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La propiedad se llama Carfax, sin duda se trata de una deformación del antiguo nombre Quatre Face, ya que la casa tiene cuatro lados, que corresponden a los puntos cardinales de la brújula. En total contiene alrededor de veinte acres, completamente rodeados por los sólidos muros de piedra arriba mencionados. La propiedad tiene tantos árboles que por momentos llega a adquirir una cierta apariencia lúgubre. Hay también un estanque o lago pequeño, de apariencia oscura y profunda, alimentado por algunos manantiales, ya que el agua es transparente y fluye en una corriente bastante fuerte. La casa es muy grande, y me atrevería a decir que de la época medieval, pues una de sus partes está hecha de piedra sumamente gruesa, con unas cuantas ventanas ubicadas muy en lo alto y con enormes barrotes de hierro. Parece que formó parte de un torreón, y está ubicada cerca de una antigua capilla o iglesia, a la cual no pude entrar, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa. Pero he tomado varias imágenes con mi Kodak desde distintos ángulos. La casa ha sido ampliada, pero en una forma extraña, y sólo puedo calcular aproximadamente la extensión de tierra que ocupa y que debe ser gigantesca. En los alrededores sólo hay unas cuantas casas, una de ellas muy grande, recientemente construida, y acondicionada para funcionar como manicomio privado. Sin embargo, no se alcanza a ver desde el terreno.”

Cuando terminé de leer, el Conde dijo:

—Me alegra que la casa sea antigua y grande. Yo provengo de una antigua familia, y creo que el hecho de vivir en una casa nueva me mataría. Hoy en día, las casas son prácticamente inhabitables. Y después de todo, son muy pocos los días que conforman un siglo. También me da gusto saber que tiene una antigua capilla. A los nobles transilvanos nos desagrada pensar que nuestros huesos puedan yacer mezclados entre los muertos comunes. Yo no busco alegrías ni júbilo, ni la brillante voluptuosidad de un día soleado y las relucientes aguas que son el deleite de los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven, y mi corazón, tras los pesados años de llorar por los que ya se han ido, ya no está dispuesto para el júbilo. Las paredes de mi castillo están rotas. Hay demasiadas sombras, y el viento corre frío por entre las almenas y los muros quebrados. Amo la oscuridad y las sombras, y prefiero estar a solas con mis pensamientos.

Por alguna razón, sus palabras no parecían coincidir con su mirada. O tal vez era porque la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y taciturna.

Unos instantes después, se disculpó por tener que retirarse, diciéndome que recogiera todos los documentos. Había pasado ya un tiempo considerable desde que se marchara, por lo que empecé a hojear los libros que había a mi alrededor. Entre ellos había un atlas que, desde luego, estaba abierto en la sección sobre Inglaterra, como si ese mapa hubiera sido utilizado muchas veces. Al mirarlo, noté que algunos lugares habían sido marcados con pequeños círculos. Y al observarlos más detenidamente me percaté de que uno de ellos estaba cerca de Londres, en el lado este, donde se ubicaba su nueva casa. Los otros dos estaban en Exeter y Whitby, en la costa de Yorkshire.

Había transcurrido casi una hora cuando el Conde regresó.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Sigue entretenido con sus libros? ¡Muy bien! Pero no debe trabajar todo el tiempo. ¡Venga! Me acaban de avisar que su cena está lista.

Me tomó por el brazo y nos dirigimos al otro cuarto, donde encontré servida sobre la mesa una excelente cena. El Conde volvió a disculparse, diciéndome que había cenado mientras estuvo fuera de casa. Pero, al igual que la noche anterior, se sentó y charlamos mientras yo comía. Después de cenar, encendí un cigarro, como había hecho la noche anterior, y el Conde se quedó conmigo, charlando y haciéndome preguntas sobre todos los temas habidos y por haber, mientras las horas pasaban. Me di cuenta de que se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentí obligado a satisfacer todos los deseos de mi anfitrión. No tenía sueño, ya que las largas horas de descanso del día anterior me habían fortalecido. Sin embargo, no pude evitar sentir el escalofrío que se experimenta con la llegada de la aurora, similar en cierto modo al que ocurre con el cambio de la marea. Dicen que las personas agonizantes suelen morir con la llegada de la aurora o el cambio de la marea. Cualquiera que, estando cansado, y obligado a mantenerse en su puesto, haya experimentado este cambio en la atmósfera, me creerá. De pronto, escuchamos el canto de un gallo, elevándose con una estridencia sobrenatural a través del fresco aire matutino.

