaba cerrada, sino que la resistencia se debía a que las bisagras se habían caído un poco, y la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Tenía entre manos una oportunidad que tal vez no se presentaría nuevamente, así que realicé un esfuerzo supremo y después de mucho empujar logré abrirla lo suficiente como para poder entrar. Me encontraba ahora en un ala del castillo ubicada más hacia la derecha que los cuartos que ya conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que aquellas habitaciones ocupaban el lado sur del castillo, y que las ventanas de la última miraban hacia el oeste y hacia el sur, en donde había un profundo precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de un gran peñasco, por lo que era prácticamente impenetrable por sus tres lados, donde se elevaban grandes ventanales a los que ni la honda, ni el arco, ni la culebrina podían llegar, y por lo tanto la luz natural y las seguridades que proporcionaban eran imposibles de encontrar en una posición a defender. Hacia el oeste había un gran valle, y elevándose muy a lo lejos, aparecían las cimas de un gran número de montañas, formadas por escarpadas rocas dentadas salpicadas por frescos y espinos, cuyas raíces se aferraban a las grietas, hendiduras y huecos de las piedras. Esta era a todas luces la parte del castillo habitada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían una mayor apariencia de comodidad que los que hasta entonces había visto.

Las ventanas no tenían cortinas y la amarilla luz de la luna, que se filtraba a través de los cristales en forma de diamante, permitía distinguir incluso los colores, al mismo tiempo que disimulaba la acumulación de polvo que lo cubría todo y disfrazaba los estragos ocasionados por el paso del tiempo y las polillas. Mi lámpara parecía ser poco útil en la brillante luz de la luna, pero me alegró el hecho de tenerla conmigo, pues en aquel lugar había una terrible soledad que me helaba el corazón y me ponía los nervios de punta. Aun así, esto era mejor que permanecer solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde y, después de intentar calmar un poco mis nervios, una suave tranquilidad se apoderó de mí. Heme aquí, sentado ante una pequeña mesa de roble, donde en tiempos pasados posiblemente alguna hermosa dama se sentara a escribir, llena de pensamientos y muchos rubores, sus torpes cartas de amor, anotando en taquigrafía en mi diario todo lo que ha sucedido desde que lo cerré por última vez. ¡Esta técnica es uno de los avances más importantes del siglo XIX! Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tenían, y tienen, sus propios poderes que la mera “modernidad” no puede eliminar.

Más tarde: en la mañana del 16 de mayo.

Que Dios me ayude a preservar mi cordura, pues ya no me queda otra cosa. La seguridad y la garantía de seguridad son cosas del pasado. Mientras viva en este lugar, sólo hay una cosa que me mantiene esperanzado: no volverme loco, si es que no lo estoy ya. Si estoy cuerdo, entonces ciertamente resulta enloquecedor pensar en todas las cosas repugnantes que acechan en este espantoso lugar y el conde es la que encuentro menos atemorizante. Solo a él puedo recurrir en busca de seguridad, aunque esto solo dure mientras le soy de utilidad. ¡Buen Dios! ¡Dios misericordioso, ayúdame a conservar la calma, pues fuera de ella me espera la locura! Empiezo a entender algunas cosas que antes me parecían desconcertantes. Hasta ahora nunca había comprendido realmente a lo que Shakespeare se refería cuando hizo que Hamlet dijera: “¡Mi libreta! ¡Rápido, necesito mi libreta! Es imprescindible que lo anote”… porque ahora, sintiendo como si mi propia mente estuviera trastornada, o como si hubiera recibido un golpe que terminará por arruinarla, acudo a mi diario en busca de serenidad. Estoy seguro que el hábito de anotar todo con exactitud tendrá un efecto tranquilizador. La misteriosa advertencia del conde me asustó. Pero me asusta más cuando no pienso en ella, pues en el futuro ejercerá un aterrador poder sobre mí. ¡Tendré cuidado de no dudar nada de lo que diga el conde!

