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Читать книгу: «Episodios Nacionales: Luchana», страница 3

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V

Conforme leía, Calpena daba cuenta a los visitantes de la casa de Castro de lo substancial de estas cartas, o sea de aquella parte que era o había de ser histórica. Reuníanse allí por la noche media docena de personas de lo más granadito del pueblo, y charlaban de política, inclinándose los más a los temperamentos medios o incoloros. El general lamento era que España tenía todo lo bueno que Dios crió, menos gobernantes que supieran su obligación, resultando que con unos y otros siempre estábamos lo mismo. Alguno de los tertulianos respiraba por el régimen absoluto, pero en la forma antigua, patriarcal, no con las ferocidades que se traían los adeptos de Don Carlos, y dos tan sólo, menos aún, uno y medio casi, eran resueltamente liberales, también con mesura y templanza, renegando del faroleo continuo de la Milicia nacional y de los desafueros de las logias. Excusado es decir que todos los concurrentes a la plácida reunión poseían bienes raíces, y aun adquirirían muchos más cuando pasara el escrúpulo de comprar las fincas de los conventos. Aburríase Fernando en la tal tertulia de medias tintas, de una opacidad tristísima en las ideas, y si no estuvieran allí Demetria y Gracia, le sería intolerable la sociedad de aquellos señores tan bien entonados. Más grato que la tertulia había venido a ser para él rezar el rosario con las niñas, Doña María Tirgo, D. José y la servidumbre. Rezando, su mente vagaba por ideales esferas, donde veía resplandores místicos o profanos, a veces filosóficos, y hermosas imágenes, todo más bello que las opiniones grises y deslucidas de los notables de La Guardia.

Pasada la Virgen de Agosto (fecha de la fiesta y feria del pueblo, que aquel año, por motivo de la guerra, fue de muy escaso lucimiento), pudo Calpena salir a la calle, cojeando un poco. D. José María le acompañaba casi siempre, y le mostraba lo notable de la villa, dándole frecuentes descansos, ora en la botica de Montenegro, ora en la tienda de Sacristán, para concluir en la iglesia, en la cual le fue enseñando todo lo que en ella había: altares, cuadros, sepulcros, ropas y vasos sagrados. Tan minuciosa prolijidad empleaba en la descripción y en la historia de cada objeto, que fueron precisas cinco largas tardes para que D. Fernando se enterase de todo. Ni en la Catedral de Toledo ni en San Pedro de Roma tardara más un cicerone de conciencia en mostrar antiguas riquezas. Y eso que las obras de arte de la parroquia de La Guardia no eran cosa del otro jueves. La última tarde, cuando Calpena no ignoraba ningún detalle cronológico ni artístico, y conocía los santos de todos los altares como a personas de su intimidad, le metió D. José en la sacristía, y obsequiándole con vino blanco y bizcochos, se dispuso a comunicarle cosas de la mayor importancia.

«Aquí solitos, Sr. D. Fernando – le dijo, sentados ambos en viejísimos sillones de cuero, – quiero poner en su conocimiento un delicado asunto referente a la casa de Castro, y no sólo me mueve a ello el deseo, casi estoy por decir la obligación, de enterarle de tal asunto, sino mi propósito… yo soy así… mi propósito de consultarle acerca del mismo».

– ¿De qué se trata, Sr. D. José María? – dijo Calpena, comenzando a asustarse por el tonillo misterioso que tomaba el clérigo. – ¿Qué ocurre?

– No ocurre nada de particular, señor mío – replicó Navarridas aproximando más su sillón: – el caso es sencillísimo, aunque nuevo en esta juvenil generación de la familia de Castro. Tratamos de casar a Demetria.

– ¡Ah!… no creía, no sabía… no sospechaba – dijo balbuciente el joven, mirando a un lienzo antiquísimo, colgado en la pared frontera, y en el cual, entre las negruras del óleo secular, se distinguía la cara de un santo de sexo indefinido. – Es muy natural… sí, señor… casar a Demetria.