El Conde Drácula se puso de pie de un salto, y dijo:

—¡Ya es de mañana otra vez! Qué descuido de mi parte haberlo obligado a mantenerse despierto hasta esta hora. Debe hacer menos interesante su conversación acerca de mi nuevo y querido país, Inglaterra, para no olvidarme por completo de lo rápido que pasa el tiempo.

Y haciendo una cortés reverencia, se marchó rápidamente.

Me dirigí a mi dormitorio y abrí las cortinas, pero no había mucho que observar. Mi ventana daba al patio principal y lo único que pude ver fue el cálido tono grisáceo del cielo despejado. Así que volví a cerrar las cortinas, y me puse a escribir lo acontecido este día.

8 de mayo.

Cuando comencé a escribir este diario temí estar siendo poco concreto, pero ahora me alegro de haberme detenido en los detalles desde el inicio. Hay algo tan extraño acerca de este lugar y todo lo relacionado con él que me produce una sensación de inquietud. Desearía estar lejos de aquí, o incluso nunca haber venido. Tal vez esta extraña vida nocturna esté afectándome. ¡Ojalá solo sea eso! Si hubiera alguien con quien poder hablar creo que lo soportaría, pero no hay nadie. Sólo puedo hablar con el Conde, y él… Me temo que soy el único ser vivo en este lugar. Me permitiré ser tan prosaico como los hechos lo requieran, pues me ayudará enormemente a sobrellevar la situación. No puedo permitir que la imaginación se descontrole, pues si esto sucediera sería mi ruina. Comenzaré explicando a continuación la situación en la que me encuentro, o en la que creo encontrarme…

Cuando por fin me acosté, dormí sólo unas cuantas horas. Al darme cuenta de que ya no podría volver a conciliar el sueño, me levanté. Había colgado mi pequeño espejo cerca de la ventana, y empecé a afeitarme. De pronto, sentí una mano sombre mi hombro, y escuché la voz del Conde diciéndome: “Buenos días”. Me sobresalté, porque me sorprendió el hecho de no haberlo visto entrar, puesto que el reflejo del espejo abarcaba todo el perímetro del cuarto a mis espaldas. Debido al susto me corté ligeramente, pero no me di cuenta en ese momento. Después de responder al saludo del Conde, me volví nuevamente hacia el espejo para comprobar por qué no lo había visto. Pero esta vez no cabía la posibilidad de error, pues el hombre estaba muy cerca mí y podía verlo por encima de mi hombro. ¡El espejo no mostraba ningún reflejo! Podía ver reflejado todo el cuarto detrás de mí, pero no había el menor rastro de otro ser humano en el espejo, a excepción de mí. Esto me pareció sorprendente, y sumado a todos los otros sucesos extraños que ya me habían acontecido, la vaga sensación de inquietud que experimento siempre que el Conde está cerca de mí comenzó a intensificarse. En ese momento me percaté de que la herida había sangrado un poco, y la sangre estaba goteando por mi barbilla. Solté la navaja de afeitar, dando media vuelta para buscar una tela adhesiva. Cuando el Conde vio mi cara, sus ojos resplandecieron con una especie de furia demoníaca y súbitamente me tomó por la garganta. Retrocedí un poco y su manó tocó la cadena que llevo colgada al cuello con el crucifijo. Acto seguido se operó en él un cambio instantáneo, pues la furia se desvaneció tan rápidamente que apenas podía creer que todo eso hubiera sucedido.

—Tenga cuidado —dijo—. Tenga cuidado de no cortarse. En este país podría resultar más peligroso de lo que se imagina.

Luego, cogió mi pequeño espejo de afeitar, y dijo:

—Esta condenada cosa es la culpable de todo. No es más que un adorno repugnante para la vanidad del hombre. ¡Al diablo con ella!

