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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», страница 4

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VIII

El militar, aturdido por tan inesperado como funesto accidente y no comprendiendo bien lo que había oído, creyó que la excesiva alegría la había desconcertado; mas antes de acudir a los remedios que el paroxismo reclamaba, hincose en tierra, y besando y abrazando a su madre, la llamó con los nombres más tiernos y afectuosos, seguro de que su voz la despertaría. Salvador no había visto aún a otra mujer que en la estancia estaba: era una vieja flaca y amarillenta, de ojos ardientes y vivos como ascuas, descarnadas y picudas manos, una de las cuales oprimía el puño de un bastón negro, mientras la otra se alzaba acompasadamente a la altura de la cara, para servir de signo visible y movible a su extraño lenguaje. No la vio Monsalud hasta que se acercó a él, y poniéndole los cinco amarillos palitroques de su mano sobre la pechera del uniforme, le dijo con terrible ironía:

– Acábala de matar, verdugo, acaba de matar a tu santa y buena madre.

Salvador miró a la vieja, y aunque de antiguo la conocía, su triste aspecto y la áspera y desapacible voz produjéronle impresión muy extraña, especie de frío intenso y doloroso en el corazón, cual si con una aguja se lo atravesasen, erizamiento nervioso y acritud en los dientes, como lo que se siente al contacto de las cosas agrias y heladas.

– Por Dios, doña Perpetua, dígame Vd. ¿qué tiene mi madre? – exclamó el joven. – ¿Está mala?

– ¿Eres tú la causa y lo preguntas? – añadió la vieja, poniendo su mano sobre la frente de la desmayada.

Luego paseando sus dedos por la pechera del levitón de Salvador, y tentando la botonadura adornada con águilas, y metiéndolos después entre la lana del sombrero y deslizándolos por las carrilleras de cobre, dijo:

– ¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta francesa, y preguntas lo que tiene tu madre! ¡Pobre Ferminita! ¡Se resistía a creer tan grande infamia en el hijo que llevó en sus entrañas y crió a sus pechos! ¡Pedía a Dios fervorosamente que no fuese verdad lo que le habían dicho; su alma se consumía en hondas tristezas, y sin consuelo pasaba las noches llorando tanta afrenta! La muerte del hijo que perece en los campos de batalla destroza el corazón, pero no afrenta; la traición del hijo desvergonzado que comete la infamia de pasarse al enemigo, es el más vivo de los dolores de una madre española.

– Usted está loca, madre Perpetua – dijo Monsalud rechazando a la vieja con desdén. – Mi madre es una mujer sencilla: ya comprendo todo. Vd. y el cura le han trastornado el juicio con eso de traiciones y afrentas. Honrado soy. Mi buena madre no me aborrecerá por lo que he hecho.

– ¡Monstruo! – gritó la vieja agitando el palo. – Huye de aquí. Vete con esos herejes que te han catequizado: vete con Satanás que es tu amo; vete al negro infierno que es tu casa. Deja a esta santa mártir que ya te ha llorado como perdido para siempre. No eres su hijo: tú no puedes haber nacido en esta casa, ni en este honrado país… Vete, vete, hereje, judío; mas ¿qué digo? ¡francés!

El apostrofado miró a la vieja; mas sin acobardarse siguió esta vituperándole con la firmeza y el aplomo de quien tiene la seguridad de ser respetada. Vestía doña Perpetua el traje de las antiguas dueñas, con toca blanca rizada y limpia, manto y saya negros, pendiente de la cintura un luengo rosario y del pecho cruz de madera sencilla. A pesar de los muchos años, su talle era derecho y apenas se encorvaba un poco al andar. Indudablemente había en el aquilino perfil de la vieja cierta energía majestuosa que hacía recordar, a quien las hubiese visto, las rigurosas y ceñudas sibilas creadas por la inspiración artística. Acartonada y seca no tenía la repugnante escualidez con que nos pintan a las brujas. Expresábase con vigor y hasta con elocuencia, y su voz retumbaba en los oídos como una campana de mucho uso, mas no rota todavía.

