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La cuestión del impacto del entorno

La pregunta que queda por responder aquí es la de los aspectos genéticos y medioambientales de la puesta en marcha de estos cuatro grandes desafíos. De todos los mamíferos, el bebé humano es sin duda el más inmaduro al nacer. Freud lo señaló ya en 1926 en su libro Inhibición, síntoma y angustia, en el que señala que todo ocurre un poco como si, en la especie humana, el embarazo se encontrara, de alguna manera, amputado de un cuarto semestre.

En todo caso, un recién nacido humano, incluso nacido a término, no está totalmente “terminado”, y es mucho más dependiente de su entorno que los bebés de otras especies mamíferas (se sabe, por ejemplo, que el potrillo sabe caminar desde el nacimiento, así como el pequeño becerro, por solo mencionar estos dos ejemplos tan conocidos). Este “inacabamiento” primero del ser humano (la neotenia) hace que el bebé humano sea muy frágil, vulnerable y dependiente del medio ambiente. Sin embargo, si esta característica ha sido seleccionada por la evolución darwiniana, es posible que tenga algunas ventajas. Entre ellas, podemos imaginar que este inacabamiento es fuente de diversidad. Detengámosnos por un momento en esta hipótesis.

Debido a la duración del embarazo relativamente breve (¿acortado?) de nuestra especie, el bebé humano es el único de todos los mamíferos que nace antes de que la construcción de su cerebro haya terminado. Por supuesto, ya hubo una primera fase muy activa de construcción cerebral y de sinapto-génesis2 que le permite, como ya hemos dicho, implementar de manera secuencial sus diferentes aparatos sensoriales (primero el tacto, luego el olfato, luego el gusto, luego la audición y finalmente la visión), pero la segunda gran fase de la organización cerebral tendrá lugar después del nacimiento, y se extenderá incluso durante los tres o cuatro primeros años de vida.

En otras palabras, la mayor parte de la construcción del cerebro humano se realiza «al aire libre», después de la salida del bebé del cuerpo de la madre, a diferencia de los bebés de otras especies de mamíferos que nacen con un cerebro, por así decirlo, terminado y de entrada operativo de manera bastante autónoma. Esto tiene consecuencias. En efecto, no disponemos de muchos más genes que algunos animales bastante primitivos como la mosca, por ejemplo, ¡unos 35.000 genes! La gran diferencia entre la mosca y nosotros, seres humanos, es que la mosca no es más que el producto de sus 35.000 genes, mientras que nosotros somos el producto de nuestros 35.000 genes, pero también de lo que hoy llamamos epigénesis, es decir todos los mecanismos que gobiernan la expresión de nuestro genoma. Nuestro genoma es lo que es y, por ahora, antes de la era de las futuras terapias génicas, no podemos modificarlo. En cambio, nuestro entorno parece susceptible de influir en la expresión de nuestro genoma, es decir, activar o, por el contrario, inhibir la actividad de ciertos genes o partes de nuestros cromosomas. Más allá del hecho de que los mecanismos íntimos de esta regulación puedan pasar en parte por procesos de metilación3, y cuya exploración recién está empezando, es muy posible pensar que esta influencia de nuestro entorno sobre la expresión de nuestros genes es cuantitativamente más importante que la actividad de los mismos genes.

Se imponen entonces dos observaciones: por una parte, como la construcción del cerebro humano se termina de realizar en contacto con el entorno postnatal, la epigénesis cerebral hace que cada bebé humano organice su arquitectura cerebral de manera diferente y específica, ya que cada bebé nace en un entorno particular; y, por otra parte, cuando hablamos de «medio ambiente», es necesario entender este término en el sentido más amplio, sea biológico, alimentario, ecológico, sociocultural y relacional. La epigénesis cerebral, con su corolario obligado que es el de «plasticidad neuronal» (F. Ansermet y P. Magistretti, 2004), es la clave que nos permite empezar a comprender mejor el origen de la asombrosa diversidad que reina en el seno de la especie humana, sin duda mucho menos prisionera de su genoma que lo es la ameba o los organismos pauci-celulares, por ejemplo (F. Jacob, 1970).

