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Читать книгу: «Episodios Nacionales: España sin Rey», страница 2

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III

No era rico ni mucho menos el caballero de Jerusalén. Su hacienda consistía en dos casas modestas en la parte alta de Vitoria, llamada Villa de Suso, y en un caserío situado en Arganzona, hermandad o término de la capital de Álava. De sus mezquinas rentas gastaba tan sólo lo preciso para su sostenimiento, y defendía el corto peculio con su asistencia casi diaria a la mesa del Marqués de Gauna. Gracias a esto, el Bailío tenía sus ahorros, que aplicaba al dispendio extraordinario, o al renglón de viajes en servicio de la Causa. Hombre más arreglado no se conocía en el mundo: jamás contrajo la menor deuda; jamás recibió de amigos ni de parientes préstamo ni favor alguno en metálico.

Ajustándose a sus limitados posibles, don Wifredo, apenas resolvió el traslado a la Corte, escribió a un su amigo de toda confianza que le previniese un alojamiento decoroso y no caro, como otros que tuvo en Madrid en viajes anteriores, el 49 y el 53. El discreto amigo, doctor don Pedro Vela y Carbajo, Comendador de la Orden de Alcántara y Capellán Mayor del Convento de las Descalzas Reales, cumplió el encargo con diligencia y tino. Ved al buen Bailío instalado en una casa de huéspedes decentísima y de buen trato, calle de Atocha, entre San Sebastián y Santo Tomás. Al escribirle a Vitoria incluyendo las señas en un papelito con olor de incienso, don Pedro Vela le decía: «Es casa de las más recogidas de la Corte, pues no se admiten más que personas recomendadas. Allí van sacerdotes y señoras mayores que huyen del bullicio. El trato es excelente y como de familia. A las ventajas de buen sol, calle espaciosa y ventilada, une la inapreciable proporción de la misa cercana por un lado y por otro».

Instalados los dos amigos en la casa que les recomendó el señor Vela, vieron que este no había sido hiperbólico en los encarecimientos. La vivienda hospederil era de lo mejor en su género, limpia y ordenada. Como una docena de personas vieron en el comedor a la hora de los garbanzos, gente juiciosa y grave, con excepción de dos jóvenes inquietos y un poco maleantes, que se permitían adulterar la honesta conversación con frases equívocas y vocablos de reciente cuño callejero. Había un sacerdote, un relator de la Audiencia, un coronel retirado con su esposa, dos ricos caballeros extremeños, un cónsul, y otros sujetos de circunstancias.

Ilustre huésped de la casa era una señora Marquesa, ya madura, con sobrina y criada; pero esta familia comía en su cuarto, y era casi invisible. La dueña, señora mayor de buen porte y modales finos, no hacía más que vigilar el servicio, recorriendo cuartos y pasillos asistida de un grueso bastón, por estar dolorida de las piernas. El gobierno inmediato de la casa llevábalo una mujer de mediana edad, limpia, seca y no mal parecida, andaluza, muy diligente. El ama la llamaba Chele, y algunos huéspedes pronunciaban su nombre invirtiendo las sílabas. Todo lo que vio y observó en la casa el señor Bailío fue de su agrado; todo le parecía discreto y conforme a la buena educación, menos la desenvoltura de lenguaje de los dos caballeretes. Y lo que mayormente en estos le disgustaba, era que a la gobernanta de la casa la llamasen doña Leche, nombre o remoquete que a su parecer no era completamente decoroso.

Mientras más a los mozalbetes trataba, menos estimación les tenía. Uno de ellos cultivaba una uña. Había dejado crecer desmesuradamente la del dedo meñique de la mano izquierda, limpiándola con potasa y cuidándola como se cuida un objeto de gran valor. Con los gestos de su mano hacía por mostrar a la admiración del mundo aquella excrescencia, como si fuese una joya. Tal moda de origen chinesco le pareció a don Wifredo una porquería, y así lo manifestó al joven, recordándole uno de los consejos de don Quijote a Sancho; mas con tal discreción y timidez lo hizo, que el dueño de la uña no se dio por ofendido. La manía del otro era culotar una boquilla de las que llaman de espuma de mar. Fumaba puros de estanco, más que por el vicio del tabaco, por el gusto de arrojar sobre la pipa los chorros del humo. Esto hacía sin parar, parloteando de sobremesa en el comedor, y luego frotaba la boquilla con un trapo de lana. Satisfecho de su labor, mostrábala a los huéspedes para que admirasen el negro brillo que tomaba. Luego se iba al café, donde seguía culotando y frotando, y ofreciendo su obra a la admiración de un círculo de ociosos.

