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Читать книгу: «Episodios Nacionales: España sin Rey», страница 3

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V

«No haga usted caso, señor Bailío – dijo la dama, limpiándose el mojado rostro. Es que somos tan desgraciadas, y con tanta saña se ceba en nosotras el infortunio, que por cualquier cosa, por un triste recuerdo, por una palabra de ternura, nos convertimos en Magdalenas…».

El noble caballero, dominando la parte de emoción que le había tocado, empleó toda su elocuencia en sosegar a tía y sobrina, logrando al fin que se iniciara lo que en lenguaje clásico se llamaba descordojo, o sea, el alivio de la congoja y el dulce placer que sigue a las fuertes aflicciones. Por fin, a ratos condolido, a ratos consolado, los ojos de Romarate se embelesaban en la admiración de la señorita, cuya belleza no desmerecía con el llorar. Aunque la nariz se le había puesto muy colorada, y la boca se contraía con muequecillas poco estéticas, don Wifredo la consideraba tan bonita como los ángeles que acompañan en su duelo a Nuestra Señora de las Angustias.

Sosegadas tía y sobrina, entraron los tres en conversación de cosas positivas y tocantes a intereses, y el alavés pudo enterarse de que el bienestar de ambas señoras dependía de una resolución del Consejo de Estado. En Madrid tenía la Marquesa conocimiento con personajes de los que la Revolución había puesto en candelero. Sin ningún escrúpulo solicitaba y obtenía el amparo de tales hombres, pues todo debía posponerlo al rescate de su hacienda. Semejante contubernio con los enemigos del Trono y el Altar no le parecía bien a Romarate; pero se calló por no tener aún confianza para contrariar a las señoras en puntos tan delicados…

La visita de aquel día fue demasiado larga para ser la primera. Cada vez que don Wifredo pedía venia para retirarse, le instaban a permanecer un poquito más; pero al fin dejáronle salir, sin agotar los variados temas que, unos tras otros, enredándose como cerezas, se suscitaban. Al retirarse caviloso a su estancia, el sanjuanista no veía los caracteres de la dama y damisela con claridad satisfactoria. Pensando más en ello, se dijo: «Pocos días, pocas horas quizás de conocimiento bastarán para disipar la neblina que las envuelve, a no ser que su disimulo sea más fuerte que mi penetración. Estate en guardia, Wifredo, que para ti está guardado este precioso enigma».

En las visitas siguientes, las obscuridades, lejos de disiparse, aparecieron más espesas a los ojos del caballero. En una larga conversación que tuvo con la sobrina (cuyo nombre familiar era Céfora, elipsis de Nicéfora), revelose en la niña un conocimiento de cosas místicas y aun teológicas, que no por superficial dejaba de ser gracioso. Sin duda, su adolescencia precoz se apacentó en variadas lecturas; seguramente cayeron en sus manos, tras de las novelas sentimentales y enredosas, obras de literatura sagrada o de ejercicios devotos a la moderna, y en aquel feraz campo espigó ideas, hechos y conclusiones referentes a la vida inmortal.

Y cuando Céfora, después de pasearse un ratito por los Lugares teológicos, se declaraba horrorizada de la terrenal existencia y querenciosa de la paz del claustro, saltaba la Marquesa con estas doloridas manifestaciones: «Han sido inútiles mis esfuerzos para desviarla de esos caminos… Buena es la inclinación hacia la verdad, excelente el estudio de cuanto conduce a Dios; mas para determinarse a encerrar la vida en el rigor y dureza de un monasterio, hace falta mayor reflexión. Verónica es una criatura, y su vocación no ha pasado por las pruebas que han de darle la debida consistencia. ¿No está conforme conmigo el señor Bailío?».

Sí que lo estuvo don Wifredo; y penetrado de que la señorita procedía con infantil precipitación y aturdimiento en sus anhelos de vida ascética, en tal sentido la sermoneó con palabra cortés y un poquito galante. Pero la niña defendía su criterio con tesón y eruditas razones, y un mover de sus ojos azules, y un accionar de manos y brazos, que al alma del Bailío llevaban más trastorno que convencimiento.

No acababa de convencerse el caballero de San Juan de la sinceridad de Céfora en aquel orden de ideas, y su confusión subió de punto una tarde oyéndola tratar materias muy distintas. Esquivando la disputa de temas religiosos, habló de re mundanal y suntuaria, de costumbres y devaneos cortesanos con un conocimiento, ¡ay, ay!, y con una picardía, que hicieron a don Wifredo el efecto de un tiro… Pero la gran sorpresa, más bien espanto, del ilustre alavés, fue al anochecer de aquel mismo día, cuando vio entrar de visita, con la desenvoltura y modos familiares de una firme amistad, al caballero andaluz don Juan de Urríes y Ponce de León.