– Ya ve usted. Mi hermana y yo venimos poniendo en ello de un mes acá nuestros cinco sentidos, que son diez sentidos… La chica anda ya en los veintiún años. Es, como usted sabe, una rica mayorazga, la más rica de este término. Conviene, pues, buscarle marido; pues aunque ella no necesita de ayuda de varón para el gobierno de su hacienda, no es bien que la poseedora de estos estados permanezca soltera. Para la felicidad de ella, para su equilibrio, vamos al decir, así como para lustre de su nombre y de su casa, conviene que la niña tenga esposo. ¿No piensa usted lo mismo?

– Exactamente lo mismo – respondió el joven, que volvió a mirar al santo; y ya en aquel punto, o porque entrase más luz, o porque sus ojos se habituasen a la penumbra, ello es que le pareció mujer, es decir, santa y bonita.

– Celebro que sea usted de mi parecer. Pues un mes llevamos María y yo en este negocio, y creo que nos aproximamos a un resultado felicísimo, pues el punto delicado de la elección de esposo está casi resuelto.

– ¿Y quién es… ¿se puede saber?… quién es el venturoso mortal a quien se cree digno de poseer tal joya?

– Tiene usted razón: joya es de gran precio la niña, y mucho tiene que valer el que se la lleve… Ahí estaba la dificultad: elegir un hombre que si no igualase en prendas a Demetria, se le aproximara; vamos, que fuera de lo más selecto entre los jóvenes del día. Pues sí, señor: hemos encontrado ese rara avis.

– ¿Puedo saber quién es? ¿Acaso le conozco?

– Espérese usted un poco. Como me consta el interés vivísimo con que usted mira cuanto a mis sobrinas se refiere; como no puedo olvidar que ha sido usted el espíritu valiente que las redimió de aquel endiablado cautiverio de Oñate; como sé todo esto…

– Acabe usted por Dios.

– Como sé todo esto, y me consta la gratitud que las niñas le tienen y lo mucho que estiman su caballerosidad, su hidalguía, su… en fin, que usted debe saberlo antes que nadie. Pero el asunto es reservado; queda entre los dos… Pues decía… ya… a ello voy; decía que después de mucho discurrir mi hermana y yo, y de pasar revista a los linajes y circunstancias de todas las casas ilustres de veinte leguas a la redonda… mi hermana… para que usted lo sepa… es muy fuerte en linajes y en historias de familias… decía que al fin nos fijamos en la noble casa de Idiáquez. ¿La conoce usted?

– No, señor… ese apellido me suena… pero no… no conozco.

– Los Idiáquez son una rama de la antiquísima casa de Lazcano, que viene a enlazarse por sucesivos entroncamientos con los Palafox y con los Gurreas de Aragón, de la estirpe del Rey Católico; con los Borjas y Pignatellis, con los…

– Pero en puridad, Sr. D. José María, ¿quién es el novio?

– El novio, señor mío, es y no puede ser otro que D. Rodrigo de Urdaneta Idiáquez, Conde de Saviñán y de Villarroya de la Sierra, el cual tiene su casa señorial en la renombrada villa de Cintruénigo; hijo de Don Fadrique, o D. Federico, lo mismo da, de Urdaneta, ya difunto, y de Doña Juana Teresa de Idiáquez y demás hierbas, pues si fuera a designar todos los apellidos, no acabaría en media semana.

– Bien; me parece muy bien, – dijo Calpena, volviendo a mirar la pintura, que ya no le pareció santa, sino santo, y bastante feo. Fijándose más, vio que a los pies tenía una corona, como si la despreciara, y en la mano una calavera, que antes le había parecido un queso con ojos.

– Como usted comprende – añadió con gravedad D. José María, – teniendo en cuenta todas las partes del individuo, no hemos reparado principalmente en su alcurnia, que es altísima, ni en su lúcida riqueza, sino en sus virtudes, las cuales son tantas, al decir de la fama, que no hay lenguas que puedan elogiarle como se merece. Su edad es de veintiséis años, su presencia gallardísima, su rostro hermoso, espejo de un alma noble, sus acciones señoriles, su lenguaje comedido y muy galán… en fin, que parece haber venido al mundo adrede para emparejar con esta sin par niña, cuyos méritos conoce usted. Hace días que María y yo, por medio de una discretísima correspondencia, venimos tratando de este matrimonio, que esperamos bendecirá Dios, concediéndole numerosa prole.