Para que nuestros lectores no carezcan de todas las noticias necesarias respecto a tan singular tipo, les diremos que la madre doña Perpetua tenía cien años cabales, no hallándose ciertamente en proporción su acabamiento con su mucha edad, que a la vista no parecía exceder de los setenta. Era una doncella secular nacida en la Puebla de Arganzón a poco de establecerse en España Felipe V, y que nunca había salido de aquel pueblo. Dedicose desde su juventud a obras piadosas, mas sin aficionarse al claustro: gustaba de la independencia y de andar de casa en casa comadreando, y trayendo y llevando noticias, dichos e ideas, libando aquí y melificando allá cual las abejas. Así creció y fue echando días y años como el siglo, y pasaron ante ella tres generaciones de pueblos y tres generaciones de reyes y veinte guerras, y ella pasó de un siglo a otro como quien atraviesa una puerta para pasar de la sala a la alcoba.

Su vida austera y los buenos consejos que daba para reconciliar matrimonios y dirimir contiendas y transigir desavenencias y acomodar caracteres, juntamente con su buena manderecha para establecer la concordia en todas partes, diéronle gran reputación en la villa. Respetábanla mucho, y cuando abría la boca, conticuere omnes. Como era tan larga su vida y había visto tanto bueno y tanto malo y tenía mucha experiencia de las cosas físicas y morales, tomábanla todos por consejera. Sabía curar males de varias clases, y conocía mil salutíferas hierbas y untos, además de toda la farmacopea casera, mezclando en hórrido caos la medicina y la religión, lo terapéutico y lo supersticioso. Enciclopedia del alma y del cuerpo, reunía todo el saber y todo el sentir de su país en aquella época.

Rezaba por todos los muertos y reía por todos los nacidos. No había bautizo, ni duelo, ni boda a que no asistiese, disfrutando de lo mejor del festín, cuando lo había. Sabía contar especies diversas de cuentos interesantes, algunos heroicos, muchos de pícaros tahúres y guapos, y los más de devoción o de brujerías, males de ojo, miedos y otras cosas divertidas que embobaban a los chicos y a las mujeres. Ningún asunto doméstico o social o religioso tenía para ella secretos, y era la ciencia suma en teología de aldea, en economía al pormenor, en culinaria y en filosofía burda.

Doña Fermina a los pocos minutos, comenzó a querer volver de su síncope. La vieja había traído agua en una escudilla y le rociaba el rostro diciendo:

– Ya vuelve en sí; aunque para ver lo que tiene delante, más valiera que sus ojos no se abrieran jamás a la luz. Vete, te digo, tu madre te llora muerto; no turbes la paz de su alma poniéndotele delante en esa forma aborrecible.

Monsalud sin escuchar a doña Perpetua, alzaba a su madre del suelo y cuidadosamente la sentó en su sillón. Sosteniendo con sus manos la cabeza de la infeliz mujer, le decía:

– Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo de siempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asustado Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.

Doña Fermina, viendo el rostro de su hijo cerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas después apartó la cara y extendió los brazos para rechazar al joven.

– ¡Mi hijo… francés!… – repitió con el mismo tono de angustia y terror…– ¡Ese traje!… ¡Era verdad!

– ¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquí atormentándote, Ferminita! – exclamó con desabrimiento la vieja. – ¿Hase visto desvergüenza semejante?

– ¿Qué delito he cometido? – dijo Monsalud con viva congoja estrechando entre las suyas las heladas manos de su madre, y de rodillas ante ella. – ¿Qué habré yo hecho para que Vd. se desmaye, madre, cuando me ve, y esta buena mujer me manda huir?

– ¿Qué has hecho? – repitió la madre con estupor. – ¡Te has pasado a los franceses, estás maldito de Dios y de los hombres, tocado de herejía y perdida para siempre tu alma y contaminada yo también por haberte parido y criado!