El estupor dejó mudo a Romarate por algunos segundos. Don Juan tardó más de la cuenta en encontrar la fórmula de saludo. Pero recobrándose, como hombre muy corrido, disimuló lo desagradable de aquel encuentro. Alegre y cordial fue la salutación de las señoras, y en ellas se traslucía que el amigo había estado ausente un par de semanas. Con toda su agudeza no pudo evitar Urríes cierto embarazo en la conversación, y don Wifredo, de puro cortado, trabucaba los conceptos. Pero su confusión no le impidió advertir el extremado gozo de la señorita teóloga ante el gallardo sujeto recién venido.

Los ojos de Céfora brillaron: en ellos jugueteaba una luz que por convencionalismo seguiremos llamando celestial. Al buen alavés le parecieron más azules, más expresivos, húmedos de candorosa emoción. Corrían las miradas de la niña hacia la faz del caballero, como si quisieran sorprender sus pensamientos antes de que los expresara. Tan aturdido estaba el noble personaje carlista, que a ratos cerraba sus ojos para descansar de una visión que le resultaba odiosa. Sostuvo la conversación, no sin sutilezas de su mente, para evitar una retirada brusca, y al fin, en cuanto halló coyuntura de fácil salida, pidió la venia, y despidiéndose de Urríes y de las señoras con afectadas finezas, se puso en salvo.

Muy alterado estuvo el caballero de San Juan aquella noche. La ira prendió en su noble alma, y con la ira tomaron en ella mayor vuelo los sentimientos de hidalguía y caballerosidad. Paseándose en corto dentro de la brevedad de su aposento, encasquetado el sombrero de copa y sin quitarse los guantes que llevó a la visita, monologueaba de este modo: «Tan ángel es como mi abuela. ¿Y de aquellas teologías, de aquel llanto por la muerte de doña Francisca, ocurrida treinta años ha, qué debo pensar? O es loca de remate, o una consumada histrionisa… Bien he visto que Urríes le ha sorbido el seso… ¿Y cómo compaginamos amor de hombre y devoción del Santísimo Sacramento? ¡Oh corrompida sociedad; oh fruto venenoso de las doctrinas de la maldita Enciclopedia; oh burla de Dios y risotadas del diablo! ¡A lo que ha llegado esta pobre España, el país de las damas honestas, de los caballeros sin mancilla y de la exaltada fe religiosa! Aquí tenéis vuestra obra, revolucionarios; ved la sentina de vuestra España con honra».

Quitábase los guantes y con furia los arrojaba en el velador; dejaba sobre la cómoda el sombrero con violento golpe que parecía indicar poca estimación de aquella noble prenda, y aguardando el aviso de doña Leche para la comida (que allí a la francesa se servía, con los garbanzos por la noche), daba más cuerda a sus alborotados pensamientos: «Ya veo claro que si la sobrina es una comedianta, la tía es el prototipo de la trapisonda. ¡Y quieren hacerme creer que son partidarias de los que defendemos a rajatabla el Trono y el Altar! Si así pensaran, ¿cómo habrían de andar en contubernios con los malditos septembristas y alcoleístas, valiéndose de ellos para negocios y enredos que han de ser de una suciedad apestosa? ¡Válgame Dios! ¡A lo que ha venido a parar la nobleza! Si no hubiera otros indicios para calar toda la malicia demagógica de esta pobre familia degenerada, lo que observé esta tarde me bastaría para formar juicio. Cuando llegué, la Marquesa leía… Para recibirme y saludarme, dejó el libro en el velador cercano… De soslayo lo miré… ¿Qué libro era, Dios mío? Pues Los miserables de Víctor Hugo… Áteme usted esa mosca… Y dama aristocrática me soy… y ex camarista de la Reina legítima. ¿Qué idea tendrá esta gente de la legitimidad, y de los sagrados derechos, y de la verdadera y única Religión?».

Después de comer con menguado apetito, salió como de costumbre a gustar las delicias de la fresca noche de Madrid, que es uno de los mejores recreos de esta villa, entonces descoronada. Solía don Wifredo dar unas vueltas, de nueve a diez, embozado en su capita, por la calle del Príncipe y Carrera de San Jerónimo. Su caballerosidad y catolicismo no le estorbaban para distraerse viendo las niñas guapas, y en seguimiento de ellas las acechaba para observarlas a su antojo al pasar ante el resplandor de los escaparates. Aquella noche no faltó a su rutina… Más desconsolado que nunca se retiró a su vivienda después del ojeo, y al acostarse le acometió de nuevo la fiebre del monólogo.