Cuando terminé de anotar en mi diario y coloqué el libro y la pluma en mi bolsillo, empecé a sentir sueño. La advertencia del conde apareció en mi mente, pero sentí cierto placer al desobedecerla. La sensación de sueño se apoderaba de mí y, con ella, la obstinación que suele traer consigo. La suave luz de la luna me tranquilizaba, y el vasto paisaje afuera me producía una reconfortante sensación de libertad. Tomé la decisión de no regresar a aquellos cuartos tenebrosos y embrujados que tanto me asustaban y quedarme a dormir allí, donde, en otros tiempos, las damas se habían sentado, cantado y vivido sus dulces vidas, mientras sus amables corazones lloraban por sus hombres que se encontraban lejos en crueles guerras. Acerqué un gran sillón hasta una esquina, para que al estar acostado, pudiera contemplar esa hermosa vista al Este y al Sur. Y sin pensar en el polvo, ni preocuparme por él, me acomodé para dormir. Supongo que debí haberme quedado dormido, o eso espero. Pero temo que todo lo que sucedió fue extraordinariamente real, a tal grado que ahora que me encuentro sentado a plena luz del sol matutino, no puedo creer en lo absoluto que fuera un sueño.

No estaba solo. El cuarto parecía igual. No había sufrido ningún cambio desde que entré en él. Bajo la brillante luz de la luna, podía ver en el suelo las huellas de mis propias pisadas donde habían alterado la inmensa acumulación de polvo. En el lado opuesto de donde yo estaba, iluminadas por la luna, había tres jóvenes mujeres. Por la forma en que iban vestidas, y por sus modales, supuse que eran damas. Cuando las vi pensé que estaba soñando, pues no proyectaban ninguna sombra en el suelo, a pesar de que tenían la luna detrás de ellas. Se acercaron a mí, y luego de mirarme fijamente durante algunos instantes, comenzaron a susurrarse algo. Dos de ellas eran de piel oscura, narices aguileñas como el Conde y grandes, penetrantes ojos negros, que parecían tener un tono casi rojizo en contraste con la pálida y amarillenta luz de la luna. La otra era de piel blanca, tan blanca como es posible, con grandes mechones de cabello dorado y unos ojos parecidos a pálidos zafiros. Por alguna razón su rostro me pareció familiar, como si la recordara de alguna horrible pesadilla, pero en ese momento no pude recordar cómo o dónde. Las tres tenían dientes blancos y brillantes, que relucían como perlas sobre el rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me producía inquietud, así como una especie de nostalgia y, al mismo tiempo, un temor mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo y ardiente de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que anote esto, pues Mina podría leerlo algún día y la lastimaría mucho. Pero es la verdad. Murmuraron algo, y luego las tres comenzaron a reírse, con una risa sumamente musical, pero tan dura que parecía como si el sonido no hubiera surgido de unos labios tan dulces. Era parecido al intolerable y dulce tintineo de los vasos de cristal cuando son tocados por una mano experta. La joven rubia meneó la cabeza coquetamente, a instancias de las otras dos.

Una de ellas dijo:

—¡Vamos! Tú hazlo primero, y nosotras te seguimos. Tienes derecho a ser la primera.

La otra agregó:

—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.

Permanecí inmóvil, mirando bajo mis pestañas en la agonía de una deliciosa anticipación. La joven rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir su agitada respiración en mi rostro. En cierto sentido, su aliento era dulce como la miel, y producía la misma sensación de cosquilleo en mis nervios que el sonido de su voz. Pero había un dejo de amargura debajo de aquella dulzura, como la que se percibe en la sangre.

