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Читать книгу: «Lo que dice la historia», страница 4

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IV

Excelentísimo señor:

Puede que al leer los últimos párrafos de mi anterior – si es posible que en estas humildes cartas fije su atención todo un ministro de la Corona, – se le ocurra á vuecencia preguntar: ¿Y cómo correspondía ese pueblo á la conducta gubernativa que con él se observaba?

La pregunta sería natural; la respuesta resulta históricamente singularísima.

Por consecuencia de la resolución parlamentaria de 1837, los capitanes generales de las Antillas quedaron autorizados para aplicar de lleno el Decreto de 28 de Mayo de 1825, que les confería las facultades extraordinarias adjudicadas en las Reales Ordenanzas á los gobernadores de plazas sitiadas. Ese fué nuestro código político, el estado de sitio permanente. En su aplicación se justificaron las alteraciones advertidas por el padre Abbad en 1780, según la mayor instrucción y modo de pensar del general que lo aplicaba. Y el país seguía mansamente la alternatibilidad de esas oscilaciones.

¿Venía Méndez de Vigo y fundaba una casa de beneficencia para huérfanos y dementes? Pues se vitoreaba á Méndez de Vigo. ¿Venía Pezuela y condenaba las fiestas sanjuaneras y establecía la libreta? Pues se aceptaba la libreta y se suprimían las fiestas. ¿Llegaba Norzagaray y restablecía las carreras de caballos? Pues á correr como centauros otra vez. Masa popular muy dúctil la puertorriqueña, se amoldaba á todas las situaciones y soportaba su vaivén resignadamente, reservándose aprovechar todas las coyunturas, para dar testimonio de la inalterabilidad de sus legendarios sentimientos nacionales.

En 1848 dicta el conde de Reus el draconiano Código negro, por temor á las turbulencias de los esclavos en las Antillas vecinas, y acto continuo desguarnece la isla para auxiliar con fuerzas de infantería y artillería al gobernador de la isla danesa Santa Cruz. Ni un esclavo se insubordina en Puerto Rico; ni una vez tiene que ejercitarse la terrible severidad del inútil Código.

En 1860 arroja la metrópoli aguerridas huestes sobre las playas tingitanas; reverdecen en Tetuán los laureles de Orán y la Goleta; la Nación se une en una sola voluntad para apoyar aquella campaña, y los puertorriqueños, factores negativos en la vida política de la nación, funden su espíritu en el espíritu nacional y ofrecen su bolsa para formar aquel donativo para la guerra de Africa, auxilio cuantioso al Tesoro metropolitano, testimonio de identificación con los principios que mantuvieran en aquella guerra el honor de la bandera de España.

Tres años después se aceptaba la anexión de Santo Domingo, propuesta á su antigua metrópoli, los puertorriqueños celebraban con fiestas populares tan trascendental acontecimiento. Torpezas administrativas produjeron en breve la insurrección de los anexados, y un batallón de milicianos de Puerto Rico acudió á la vecina isla á compartir con los soldados peninsulares las amarguras de una guerra desastrosa, cuyos gastos hubo de soportar el presupuesto de Puerto Rico, con avances á título de Deuda de Cuba, porque al Tesoro de la Antilla mayor se adjudicó la provisión, pero que no fueron luego devueltos.

Ya ve vuecencia cómo ha de considerarse muy singular la correspondencia de relaciones entre la nación y la colonia. Para los efectos de la representación parlamentaria no se reputaba ciudadanos españoles á los puertorriqueños; para los empeños honrosos de la nación, dentro y fuera del territorio, los puertorriqueños solicitaban y llenaban los deberes inherentes á la ciudadanía de los hijos de España.

Los gobiernos de la metrópoli no concedían valor á esa conducta. La vanidad de Argüelles y las intransigencias de Tacón habían informado la confusión de Cuba con Puerto Rico en el artículo adicional á la Constitución de 1837; las Cortes moderadas de 1845 ratificaron en su artículo 80 la promesa de leyes especiales para Ultramar; Cuba era la más extensa, la más importante, la más rica de las dos Antillas; no era posible conceder á la menor lo que se negara á la mayor; la confusión continuó. Pero sus efectos no fueron idénticos.

Los nombres de Plácido en 1843, de Narciso López en 1851 y del catalán Pintó en 1855 revelan con carácteres sangrientos qué género de protesta informaba la opinión de una parte del pueblo cubano contra el despotismo colonial que le asfixiaba: es en vano buscar rastros idénticos en la historia de Puerto Rico.

Y sin embargo, medidas por un rasero fueron entrambas comarcas, lo mismo imperando el absolutismo de Narvaez que el convencionalismo de O'Donell. De nuevo se hacía caso omiso de la lealtad puertorriqueña, pero abriendo ahora herida más dolorosa, pues que la cultura popular había adquirido, merced al desarrollo mercantil, vuelo mayor.