– ¡Qué horribles palabras y qué espantosa idea! – exclamó el joven procurando reír, pero con el alma destrozada de vergüenza y dolor. – ¿Tantos males ocasiona este capote que llevo? ¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal, yo resistí, conociendo que era una falta servir a los enemigos de mi patria; pero me moría de hambre, y además mi tío tenía mucho empeño en que yo sirviera a los franceses. Una vez dado este paso, ya no puedo volver atrás, porque el honor me prohíbe vender a los que me han dado un pedazo de pan para vivir y una espada para que los defienda. Si por esto he perdido el amor de mi madre, de la única persona que en el mundo me ha querido, de la que me dio la vida, de aquella a quien he consagrado siempre la mía, será porque algunos malintencionados habrán emponzoñado su alma con bajos sentimientos.

– No, yo te amo siempre – dijo doña Fermina, no pudiendo resistir el ansia vivísima de besar a su hijo y regar con ardientes lágrimas sus mejillas, aunque doña Perpetua extendía a menudo entre los dos sus manos de cartón; – yo siempre te quiero, pero he hecho juramento ante Dios de no admitirte bajo este techo ni darte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abjuras tus errores y maldices tus banderas infernales y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patria y al deber… Mi conciencia me exigió este juramento y lo he prestado por consejo de respetables personas a quienes debo consuelos tiernísimos en esta última y tan amarga desventura que ha caído sobre mí.

El joven, cubriendo con ambas manos su rostro, lloró; mas de súbito estalló una violenta indignación en su alma, y apartándose de las dos mujeres, púsose en el centro de la pieza.

– Mi honor – gritó con voz alterada y resuelta— me impide desertar; pero si pierdo el amor de mi madre, y se me arroja de mi casa porque no quiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir. Aquí tengo una espada – añadió desenvainándola, – y no me falta valor para atravesarme con ella el corazón.

Doña Fermina se arrojó llorando en brazos de su hijo. La mujer secular permanecía silenciosa, fría, clavada en su silla, contemplando la patética escena como una estatua de cartón que dentro de su pasta encolada tuviera un alma observadora. Sus ojos negros clavábanse en el joven con fijeza aterradora.

En aquel instante entró un nuevo personaje. Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguíneo, duro y tosco, mas no desagradable por cierto, mirar franco y campechano que le animaba y hasta le embellecía. Su cabeza calva, apenas se exornaba económicamente con un cerquillo de blancos pelos esporádicos sobre las sienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpo era bravío, imponente, recio, como de varón hecho a las intemperies, a las luchas con hombres y elementos. Vestía negro traje talar, llevado con desenvoltura y abierto por delante para poder introducir fácilmente las manos en el bolsillo o cuadrarlas en la cintura, como frecuentemente lo hacía aquel hombre, dueño de dos manos enormes, velludas, que sabían llevar el arado, la espada y la hostia. Era D. Aparicio Respaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.

Mirando al mancebo, más bien con lástima que con rencor, le dijo:

– Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Te hacíamos muerto, muerto con la muerte de la deshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se va y queda la vergüenza.

Luego acercándose a doña Fermina, que deshecha en lágrimas, recibía consuelos y caricias de la beata, le dijo:

– ¡Señora Fermina, valor!… El sentimiento materno es el más fuerte de todos. No trate usted de vencerlo: al contrario, desahogue su pecho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no es quizás perdido para siempre, y puede resucitar, si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré el primero que le reciba en mis brazos.

– Y yo – repitió la beata sin que se mostrase en la engrudada máscara de su rostro, compasión, ni alegría, ni sentimiento alguno. – Yo también le abriré mis brazos.