Tenía miedo de abrir los ojos, pero podía mirar perfectamente debajo de las pestañas. La chica se arrodilló y se inclinó sobre mí, regodeándose. Había una voluptuosidad deliberada, que era al mismo tiempo excitante y repulsiva, cuando dobló su cuello relamiéndose los labios como un animal, hasta que pude ver, a la luz de la luna, la humedad brillando sobre sus labios escarlata y la roja lengua golpeando sus blancos y afilados dientes. Bajó la cabeza más y más, hasta que sus labios pasaron a lo largo de mi boca y mi barbilla, deteniéndose sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa, y pude escuchar el revoloteo de su lengua mientras se relamía los dientes y los labios, notando su respiración caliente sobre mi cuello. La piel de mi garganta comenzó a hormiguear, como sucede cuando se aproxima una mano que planea hacer cosquillas. Pude sentir el suave y tembloroso contacto de sus labios sobre la piel extremadamente sensible de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, tocándome y deteniéndose ahí. Cerré los ojos sumido en un éxtasis lánguido y esperé. Esperé con el corazón latiéndome a toda prisa.

Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápidamente como un rayo. Tuve conciencia de la presencia del conde y de su ser lleno de furia. Al abrir mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delgado cuello de la chica rubia y con la fuerza de un gigante la hizo retroceder. Sus ojos azules se transformaron por la cólera, sus dientes blancos rechinaron y sus pálidas mejillas se encendieron por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé tanta ira y furia, ni siquiera en los demonios del infierno. Sus ojos despedían llamas. La roja luz que había en ellos era pavorosa, como si las llamas del infierno ardieran detrás de ellos. Su rostro tenía una palidez mortal, y sus facciones estaban tan tensas como alambres estirados. Las gruesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían un pesado barrote de metal al rojo vivo. Con un violento movimiento de su brazo, apartó a la mujer de él, y luego hizo una seña a las otras para que retrocedieran. Era el mismo gesto imperioso que había usado con los lobos. Con una voz que, aunque baja y casi en susurro, parecía cortar el aire y resonar por toda la habitación, dijo:

—¿Cómo se atreve cualquiera de ustedes a tocarlo? ¿Cómo se atreven a poner los ojos sobre él cuando se los he prohibido? ¡Atrás, les digo! ¡Este hombre me pertenece! Mucho cuidado de meterse con él, o se las verán conmigo.

La chica rubia, con una risa obscena y coqueta, se volvió para responderle:

—¡Tú jamás has amado! ¡Tú nunca amas!

En ese momento las otras mujeres se unieron a ella, y una risa tan triste, dura y sin alma recorrió la habitación de tal modo que casi me desmayé al escucharla. Parecían las risas de los demonios. Entonces, el conde se dio la vuelta, mirando mi cara atentamente y dijo en un suave susurro:

—Sí, yo también puedo amar. Ustedes mismas lo comprobaron en el pasado. ¿No es así? Les prometo que, cuando haya terminado con él, podrán besarlo tanto como deseen. ¡Ahora, largo! ¡Fuera de aquí! Debo despertarlo, porque hay mucho trabajo por hacer.

—¿Es que acaso no vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas, con una risa ahogada, mientras señalaba hacia la bolsa que el conde había lanzado sobre el suelo y que se movía como si hubiera algo vivo dentro de ella.

El conde respondió asintiendo con la cabeza. Una de las mujeres dio un salto hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron, escuché un jadeo y un débil gemido, como el de un niño medio asfixiado. Las mujeres formaron un círculo alrededor de la bolsa, mientras yo permanecía petrificado por el terror. Pero al volver a mirar ya habían desaparecido, llevándose con ellas la horrible bolsa. No había ninguna puerta cerca, y no pudieron haber pasado sobre mí sin que me hubiera dado cuenta. Simplemente se desvanecieron en los rayos de la luz de la luna, saliendo por la ventana, pues pude ver afuera las tenues y turbias siluetas antes de que desaparecieran completamente.

Entonces el terror se apoderó de mí, y me hundí en la inconsciencia.