Los viajes de los comerciantes puertorriqueños al emporio cosmopolita de Santhomas debían ser muy frecuentes, y en Santhomas hallaban puerto de refugio los emigrados políticos más exaltados del vecino continente.

El incremento de la producción sacarina en Puerto Rico trajo por consecuencia la necesidad de solicitar en la República norteamericana y en Inglaterra mercados consumidores del producto, y los viajes á esos países libres imponían la comparación entre su régimen político-administrativo y el que en la colonia se ejercitaba; de aquí que las relaciones mercantiles facilitaran la comunicación de ideas, la extensión de conocimientos expansivos y el deseo de obtener en el país propio el ejercicio de unos derechos individuales que, lejos de producir daño, fomentaban el incremento de la riqueza pública en aquellas zonas donde se veían ejercitar.

Agréguese á esto, excelentísimo señor ministro, el periódico ingreso en la isla de hombres educados desde niños en París, Londres, Filadelfia, Bruselas, Madrid, Barcelona, Caracas ó New-York, y que influídos por la educación y vigorizados por la ilustración debían hallarse en aptitud de sentir y apreciar el contraste entre las sociedades que abandonaban y aquella en que necesariamente debían figurar como miembros, y podrá vuecencia considerar cuál podía ser el estado de los espíritus en Puerto Rico y cuál la aspiración justísima de sus moradores.

Esa aspiración se sintetiza en 1865 bajo el lema Todo con España; sin España nada. A mantenerla acuden unidos peninsulares é insulares, jóvenes y ancianos, comerciantes y hacendados, togados y labradores; el capitán general trata de sofocarla, pero inútilmente. Los cubanos han levantado igual bandera; gran número de peninsulares los apoyan, y el Gobierno de la Metrópoli aparenta ceder al clamoreo general, dictándose aquel decreto de 25 de Noviembre que autorizara al Ministerio de Ultramar para abrir una información sobre las bases en que debían cimentarse las leyes especiales prometidas desde 1837.

El criterio gubernamental continuaba confundiendo en una sola entidad territorial á Cuba y Puerto Rico; los acontecimientos dieron á conocer la dualidad, y no debieron adjudicar en ella puesto superior al territorio mayor.

El interrogatorio era idéntico para entrambas islas y tomaba por base la esclavitud de la raza africana; los cubanos lo aceptaron y discutieron; tres de los informantes puertorriqueños, considerando absolutamente opuesta al buen nombre de España la conservación de ese estado social, se abstuvieron de absolver las preguntas en ningún sentido, pidiendo desde luego, como ley fundamental, «la abolición inmediata de la esclavitud, con indemnización ó sin ella, con ó sin reglamentación de trabajo.»

La divergencia era muy saliente; ella demostraba al Gobierno de doña Isabel segunda que no satisfacían á los puertorriqueños procedimientos que los cubanos aceptaban; si la información se inspiraba en la sinceridad, y la audiencia de los comisionados no era vana fórmula, preciso era desvanecer la confusión que entre Cuba y Puerto Rico se venía manteniendo… La Junta se disolvió y las leyes especiales no parecieron.

¿Produjo la inutilidad de aquel acto la anteposición de los intereses cubanos al clamor de justicia que los puertorriqueños mantenían? Acaso sea fácil á vuecencia esclarecer esa duda, merced al alto sitio que ocupa. Yo sólo alcanzaré á decirle que la celebérrima información nos trajo hondas perturbaciones. Puertorriqueños dignísimos fueron expatriados de su país en 1867 sin formación de causa; todo abolicionista fué declarado sospechoso; la suspicacia halló cebo en que saciar sus insidias, y gracias á que triunfó en Alcolea el alzamiento revolucionario de 1868, no fueron más graves sus consecuencias.

Para entonces ya se había dado al viento en Cuba la bandera separatista, y como todo debe decirse á vuecencia, añadiré que en nuestra tierra también se produjo, por primera vez, revoltosa escaramuza, pero tan insignificante que bastaron á sofocarla diez y seis milicianos rurales mandados por un maestro de escuela.

En la proclama á los puertorriqueños por consecuencia de la algarada de Lares, decíales el capitán general: «Las pruebas y demostraciones públicas que en estos días habéis dado de vuestra acrisolada lealtad… se han elevado mucho más de lo que yo imaginar podía… Acojo este momento para daros las gracias más cumplidas por la cooperación personal y pecuniaria que todos los pueblos y todas las clases de la sociedad me habéis ofrecido.»

La insurrección iniciada en Yara se mantuvo diez años y consumió ríos de oro y sangre á la nación.

¡Y clasificado hoy el españolismo de cubanos y puertorriqueños, nos asigna vuecencia el grado inferior!

Reitero mis respetos, señor ministro, y me despido hasta la próxima.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
33 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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