Abriendo la pesada ventana con un golpe de su terrible mano, lanzó el espejo, que se rompió en mil pedazos al estrellarse contra las piedras del patio inferior. Luego se retiró sin decir una sola palabra más. Todo esto resulta muy fastidioso, pues ahora no sé cómo podré afeitarme, a menos que use el estuche de mi reloj o la parte inferior de mi tarro de afeitar, que afortunadamente es de metal.

Cuando entré al comedor, el desayuno ya estaba listo, pero no pude encontrar al Conde por ningún lado. Por lo tanto, desayuné solo. Me parece extraño que hasta ahora nunca haya visto al Conde comer o beber. ¡Es un hombre muy peculiar! Después del desayuno, me dediqué a explorar un poco el castillo. Subí las escaleras y descubrí un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era imponente, y desde donde yo me encontraba podía apreciarla en su totalidad. El castillo está ubicado justo en el borde de un terrible precipicio. ¡Si una piedra cayera desde la ventana caería libremente miles de metros sin tocar absolutamente nada a su paso! Hasta donde alcanza la vista se distingue un mar de verdes copas de árboles, con algunas profundas grietas ocasionales bajo las que hay un abismo. Se pueden ver hilos plateados diseminados por aquí y por allá donde los ríos atraviesan por profundos desfiladeros a lo largo de los bosques.

Pero no estoy de humor para describir estas bellezas, pues luego de contemplar la vista continué mi exploración del castillo. Lo único que encontré fueron puertas, puertas y más puertas, todas cerradas con llave. Con excepción de las ventanas en los muros del castillo, no hay ni un solo lugar por donde se pueda salir. ¡El castillo es realmente una prisión, y yo soy su prisionero!

Capítulo 3

Continuación del diario de Jonathan Harker.

Cuando entendí que estaba prisionero, una especie de sensación salvaje me sobrecogió. Subí y bajé las escaleras a toda prisa, intentando abrir todas las puertas y mirando a través de todas las ventanas que encontré. Pero después de unos instantes, la convicción de mi impotencia superó todos los demás sentimientos. Ahora que ya han pasado unas horas, al contemplar la situación creo que debo haber enloquecido por unos instantes, porque mi reacción fue semejante a la de una rata atrapada en una trampa. Sin embargo, cuando acepté mi impotencia, me senté tranquilamente, con una calma como jamás había sentido en mi vida, y me puse a pensar en lo que más me convenía hacer. Todavía sigo pensando en ello, y aún no he llegado a una conclusión definitiva. De lo único que estoy seguro es que sería inútil hablar de esto al Conde. Sabe perfectamente que estoy atrapado, y como él mismo ha sido el autor, y sin duda alguna tiene sus propios motivos para ello, si le confío todas mis preocupaciones tratará de engañarme. Tal como están las cosas, mi única salida será no decir nada sobre mis temores y descubrimientos, y mantener los ojos bien abiertos. Sé que hay dos opciones: estoy siendo engañado como un niño pequeño por mis propios temores, o estoy en una situación desesperada. Si lo último resultara ser cierto, necesito, y necesitaré, toda mi inteligencia para salir de esto.

Apenas había llegado a esta conclusión cuando escuché cerrarse la enorme puerta de la planta inferior, y supe que el Conde había regresado. No entró inmediatamente a la biblioteca, así que me dirigí cautelosamente a mi habitación y lo encontré tendiendo mi cama. Esto me pareció extraño, pero sólo sirvió para confirmar mis sospechas acerca de que no hay un solo criado en la casa. Más tarde, cuando lo vi a través de una rendija de las bisagras de la puerta sirviendo la mesa en el comedor, estuve completamente seguro de ello. Si él mismo se encarga de realizar todas esas tareas domésticas, es la prueba de que no hay nadie más en el castillo. Eso significa que el Conde también fue el cochero que me trajo hasta aquí. Esto era una idea terrible, pues de ser cierto, ¿qué significa que pudiera controlar a los lobos como lo hizo, tan solo levantando su mano en silencio? ¿A qué se debía el gran temor que toda la gente en Bistrita y en la calesa sentía por mí? ¿Por qué me dieron un crucifijo, ajos, rosas silvestres y cenizas de la montaña?