– Hijo mío – dijo doña Fermina poniéndose de rodillas ante Salvador y cruzando las manos, – vuelve en ti; deja esos hábitos infernales, abandona a los que te han seducido, torna a la patria y recibirás la bendición de tu madre y el amor que siempre te he tenido y te tengo a pesar de tu horrible pecado. Hazlo por Jesucristo crucificado, por la religión que te enseñé, por el agua que en el bautismo recibiste, por el pan eucarístico que has recibido en tu cuerpo; hazlo, por mí, por mi honor y buen nombre, que para siempre he perdido en este pueblo, por mi tranquilidad que no recobraré sin ti; hazlo por el señor cura de nuestra aldea que te enseñó los mandamientos y la doctrina y la lectura y la escritura y el latín, con lo poco que sabes; hazlo por la santa doña Perpetua que nos da tan buenos consejos y más de una vez te ha entretenido contándote tan bellas historias; hazlo, en fin, por todos los que te aman en esta villa y en el lugar de Pipaón, donde no sé si por ventura o eterna desdicha mía naciste.

Monsalud, enternecido por voz tan elocuente que agitaba hasta lo más hondo su alma, como la tempestad el Océano, se había sentado en un escabel y con los codos en las rodillas y la cabeza encajada entre las palmas de las manos, lloraba en silencio. El témpano colosal y endurecido de su entereza se desleía poco a poco.

– Y lo que es ahora – dijo el cura para favorecer el deshielo— los franceses van a ser destrozados. ¡Pobrecitos de los que se unan a ellos!

– Bueno – dijo Salvador alzando de repente la cabeza; – déjenme que lo piense. Eso no se puede decidir en un momento: los que estamos acostumbrados a cumplir con nuestro deber, y a obedecer a nuestros superiores…

– No hay ningún superior que tenga sobre ti más autoridad que tu madre – dijo el cura paseándose por la habitación, con las manos a la espalda; – tu madre, personificación viva de la patria, que a todos sus hijos gobierna y dirige.

Doña Fermina corrió a abrazar a su hijo, besándole cariñosamente en la frente y en las mejillas.

– Querido niño mío – le dijo, – veo que estos dos excelentes amigos te van convenciendo. Dejarás a esos perros franceses, devolviéndome la tranquilidad y poniéndome en paz con mi conciencia y con Dios. Siéntate, descansa; te esconderemos para que no puedan verte los vecinos con ese endiablado uniforme…

– Es una imprudencia que le tengas en tu casa mientras de todo en todo no se convierta – dijo la santa con severidad.

– ¿Y qué importa? – repuso doña Fermina ofendida de la intolerancia de su consejera. – Mi hijo está arrepentido. El pobrecito estará hambriento y fatigado. Lo primero es que tenga salud.

– Puede quedarse – afirmó el cura, menos celoso que la beata. – Salvador es un buen muchacho… ha dicho que lo pensaría… Tiene buen natural y mucha inteligencia… y sobre todo, el deber le ordena servir a la patria. Aquí donde me ves – añadió deteniéndose en medio de la estancia en actitud marcial, – estoy disponiéndome para salir por ahí con otros amigos… Ya sabes que mi puntería es la mejor de toda la tierra de Álava. Hemos decidido organizar una partidilla, para auxiliar a las de Longa. ¿Qué te parece mi proyecto? ¡Oh, admirable! Los hombres se deben a su patria, y es preciso que nosotros, los que estamos en cierta jerarquía demos el ejemplo a los demás… La ocasión es solemne, y ningún español puede permanecer en su casa: Wellington está cerca y es preciso ayudarle. ¿Qué tal? ¿Te animas? Yo no espero sino a que venga de Peñacerrada D. Fernando Garrote, que es hombre muy entendido en guerras, para partir con él… Serás un buen escopetero, Salvador.

– Siéntate, hijo – indicó la madre, observando que el joven no se entusiasmaba excesivamente con el bélico ardor de Respaldiza. – Voy a aderezar algo de comida. Estarás muerto.

– No tengo ganas de comer – respondió el mozo, profundamente abstraído.

La madre le miró con desconsuelo, viendo sin duda en su abatimiento pensativo la señal de nuevas vacilaciones.

– He dicho que lo pensaría, ¿no es eso? – murmuró Monsalud sin pensar en comer. – Pues bien, lo pensaré… déjenme pensarlo todo el día… Es cosa grave… El convoy que he custodiado y que lleva el general Maucune, sale ahora mismo; pero yo no saldré hasta mañana con el convoy grande.