Capítulo 4

Continuación del Diario de Jonathan Harker

Me desperté en mi propia cama. El conde debió haberme traído hasta aquí, si es que todo esto no fue un sueño. Intenté dar sentido a lo acontecido, pero no llegué a ninguna conclusión clara. Ciertamente había algunas evidencias, por ejemplo, el hecho de que mi ropa estuviera doblada y arreglada en una forma en la que yo no acostumbraba hacerlo. Mi reloj no tenía cuerda, y yo tengo la rigurosa costumbre de no irme a dormir sin antes darle cuerda; y así había muchos otros detalles. Pero nada de esto era una prueba real, pues bien podía ser que mi mente no estuviera funcionando adecuadamente y, por una u otra causa, me hubiera perturbado demasiado. Debo buscar pruebas contundentes. Al menos me alegro de una cosa: si fue el conde quien me cargó hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho a toda prisa, pues mis bolsillos están intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido un misterio intolerable para él. Se lo hubiera llevado o lo hubiera destruido. Al mirar este cuarto, que hasta ahora me había provocado tanto temor, lo considero ya como una especie de santuario, pues no hay nada más espantoso que esas horribles mujeres, que esperaban... que esperan, para succionar mi sangre.

18 de mayo.

Bajé nuevamente a esa habitación para verla a la luz del día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las escaleras, la encontré cerrada. La habían empujado con tanta fuerza hacia el marco que parte de la madera se había astillado. Noté que el pestillo de la cerradura no estaba cerrado, sino que habían atrancado la puerta desde adentro. Me temo que no fue un sueño, y debo actuar siguiendo esta conjetura.

19 de mayo.

Sin duda alguna estoy atrapado. Anoche el conde me pidió, en el tono más amable, que escribiera tres cartas: una, diciendo que mi trabajo aquí estaba casi terminado y que emprenderé el regreso a casa en algunos días; otra, donde decía que partiría a la mañana siguiente, y la tercera, para informar que me había marchado del castillo y me encontraba en Bistrita. Me hubiera gustado protestar, pero sentí que en la situación en que me encontraba hubiera sido una locura desafiar abiertamente al conde, dado que me encuentro absolutamente en su poder. Y rehusarme a hacer lo que me pedía significaba despertar sus sospechas y provocar su ira. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, para evitar que me convierta en un peligro. Mi única posibilidad es prolongar mis oportunidades. Podría ocurrir algo que me brinde la oportunidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que se manifestó cuando lanzó a la mujer rubia lejos de él. Me explicó que el correo era escaso y poco seguro, y que escribir las cartas ahora seguramente tranquilizaría a mis amigos. Me aseguró tan insistentemente que me devolvería las últimas cartas, las cuales se quedarían en Bistrita en caso de que la suerte permitiera que yo prolongara mi estancia aquí, que oponerme a él hubiera significado despertar nuevas sospechas. Por tanto, pretendí estar de acuerdo con su idea y le pregunté qué fechas debía escribir en las cartas. Hizo unos cálculos rápidos, y luego dijo:

—La primera debe tener fecha del 12 de junio, la segunda del 19 y la tercera del 29.

Ahora sé cuánto tiempo me queda de vida. ¡Que Dios se apiade mí!

28 de mayo.

Ha surgido una posibilidad de escape, o en todo caso de enviar noticias a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo, y han acampado en el patio interior. Son gitanos. He anotado algunas cosas sobre ellos en mi libreta. En esta zona son muy típicos, aunque están relacionados con los gitanos ordinarios del resto del mundo. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania y viven prácticamente al margen de la ley. Por regla general, se atribuyen el nombre de algún noble o boyardo y comienzan a llamarse así. Son indomables y no tienen religión, excepto la superstición, y sólo hablan en sus propias variantes de la lengua romaní.