¡Bendita sea esa mujer tan buena que me colgó el crucifijo alrededor del cuello! Siento un gran consuelo y fortaleza cada vez que lo toco. Es curioso que, algo que me enseñaron a considerar con desaprobación y como un símbolo de idolatría, se haya convertido en una ayuda tan grande en momentos de soledad y angustia. ¿Será acaso que hay algo en la esencia misma del crucifijo, o se trata solamente de un medio, una ayuda tangible que evoca sentimientos de comprensión y consuelo? Tal vez algún día tenga que analizar esta cuestión para aclarar mi mente al respecto. Mientras tanto, debo averiguar todo lo que pueda acerca del conde Drácula, pues eso podría ayudarme a comprenderlo. Esta noche intentaré que hable de sí mismo llevando la conversación hacia esa dirección. Pero debe tener mucho cuidado para no despertar sus sospechas.

Medianoche.

Platiqué durante un largo rato con el Conde. Le hice algunas preguntas sobre la historia de Transilvania, y él habló largo y tendido sobre el tema. Cuando hablaba sobre los hechos y personajes, y especialmente acerca de las batallas, lo hacía en tal modo que parecía como si hubiera estado presente en ellas. Posteriormente justificó esta actitud diciéndome que para un boyardo el orgullo de su familia y de su apellido era su propio orgullo, que su gloria es la suya, su destino el suyo también. Cada vez que hablaba de su linaje usaba el término “nosotros”, y casi todo el tiempo utilizaba el plural, como hacen los reyes. Quisiera poder anotar aquí todo lo que dijo exactamente, pues me pareció sumamente fascinante. Parecía que en sus palabras estaba contenida toda la historia del país. A medida que hablaba se iba emocionando cada vez más. Caminaba alrededor de la habitación tirando de su tupido bigote blanco y estrujando todo lo que tocaban sus manos como si quisiera triturarlo con su fuerza prodigiosa. En cierto momento dijo algo que intentaré transcribir tan exactamente como sea posible, pues cuenta, en cierto modo, toda la historia de su linaje:

“Nosotros, los sículos tenemos derecho a sentirnos orgullosos, pues por nuestras venas corre la sangre de muchas razas valientes que pelearon como leones por su soberanía. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu de los vogulos trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Odín les heredaron. El mismo que sus Berserker demostraron tan decididamente en las costas de Europa. Y no sólo de Europa, sino de Asia y África también, a tal grado que la gente creía que eran hombres-lobo. Cuando llegaron aquí se encontraron con los hunos, cuya furia guerrera había arrasado la tierra como una llama viviente, de tal manera que las víctimas agonizantes afirmaban que por sus venas corría la sangre de aquellas antiguas brujas que, al ser expulsadas de Escitia, se habían apareado con los demonios en el desierto. ¡Estúpidos! ¿Qué demonio o qué bruja ha sido jamás tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas? —dijo, levantando los brazos—. ¿Acaso es de sorprenderse que fuéramos una raza conquistadora, que fuéramos orgullosos, que cuando los magiares, los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos atacaron por miles nuestras fronteras, los hayamos hecho retroceder? ¿Es difícil de creer que cuando Árpád y sus legiones arrasaron con la patria húngara, nos encontraran aquí al llegar a la frontera, y que el Honfoglalás se hubiera consumado aquí? ¿Y que cuando los húngaros se desplazaron hacia el Este, los victoriosos magiares recurrieran a sus parientes los sículos, confiándonos la guardia de su frontera con Turquía durante siglos? Y lo que es más, que nos hayan confiado el deber permanente de la vigilancia fronteriza, porque, como dicen los turcos: “mientras el agua duerme, el enemigo vela”. ¿Acaso hubo otro entre las Cuatro Naciones que recibiera más gustoso que nosotros la “espada sangrienta”, o que al grito de guerra del rey corriera más rápidamente a su lado? Cuándo fue redimida la gran afrenta de mi nación, la vergüenza de Cassova, y las banderas de los valacos y de los magiares cayeron ante la Media Luna, ¿quién sino uno de mi propia raza, venció a los turcos en su propia tierra cuando como vaivoda cruzó el Danubio? ¡Era sin duda alguna un Drácula! ¡Qué infortunio que su propio e indigno hermano, al verse derrotado, haya vendido su pueblo a los turcos, trayendo sobre nosotros la vergüenza de la esclavitud! ¿No fue este mismo Drácula, el que inspiró a aquel otro de su raza, el cual, en una época posterior, dirigió sus fuerzas a través del gran río para invadir Turquía, y que, al ser derrotado, regresó una y otra vez, porque sabía que, aunque regresara solo del sangriento campo de batalla donde sus tropas estaban siendo masacradas, él podía conseguir la victoria? La gente dice que actuaba pensando sólo en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un líder? ¿En qué termina la guerra sin un cerebro y un corazón que la dirijan? Aún más, cuando, después de la batalla de Mohács, nos deshicimos del yugo húngaro, nosotros los Drácula estábamos entre sus líderes, pues nuestro espíritu no toleraba el hecho de no ser libres. Ah, joven señor, los sículos (y los Drácula siempre fueron su sangre, su cerebro y sus espadas), pueden jactarse de una historia que los Habsburgo o los Romanoff, a pesar de haberse multiplicado como hongos, jamás podrán alcanzar. Los días de guerra ya han quedado atrás. La sangre es considerada demasiado valiosa en estos días de paz deshonrosa, y las glorias de las grandes razas son solamente historias para ser narradas.