Los insubstanciales señoritos, el de la uña y el de la boquilla, se revelaron pronto en el comedor de la casa como pretendientes a destinos. Al discreto y comedido don Wifredo le repugnaban aquellos silbantes que pretendían y al propio tiempo criticaban con chocarreras expresiones a los hombres de la Gloriosa. El uno imitaba la voz atiplada de Castelar; el otro zahería con chanzonetas del peor gusto al Duque de la Torre; al propio Prim y a Sagasta escarnecían ambos, y de todos los candidatos al Trono hacían disección y picadillo con anécdotas soeces.

Al sacerdote que en la casa vivía abordaron pronto los dos alaveses, quedando muy desconsolados del trato de aquel sujeto. Llamábase don Víctor Ibraim, y llevaba luengos años en el sacerdocio castrense. Desde las primeras palabras gargajosas del clérigo andaluz, le dio en la nariz a don Cristóbal olor de caballería. Hablando de diferentes asuntos eclesiásticos y políticos, los tradicionalistas descubrieron en el huésped hervor de ideas revolucionarias y un soez desenfado para manifestarlas. Entre la hojarasca de sus vanos conceptos, dejaba traslucir el castrense una ambición insensata. El propio Romero Ortiz le había prometido la Rectoría de Atocha, destino calificado y pingüe. Pero pasaba el tiempo, ¡caray!, y ya se cansaba de esperar el santo nombramiento… Brindose luego Ibraim a presentar al señor De Pipaón en San Sebastián, donde tendría misa diariamente, y remató la oferta con estas groseras palabras: «Ojo al cura, que es un tío muy malo… y el bandido del colector no le va en zaga». Guardáronse muy bien los alaveses de clarearse ante aquel renegado. Apenas oyeron los primeros bramidos de su ambición no satisfecha, encerráronse en reserva sagaz, envolviendo cuidadosamente el lío que llevaban a Madrid.

«Hemos de recatarnos de este sinvergüenza – dijo Pipaón a su amigo cuando se hallaron solos, – porque como buen revolucionario y mal sacerdote, será de los que llevan soplos al Gobierno». Y otro día, cuando incidentalmente se tocó la cuestión de reyes posibles en España, Ibraim se dejó decir que el carlismo era una aberración de cerebros enfermos. Luego nombró a don Carlos con el mote irrespetuoso de Niño terso, inventado, según el canónigo poeta, por los graciosos que infestan la noble habla castellana. Oía don Wifredo por primera vez denominación tan irreverente, y un noble coraje encendió su alma caballeresca, monárquica y religiosa en que revivía el espíritu de las Cruzadas.

A los tres días de su llegada recibieron los de Álava la interesante visita de dos caballeros muy señalados en Madrid por su filiación política, con vueltas a la fama literaria. Eran Gabino Tejado y Navarro Villoslada, ambos atrozmente neos o clericales, buen orador y periodista el primero, el segundo excelente prosista, y el que con más ingenio y dotes narrativas había cultivado en España la novela histórica en el género de Walter Scott. Era Tejado de mediana estatura, de rostro duro y bruscas maneras, que se acomodaban a su intransigencia irreductible; Villoslada no desmerecía del otro en el rigor absolutista; pero le aventajaba en estatura y no carecía de cierta flexibilidad en el trato, por lo que contaba con buenas amistades en el bando liberal. A primera vista causaban cierta pavura su talla escueta y el color subidamente moreno de su rostro, en el cual boca y ceño nunca fueron apacibles. Tejado solía emplear el tono humorístico con gracejo y elegante frase. Ambos se producían en sus escritos como en su conversación con cierta donosura tiesa y castiza que, según el entender de ellos, era el verbo adecuado a las ideas que profesaban.