El estudio de la epigénesis en general, y de la epigénesis cerebral en particular, abrirá sin ninguna duda, una nueva página de la biología humana, ya que al iluminarnos sobre los vínculos dialécticos que probablemente existen entre el genoma y el medio ambiente, o bien entre la naturaleza y la cultura, sin duda será capaz de mostrarnos hasta qué punto el desarrollo del ser humano, más que cualquier otro, se juega a la interfaz de los factores endógenos y los factores exógenos, lo que volveremos a ver al referirnos al modelo multifactorial del autismo (ver tercera parte, capítulo 3). Todo esto abre las puertas a la importante cuestión de la libertad del desarrollo que es, en parte, la nuestra.

Capítulo 3
¿Cómo logramos sentirnos una persona?
Intersubjetividad y subjetivación

Sentirse una persona no se da desde el principio. Es un camino más o menos largo según cada niño. Es un trabajo de co-construcción que cada niño debe realizar con los adultos encargados de su crianza. Dicho esto, es fundamental que los adultos anticipen –ni poco ni demasiado– la persona que este niño será algún día si todo sale bien. Dicho de otra manera, el estatus de “sujeto” no eclosiona solamente desde adentro, sino que es el fruto del encuentro entre las potencialidades internas propias del niño y las representaciones que tienen los adultos del ser que ese niño devendrá.

Cuando nació, Vincent se encontró con unos padres que enseguida tuvieron una visión podríamos decir demasiado anticipada de su hijo y al que muy rápidamente le demandaron ser autónomo a causa de sus propias preocupaciones. Lo vuelvo a repetir aquí: el autismo de Vincent no se reduce a este dato que solo podemos tener en cuenta considerando los factores endógenos de vulnerabilidad –genéticos u otros– que él presentaba. Por ello, el encuentro con el entorno es muy importante y Vincent fue proyectado desde el vamos en un futuro lejano que no le dejó el tiempo suficiente para ser un bebé dependiente, lo cual es una necesidad temporaria fundamental.

El sí-mismo y el otro

El término “intersubjetividad” designa –¡sencillamente!– la experiencia profunda que nos hace sentir que uno mismo y el otro, son dos. Esto es fácil de enunciar y de representárselo, aunque los mecanismos íntimos que subyacen a este fenómeno sean probablemente muy complejos y todavía no totalmente comprendidos. Hoy en día, esta cuestión de la intersubjetividad es central y articula el debate entre los defensores de lo interpersonal y los de lo intrapsíquico.

Existe también actualmente otra discusión sobre la emergencia progresiva de la intersubjetividad o, por el contrario, una intersubjetividad dada desde el principio. Esquemáticamente podríamos decir que los especialistas europeos son más partidarios de la idea de una instauración gradual y necesariamente lenta de la intersubjetividad, mientras que los anglosajones son más partidarios de una intersubjetividad primaria, de alguna manera genéticamente programada (C. Trevarthen, 2003; D. Stern, 1989, por ejemplo). D. Stern insiste sobre todo en el hecho de que el recién nacido es inmediatamente apto para percibir, para representar, memorizar y vivenciarse como agente de sus propias acciones4 y que, por eso, no es necesario recurrir al dogma de una indiferenciación psíquica primaria5. Por el contrario, los psicoanalistas –y no solo en Europa– insisten en una dinámica progresiva de un doble gradiente de diferenciación, extra e intrapsíquico. Esta valorización de la lentitud se basa, en particular, en la observación clínica de los niños que se estancan en los primeros tiempos de su desarrollo y se inscriben entonces en el campo de las patologías llamadas arcaicas (autismos y trastornos invasivos del desarrollo) aunque no se puede reducir el autismo a una simple interrupción del desarrollo.

