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Читать книгу: «Lo que dice la historia», страница 5

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V

Excelentísimo señor:

Reanudo estas mal hilvanadas misivas haciendo presente á vuecencia que las noticias sobre el alzamiento de Cádiz y el triunfo de Alcolea fueron recibidas en nuestra isla con júbilo indescriptible. Los puertorriqueños vieron llegar con el nuevo régimen el restablecimiento de sus postergados derechos, y á fe que no se engañaron. El gobierno provisional, al convocar á Cortes constituyentes, extendió á Puerto Rico el derecho de sufragio.

Se ha dicho que esa medida hubo de informarse en la actitud rebelde que en Cuba mantenían los separatistas, creyéndose por tal medio inducirles á deponer las armas y extinguiendo á la vez en nuestra isla toda idea análoga á la que en Lares tuviera manifestación.

Sea de ello lo que fuese, á los hechos me atengo, señor ministro. Y los hechos fueron satisfactorios para el país.

Los representantes de Puerto Rico concurrieron con los de la Metrópoli á discutir la Constitución de 1869 y continuaron asistiendo á las Cortes sucesivas, hasta el momento en que, reunidas ambas Cámaras en Asamblea Nacional, al abdicar don Amadeo, proclamaron en 1873 la República, declarando á la vez abolida la esclavitud en nuestra isla.

Hasta entonces, aunque los Diputados puertorriqueños tomasen asiento en las Cámaras nacionales, desapareciendo así la postergación fulminada en 1837, la Constitución no se había aplicado á la comarca; dentro de sus principios se nos regía por decretos; la prensa había cobrado cierta expansión: se constituyó una Diputación provincial, y el derecho de reunión para fines políticos fué concedido. El espíritu de la Revolución informaba ciertamente esas medidas, pero con el carácter asimilador y nada más. La especialidad prevalecía; el gobierno de la República nos elevó á la identidad. El Título 1.º de la Constitución de 1869, la libertad absoluta de imprenta y la de cultos, enseñanza, reunión y asociación nos fueron concedidas tal y como en la metrópoli se ejercitaban, y se nos aplicó una Ley municipal expansiva, garantida por sufragio popular amplísimo. Todo el que sabía leer y escribir ó pagaba alguna cuota de contribución al Tesoro, fué declarado elector.

Esto hizo en favor del olvidado Puerto Rico la República española. A ese gobierno eminentemente nacional, estuvo reservado el reconocimiento del civismo de nuestro pueblo, acordándole un testimonio de confraternidad inspirada en sentimientos de justicia.

El pueblo puertorriqueño demostró ser el mismo en la adversidad que en el triunfo: 70.000 esclavos acaban de sacudir, por acto repentino, la coyunda, y su voz, unida á la de sus desposeídos dueños, estalló en vítores entusiastas á la Madre patria. Se recordaban las amarguras extinguidas, pero se congratulaban los ánimos de haber sabido obtener con la cordura la adhesión y la paz inalterable, aquel deseado ingreso en la vida política de la nación.

La República no tuvo por qué arrepentirse de su obra. La Metrópoli ardía en cruenta guerra civil; en Cuba continuaba dándose al viento la bandera separatista; Puerto Rico mantuvo su tranquilidad legendaria; ejercitó concienzudamente sus derechos; constituyó sus Ayuntamientos; eligió Diputados con el nuevo y amplísimo sufragio, y al inquirirse de las localidades – después del golpe de Estado de 1874 – las ideas que abrigaban sobre los acontecimientos metropolitanos, todas sin excepción protestaron su acatamiento al Poder constituído que la nación reconociese.

En nombre de ese Poder se trastornaba un mes después todo el régimen establecido en la isla, y como se amordazase la prensa para que no pudiese dar voz á las protestas de la opinión, el partido liberal, es decir, la inmensa mayoría del país, apeló al retraimiento.

En favor de un partido que pretendía acaparar para sí solo el título de español, la representación de la riqueza pública y el mantenimiento del orden, se cometían aquellas violencias; los hombres de ideas liberales se cruzaron de brazos, dejándoles hacer, pero dejándoles también la absoluta responsabilidad de los acontecimientos. Creían los conservadores bastarse solos para administrar el país, y se burlaron del retraimiento. Cuatro años después, el órgano más antiguo y más caracterizado del tradicionalismo lanzaba el grito ¡Fuera cuneros! que debía promover una conciliación de las fuerzas electorales unidas para vencer un vicio entronizado en el país, que ha venido anulando el derecho representativo. Influencias gubernativas anularon aquella conciliación. El cunerismo triunfó.

A todo esto el general Martínez Campos había conseguido traer á los cubanos separatistas á una avenencia en el Zanjón. En ese pacto se ofreció á la Antilla mayor todo lo que á Puerto Rico se concediese, y la guerra terminó.

La Constitución de 1876 se promulgó en ambas islas, resucitándose el artículo adicional de 1837: Cuba y Puerto Rico se regirán por Leyes especiales. Del sufragio universal dignamente ejercitado, caímos en el censo restringido por la contribución al Tesoro de 25 pesos para diputados á Cortes y de 5 pesos para Concejales y Diputados de provincia.

De los Ayuntamientos presididos por Alcaldes populares descendimos á la presidencia de Alcaldes, empleados del gobierno, funcionarios sin responsabilidad, agentes electorales nombrados por el Gobernador General discrecionalmente.

Y así se nos cercenaron todos los derechos amplísimos que el Gobierno de la República nos había reconocido, y que con toda corrección supimos ejercitar.

Superiores á Cuba antes del Zanjón, se nos coloca á su nivel después de aquel pacto. No se consideraba prudente conceder á los cubanos las libertades de que habíamos gozado los puertorriqueños, y amalgamando de nuevo dos territorios, física, histórica y etnográficamente distintos, se anulaba nuestra personalidad cívica, supeditándola á la de los cubanos. ¿Habíamos sido leales? Pues se nos trataba como á rebeldes. ¿No habíamos hecho causa común con los cubanos en sus diez años de lucha fratricida? Pues, como si lo fuese; las consecuencias de la insurrección cayeron con inmensa pesadumbre sobre nuestro pueblo.

Esto no era justo… ¡qué justo! ni medianamente racional; y me prometo que así habrá de apreciarlo vuecencia. Como lo apreció todo el pueblo puertorriqueño, que no volvía del asombro al ver correspondida su lealtad absoluta, su fidelidad inmaculada, su longanimidad inacabable con semejante postergación; porque postergar era rebajar los derechos reconocidos por la Revolución de 1868 y ejercitados con toda plenitud, á lo que, como cláusula en un pacto de pacificación, pudiera concederse á un pueblo rebelde.

No faltó quien dijese á los objecionistas: «¿Pero no observáis cómo á los esclavos que hicieron armas en la insurrección se les declaró, desde luego, en libertad absoluta, y á los que continuaron fieles, sumisos, trabajando asiduamente, se les sometió al patronato? Son esas exigencias inevitables de la política, á que es forzoso someternos. España necesita un último sacrificio y hay que apelar á nuestra tradicional resignación para concederlo.»

Y el sacrificio se aceptó… pero no era el último ni el más cruel que había de imponérsenos. Siendo fieles á la bandera de España, hubimos de vernos confundidos, desde 1878 hasta 1892, con los que la habían combatido. El advenimiento de vuecencia á la poltrona ministerial disipó esa confusión. Nuestro derecho representativo se computa en estos momentos con un 50 por 100 de inferioridad al de los convenidos en el Zanjón.

Una última epístola, señor ministro, y cesará de molestar á vuecencia su servidor humilde.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
33 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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