– Según eso – dijo Fernando sin ocultar su asombro, – ¿no conocen ustedes al candidato?

– Le conocemos y no le conocemos. El año 21 ó 22, con ocasión del destierro de D. Beltrán de Urdaneta… ¿No ha oído usted nombrar a D. Beltrán de Urdaneta?

– ¡Yo qué he de oír nombrar a ese señor!

– Pues es en estas tierras más conocido que la ruda. Decía que con motivo de su destierro por trapisondas políticas, residió aquí la familia como unos ocho meses. Rodriguito era entonces un chiquillo precioso: diez u once años todo lo más. Demetria tenía seis, si mal no recuerdo. Las dos familias intimaron: el niño y la niña no se separaban en todo el día, fraternizando en sus juegos infantiles. Recuerdo que en aquella Navidad les hice un nacimiento en la misma habitación donde usted mora. Lo que yo gozaba con ellos no es fácil imaginarlo. Desde entonces, me dio el corazón que aquellos dos seres tan graciosos y angelicales habían de juntarse, con el tiempo, en santa coyunda. D. Beltrán, abuelo de Rodrigo, y D. Fadrique, su padre, salían con Alonso a cacerías interminables. Verdad que desde entonces no hemos vuelto a verles; pero mi hermana, que entabló cordial amistad con Doña Juana Teresa de Idiáquez, ha seguido sosteniendo con ella correspondencia tirada; mi cuñado Anselmo de Tirgo tuvo en arrendamiento, por no sé cuántos años, la propiedad de los Urdanetas que llaman Mojón de los tres Reyes, y fue de los que ayudaron a desempeñar la casa, que vino muy a menos por las imprevisiones y larguezas desmedidas de D. Beltrán.

– Y Demetria, ¿tampoco ha vuelto a ver al D. Rodrigo desde que jugaban juntos y usted les hacía los Belenes?

– No han vuelto a verse, no señor.

– ¿Y se ha enterado de que quieren ustedes casarla?

– Se lo hemos dicho, naturalmente; y como es tan discreta y sesuda, nos ha contestado que agradecía mucho el interés que tomábamos por ella; que, en efecto, tiene noticia de las virtudes y méritos del Sr. Don Rodrigo, y que accederá a ser su esposa, si, después de tratarle en esta edad del discernimiento, le encuentra digno de concederle, con su mano, su corazón.

– Muy bien contestado, Sr. D. José. En todo revela su entendimiento superior.

– Los informes que tenemos del ilustre joven, fidedignos, tomados en fuentes diversas, convienen en que es un dechado de grandes y nobles cualidades; perfecto caballero, que cuida de conservar intacta la dignidad de sus mayores; de tan intachable conducta en lo moral, que nadie podría echarle en cara ni aun aquellas transgresiones leves que tan disculpables son en la juventud; grave en su trato, en su lenguaje comedido, llano con los humildes, digno entre los poderosos sus iguales, formal en sus tratos, esclavo de su palabra, señor en sus actos todos; enemigo de juegos y pasatiempos que no conducen más que al pecado; desconocedor de todos los vicios, amante de todas las virtudes…

– Diga usted de una vez que es santo y acabará más pronto.

– Pues nos han contado de él rasgos que casi elevan su virtud a la categoría de santidad, sí, señor. Para poder restaurar la hacienda de Idiáquez, que, como antes he dicho, quedó maltrecha con los despilfarros del D. Beltrán y del D. Fadrique, nuestro Rodrigo se consagró en cuerpo y alma a la práctica del orden, de la regularidad administrativa, imponiéndose a la edad de veintiún años una economía implacable, que no sólo significaba la privación de todos los goces de la juventud, sino que le imponía una estrechez de vida más propia de padres del yermo que de caballeros de este siglo. ¡Mire usted que es virtud!