La primera entrevista de Tejado y Villoslada con el Bailío de Nueve Villas y el canónigo Pipaón no duró menos de dos horas. En ella cambiaron instrucciones y planes; hubo trasiego de papeles y notas, designación de pueblos adictos, listas de personas que ansiaban dar su vida por la Causa, y todo lo demás que es materia prima del amasijo de las conspiraciones. Los tales caballeros trabajaban la harina con activa mano; pero faltaba el horno bien caldeado para intentar y obtener la cochura. Sin esto, de nada valdría la preparación de la masa, como verá el que siga leyendo…

Nuevas entrevistas celebraron los mismos sujetos en la casa de huéspedes, y otra, con más asistencia de amasadores, en un tenebroso piso bajo de la calle de la Cruzada. De aquel local recóndito, con trazas de masónica sacristía, salió el acuerdo de que don Cristóbal de Pipaón acudiera incontinenti a varios pueblos de la Mancha, donde era necesaria la presencia de varón tan calificado, y don Wifredo quedase en Madrid esperando instrucciones de carácter delicadamente internacional, las cuales le obligarían a visitar con tapadillo impenetrable las Cortes extranjeras.

Todo lo que dispuso el reverendo Sínodo fue cumplido al pie de la letra, y en Madrid quedó muy gozoso y hueco el señor Bailío, recreándose mentalmente en la secreta misión que se le confiaría y en los graves puntos que había de tratar con las Potencias de Europa; misión que a su parecer encajaba en él como anillo al dedo.

Hallándose don Wifredo en esta expectación, hizo un nuevo y peregrino conocimiento sin salir de la casa. Como ya se ha dicho, allí moraba una linajuda y triste señora que día y noche permanecía recluida en su aposento, sin dejarse ver más que de muy contados visitantes. En el comedor había oído el Bailío diferentes versiones acerca de la retraída y un tanto misteriosa dama: quién la consideraba mujer de historia, degenerada en novela de litigios denigrantes; quién deslizaba el innoble supuesto de que la bella sobrina, que compartía la triste existencia y reclusión de la señora mayor, no era tal sobrina, y sí una princesa de sangre real… El tontaina de la larga uña llegó a insinuar algo más grave, suponiéndola de sangre pontificia… Tales desatinos encendieron la ira de don Wifredo, y con la ira la curiosidad. Pero Dios quiso que esta quedara pronto satisfecha, porque una tarde llegose a él risueña y susurrante doña Leche con la encomienda de que la señora Marquesa, sabedora de quién era don Wifredo y de su jerarquía y significación, le suplicaba que la honrase con su visita.

Acudió a la cita el caballero; recibiole la señora con amable finura, mostrando alegría y orgullo de verle en su cuarto; de un gabinete próximo salió la sobrina; sentose él, después de los obligados cumplidos, y frente al enigma pensaba que le sería fácil descifrarlo… La dama se dio el título de Marquesa viuda de Subijana, que don Wifredo desconocía, aunque en su oído sonaba con eco alavés. Los apellidos eran Lecuona y del Socobio, y apenas enunciados añadió la Marquesa que estuvo reñida con sus parientes de Madrid, Serafín del Socobio, y con la viuda de Saturnino, una tal Eufrasia, advenediza, que de aluvión bastante turbio había entrado en la familia. Oyendo estas cosas, pasó rápidamente don Wifredo por variables estados de ánimo. Tan pronto creía que hablaba con una farsante aventurera como con una víctima inocente de graves discordias domésticas. Al fin resultó que la Marquesa viuda de Subijana sostenía en Madrid un rudo pleito con el Estado por la posesión de gran parte de las salinas de Añana, que el Ministro de Hacienda de O’Donnell, Sr. Salaverría, vendió indebidamente años atrás.