Voy a escribir algunas cartas a casa, e intentaré pedirles que las envíen. Ya he hablado con ellos desde mi ventana para entablar una relación. Se quitaron sus sombreros e hicieron muchas reverencias y gestos, los cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo su idioma…

Ya he escrito las cartas. La que va dirigida a Mina está en taquigrafía, y al Sr. Hawkins solo le pido que se ponga en contacto con ella. A Mina le he explicado mi situación, pero sin hablar de los horrores que sólo puedo suponer. Si le dijera todo lo que pienso, creo que podría matarla de un susto. Si las cartas no fueran enviadas, al menos el conde no podrá conocer mi secreto, ni el alcance de mi conocimiento…

Les he entregado las cartas. Las lancé a través de los barrotes de mi ventana junto con una moneda de oro, e hice las señas necesarias para indicar que las pongan en el correo. El hombre que recibió las cartas las apretó contra su corazón e hizo una reverencia, y luego las colocó en su gorra. Era todo lo que yo podía hacer. Regresé nuevamente al despacho, y me puse a leer. Como el conde no ha venido a verme, empecé a escribir aquí…

El conde ya vino. Se sentó junto a mí y me dijo, en el tono más suave, mientras abría las dos cartas:

—Los gitanos me las dieron, y aunque no sé de dónde provienen, me haré cargo de ellas, por supuesto. ¡Veamos! —seguramente ya las había visto antes. —Una es de usted y está dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —al abrir el sobre se percató de los extraños símbolos, y una oscura mirada apareció en su rostro, mientras sus ojos empezaron a centellear malévolamente—, la otra es una cosa vil, ¡un ultraje a la amistad y a la hospitalidad! No está firmada, así que no debe importarnos.

Y tomando la carta y el sobre, los sostuvo tranquilamente sobre la llama de la lámpara hasta que se consumieron por completo.

Luego prosiguió:

—Desde luego, enviaré la carta para Hawkins, ya que usted la escribió. Sus cartas son sagradas para mí. Disculpe, amigo mío, que haya roto el sello sin darme cuenta. ¿Podría ponerlo de nuevo?

Me entregó la carta, y con una cortés reverencia me dio un sobre nuevo.

No me quedó más remedio que anotar la dirección y entregarle la carta en silencio. Cuando el conde salió de la habitación, escuché que la llave giraba suavemente en la cerradura. Un minuto después, fui a la puerta e intenté abrirla, pero estaba cerrada.

Al cabo de un par de horas, cuando el conde entró en silencio a la habitación, su presencia me despertó, pues me había quedado dormido en el sofá. Su actitud era muy cortés y alegre; al ver que yo estaba dormido, dijo:

—Amigo mío, ¿está usted cansado? Vaya a la cama. Ahí descansará mejor. Quizá no tenga el placer de hablar con usted esta noche, ya que tengo varios asuntos que atender, pero espero que duerma tranquilo.

Me dirigí a mi dormitorio para acostarme y, aunque parezca extraño, no tuve pesadilla alguna. La desesperación tiene sus momentos de tranquilidad.

31 de mayo.

Esta mañana, al despertar, se me ocurrió sacar algunas hojas y sobres de mi maleta, y guardarlos en mi bolsillo para poder escribir en caso de que se presentara una oportunidad, pero me esperaba una sorpresa, ¡una gran sorpresa!

Había desaparecido todo rastro de papel, junto con todas mis notas y memorandos relacionados con el ferrocarril y los viajes, mi carta de crédito y, de hecho, todo lo que pudiera serme útil una vez fuera del castillo. Me senté y reflexioné por un momento, entonces se me ocurrió buscar en mi baúl y en el guardarropa donde había puesto mi ropa.

El traje que llevaba puesto durante el viaje había desaparecido, así como mi abrigo y mi frazada. No encontré rastros de ellos por ningún lado. Todo esto parecía un nuevo plan infame del conde.

17 de junio.