La madre y los dos amigos permanecieron mudos, y sin pestañear le observaron. Luego abrazó el hijo a la madre, y sonriendo dijo:

– Volveré más tarde.

Cuando salió de la habitación, la vieja se expresó así:

– ¡Perdido, perdido para siempre!

Más optimista y generoso el cura, tranquilizó a la afligida madre, diciendo:

– Es nuestro.

IX

Para mayor claridad de sucesos que han de venir, Dios mediante, no estará de más referir algunos antecedentes relativos a las principales personas de esta historia. Era doña Fermina natural de Pipaón y rama del tronco de una honradísima e hidalga familia; mas Dios quiso que en ella y su hermano tuviese fin el lustre de su casa, pues quedando huérfanos en edad temprana, mientras él derrochaba en Madrid toda la fortuna paterna, sufrió ella una desgracia irreparable que por siempre la condenó a la oscuridad y a la vergüenza, con lo cual acabó para el mundo, y en el olvido quedaron las nobles prendas de su alma y superior mérito.

Una herencia de poquísimo valor y un pleito enfadoso la obligaron a establecerse en la Puebla en 1811. Vivía allí con modestia y muy retirada; pero la trataban algunas personas, y entre ellas asiduamente doña Perpetua y el cura, que bien pronto ejercieron en su ánimo grande influencia, convidándoles a ello la gran sencillez y bondad de la piadosa mujer. Doña Fermina no era vieja aún; pero habíala desfigurado la negra tristeza que en todos tiempos llenaba su alma, y finalmente el pesar por la ausencia de su hijo. Los amores de este con cierta joven de la villa, y sus cuestiones y disputas con otro muchacho, hijo de acomodados padres, obligaron a doña Fermina a enviarle a Madrid, donde hizo lo que ya sabemos, y se entregó en cuerpo y alma a los franceses.

Después de la conferencia antes referida, salió Monsalud a la calle, y vagó por las principales del lugar, tan ocupado por sus pensamientos que a nada atendía, ni paró la atención en la mucha gente que le miraba. Su entereza había sido muy quebrantada por la lastimosa escena de la mañana, y la deserción que antes le parecía un hecho deshonroso, contra el cual a voces protestara su pura conciencia, se le representaba al fin no sólo como natural, sino como en alto grado laudable y meritorio. El grande amor que a su madre tenía, y el prestigio de las dos religiosísimas personas de que se ha hecho mención, habían trastornado sus ideas, abierto nuevas vías a su pensamiento, y cambiado el modo de ver las cosas de la vida y especialmente de la guerra.

– Es indudable – dijo para sí— que el deber que hacia mi patria tengo anula todos los demás deberes… Al nacer contraje con mi patria el compromiso tácito de defenderla, y este compromiso anula también todos los juramentos posteriores… Váyanse los franceses con doscientos mil demonios… Pero una conciencia honrada ¿puede consentir el abandono traidor de los que nos han hecho un beneficio, y el hacer armas contra ellos, aunque sea en las filas de la patria? No, en caso de desertar renunciaré a mis grados militares, romperé mis charreteras y dejando a los franceses, me retiraré a mi casa resuelto a no volver a tomar un fusil en la mano.

Así discurría, balanceando su voluntad de un lado para otro, pero inclinándose más del lado de la deserción. Al fin sus pensamientos tomaron vuelo por distintos espacios, y puso en olvido a franceses y españoles: en aquel mar agitado de sus ideas sobrenadó lo que sobrenada siempre, y todo lo demás se fue al fondo. Mirando las verdes copas de unos árboles que se elevaban sobre los tapiales viejos de una huerta entre irregulares tejados, dijo hablando consigo mismo:

– ¿Estás ahí, Genara? Todo sigue lo mismo, árboles, casa, cielo y tierra, el aire y el sol, y lo mismo también mi corazón, que antes dejará de latir que de quererte.