– O necesidad… según como estuvieran las cosas.

– Virtud, digo, porque no era para tanto, señor mío. Verdad que en esto le ayudaba su madre Doña Juana Teresa. Esta sí que es una santa. Ella fue quien le enseñó la economía prodigiosa, gracias a la cual han sacado adelante los intereses, conservando casi todos los bienes raíces. Otro rasgo de virtud es que jamás se le ha oído a D. Rodrigo una palabra mal sonante, pues hasta para reñir a un criado que falta a su obligación, emplea formas corteses. Sus pensamientos son siempre limpios; su vida de una pureza ejemplar. Actos de religiosidad y cristianismo se cuentan de él a millares, señalándose principalmente por el rigor piadoso con que ayuna toda la Cuaresma, sin hacer gala de ello, y por su devoción a la Virgen… En el gobierno de su hacienda, lleva las cuentas de frutos y gastos con una prolijidad minuciosa, de modo que no se le escapa un maravedí, y en la casa, con tal sistema, todo marcha a maravilla… Con que vea usted por qué caminos de Dios vienen a unirse los que atesoran las mismas cualidades. ¿Qué ha de resultar de esto, señor D. Fernando, más que la misma perfección, y por ende la felicidad suprema?

– Pues si me permite usted una observación, Sr. D. José María, y me promete tenerla por sincera y leal, allá va. Si el D. Rodrigo es tal y como usted me lo pinta; si hay completa fidelidad en ese retrato, yo me atrevo a declarar, porque así lo pienso, que Demetria no ha de gustar de su novio cuando le trate.

– ¡Por Dios, Sr. D. Fernando…!

– Esta es mi opinión, Sr. de Navarridas. Apréciela usted como quiera. Puede que me equivoque; puede resultar que el D. Rodrigo no sea enteramente igual al retrato que usted por referencias hace, pues no le trata hoy ni le ha visto desde que él era niño. Y también digo que si, retocando la pintura, le quita usted algunas de esas virtudes eminentes, tal vez sea más grato a la niña.

– ¿Qué dice usted…? ¿Más grato a la niña cuanto menos virtuoso…?

– No depende el atractivo personal de las virtudes exclusivamente, señor mío. Claro que las virtudes algo significan; pero no son ellas solas las que hacen al hombre agradable, propicio al amor. No sé si me explico bien. Usted es un santo. Si este grave asunto se ha de decidir entre santos, tendré que inhibirme, porque yo no lo soy. Sujeto a las debilidades humanas, creo poder juzgar de cosas de amor, de simpatía, mejor que usted. Y perdóneme esta franqueza, mi buen amigo.

– Sí que le perdono… usted me confunde. Tengo al Sr. Calpena en gran estimación y le coloco entre los primeros caballeros del mundo, conocedor de la sociedad y del corazón humano… Por lo que usted me ha contado, poniendo en mí su confianza, sé que tiene motivos para dar lecciones al más pintado en lo tocante a los afectos entre hombre y mujer. Puede que esté en lo cierto… Pero como nada ha de hacerse sin que preceda el trato de los novios, y mi sobrina, según su gusto y parecer, es la que ha de decidirlo en definitiva, esperemos. Dentro de poco tiempo serán las vistas, pues aquí ha de venir el D. Rodrigo con su madre y su abuelo D. Beltrán, y entonces se sabrá si…

– Todo eso me lo contará usted, porque yo he de marcharme pronto. Mis asuntos apremian, y no estaré en La Guardia cuando se celebren las vistas, precursoras de esto que parece matrimonio de reyes.

– ¡Sí que lo parece!… ja, ja… – dijo gozoso Navarridas – Aquí tenemos nuevo ejemplo del casorio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón. Veremos unidas dos casas poderosas, Castro-Idiáquez o Idiáquez-Castro… Tanto monta.