Como siempre, en este tipo de polémica existe una tercera vía, que quisiera defender aquí. Esta tercera vía consiste en pensar que el acceso a la intersubjetividad no se juega en un todo o nada, sino que, por el contrario, se da de manera dinámica entre momentos de intersubjetividad primaria efectivamente posibles desde el principio, pero fugaces, y probables momentos de indiferenciación; y la cuestion para el bebé es que pueda estabilizar progresivamente estos primeros momentos de intersubjetividad haciéndolos permanecer de manera más estable y continua que los momentos de indiferenciación primitiva. La descripción del amamantamiento realizada por D. Meltzer (1980) como momentos de “atracción consensual máxima” evoca estos procesos: durante el amamantamiento el bebé tiene transitoriamente la sensación de que las diferentes percepciones sensitivo sensoriales provenientes de la madre (su olor, su imagen visual, el gusto de la leche, su calor, su cualidad táctil, su handling) no son independientes las unas de las otras. O sea que no están clivados estos elementos o “desmantelados” según las diferentes líneas de su sensorialidad personal sino, por el contrario, están “mantelados” temporariamente durante el momento de la lactancia. En esas condiciones, un bebé podría tener acceso a una vivencia puntual de un esbozo de la existencia de un otro al exterior de él, un verdadero “preobjeto”6 que confirmaría la existencia de un tiempo de intersubjetividad primaria.

Efectivamente la percepción polisensorial del objeto es la condición sine qua non para poder percibir al objeto –el otro–como exterior a sí mismo. De amamantamiento en amamantamiento el bebé va a trabajar esta oscilación entre mantelamiento y desmantelamiento para finalmente lograr hacer prevalecer el mantelamiento y por ende el acceso a una intersubjetividad estable.

En esta concepción de un gradiente dinámico y progresivo entre indiferenciación primitiva e intersubjetividad, vemos cómo ese movimiento es posible gracias a la existencia de un núcleo de intersubjetividad primaria existente en cada niño y por ende también en los niños autistas7. El acceso a la intersubjetividad correspondería entonces a un movimiento de convergencia y de conflunencia progresivos de esos núcleos de intersubjetividad primaria.

Los trabajos de B.Golse y R. Roussillon (2010)8 van en este sentido indicando que el primer otro solo puede ser otro especular, o sea en espejo del niño, otro suficientemente parecido, pero un poquito diferente de sí (G. Haag, 1985). Las carácterísticas de ese primer otro invitan a representarse el acceso a la intersubjetividad como un proceso de separación lento, pero precozmente intercalado por momentos de diferenciación accesibles dentro de las interacciones. Yo agregaría que a mi modo de entender, una vez adquirida la intersubjetividad no es un hecho definitivamente estable. Es una conquista que hay que preservarla a lo largo de toda la vida y que hay que incluso ponerla en juego en ciertas circunstancias como el amor, el compartir emociones (estéticas sobre todo), las experiencias grupales y, por último, pero no menos importante, el pensamiento de la muerte.

En todo caso, ya sea que la intersubjetividad sea solo secundaria o gradualmente adquirida a partir de núcleos de intersubjetividad primaria, esta dinámica de diferenciación extrapsíquica lleva en sí el riesgo de una cierta violencia en la medida en que puede hacerse siempre de manera demasiado rápida o demasiado brutal, es decir, de manera traumática. Podemos también preguntarnos si no hay violencia “a mínima”9, incluso cuando esta dinámica se da de manera esperable10. En resumen, el acceso a la intersubjetividad condiciona la posibilidad de acceso al lenguaje, y por lo tanto, una cierta forma de violencia sería inherente al desarrollo mismo del lenguaje, lo que probablemente esté relacionado con los trastornos del lenguaje que presentan, tan a menudo, los niños autistas.

La noción de brecha intersubjetiva

En el marco de este doble movimiento de diferenciación inter e intrasubjetivo que permite el crecimiento y la maduración psíquica del niño, así como su acceso progresivo a la intersubjetividad, la instauración de una brecha intersubjetiva es la que, poco a poco, confiere al niño el sentimiento de ser un individuo entero, no incluido en el otro, no fusionado con él. Evidentemente, esta condición previa es indispensable para poder pensar en el otro y dirigirse a él, y es este prerrequisito el que falta tan gravemente en los niños autistas.