Los redobles de tambor que sonaron en las inmediaciones del pueblo le obligaron a seguir adelante.

– Como la división no se pone en marcha hasta mañana temprano – dijo— tengo tiempo de pensar lo que debo hacer; vamos al campamento y esta noche… Esta noche veré a Genara aunque me sea preciso degollar a su madrastra y ahorcar a su abuelo.

Pensándolo así, fue al campamento llamado por su obligación; mas nada le ocurrió en él digno de contarse, por lo cual apresuramos la narración, acortando el día y transportando a nuestros lectores a la apacible y oscura noche, cuando Monsalud dirigiose solo y con el alma llena de ansiedades entre dulces y dolorosas, a aquellos mismos tapiales de tierra que por la mañana vimos, descollando sobre ellos la frondosa arboleda de una huerta. Llegó el joven y reconocidos los contornos para ver si alguien le observaba, cerciorado al fin de que en las callejas contiguas no había curiosos ni rondadores, tomó una piedrecilla y la arrojó contra la única ventana de la casa que a la huerta daba. Luego articuló hábilmente unos silbidos que parecían el canto de un pájaro nocturno; mas ninguna señal de la casa contestó a su extraña música hasta la tercera repetición.

Abriose al fin la ventana, pero no conociendo Salvador la persona que en el oscuro hueco apareciera y receloso de que fuera el suspicaz abuelo o la vigilante madrastra, calló y ocultose en las densas sombras que proyectaban las cercanas paredes. Poco después creyó sentir pasos en la huerta y el tenue ruido de las matas que se rozaban unas con otras, apartándose para dar paso a un vestido. Acercose entonces muy quedito a la empalizada que tapaba la entrada de la huerta, y que en sus tablas carcomidas tenía grietas, agujeros y hendiduras suficientes para dar paso libre a la palabra durante la noche y aun a la vista durante el día. El joven conocía aquellos viejos maderos, la disposición de sus huequecillos y claros como se conoce el traje que se ha usado muchos años. Al pegarse a ellos su corazón más que su oído le dio a entender que por dentro suspiraba una persona.

– Generosa – dijo aplicando los labios a una juntura por donde difícilmente podía pasar un dedo.

– Salvador – repuso desde el contrario lado una dulce y conmovida voz como gemido del viento entre las hojas. – ¿Eres tú?

– Aquí estoy, siempre tuyo, siempre queriéndote, muriéndome, Genara, por ti – dijo Monsalud oprimiendo su cuerpo contra las frías y duras tablas. – Dime si me has olvidado, si quieres a otro. Genara, estás aquí y no puedo verte. ¡Maldita noche!… ¿Me has olvidado? ¿Me quieres todavía?

– Sí – repuso desde dentro la dulce voz, – te quiero. ¿Por qué has estado tanto tiempo sin escribirme? ¡Cuánto me has hecho llorar!

– Genara – exclamó el joven apoyando su frente abrasada sobre la madera, – mete tus deditos por esta rendija de la derecha.

Dos blancos dedos aparecieron por la rendija, moviéndose como dos culebritas. Monsalud, después de imprimir en ellos amorosos besos los estrujó entre sus manos, hasta que la muchacha los retiró diciendo:

– Me lastimas, Salvador.

– Genara, soy muy desgraciado, soy el más infeliz de los hombres. Déjame que te vea, pues viéndote, aunque sea un momento, me será menos penosa la vida.

– ¿Por qué eres desgraciado?

– ¿Por qué…? – repuso el joven vacilando, – porque no te veo, porque tu abuelo y tu madrastra no quieren que seas para mí… Genara, por Dios, rompamos estas tablas.

– ¿Estás loco? Deja las tablas como están y hablemos. Aún no sé si podré estar aquí mucho tiempo.

– ¿Los de tu casa duermen?

– Sí; pero mi abuelo tiene el sueño muy ligero, y como todos hemos de madrugar mañana para ir a Vitoria, se ha acostado vestido, y al menor ruido, Salvador, saldría como un león.