En el curso de la exposición del litigio, pudo observar el sanjuanista la dicción perfecta que declaraba el alto abolengo; observó también la belleza de la sobrina, que era del tipo angélico, rubia, vaporosa, espiritual. Diríase que sus brazos, honestamente recogidos, se iban a convertir en alas, y que todo lo que su modestia callaba lo diría remontando el vuelo por encima de las cabezas de la tía y el visitante. Una vez que la ilustre viuda explanó sus derechos, se metió en el campo político, declarándose ferviente partidaria de la Causa que el caballero defendía. No había otro Rey para España que el gallardo Príncipe, hijo de don Juan y nieto de don Carlos María Isidro. A estas manifestaciones añadió el relato patético de sucesos presenciados por ella en los años 34 y 35; páginas palpitantes de la vida y desengaños del asendereado Carlos V, la verdadera Historia de España, según don Wifredo. Aunque se la sabía de memoria, oíala siempre con desmedido gusto. La otra Historia, la de la rama segunda, que a Isabel enaltecía llamándola Reina y a su tío denigraba con el depresivo mote de Pretendiente, le atacaba los nervios: era una Historia suplantada, apócrifa y petardista.

IV

Embelesado prestó atención el buen Romarate a este relato fidedigno. «Yo, señor mío, seguí a don Carlos, a la Reina doña Francisca y a sus hijos, con la Princesa de Beira, en la persecución que sufrieron en Portugal, después de la derrota de los miguelistas por las tropas de Saldaña y Rodil, y embarqué en el Donegal con los Reyes y su séquito. Era yo camarista de mi señora doña Francisca, y constantemente al lado suyo en aquellos trances, pude admirar su grandeza de alma y su valor sublime ante la adversidad. Si don Carlos Isidro era la paciencia resignada, en doña Francisca había usted de ver la fortaleza desafiando al Destino. De don Carlos Luis puedo decir que no se ha conocido Príncipe más inteligente, ni más simpático y resuelto. ¡Con su muerte, ¡ay!, perdió España un excelso Rey!».

Con cierta prevención escuchaba don Wifredo este exordio, sospechando que la tronada Marquesa historiaba de oídas; y para salir de dudas, la interrogó bruscamente: «¿Recuerda usted, señora, el nombre del pueblecillo donde embarcaron?».

– Aldea-Gallega – replicó al instante la narradora. ¿Cómo no he de acordarme si en mi vida he pasado mayor susto que en la angustiosa travesía de la playa al navío, que era inglés, como usted sabe? Lo que tal vez ignora es que el comandante se llamaba Pushave, y era hombre seco y de pocas palabras.

– Lo sabía, señora, y también que en el séquito de nuestros Reyes iban algunos generales.

– Sí, sí: Romagosa, González Moreno…

– Y Maroto, señora, y dos Mariscales de Campo.

– Abreu, Martínez: bien me acuerdo. El personaje que más abultaba por su hinchada jerarquía era el Obispo de León, señor Abarca. También llevábamos al padre La Calle, confesor del Rey, y al Padre Ríos, ayo de los Príncipes, y otros Padres, que no se mareaban y comían como buitres.

– No se olvidará usted del Gentilhombre señor Conde de Villavicencio, pariente mío.

– No me olvido de ese, ni de mi tío materno el Marqués de Obando. Llevábamos también al secretario Plazaola, al Brigadier Soldevilla, a los médicos Llord y Villanueva, y al caballero francés Saint-Silvain.

– Veo que tiene usted una memoria felicísima – afirmó Romarate, sosegado ya de su recelo. Me ha dicho usted que era camarista de Su Majestad la Reina.

– Sí, señor. Mi esposo, caballerizo de Su Majestad, quedó en Portugal, encargado de traer con sigilo pliegos del Rey a Madrid y a las Provincias Vascongadas… Nuestro viaje fue pesadísimo por causa de las calmas. Doña Francisca, impaciente por llegar a Inglaterra, imprecaba con ardor a los vientos dormidos y al tiempo perezoso… Por fin ¡válgame Dios!, llegamos a Portsmouth, en cuyas aguas nos tuvieron fondeados dos días sin dejarnos desembarcar. ¡Qué ansiedad, qué amarguras las de aquellas horas! A bordo vinieron varias autoridades que, con preguntas irrespetuosas, indiscretas, aumentaban la desazón de la Familia Real. Al cabo llegó un inglesote con el escopetazo de que el Gobierno británico no reconocía los derechos de nuestro señor don Carlos al trono de España, y que no podía tributarle honores regios, ni tampoco honores de Príncipe, como no renunciase previamente a lo que aquel bárbaro llamaba derechos ilusorios a la Corona. No podía, pues, el Gabinete inglés concederle mejor trato que el correspondiente a un simple particular.