Esta mañana, mientras estaba sentado en la orilla de mi cama, absorto en mis pensamientos, escuché afuera el sonido de un látigo y el golpeteo de cascos de caballos en el camino de piedras más allá del patio. Corrí lleno de alegría a la ventana y vi entrar en el patio dos enormes carretas de carga, cada una de ellas tirada por ocho robustos caballos y dirigida por unos eslovacos, ataviados con sus anchos sombreros, sus enormes cinturones tachonados de clavos, sus sucias pieles de cordero y sus botas altas. Tenían también dos largas varas en la mano. Corrí hacia la puerta, tratando de bajar las escaleras para unirme a ellos en el vestíbulo principal, pues creí que tal vez estaría abierto para que pudieran entrar. Pero me esperaba otra sorpresa: mi puerta estaba cerrada por fuera.

Corrí entonces hacia la ventana y empecé a gritarles. Voltearon hacia arriba y me miraron estúpidamente mientras me señalaban. Pero en ese momento salió el “atamán” de los gitanos, y al verlos señalando hacia mi ventana, dijo algo que hizo reír a todos.

A partir de ese momento, ninguno de mis intentos, ningún grito lastimero o ruego agonizante los hizo voltear nuevamente. Se dieron la vuelta y se alejaron decididamente. Las carretas de carga llevaban grandes cajas cuadradas, con agarraderas hechas de gruesa cuerda. Era evidente que las cajas estaban vacías debido a la facilidad con que los eslovacos las levantaban, y por el ruido que producían cuando las movían bruscamente.

Cuando terminaron de descargarlas y de acomodarlas en una de las esquinas del patio, el gitano les dio algo de dinero a los eslovacos, quienes, luego de escupir sobre él para la buena suerte, regresaron perezosamente cada uno a su carreta correspondiente. Al poco tiempo, escuché los golpes de sus látigos desapareciendo en la distancia.

24 de junio.

Anoche el conde se retiró temprano y se encerró en su propia habitación. En cuanto reuní el valor suficiente, subí rápidamente por la escalera de caracol y miré por la ventana que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues tenía la impresión de que algo estaba sucediendo. Los gitanos montaron su campamento en algún lugar del castillo y están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando, escucho muy a lo lejos, ruidos ahogados de picos y palas. Sea lo que sea, debe tratarse de alguna villanía despiadada.

Llevaba poco menos de treinta minutos en la ventana, cuando vi algo saliendo de la habitación del conde. Retrocedí, observé cuidadosamente y lo vi salir completamente por la ventana. Me sorprendí enormemente cuando descubrí que el conde llevaba puesto el traje que yo había utilizado durante mi viaje hacia este lugar y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que había visto a las mujeres llevarse. No cabía la menor duda de lo que planeaba hacer, ¡y además con mi ropa puesta! Esto quiere decir que se trata de un nuevo plan malévolo. Quiere que otras personas me vean en las ciudades y en las aldeas, para que haya evidencia de que yo mismo he dejado mis propias cartas en el correo, para que cualquier acto maligno que cometa sea atribuido a mi persona.

Me enfurece pensar que esta situación pueda continuar, mientras yo estoy encerrado aquí arriba, como un verdadero prisionero, sin gozar siquiera de la protección de la ley, que es el derecho y consuelo incluso de los criminales.

Pensé en quedarme esperando hasta que el conde regresara, y durante un largo rato permanecí obstinadamente sentado en la ventana. Entonces, empecé a notar que había unas pequeñas y curiosas partículas flotando en los rayos de la luna. Eran similares a diminutas motas de polvo, que giraban y se agrupaban en racimos de forma nebulosa. Las observé con una sensación de tranquilidad, y una especie de calma me invadió. Me recliné hacia atrás sobre la pared para estar más cómodo y poder disfrutar más plenamente de aquel espectáculo etéreo.