– ¿Te vas a Vitoria?

– Sí, el abuelo teme que los franceses destruyan esta villa. Allá estamos más seguros… ¿Irás tú por allá?

– Tal vez.

– Pero no me has dicho las causas de tu desgracia. Yo también soy desgraciada. Tengo un pesar que me destroza el alma. ¿Sabes por qué? Porque te quiero, Salvador – dijo la muchacha con acento quejumbroso, – porque te quiero mucho, porque desde hace dos años, desde que tú y tu madre vinisteis a estableceros en esta villa, te estoy queriendo.

– ¿Lloras, Genara? – preguntó Monsalud, oyendo los sollozos de su amiga.

– Sí, lloro… Pero de ti depende que me muera de dolor o que sea muy feliz. Respóndeme.

– ¿A qué?

– Salvador, Salvador de mi alma, en la Puebla se ha dicho que te habías pasado a los franceses. Hoy mismo dijo mi abuelo que estabas entre los vándalos que llegaron anoche. Yo no he querido creerlo, se me ha resistido creerlo: dime si es verdad, dime si te has pasado a los franceses; y si es cierto, Salvador, no volverás a oír una palabra de mi boca, ni me verás. Genara ha muerto para ti. Genara te aborrece.

Monsalud se quedó yerto y frío y sin habla. Helado sudor corría por su frente.

– Genara – dijo haciendo un esfuerzo para traer la palabra de su agitado corazón a sus trémulos labios, – ¿por qué has de tomar tan a pechos…?

– Contéstame pronto – repitió la voz.

El joven vaciló un momento y después dijo:

– Pues bien; es mentira.

– ¡Salvador, has dicho que es mentira! – exclamó Genara alzando la voz. – ¡Bendita sea tu boca! ¡Bendita sea tu alma! Todo mentira; invenciones de la gente, envidia también de tus buenas prendas.

– Invenciones, envidia – repitió sordamente Salvador.

– Pues tú me lo dices, lo creo – dijo la muchacha. – Nunca me has dicho sino la verdad. No sé de dónde ha sacado la gente tal noticiota. Dijeron que te habían visto hoy por el pueblo, vestido con un uniforme verde y un sombrero de piel.

Monsalud calló.

– Hace un momento, Salvador mío, me quedé dormida; soñé primero con tu uniforme verde y tu sombrero de piel, adornado con un águila dorada. ¡Me causabas horror! A pesar de tanto como te he querido, viéndote de aquel modo me parecías el más horrible, el más espantoso de los hombres.

Salvador sentía en su garganta un cerco de hierro que le ahogaba. Era la gola con la insignia imperial. Bajando hasta su pecho le mordía el corazón, y el águila majestuosa que exornaba su frente no le hubiera quemado el cerebro con más violencia, si fuera una llama. El desgraciado joven sentía en su interior una ansiedad semejante a la agonía que precede a la muerte.

– Pero después – prosiguió la joven— tuve otro sueño mejor. Soñé que lo de pasarte a los franceses era mentira, como has dicho, soñé que volvías a la Puebla vestido de paisano, pobre, pero con honra; que volvías después de haber estado combatiendo con los franceses en las filas de Longa, de Pastor o de Mina… ¿Estás de paisano? Cuéntame lo que has hecho durante ausencia tan larga.

– Todo te lo contaré. Pero dime; si yo hubiera cometido la infamia, la deslealtad, la alevosía de servir a los franceses, ¿es cierto que habrías aborrecido al pobre Salvador que lo mismo te quiere hoy que ayer?

– No me lo digas – contestó la joven. – ¿Por qué se quiere a las personas? ¿Por el rostro? No lo creas. Se quiere a las personas por las prendas del alma, por el valor, por la honradez, por la generosidad, por la lealtad, por la dignidad, por la nobleza.

Monsalud no oía estas palabras. Sentíalas en su corazón como saetas que se lo atravesaban de parte a parte.