– De entonces acá, señora mía – dijo sesudamente el caballero de San Juan, – ha cambiado mucho la opinión de la Inglaterra respecto a estos particulares, y no han tenido poca parte en esta mudanza los escándalos del reinado de esa pobre doña Isabel… Y no la llamo Reina, porque no lo ha sido más que de hecho… El hecho contra el derecho claro y patente no tiene valor alguno. Esa Isabel, mal llamada Segunda, es para mí como una sombra que ha pasado por el Trono sin romperlo ni mancharlo… Siga usted, señora.

– El agravio de aquellos malditos ingleses nos encendió la sangre. Como no nos entendían, les insultábamos en nuestra lengua. Yo no podía contenerme: les dije todas las desvergüenzas que podía decir una señora, y algunas más… Saltamos en tierra… El Rey se mantenía en su paciencia taciturna: miraba al suelo y movía los labios como si rezara entre dientes. Doña Francisca, mujer poco sufrida, de sentimientos hondos, fácilmente inflamables, no disimuló la quemadura en el rostro que el bofetón inglés le había causado, y con fiera dignidad de Reina ofendida protestaba del ultraje en formas iracundas. No había consuelo para ella. La negación, burla más bien, de sus derechos, les ponía en un grado de excitación cercano a la demencia… La familia no quiso residir en Portsmouth. En una quinta de las cercanías de Gosport se instalaron los Reyes con su inmediata servidumbre. De las camaristas, yo fui la única que permaneció junto a la Reina doña Francisca, y puedo asegurar que ni una sola vez puso la Señora sus pies en la calle: tan grandes eran su tristeza y abatimiento.

Pausa larga y patética. Suspiró el caballero de San Juan, y su mirada melancólica, al vagar por la estancia como ave que busca su nido, se cruzó con la mirada igualmente desconsolada y errabunda de la señorita angélica, que figuraba en el mundanal catálogo como sobrina de la Marquesa de Subijana. Chocaron las miradas un momento; la señorita recogiose de nuevo en sí, apretando contra el cuerpo sus alas, sin decidirse a volar; rasgó el silencio una tosecilla del caballero, y al poco rato lo cortó la voz bien entonada de la señora, que así reanudaba el hilo de sus graves historias:

«Triste era la existencia de las reales personas en la soledad de Gosport. Corrieron los días con la única distracción de proyectos de viaje y planes belicosos. En diarios consejos de magnates se trataba de los arbitrios para costear la campaña en el Norte de la Península, donde ya estaba encendida la guerra; tratábase asimismo de si la presencia del Rey era o no necesaria para inflamar los ánimos de la gente carlista. Un día de gran discusión en el consejo, se levantó fuerte altercado sobre esto, y el Obispo Abarca y el francés Saint-Silvain opinaron porque el Rey se reservara, cuidando de no exponer su persona al riesgo de los combates. Presentose de improviso la Reina en medio de la junta o concilio, y con acento de dignidad y enojo soltó un severo discurso terminado con esta frase: Quien aspira a ceñirse una corona por la fuerza, no ha de mirar peligros, no ha de mirar más que a la posibilidad o certeza de lograr el triunfo.

»No fue menester más para que todos se decidieran por la presencia inevitable de Carlos V en Navarra y Guipúzcoa… Poco después, el travieso Silvain se procuraba unos pasaportes falsos expedidos a favor de Alfonso Sáez y Tomás Saubot, comerciantes en la isla de la Trinidad, y al amparo de estos papeles, partió don Carlos de Londres, atravesó el Reino de Francia, y el 1.º de Julio del 34 fue recibido en Elizondo por Zumalacárregui. Un faccioso más dijo el badulaque de Martínez de la Rosa al saber la noticia… El faccioso era el Rey, un leño más, un bosque de leña arrojado en el incendio de la guerra.

– Incendio – afirmó prontamente el Bailío – que no quedó extinguido en Vergara, sino mal tapado entre cenizas.