VI

En esto entró Doña María Tirgo, que había pasado toda la tarde con otras amigas suyas en el camarín de la Virgen, desnudando a ésta de las ropas de gran gala que le pusieron para la fiesta, y vistiéndola con el manto y túnica que usaría la Señora hasta el Adviento. No bien entró la dama, la informó su hermano de lo que acababa de revelar al amigo de la casa; y como añadiese nuevas observaciones laudatorias de la parentela ilustre de los Idiáquez y Urdanetas, tuvo que corregirle Doña María, mostrando tanta suficiencia como fácil memoria: «Por Dios, José María, todo lo trabucas. El entronque de D. Rodrigo con los Iraetas no es por los Idiáquez, sino por los Asos de Sobremonte, que proceden de una sobrina carnal del propio San Ignacio de Loyola. Los Garros, que también tienen parentesco con los Tirgos, son los que enlazan la rama de los Idiáquez con los Javierres y los Aragón, por el casamiento de Doña Justa de Garro Idiáquez con D. Alonso de Gurrea, de donde vinieron Mariquita y Luisita, una de las cuales casó con D. Calixto de Borja, biznieto de un hermano del siervo de Dios, San Francisco. Siempre confundes esta familia con los Palafox, que son de otra cepa. Doña Juana Teresa es Palafox por su madre, no Gurrea, prima hermana de los Marqueses de Lazán. Ya sabes que Pepito, el de Robustiana Palafox, casó con una señora de los Gonzagas de Italia, prima segunda del glorioso San Luis; y la Rosita… ¿te acuerdas de Rosita, la de Alcanadre, que tuvo aquel pleito famoso con los Tirgos? Pues la Rosita era viuda de un Pignatelli; casó después con Jacinto Palafox, sobrino del padrastro de su primer marido, y en terceras nupcias con Gurrea y Azlor, emparentado con la casa de Aragón…».

– Yo no sé cómo mi hermana – dijo festivamente D. José María – tiene cabeza para desenmarañar esa madeja de entronques y parentescos… Pero dejemos esto para otra ocasión, y vámonos a casa, que las niñas nos estarán esperando.

Salieron de la iglesia, agregándose en la puerta las dos señoras que con Doña María habían vestido a la Virgen, y tomaron por calles y plazuelas la dirección del palacio de Castro-Amézaga, marchando delante Navarridas con las de Álava (que así se llamaban las señoras, primas o sobrinas en tercer grado del célebre general de Marina de aquel nombre), y detrás Calpena con Doña María. «No debe usted darse por entendido con las niñas de este negocio del casamiento. A Demetria le hemos dicho que nadie sabe una palabra de nuestro plan. A usted le parece bien, seguramente. Como mi hermano está un poco ido de memoria, habrá olvidado decir a usted que D. Rodrigo es caballero del hábito de Santiago. Pero no le elegimos por eso, ni por los dos condados, sino por sus virtudes, ¡ah!… Según me ha dicho Demetria, usted nos deja pronto. Quiera Dios que cuando vuelva por aquí les encuentre casados».

Creyó entender Calpena, por el tonillo de Doña María, que no deseaba la permanencia del huésped en la casa mucho tiempo más, y se apresuró a darle gusto, diciendo que, por lo apremiante de sus quehaceres, pensaba partir dentro de dos o tres días.

«Sí, sí, no sería prudente ni delicado retenerle a usted. Lo que yo digo: por más que no lo manifieste, se comprende que está aburrido en este poblacho, donde no hay sociedad para una persona como usted, tan alta, acostumbrada a las pompas de la Corte y al trato de otra clase de gente».

Replicó Fernando que el trato de las familias de Castro y de Navarridas era para él gratísimo, y aseguró que no había conocido nunca sociedad mejor.

«Vamos – dijo Doña María presumiendo de agudeza – no se nos haga usted el chiquito. ¡Si de nada le vale a usted ocultarnos su condición elevadísima! Yo estoy en el secreto, porque lo que saben las sobrinas lo sé yo… No nos engaña el Sr. D. Fernando con su modestia».

– Me confunde usted, señora, suponiendo que soy lo que no soy.