– El que en una guerra como esta – continuó la joven— da de lado a sus hermanos que están matándose por echar a los franceses; el que ayuda a los enemigos, a esa caterva de herejes, ladrones y borrachos, es un traidor cobarde, un ser despreciable, un Judas. Los perros de España merecen más consideración que el que tal vileza comete. Si tú la cometieras, Salvador, no sólo te aborrecería, sino que me mataría la vergüenza de haberte querido.

Monsalud apuró con resignación este cáliz de amargura. Las palabras de la vehemente muchacha, juntamente con el recuerdo de la escena ocurrida en la casa materna, le hicieron comprender la inmensidad del sentimiento patrio. Todo lo que en él había de violentamente salvaje desaparecía ante la grandeza de su lógica. Contra aquello ¿qué podían José ni Napoleón con todos sus ejércitos? Sobre aquel sentimiento, sobre aquel odio de las muchachas a todo el que no fuera patriota, descansaba la inmortalidad nacional, como una montaña sobre sus bases de granito. Monsalud lo vio todo, vio aquel gigante cruel y sublime, salvaje pero grandioso, y se inclinó ante él abrumado, vencido, resignado, comprendiendo su propia miseria y la magnitud aterradora de lo que tenía delante.

– Genara – dijo con voz conmovida, – mete tus deditos por esta rendija. Me muero de dolor; soy el más desgraciado de los hombres.

– ¿Por qué? – dijo Genara poniendo su alma en las yemas de los dedos y echándola a la calle. – Yo estoy contenta… ¿Pero Salvador, qué es esto que toco? Un botón de metal, y otro, y otro. ¿Tienes uniforme?

– Me compré un chaquetón en Valladolid, cuando venía para acá – repuso turbado el militar. – Así se usan hoy.

– Salvador, ahora que te has movido, ha sonado contra el suelo una cosa de hierro. Parece un sable.

– ¿Pues no te dije que lo tenía? Sí, me lo dieron unos guerrilleros en Nájera.

– ¿Has estado con los guerrilleros? – preguntó la joven con entusiasmo. – ¡Y no me lo habías dicho! ¡Oh, con los guerrilleros! ¡Bendígalos Dios!… Salvador, entra tu mano por este agujero grande que hay más arriba… ¿Con que has estado con los guerrilleros?

La mano de Monsalud pasó de la calle al jardín, y el joven sintió sobre ella los labios de la joven, quemándole como ascuas, que se le metían por las venas adentro hasta el mismo corazón.

– Salvadorcillo – dijo la joven, acariciando la mano de su amigo, – ¿esta mano ha matado muchos franceses?

A Monsalud, después del anterior fuego, se le heló la sangre en las venas, al oír esto.

– Siempre que oigo contar hazañas de guerrilleros – prosiguió Genara— me acuerdo de ti. A todos me los figuro como tú, y me parece que nadie puede ganarte en valentía. Sueño con las sangrientas batallas en que perecen muchos franceses. ¡Ay! si yo fuera hombre, no quedaría con vida ni uno solo de esos perros. Cuando voy a la iglesia y oigo al cura contarnos en el púlpito las ventajas de los guerrilleros; cuando vienen a casa los amigos de mi abuelo y hablan de las batallas ganadas por Longa y Mina, no puedo apartar de ti mi pensamiento. Me moriría de felicidad si oyera tu nombre entre tantas maravillas de valor. Los buenos soldados de España se me representan como San Miguel, ángeles armados y hermosos que destrozan al dragón. ¿Eres tú de esos, Salvador; eres tú un San Miguel? – añadía con exaltación admirable. – Dime que sí, y te querré más todavía. Dime que has matado muchos enemigos, que has defendido a España contra esos borrachos del infierno, dime que te has bañado en su sangre maldita y machacado sus horribles cabezas, y te querré más que a mi vida, te querré como a Dios… Nosotros somos Dios, Salvador; nosotros los españoles somos Dios y ellos el demonio, nosotros el Cielo y ellos el Infierno. Así lo dicen el cura y mi abuelo, y tienen mucha razón.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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