«Y ahora resulta – se dijo – que el don Juan de Urríes es un pillastre, un hombre sin conciencia, que desconoce las leyes elementales de la delicadeza y del honor… ¡Vive Dios!, no esperaba el muy ladrón que yo le sorprendiese en delito flagrante de infidelidad. ¡Oh, qué pensaría Fernanda si supiera que su prometido se entretiene en abrasar y derretir con amores, que a mí me parecen impuros, a esta dislocada mística rubia, a esta diablesa con ojos y cabello de serafines, blanca, modosa, tan pronto sentimental y llorona, como avispada y picaresca!… ¡Y qué diría de semejante canallada don Santiago Ibero, persona recta y pundonorosa, aunque progresista!… Ahora se me ocurre que yo, como amigo leal de aquella noble familia, debo tomar cartas en el asunto… ¡Sí…! ¿Somos acaso caballeros de relumbrón, o lo somos para sacar el pecho bravamente en defensa de los ultrajados y adelantarnos al castigo de los que olvidan las leyes del honor?… ¡Oh, Fernanda hermosa, la más arrogante, la más honesta y pulcra doncella que Dios ha puesto en el mundo!, ¿quién te había de decir que este Bailío de San Juan habría de ser mantenedor de tu inocencia, burlada por un libertino?… Por el nombre que llevo y el hábito que visto, no pasará el día de mañana sin que yo me plante frente al señor de Urríes y le exija reparación, y le amenace con los furores de mi justicia implacable, si no rinde su necia vanidad de seductor ante la belleza y honestidad de la sin par Fernanda Ibero…». Con estas belicosas ideas se durmió al fin el caballero de Jerusalén, abandonando su noble cabeza sobre la almohada hospederil.

VI

Al despertar a la siguiente mañana, lo primero que en sí notó el puntilloso Romarate fue una remisión notoria de la fiebre caballeresca. Saltó del lecho, y mientras se aseaba y acicalaba, reanudó sus cavilaciones, dándoles nuevo giro, por efecto del bálsamo de mansedumbre que el sueño había difundido en su alma. «La noche me ha dado serenidad bastante para ver que no siendo yo padre, ni hermano, ni tío siquiera, de la sin par Fernanda, no me corresponde pedirle cuentas a ese don Juan de los agravios hechos o por hacer a tan primorosa doncella. Si fuese huérfana o estuviese sola en el mundo, bien estaría mi metimiento en este negocio, y el exponer mi vida por la justicia y el honor».

Poco después, hallándose en medio de la estancia, con sus escasos pelos mojados y tiesos, la cara enrojecida del frotar de la toalla, se decía: «Y has de tener muy en cuenta, Wifredo de mi alma, que si ese bergante de Urríes hace contigo el jaquetón y te arrastra a un duelo de verdad, has de verte apuradillo. Eres poco fuerte en toda clase de armas: en esgrima no pasas de discípulo chambón, y en el tiro de pistola pones la bala en todas partes menos en el blanco… Por una verdadera irrisión social, estos señoritos calaveras son espadachines y tiradores muy temibles. Maldita gracia tiene que Urríes te mande al otro mundo, por el desaire de una niña bonita que no ha sido tu novia ni cosa tal… Bien mirado, resulta absurdo y casi ridículo que sea yo caballero de la insigne y militar Orden de San Juan de Jerusalén, que pueda usar un largo y severo manto con cruz roja de ocho puntas, que me cubra con un birrete, y ciña espadín, y que con todos esos arreos carezca de la más elemental destreza en el manejo de las armas…». En su corto paseo matinal, camino de la peluquería donde se afeitaba, pensó también el Bailío que no debía poner el caso en conocimiento de la familia de Fernanda, pues no era compatible la dignidad de un caballero con la soplonería y el llevar y traer chismajos.