Para entonces el amanecer estaba cerca y nos fuimos a la cama. (Nota: este diario parece tan horrible como el inicio de Las Mil y una Noches, o como el fantasma del padre de Hamlet, pues todo debe terminarse al cantar el gallo.)

12 de mayo.

Empezaré estableciendo los hechos, simples y escuetos, verificados con libros y cifras sobre los cuales no cabe la menor duda. No debo confundirlos con experiencias basadas en mi propia observación o con el recuerdo de ellas. Anoche, cuando el Conde llegó de su habitación, empezó a hacerme varias preguntas sobre cuestiones legales y la forma de llevar a cabo ciertos negocios. Yo había pasado el día aburrido entre los libros y, para mantener mi mente ocupada, comencé a analizar algunas de las cosas que había observado en la Posada Lincoln. Había un cierto método en el modo de preguntar del conde, así que intentaré anotar las preguntas como se fueron sucediendo. Puede que este conocimiento llegue a serme útil de alguna forma.

Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra podía tener dos o más abogados. Le respondí que podía tener una docena de ellos si así lo deseaba, pero que no era una decisión sabia contratar a más de uno para una misma transacción, ya que sólo uno de ellos podía actuar a la vez, y cambiarlos continuamente afectaría sus intereses. Pareció comprender perfectamente lo que le acababa de decir, y a continuación me preguntó si había alguna dificultad práctica al contratar un abogado para hacerse cargo, digamos de las cuestiones financieras, y otro para los embarques, en caso de tuvieran que viajar a una población alejada. Le pedí que me explicara más detalladamente la cuestión, para que no fuera a proporcionarle información errónea, a lo que él respondió:

—Voy a explicarme. Nuestro amigo mutuo, el Sr. Peter Hawkins, bajo la sombra de su hermosa catedral en Exeter, que queda bastante lejos de Londres, compra para mí, a través de su amable persona, una casa en Londres. ¡Muy bien! Ahora, permítame ser honesto en este punto, para que no le parezca extraño que haya contratado los servicios de una persona que vive tan lejos de Londres, en vez de buscar a un residente, que mi deseo fue que ningún interés particular fuera servido excepto por el mío. Un residente de Londres tal vez podría tener algún interés personal, o amigos a quien beneficiar. Por tanto, procedí a buscar a mi agente en algún lugar retirado, para que atendiera únicamente mis negocios. Ahora, supongamos que yo, una persona con un sinfín de negocios, quisiera enviar algunas cosas por barco, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no sería más fácil hacerlo consignándolas a alguien que estuviera instalado en uno de estos puertos?

Le respondí que ciertamente sería más fácil, pero que nosotros los abogados teníamos un sistema de colaboración de unos con otros, de forma que cualquier trabajo local podía llevarse a cabo localmente siguiendo las instrucciones de cualquier otro abogado. De este modo, el cliente, confiándose en las manos de un solo hombre, podría ver sus deseos ejecutados sin tomarse más molestias.