Algo me sobresaltó. Era un débil y lastimero aullido de perros, a lo lejos en el valle, oculto a mis ojos. Parecía que el sonido resonaba cada vez más fuerte en mis oídos, mientras las partículas flotantes de polvo cambiaban de forma al ritmo del sonido, como si bailaran a la luz de la luna. Sentí que mis adormecidos instintos luchaban por despertarse en lo profundo de mi ser. ¡Pero, qué digo! Era mi propia alma la que luchaba y mis sentidos adormecidos se esforzaban por responder al llamado. ¡Estaba siendo hipnotizado! El polvo bailaba cada vez más rápido. Los rayos de la luna parecían temblar al pasar a mi lado y perderse en la oscuridad a mis espaldas. Se unieron más y más, hasta que adoptaron las tenues formas de unos fantasmas. Y entonces me sobresalté, completamente despierto, en plena posesión de mis sentidos y me alejé de aquel lugar gritando.

Las formas fantasmales, que estaban empezando a materializarse poco a poco en los rayos de la luna, eran las de esas tres mujeres fantasmagóricas a quienes había sido predestinado.

Huí de ese lugar, y me sentí mucho más seguro en mi propia habitación, donde no penetraba la luz de la luna y la lámpara ardía brillantemente.

Después de algunas horas escuché ruidos en la habitación del conde, parecidos a un lamento agudo rápidamente sofocado. Y luego reinó un completo silencio, un profundo y espantoso silencio, que me erizó la piel. Con el corazón latiéndome a toda prisa, intenté abrir la puerta, pero descubrí que estaba encerrado otra vez en mi prisión, no había nada que pudiera hacer. Simplemente me senté y me eché a llorar.

Mientras estaba sentado, escuché un ruido afuera en el patio interior. Era el grito agonizante de una mujer. Corrí hacia la ventana y abriéndola de golpe me asomé por entre los barrotes.

Efectivamente, había una mujer con el cabello despeinado, con las manos sobre el pecho, como si acabara de correr un largo trecho. Estaba apoyada sobre una esquina de la reja. Cuando vio mi rostro en la ventana se lanzó hacia adelante y gritó con una voz cargada de amenaza:

— ¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

Cayó de rodillas y, levantando sus manos, volvió a gritar las mismas palabras en un tono que me estrujó el corazón. Luego se arrancó los cabellos y se golpeó el pecho, abandonándose a todas las violencias propias de la emoción desmesurada. Finalmente, se abalanzó hacia adelante, y aunque no podía verla, alcancé a escuchar los golpes de sus manos desnudas contra la puerta.

En algún lugar muy arriba de donde yo estaba, tal vez en la torre, escuché la voz del conde llamando a alguien en un susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lo lejos por los aullidos de los lobos. Al cabo de algunos cuantos minutos, apareció una manada de ellos a través de la amplia entrada del patio interior, como el agua de una presa al ser liberada.

Ya no se escuchaban los gritos de la mujer, y el aullido de los lobos duró poco tiempo. Después de unos instantes, se alejaron uno a uno, lamiéndose los hocicos.

No sentí lastima por ella, pues ahora sabía lo que le había sucedido a su hijo y pensé que era mejor que estuviera muerta.

¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta espantosa cosa nocturna y terrorífica?

25 de junio.

Solo después de haber sufrido los horrores de la noche, se puede conocer el dulce y entrañable efecto que la mañana ejerce sobre la vista y el corazón. Cuando esta mañana el sol se elevó tan alto que alcanzó la parte superior de la enorme reja opuesta a mi ventana, me pareció como si la paloma del arca hubiera descendido ahí. Mi temor se desvaneció como si fuera una vestimenta vaporosa que se disolviera con el calor.

Debo ponerme en acción mientras tengo el valor que me infunde la luz del día. Anoche, una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera, fue puesta en el correo, la primera de esa serie fatal cuyo fin es eliminar hasta el último rastro de mi existencia en esta tierra.

¡No pensaré más en ello! ¡Debo actuar!

Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado, o cuando me he sentido en peligro o asustado. Hasta ahora, nunca he visto al conde a la luz del día. ¿Será tal vez porque mientras los demás están despiertos, para poder despertar cuando el resto duerme? ¡Si tan solo pudiera entrar a su habitación! Pero es imposible. La puerta siempre está cerrada, y no hay manera de poder entrar.

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9786074572995
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