Aquella noche no visitó a la Marquesa. No quería estorbar, ni tampoco ser impertinente o desairado testigo de la conversación y de los melindres, ojeadas y muequecillas que habrían de cruzarse entre los enamorados. Sabía que por las noches iban tía y sobrina a la parroquia de San Sebastián, donde a la sazón se celebraba solemne novena de los Dolores. A la hora que le pareció más oportuna, requirió don Wifredo el tapujo de su capita, y embozado a la picaresca se situó en la calle de Cañizares al acecho de las damas, por ver si el amigo las acompañaba a la novena. Al cuarto de hora de centinela, distinguió el alavés la figura talluda y airosa de don Juan de Urríes. Junto a él iba Céfora, picoteando; detrás la muchacha, que era una mostrenca de nariz roma y ademanes silvestres, llamada Sagrario. ¡La Marquesa se había quedado en casa… embebecida en Los miserables de Víctor Hugo!… La sorpresa que embargó el alma hidalga de Romarate, trocose prontamente en ira; apretó los dientes, imprecó al cielo con una mirada y al suelo con pataditas, masculló una frase corajuda, y dijo al fin con Jovellanos: ¡Oh vilipendio, oh siglo!…

De aquel innoble desaguisado tenían la culpa la Enciclopedia, Voltaire, d’Alembert, Diderot, y toda la taifa precursora y actora de la infernal Revolución francesa… De aquella ciénaga desbordada venía la corrupción de las costumbres en esta pobre España. Por obra y gracia de los emigrados, importadores del vicio mental, y de los masones y revolucionarios, puros monos de imitación, habían quedado estos reinos limpios y rasos de sus tradicionales virtudes. Apenas quedaban ya damas verdaderas; apenas teníamos hombres de honor. Urgía restaurar la patria, empezando por sus quebrantados cimientos…

Las sospechas del alavés llegaron a lo más abominable. Determinó trasladar su punto de acecho desde la calle de Atocha a la de las Huertas, pues ya tenía noticia del fácil juego que ofrecen a los amantes en este Madrid las iglesias de dos puertas. Poco trecho medió entre lo sospechado y lo sucedido: a los cinco minutos de estar en el nuevo atisbadero, vio salir por el patio de San Sebastián a Urríes y Céfora, solitos, presurosos, escurriéndose con disimulo entre la multitud que entraba… Siguieron el galán y la niña calle abajo, arrimándose a las casas, como en requerimiento de la obscuridad; llevaban el paso ligero; ocultaba ella su rostro entre los pliegues de la mantilla, y él se alzaba el cuello del gabán, so color de poner reparo al fresco de la noche. El Bailío les siguió a distancia… les vio torcer a la derecha, metiéndose por una transversal… De la calle del León pasaron a la de San Juan… Adelante siempre los bultos recatados. Detrás, a distancia, el embozado espía…

Pasaron la niña y su amigo a otra calle que don Wifredo desconocía… Entró por ella y no vio nada. La escurridiza pareja se perdió, filtrándose por alguna pared, o sumiéndose por algún traicionero callejón o puerta disimulada. Quedó perplejo y muy dolido de su chasco el buen Bailío, y se abstuvo de proseguir su persecución indiscreta. No era de caballeros apurar el espionaje. Su mal humor fue expresado con patada violenta… Dio media vuelta brusca, como girando sobre un pivote, y marcó la retirada. Terribles cosas escupía su boca contra la felpa del embozo. «¡A qué ignominias ha llegado esta nación! Crea usted en purezas de niñas angelicales, en virtudes de Marquesas tronadas y codiciosas, en palabras de galanes bien vestidos y dicharacheros!… ¿En dónde estoy?… Siento asco… Vuélvome a casa… ¿Dónde habrá personas decentes con quienes tú puedas hablar, Wifredo de mi alma?… Sin duda, todo Madrid es pestilencia…».

La retirada del caballero fue triste y no sin peripecias. Perdido en las calles, fue a salir frente al Congreso, cuya fachada le sirvió para orientarse. Y a la tarde siguiente (¡oh incongruencia bárbara de la sociedad matritense y de la nueva neurosis de que atacada estaba toda la nación!), le recibieron las de Subijana con las demostraciones más afectuosas. Urríes no apareció por allí: sin duda la sesión del Congreso era movidita y de bullanga. El angélico rostro de Céfora estaba triste como un día sin sol. Creyendo el Bailío que el sol que faltaba era don Juan de Urríes, hacia la persona de este derivó la conversación, tratando de sondear el pensamiento de las damas sobre aquel bergante de buen tono. Contra lo que esperaba, la viuda no fue muy benévola con el andaluz, cuya figura física y moral trazó con estas breves pinceladas: «Es un hombre agradabilísimo, fino y servicial como él solo; pero a poco que se le trate, se descubre, debajo de la frivolidad graciosa, el enorme vacío moral de estas generaciones. Estimándole yo mucho como amigo de los de puro ornamento social, no me fiaría de él en cosa alguna pertinente a las buenas costumbres, a la familia y a nuestra religión sacratísima».