—Pero —dijo—, yo tendría completa libertad de dar las instrucciones, ¿no es así?

—Desde luego —le respondí—. Eso es algo muy común entre los hombres de negocios que no desean que sus asuntos sean conocidos por cualquier persona.

—¡Muy bien! —dijo el conde.

Luego siguió haciéndome preguntas sobre los envíos, la forma de llevarlos a cabo y acerca de todos los tipos de dificultades que pudieran surgir, pero posibles de evitar si uno se anticipaba a ellas. Le expliqué todas estas cosas de la mejor manera que pude, y ciertamente me dio la impresión de que podría ser un magnífico abogado, pues no se le había escapado un solo detalle ni había nada que no hubiera tomado en cuenta. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que a todas luces no tenía nada que ver con el mundo de los negocios, sus conocimientos y sagacidad eran sorprendentes. Cuando quedó satisfecho respecto a estas cuestiones sobre las que me había preguntado, después de que yo verificara toda la información con los libros disponibles, se puso repentinamente de pie y dijo:

—¿Ha escrito nuevamente a nuestro querido amigo el Sr. Peter Hawkins, o a cualquier otra persona?

Con un dejo de amargura en el corazón le respondí que no lo había hecho, pues hasta entonces no había tenido la oportunidad de enviar cartas a nadie.

—Entonces, escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombro—. Escriba a nuestro amigo y a quien usted quiera, y dígales, si así lo desea, que se quedará conmigo durante un mes a partir de hoy.

—¿Desea que me quede tanto tiempo? —le pregunté, el corazón se me congeló tan solo de pensarlo.

—Lo deseo mucho, y no aceptaré un no por respuesta. Cuando su señor, jefe, o como usted lo llame, se comprometió a enviarme a alguien en su nombre, se dio por entendido que mis necesidades eran las únicas a tener en cuenta. Yo no he escatimado en nada, ¿verdad?

¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar con una reverencia? Eran los intereses del Sr. Hawkins, no los míos, y tenía que pensar en él, y no en mí. Además, mientras el conde Drácula hablaba, había algo en su mirada y en su comportamiento que me recordaban que yo era su prisionero, y que aunque yo deseara otra cosa, realmente no tenía otra opción. El conde reconoció en mi reverencia que había salido victorioso, y al ver la angustia dibujada en mi rostro supo que me tenía bajo su dominio, e inmediatamente empezó a usar esto a su favor, aunque con sus formas amables e irresistibles.

—Le ruego, mi joven amigo, que no hable en sus cartas de otra cosa que no sean negocios. Sin duda sus amigos querrán saber que usted se encuentra bien y que espera ansiosamente poder regresar a casa con ellos. ¿No es así?

Mientras hablaba, me dio tres hojas de papel y tres sobres, todos hechos de algún material extranjero muy fino. Vi los sobres y luego me volví para mirarlo, con su sonrisa discreta, sus afilados colmillos sobresaliendo por encima de su rojo labio inferior, y entonces comprendí tan bien como si me lo hubiera dicho con palabras, que debía tener mucho cuidado con lo que escribía, pues iba a leerlo. Así que decidí escribir únicamente notas formales, pero más tarde escribiría en secreto al Sr. Hawkins y también a Mina, pues a ella podía escribirle en taquigrafía, lo cual dejaría perplejo al conde en caso de que viera la carta. Cuando terminé de escribir mis dos cartas, me senté en silencio leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, consultando de vez en cuando algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas, colocándolas junto con las suyas, y guardó sus utensilios de escritura. En el instante en que la puerta se cerró detrás de él, me incliné y miré las cartas, que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí el menor remordimiento al hacer esto, pues dadas las circunstancias en las que me encontraba sentí que tenía que protegerme de cualquier manera posible.

Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, The Crescent No. 7, Whitby; otra a Herr Leutner, Varna. La tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de leer el contenido cuando vi moverse la perilla de la puerta. Regresé a mi asiento, teniendo el tiempo justo para volver a tomar mi libro, antes de que el conde entrara con otra carta en su mano. Tomó todas las cartas que estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, me dijo:

—Espero me disculpe, pero esta noche tengo mucho trabajo que hacer en privado. Confío en que encuentre todas las cosas a su gusto.