– Cuando salía usted herido de Salvatierra, en la galera, y venían detrás mis dos sobrinas en otro carro, bien se acordará… se agregaron dándoles escolta, dos oficialillos muy simpáticos, Serrano y Alaminos (mi memoria prodigiosa me permite recordar los nombres). Pues Alaminos y Serrano, charlando con las niñas, les dijeron que, según la pública voz, es usted de un origen muy encumbrado. Las razones que tendrá para no revelar ese origen, usted las sabrá. Sólo digo que esas cosas no pueden ocultarse, sobre todo a las personas de fino olfato, como una servidora de usted. La sangre, la cuna, la educación saltan siempre a la vista, señor mío, y en usted está el mejor ejemplo de lo que digo, pues en su conducta, en su menor palabra, en su mirar, en el gesto más insignificante, se conoce que viene usted de muy alto… No, no, si no le pido revelaciones… Cada cual sabe lo que debe callar…

No quiso Fernando entrar en largas discusiones con la dama, y creyó más discreto dejarla en aquel error, que tal vez no lo sería. Si él no sabía nada, lo más prudente era callarse siempre que tal tema le tocaran. En el gran patio de la casa encontraron a Demetria y Gracia con varias señoras amigas, tomando la fresca: Gracia y otras de menor edad jugaban a las cuatro esquinas. La mayorazga, sentada en el carro de las personas graves, que acababan de tomar chocolate, no quitaba los ojos de la puerta, esperando ver entrar a cada instante a sus tíos con D. Fernando. Algo se habló de labores ce campo, por iniciativa de las señoras de Álava, propietarias muy fuertes; Demetria dijo que ya había concluido de trillar las cebadas, y que la cosecha era mediana en cantidad, pero el grano superior. En estas y otras conversaciones se hizo de noche; retiráronse las amigas; a poco de subir D. Fernando a su cuarto, entraron Demetria y Doña María Tirgo, y la primera empezó a reñirle porque se había vuelto muy correntón, y no hacía caso de las advertencias de D. Segundo. «¡Pero si ya está bien! – dijo la de Tirgo. – No le riñas, hija, que harta paciencia ha tenido el pobre. Mira que aguantarse tres meses y días en este lugarón, entre gentes rústicas… sí, hija, pongámonos en lo justo; no le des vueltas: somos rústicas, y el señor D. Fernando está acostumbrado a una sociedad más refinada que la nuestra».

– No, si no digo nada. Comprendo que debe marcharse… Y a propósito: aquí tiene ya su ropita, D. Fernando. Va usted a salir de aquí hecho un señorito de pueblo. ¡Y que no se reirán poco de usted cuando le vean tan elegantón! Van a creer que este corte es de la moda de Londres, y preguntarán: ¿pero qué tijeras son esas, hombre, que te han cortado esas prendas admirables?

Fernando se reía mirando la ropa, y ella continuaba sus donosas chanzas: «Ya, ya va usted bien apañadito. Le van a tomar por un alumno del Semanario de Tarazona que vuelve de vacaciones».

– Pues la ropa, búrlese usted todo lo que quiera, parece muy bien cortada. Mañana me la pondré para que usted la vea, y quizás varíe de parecer.

– Sí, sí, lo mismito que la que dejó usted en Madrid. Lástima que no le hayan hecho también fraque las sastras de acá, para que lo luzca en las recepciones palaciegas cuando vuelva a la corte… ¡Ah, qué cabeza!, se me olvidaba lo principal. Ha venido esta tarde en busca de usted un capitán de Infantería, que ha llegado de Madrid.

– ¿Cómo se llama? ¿Trae cartas?

– No me dijo su nombre. Le trae a usted otras veinte onzas, y carta. Las pataconas no ha querido dejarlas. Díjome que volvería; la carta aquí está.

– ¡Pero si en el tiempo que lleva en casa, ya es la tercera vez que le mandan veinte onzas! – exclamó Doña María Tirgo. – ¡Ay!, en cuanto coja aire por esos mundos, adiós mi dinero. Bien, hijo, bien: no se prive usted de ningún gusto de los que dan tono a la verdadera grandeza; derroche y triunfe, que por lo visto hay por allá una mina inagotable.