No queriendo negar ni asentir, el Bailío salió del paso con generalidades de las que a nada comprometen. En su interior afirmó que cada día entendía menos a la Subijana. O era una sutil hipócrita, o una inocente de esas que no ven más que la superficie de las flaquezas humanas… Carolina de Lecuona y del Socobio no revelaba en su noble rostro, de simpática belleza otoñal, inocencia ni gazmoñería. Había sido hermosa, y aun en aquella fecha lo sería sin el estrago que antes que el tiempo le causaron las pesadumbres, los quebrantos de salud y fortuna. Su cuerpo desbaratado por la obesidad y por la negligencia del estrecho vivir, contrastaba con su primorosa cabeza sesentona, en la cual la crítica estética más descontentadiza no encontraría ninguna vulgaridad. Hablaba con la pureza gramatical que observamos en las señoras de alto nacimiento y crianza exquisita. Su dicción y su acento encantaban; su lenguaje familiar reunía la llaneza castiza y el donaire sutil apenas perceptible, como los aromas delicados.

Súbitamente, sin que nadie le preguntara habló Céfora del ausente caballero andaluz. De su linda boca oyó el Bailío, maravillado y aturdido, estas peregrinas razones: «¡Ah!, ese pobre don Juan quiere ser listo, pasarse de listo, y lo que hace es pasarse de tonto. Ayer… ¿te acuerdas, tía?, nos reímos de él todo lo que quisimos. Por halagarnos se empeñó en hacernos creer que está desengañado del mundo; que no tiene novia, ni la busca; que si se decide a casarse, se casará con una lugareña… sin ilusión, se entiende… por aquello de tener quién le cuide… Dijo que se siente viejo, muy viejo, y que desea vivir en un rincón, olvidado de todo el mundo. ¡Qué farsa, qué comedia tan mal representada! Nada me hastía como ver a estos hombres, que son todos mentira, así cuando dicen verdad como cuando la fingen… Total, que ni mentir saben. Verás, tía, cómo don Juan vuelve otra vez mañana con la cantinela de su desengaño del mundo… Y si le hablas de Dios, te dirá que no le entra la fe ni con escoplo y martillo… Espíritus muertos, ¿verdad, señor de Romarate?… Yo no puedo tomar en serio a este pobre don Juan…».

Largo rato duró el reír nervioso, entre jovial y dolorido, de la niña angélica. Carolina le decía: «Basta, hija: por cualquier cosa se dispara la carretilla de tus nervios…». El Bailío permanecía mudo, pensando que Céfora era tonta rematada o un monstruo de cinismo precoz… Retirose luego la joven a una estancia próxima, y la Marquesa dijo a su amigo: «Habrá usted observado que esta chiquilla tiene mucho talento… un talento desmedido y que no cabe en su delicada persona. Quisiérala yo menos avisada y con menos luces en la mollera; quisiérala yo un poco tonta, señor Bailío, más acomodada al tipo común de señoritas en el estado social presente; me convendría que fuese más vulgar, de pasta blanda, que fácilmente se dejara modelar… Así haría yo de ella una mujer definitiva para el mundo, o para la religión».

No habían concluido la dama y el caballero de parafrasear esta idea, cuando reapareció Céfora, no ya riendo, sino compungida y llorosa. Viéndola su tía tan bruscamente cambiada del reír a las lágrimas, la reprendió cariñosa, incitándola al reposo y a la ecuanimidad, a lo que replicó la sobrina con humilde acento: «Perdóneme, tía; perdóneme también el señor Bailío. Es que me había propuesto confesar y comulgar hoy… pues no lo he hecho desde el jueves… No encontré en Santo Tomás a mi confesor, padre Codes… Por esperarlo se me pasó el tiempo. ¿Verdad que debí confesar con don Matías?… Lo que importa es la confesión, no los confesores».

– Sí, hija mía – dijo Carolina con amable corrección-; pero… se llora por un motivo serio, no por escrúpulos tontos y sin sustancia.

– Cada cual aprecia, según su sensibilidad, los móviles de la conciencia… Yo me entiendo, tía… déjeme usted.

Y más dolorida, la mano en el rostro, con lento paso se metió en la cercana estancia, mientras su tía sacaba un suspiro del hondísimo pozo de su pecho, y Romarate se hacía cruces mentalmente, diciendo para su sayo: «Si no está loca de remate, es la más desvergonzada embustera del mundo».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
290 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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