Al llegar a la puerta se dio la vuelta, y luego de una breve pausa, dijo:

—Permítame aconsejarle, mi querido y joven amigo. No, es más bien una advertencia con toda seriedad: si planea salir de estas habitaciones, por ningún motivo se quede dormido en ninguna otra parte del castillo. Es muy antiguo y está lleno de recuerdos. Hay muchas pesadillas para aquellos que duermen imprudentemente. ¡Ha sido advertido! En caso de que el sueño esté a punto de vencerlo, o le parezca que va a quedarse dormido, apresúrese de regreso a su propio dormitorio, o a estas habitaciones, para que su descanso sea seguro. Pero si usted no tiene cuidado en este sentido, entonces…

Terminó su discurso en una forma horripilante, pues empezó a frotarse las manos como si se las estuviera lavando.

Entendí perfectamente lo que me había dicho. Mi única duda era si de verdad un sueño podía ser más terrible que la horrible red sobrenatural de misterio y tinieblas que parecía cernirse sobre mí.

Más tarde.

Refrendo las últimas palabras escritas, y esta vez no cabe la menor duda al respecto. No tendré miedo de dormir en cualquier lugar siempre que él no esté allí. He colocado el crucifijo sobre la cabecera de mi cama, y ahí se quedará, porque me imagino que así mi descanso estará más libre de pesadillas.

Cuando el conde se marchó, me dirigí a mi dormitorio. Después de algún tiempo, al no escuchar ya ningún ruido, salí y subí por las escaleras de piedra hasta algún lugar desde donde pudiera ver hacia el sur. En comparación con la oscura estrechez del patio interior, había una cierta sensación de libertad en esa vasta extensión de tierra, aunque fuera inaccesible para mí. Al mirar hacia afuera, me sentí realmente atrapado, y me pareció que necesitaba un poco de aire fresco, aunque fuera de noche. Empiezo a sentir que esta existencia nocturna me está afectando. Está acabando con mis nervios. Me asusto con mi propia sombra y mi mente está llena de imaginaciones terribles. ¡Dios sabe que en este maldito lugar hay justificación para mis temores tan espantosos! Miré el bello paisaje bañado a la tenue luz amarillenta de la luna, y me pareció que era de día. En medio de aquella suave luz, las distantes colinas parecían fundirse con las sombras de la negrura aterciopelada de los valles y desfiladeros. Toda esa belleza pareció animarme un poco. Cada respiración me proporcionaba una sensación de paz y consuelo. Al reclinarme sobre la ventana mis ojos se detuvieron en algo que se movía en el piso inferior, un poco hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de los cuartos, que deben estar las ventanas de la habitación del conde. La ventana en la que yo me encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque estaba desgastada por las inclemencias del tiempo, seguía completa. Aunque era evidente que el marco había desaparecido hacía mucho tiempo. Me oculté detrás de la sillería y miré hacia afuera cuidadosamente.

Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo por la ventana. No pude ver su rostro, pero supe que era él por el cuello y los movimientos de su espalda y brazos. En cualquier caso, no podía confundir aquellas manos, las cuales había tenido muchas oportunidades de estudiar. Al principio me sentí interesado, y hasta cierto punto entretenido, pues es increíble como algo tan insignificante puede llamar la atención a un hombre prisionero. Pero mis sentimientos se transformaron en repulsión y terror cuando vi al conde salir lentamente por la ventana y comenzar a arrastrarse por la pared del castillo, hacia el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y su capa extendida sobre él simulando unas grandes alas. Al principio no podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Pensé que era algún truco ocasionado por la luz de la luna, un extraño efecto de las sombras. Pero seguí mirando y tuve completa certeza de que no era un engaño. Vi cómo los dedos de sus manos y de sus pies se sujetaban a las esquinas de las piedras, desgastadas de la argamasa por el paso de los años, y aprovechaba cada protuberancia y desigualdad para descender a una velocidad considerable, al igual que una lagartija camina por una pared.

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9786074572995
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