– Sí, señora, inagotable – afirmó Calpena, siguiendo el bromazo, que para las damas no lo era: – soy muy rico, soy muy grande, soy el niño mimado del destino…

– No, no lo tome a broma – dijo Demetria. – Muy grande, sí, y nosotras unas pobres palurdas; pero es al propio tiempo tan delicado, que no nos deja conocer la diferencia entre usted y nosotras: diferencia por la clase, por la educación, por la ilustración…

– Si eso me lo dijera otra persona, crea usted no se lo perdonaría. Pero usted está autorizada para todo, hasta para llamarme fatuo, que fatuidad grande sería en mí creer en esa desigualdad.

– Pues me callo, señor… En fin, no le quitemos tiempo, que querrá leer la carta de su amigo.

– La leeré después.

– No, ahora, que nosotras nos vamos. Y si no ha de venir a rezar el rosario, dígalo para no esperarle.

– ¡Pues no he de ir! ¡Y poco que me gusta a mí rezar el rosario con la familia!

– Pero que no pase lo de la otra noche – indicó Demetria entre severa y jovial, delicada fusión de tan distintos matices en las luces de sus ojos.

– ¿Qué pasó la otra noche?

– Pues nada en gracia de Dios. Que dijo que iba al rosario, y nosotras allá esperándole un cuarto de hora, con el primer Padrenuestro en la boca.

– Pues vamos ahora mismo. Después leeré la carta.

– No, no – dijo Doña María cogiendo por un brazo a su sobrina y llevándosela. – Déjale, déjale… No le marees.

– Voy en seguida.

Pasó rápidamente la vista D. Fernando por la carta de Hillo, enterándose de lo más substancial, con ánimo de leerla entera después del rosario y la cena. Así lo hizo. Al acostarse, tuvo conocimiento de todo lo que el buen presbítero le decía, y que en extracto a continuación se refiere:

«Aquí me tienes desde el 14 que vine a ciertas comisiones y encarguillos de la Gobernadora (no me refiero a nuestra Soberana, hija de Partenope, sino a la reina sin corona que a ti y a mí nos gobierna, y bien puedes dar gracias a Dios de que así sea), los cuales aún no han tenido cumplimiento por lo trastornado que está todo en esta villa, a quien los retóricos llamamos Ursaria, y que debiera llamarse hoy Babilonia la chica. ¡Qué barullo, Dios mío, qué espantosa confusión, no diré de lenguas, pues todos hablan lo mismo, pero sí de ideas y de voluntades! Por la mañana andan a tiros milicianos y soldados; por la tarde salen cantando el himno. Los ministros, con su Sr. Istúriz al frente, no saben qué hacer. A La Granja, donde yo dejé la revolución bien guisada, acudió Méndez Vigo, Ministro de la Guerra, con ánimo de sofocar el movimiento. No llevaba tropas: llevaba dinero, que es, según dicen, la summa ratio de estas subidas y bajadas de constituciones; pero nada pudo conseguir. Ahora me dicen que hoy ha vuelto su excelencia acompañado de los sargentos triunfadores; entró en Madrid el representante del ejército, llevando en su propio coche al sargento Gómez, uno de los héroes del día; ha sido un espectáculo edificante el paso del General por San Vicente y Caballerizas, hasta Ministerios, donde se han apeado. Si esto no es una casa de locos, no sé yo lo que es, mi querido Fernando.