«Llego a lo más sensible, a la mayor amargura y desolación de la historia que me tocó presenciar, y fue la muerte de mi amada señora y Reina doña María Francisca de Braganza. La proscripción, la estrechez de la vivienda, la negrura del cielo inglés, los desaires de aquel Gobierno hereje más inclemente que cielo, suelo y clima, la incertidumbre y ¿por qué no decirlo?, la pobreza, pues Su Majestad llegó a carecer de lo más preciso, destruyeron su salud. La grande heroína quedó desarmada para la tremenda lucha que sostenía… La veíamos desmerecer por meses, por semanas. Su lozanía degeneró en extrema flaqueza. Todo en ella moría lentamente; sólo vivían en sus ojos la tristeza y la majestad. Su hermana doña Teresa y yo, únicas personas que la asistíamos con nuestro cariño y nuestros cuidados, vivíamos en constante alarma. La arrogancia, la tirantez de voluntad que sostenían, como armazón de hierro, aquella desmayada naturaleza, vinieron a tierra con dos golpes de adversidad que recibió en Mayo de aquel año funesto. El uno fue las malas nuevas que recibió del Pirineo, confirmadas por una carta de don Carlos en que le decía que, sorprendido por las avanzadas cristinas, estuvo a dos dedos de caer prisionero. Se salvó de milagro gracias a un pastor llamado Esain que en hombros le sacó por entre peñas y precipicios horribles, ocultándole en una choza».

– Fue la ocasión más crítica – dijo don Wifredo – en que se vio Su Majestad durante aquella guerra, y una de las que más claramente manifestaron la acción tutelar de la Providencia.

– Permítame usted, señor Bailío – dijo con cierto escepticismo de buen tono la Marquesa historiadora, – que dude de las bondades de la Providencia en aquellos días tristísimos. Esa señora tutelar no se dignó evitar a doña Francisca el horrible notición de la escapatoria de Carlos V, llevado a la pela por un pastor, como si fuera una oveja descarriada. Y para mayor desdicha, sobrevino nuevo altercado con las autoridades inglesas por negarle estas a la Señora los honores que a su realeza correspondían… Ardiendo en indignación, doña Francisca no se mordió la lengua. «Mis pretensiones y derechos – les dijo – nacieron conmigo; tienen un origen tan remoto y respetable como mi propia existencia. Toda detentación de estos derechos será un atropello inicuo». No se dieron por convencidos los ingleses… La infeliz Reina, sintiendo que se hundía todo su tesón, cayó moralmente desplomada, y su espíritu no alentó ya más que para prepararse a un morir cristiano… ¡Ay, señor!, no podré contar a usted la muerte de mi amada Señora sin que mis ojos se llenen de lágrimas y el corazón se me despedace. Arrebatada Su Majestad de una fiebre violentísima, estuvo algunos días entre vida y muerte. La ciencia hizo esfuerzos desesperados, y al fin se retiró de la lucha, dejando a la enferma en manos de Dios. Nuestros cuidados fueron también ineficaces… La tribulación y congojas de los últimos días no podré olvidarlas si mil años viviera… Rodeada de su familia y servidumbre, con entero conocimiento, despidiéndose de todos en tierno lenguaje, que parecía descender del cielo, grandiosamente, santamente, entregó su alma al Señor a las once y treinta y cinco minutos de la mañana del 11 de Junio.

Gimoteando terminó la noble dueña su página histórica, y la señorita angélica rompió a llorar amargamente.

«Esta niña – indicó la Marquesa, tratando de contener su propia emoción – es tan sensible, que no puedo referir delante de ella los trances dolorosos de nuestra Causa sin que se deshaga en lágrimas, como usted ve. Hija del alma, sosiégate. Han pasado más de treinta años desde aquellos días tristes, y ahora esperamos días risueños».

Ni con estas palabras afectuosas se le calmó a la sobrinita la congoja, que más parecía mal de corazón… Contagiose la tía, y por no ser menos, también se afectó dolorosamente don Wifredo, que hubo de llevarse a los ojos su pañuelo marcado con la cruz de San Juan de Jerusalén sobre las iniciales.

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12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
290 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
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