El establecimiento de lazos preverbales

Al mismo tiempo que se profundiza la brecha intersubjetiva, el niño y los adultos que se ocupan de él deben ineludiblemente establecer lazos preverbales que permitan al niño permanecer en relación con el (o los) objeto(s) de los que se diferencia. Algunos niños autistas fracasan en la ampliación de la brecha intersubjetiva: para ellos, el objeto sigue siendo, en cierto modo, una cuestión irrelevante (autismo típico); otros, o incluso los mismos niños pero después de un cierto tiempo de evolución, son capaces de tener en cuenta esta diferencia intersubjetiva, pero no tejen ningún vínculo preverbal, lo que los confina a una gran soledad, al otro lado de la orilla de la distancia intersubjetiva, de alguna manera (ver página 41).

La metáfora de la araña

Cuando la araña quiere descender del techo al suelo, no se tira sino que teje lazos gracias a los cuales, despacito, ella baja del techo hacia el suelo. De este modo, una vez en el suelo, está separada del techo que acaba de dejar, pero permanece conectada a él de manera tal que, si quiere subir, podrá hacerlo utilizando los hilos que ella misma acaba de secretar. Esta metáfora nos parece ilustrar los procesos que quiero describir con respecto al camino del niño hacia el lenguaje verbal.

La psicología del desarrollo temprano, la psicopatología y la psiquiatría del bebé nos enseñaron que, entre los vínculos precoces que se establecen paralelamente al establecimiento de la intersubjetividad, nos encontramos hoy con los vínculos de apego (J. Bowlby, 1978, 1984), la entonación afectiva (D. N. Stern, 1989), la empatía, la imitación, las identificaciones proyectivas normales (W. R. Bion, 1962, 1963 y 1965), todos los fenómenos transicionales (D. W. Winnicott, 1975) e incluso el diálogo tónico-emocional descrito en su momento por H. Wallon (1945) y luego por J. de Ajuriaguerra (1970).

Todos estos mecanismos ponen en juego el funcionamiento de las ya famosas neuronas espejo (G. Rizzolatti, 2008). Estos diferentes lazos preverbales, funcionan como los hilos de la araña, permitiendo al niño diferenciarse sin perderse, es decir, distanciarse del otro permaneciendo en relación con él, separarse sin «desgarrarse», como dicen los adolescentes... Y es a esta condición expresa que el niño podrá avanzar hacia la palabra, reconociendo la existencia del otro y la suya como separadas, pero como no radicalmente clivadas.

El sentimiento de ser alguien

Evidentemente, lo que aquí se plantea es la cuestión del paso de lo interpersonal a lo intrapsíquico. Nos hemos acostumbrado a pensar, o a proclamar, que este pasaje sólo podría abordarse de manera asintótica y que nos quedaría para siempre en lo enigmático en cuanto a su naturaleza y sus mecanismos íntimos11.

La subjetivación aparece de hecho como el fruto de una interiorización progresiva por parte del bebé de sus propias representaciones de las interacciones (en el área del apego o del entonamiento afectivo), pero con una impregnación gradual de aquellas por la dinámica parental inconsciente, por toda la historia infantil de sus padres, por la conflictualidad de sus historias psicosexuales, por sus problemáticas inter y transgeneracionales y por todos los efectos a posteriori que inevitablemente se le atribuyen. Por otra parte, si la inter-subjetividad permite descubrir la existencia del otro como objeto (relacional), es la subjetivación la que permite percibir que el otro es también, por su parte, un sujeto que me percibe, a mí, como uno de sus objetos relacionales. Dicho de otro modo, el paso de la intersubjetividad a la intersubjetivación corresponde a un doble movimiento de interiorización de las representaciones de interacciones y de especularización. Podemos preguntarnos cómo y por qué la mayoría de los niños lo logran, pero eso es un hecho. Como ya he dicho, si la patología es fuente de espanto, lo normal tiene verdadero valor de... ¡milagro!