La Milicia Nacional, derrotada y desarmada en todas partes, conserva la posición que ganó en los Basilios, arrojando de allí a los peseteros que defendían el convento. El Gobierno, tan pronto se cree vencido y se dispone a sucumbir ante el magistral engaño de los sargentos, como se encampana, escarba, humilla, pretendiendo restablecer con un buen hachazo el principio de autoridad. Pero este ¿dónde está? ¿Quién es el guapo que lo tiene? Si se confirma que Méndez Vigo y el Sr. Gómez, sargento de Provinciales, han traído del Real Sitio varios decretos firmados por la Reina destituyendo a no sé qué ministros y nombrando otros, ¿dónde se ha metido el principio de autoridad? ¿Lo tienen Gómez, Lucas y García, lo tienen las logias, o no lo tiene nadie? Me inclino a creer esto último… Y vamos a otra cosa, pues entiendo que más que las noticias de este inmenso Carnaval en que vivimos, te interesará saber que por el capitán D. Teobaldo García (no tiene nada que ver con el esclarecido sargento del mismo nombre) te mando otras veinte onzas, por encargo de quien tiene esto y mucho más para subvenir a tus necesidades. Confiamos en que a la tolerancia de arriba corresponderás tú, desde tu posición inferior, con una conducta ajustada a la razón y a los buenos principios. No sabes tú bien lo que te perderías si así no lo hicieras. El sentido de tu última carta, aunque breve, substanciosa, me da esperanzas de que te veremos formal y comedido. Sientes el hastío de los actos irregulares; ansías la paz de la conciencia, el reposo del ánimo. Muy bien: ya estás en el buen camino…

Se transige con Aura, a pesar del origen no muy ejemplar de tu dama. Pero no hemos de ahondar demasiado en los fundamentos de cosas y personas, porque haciéndolo, la vida sería imposible. Ello es que vivimos en plena revolución. En proceso revolucionario está la sociedad, y lo mismo puede decirse de las familias y de las personas. El pueblo va ganando la partida: hoy avanza un paso, mañana otro, y los viejos alcázares se desploman. La Nación transige con los sargentos, acepta de ellos la traída de la Constitución. Pidamos a Dios que no salgan luego los cabos trayéndonos otra. En tu esfera has hecho la revolución, y de arriba viene la soberana voz que te dice: ‘Paciencia; aceptemos los hechos consumados’. Recoge, pues, a tu Aura; pero no pienses en que se te ha de consentir otra cosa que el matrimonio religioso y legal. Revolucionarios somos; pero no tan calvos, amigo mío.

Y cuanto más pronto decidas ese punto capital, mejor, querido Fernandito. Si, como dices, ya estás curado de tu herida, abandona las delicias de esa Capua, y vete a tu negocio. Con las onzas recibirás el salvo conducto, y en un paquete separado esta carta, y las dos que presentarás a D. Juan Bautista Erro, el Mendizábal del absolutismo, y al general Maroto; ambos te facilitarán tus diligencias en el país carlista. Ya verás que son bastante expresivas. Me ha dicho hoy Iglesias que aquí se consigue todo con buenas amistades. Pero yo veo que el pobre poco adelanta con llamar amigos a las tres cuartas partes de los españoles; de donde colijo que el abuso de los bienes es siempre un mal muy grande. Me asegura Nicomedes, invariable en su inquietud y en el anhelo de nuevas posturas, que esta revolución sargentil es un modelo del género, pues ha realizado una eficaz y provechosa mudanza por los medios más breves y pacíficos, sin derramar sangre inocente. Cree él que las naciones extranjeras nos han de copiar esta receta sencilla y familiar de los pronunciamientos, que hace inútiles las altas jerarquías de la milicia y la política. Allá veremos.

Concluyo con una noticia que he adquirido esta tarde por feliz casualidad, pues tal ha sido mi encuentro con el Sr. Maturana cuando yo volvía de recoger las onzas. Sabrás, amado Telémaco, que D. Ildefonso Negretti ha caído en desgracia en la Corte absolutista, por habérsele descubierto chicoleos epistolares con Mendizábal, a quien escribía cosas que no debieron ser del agrado de aquellos fantasmones. Interceptada la correspondencia por la Comisaría carlista de correos, fue reducido a prisión el culpable, y lo habría pasado muy mal sin la protección que le dispensa el Infante D. Sebastián. No pudo decirme Maturana dónde se encuentra hoy. Tú lo sabrás pronto.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
340 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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