El autismo infantil aparece hoy, cualquiera que sea la innegable heterogeneidad de su campo, como el fracaso mayor del acceso a la intersubjetividad, como el máximo fracaso que es posible conceptualizar en este ámbito y, por lo tanto, como el obstáculo más grave que pueda existir en cuanto a la puesta en marcha de los procesos de subjetivación. Pero decir esto no basta. Este punto de vista abre, en realidad, dos pistas de reflexión: por una parte, la diferencia entre la instauración de la intersubjetividad y los mecanismos susceptibles de hacer soportable la brecha intersubjetiva que se crea y, por otra parte, la subjetivación pensada como un mosaico con fascetas múltiples.

El lugar del otro

Desde el punto de vista del acceso a la intersubjetividad, no todos los niños autistas son iguales. Algunos no tienen ninguna conciencia de la existencia del otro; como psicoanalistas, nos hacen vivir, en el plano contratransferencial, un verdadero sentimiento de evacuación y de no existencia. Estos son, probablemente, los autistas más profundos, los autistas en el sentido estructural del término, y que corresponden generalmente a la descripción princeps dada por L. Kanner (1942-1943). Sin duda estos niños no tienen ni siquiera acceso a la experiencia de la soledad porque, para sentirse solo, hay que saber o poder sentir que el otro nos falta...

Otros niños, en cambio, ya sea de entrada, ya sea cuando comienzan a salir de la situación precedente, dan a pensar que han integrado la presencia del otro como un individuo existente en tanto tal y distinto de ellos mismos, pero que no tienen todavía ningún medio para construir un puente sobre esta brecha intersubjetiva: por eso viven en una gran soledad. Estos niños no nos hacen sentir lo mismo que los otros antes mencionados, porque no (de) niegan nuestra existencia, pero sin embargo permanecen muy «lejos» de nosotros psíquicamente.

Esta distinción clínica fundamental invita a diferenciar la instauración propiamente dicha de la Intersubjetividad (creación de la brecha intersubjetiva) de los mecanismos capaces de compensar o de atenuar el dolor de esta brecha, mecanismos que se derivan como una consecuencia obligatoria. En efecto, una cosa es admitir la existencia del otro; otra es relacionarse con él. En general, durante el desarrollo temprano del niño, estos dos movimientos van de la mano y no son disociables. Es, una vez más, la psicopatología la que nos permite difractar los procesos, y afinar nuestra manera de pensar el desarrollo del niño12.

El “yo” de la gramática y el “yo” de la persona

Comencemos por recordar que la subjetivación no puede reducirse en modo alguno a la adquisición del «yo». La subjetivación gramatical, por compleja y central que sea, no resume por sí sola la cuestión de la subjetivación, que se juega también en un plano fenomenológico, antropológico y psicoanalítico. Generalmente estos diferentes niveles de la subjetivación se construyen juntos y de manera íntimamente intrincada, lo que permite, clínicamente, decir que un niño que accede al «yo» es, en general, un niño cuya subjetivación global nos da tranquilidad.

Sin embargo, lo más frecuente no es obligatorio y hoy en día cabe preguntarse si la subjetivación gramatical y la subjetivación fenomenológica, por ejemplo, no pueden, en determinadas condiciones, conocer evoluciones y destinos diferentes. Ambas parecen estar en gran dificultad en la mayoría de los niños autistas, pero en aquellos con síndrome de Asperger, parece, por el contrario, que los diferentes tipos de subjetivación evolucionan de manera disociada en la medida en que parecen poder acceder a una subjetivación gramatical, aun cuando su subjetivación fenomenológica sigue siendo, sin duda, en gran parte dificultosa. Este es todo el trabajo que Vincent ha tenido que hacer a lo largo de los años, trabajo durante el cual adquirió una profundidad y sensibilidad psíquica asombrosas.

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