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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», страница 3

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V

Salvador subió tristemente la escalera de la casa acompañado de varias personas que atraídas del ruido y del temor bajaron, y en la meseta donde se abría la puerta del domicilio de su señor tío, recibiole, candil en mano, la esposa de este, que le dijo así:

– No podía ser otra cosa que una barrabasada del sobrino de mi marido. ¡Todo sea por Dios! Este chico tiene la cabeza a las once y está podrido de ella. ¿Te han herido?

– El pueblo de Madrid aborrece este uniforme – gritó Bragas que detrás a poca distancia subía— y no le falta razón.

– Sólo a este loco se le ocurre sacar el sable porque le echaron un poco de fango – dijo la señora de Monsalud alumbrando para que pasasen todos a la sala.

Componían aquella noche la tertulia, doña Ambrosia de los Linos y sus dos hijas, una de las cuales, casada poco antes, vivía en el piso tercero del mismo edificio. Ambas eran bastante lindas, principalmente la soltera, que cautivaba por su frescura, por sus vivarachos ojos, por sus rosados carrillos, marcados aquí y allí con vagabundos lunares, y por su gracia en el mirar y la flexible ligereza de su cuerpo, tanto más admirable, cuanto que la muchacha era algo más que medianamente gordita, prometiendo en diversos parajes de su persona, que igualaría con los años a su enorme mamá. También estaba allí D. Mauro Requejo que solía ir todas las noches, por ser pariente de la señora de Monsalud, y no tardó en presentarse don Gil Carrascosa.

La señora de Monsalud era una mujer de presencia no vulgar ni desagradable, pero muy gastada y decaída por causas que ignoramos. Durante un matrimonio estéril, que ya contaba trece años, marido y mujer no habían ofrecido al mundo un modelo perfecto de concordia. Repetidas veces se separaron para volverse a juntar; repetidas veces crujieron los palos de las inválidas sillas, y volaron por el aire los platos desportillados, instrumentos unas y otros de la ciega cólera homicida de ambos consortes. Andrés Monsalud era hombre de mala conducta, fatuo, desarreglado, trapisondista, embrollón, aventurero. Serafinita pecaba de caprichosa, holgazana, embustera, y tenía más vanidad que una princesa, gustando mucho de emperifollarse, y sobre todo de aparentar posición y suponer posibles muy superiores a lo que en realidad tenían ella y su marido, pues reunida la fortuna inmueble de entrambos, allá se iba con la nada.

Por último, después de la tragedia de Babilafuente, Serafinita logró atraer a su marido y poner casa en Madrid, y de la noche a la mañana por mediación generosa de un caballero francés dieron a Andrés un regular destino en la Visita de Propios, con lo cual uno y otro estaban tan huecos, que de allí, a tratar a Dios de tú, apenas había el canto de una peseta. Su morada, no obstante, era humildísima, porque el sueldo no rayaba, ciertamente, en Potosí; mas Serafinita se esmeraba en aumentar con mil artificiosas combinaciones el lustre y aparato de su casa.

– Puedes respirar tranquilo, sobrino – dijo la señora con bondad. – Descansa y se te dará un vaso de agua para matar el susto.

– No quiero agua – repuso bruscamente el joven, paseándose de largo a largo por la sala. – Tengo que marcharme.

– ¡Marcharse! – exclamaron a dúo y con desconsuelo las dos niñas de doña Ambrosia.

– Este joven gusta de pendencias y de derramar sangre – añadió esta. – ¡Cómo se conoce que los franceses le crían a sus pechos!

– Pero al menos – dijo Serafinita, – ¿te quitarás el uniforme?

– Sí, hablad de eso a este babieca – indicó Juan Bragas, que había ido a fondear junto a la más pequeña de las fragatitas de doña Ambrosia. – Es muy gabacho este caballero. Los pocos españoles extraviados que sirven en las banderas de José, están a estas horas con los ojos y el corazón vueltos hacia la madre patria afligida; pero este mi D. Quijote botellesco, dice que su honor le obliga a no abandonar a la canalla.

– Hace cosa de seis meses – afirmó Serafinita— habría sido gran locura mostrar siquiera un adarme de españolismo; pero hoy es distinto. Los franceses van de capa caída y buen tonto será quien se embarque con ellos.

– ¡Oh, sí, será un idiota! – dijo doña Ambrosia, – aunque lo mejor habría sido no servirles nunca.

– Las circunstancias – añadió Serafinita— obligan a los hombres a sofocar algunas veces su natural impulso y fogosidad patriótica. Ahí está mi marido, que no le hay más español en toda la tierra del garbanzo, y sin embargo viose arrastrado a cierto compadrazgo con los franceses, y aun anduvo con masones y revoltosos, malquisto de todo el mundo. Pero de algo valen los consejos de una mujer prudente. Yo le traje al buen camino, y como mi familia, que no es ninguna familia de tres por un cuarto, ha tenido siempre relaciones con altos personajes, fácil me fue amarrar a mi esposo al pesebre de la Visita de Propios. Diole la plaza un ministro francés; ¿pero tenemos la culpa de que haya sido francés quien primero echó de ver nuestros méritos, o si se quiere, los de mi marido, para todo lo que sea cosa de aritmética en cualquiera oficina?

– Si recibimos un pequeño favor de esa canalla – gritó con vehemencia Bragas, – diéronnos lo nuestro y nada tenemos que agradecerles. Españoles somos, y ahora váyanse con dos mil demonios.

– Lo que hay en esto – dijo D. Mauro Requejo, que sombríamente había permanecido en un rincón de la sala, sin hablar hasta entonces, – es que para dar sus destinos a los señores Monsalud y Bragas, fue preciso quitárselos a otros, que pecando de empecinados, mortificaban con cuchufletas y versitos a los franceses.

– ¡Nadie hay más empecinado que yo! – exclamó con furioso arranque de entusiasmo Juan Bragas, saltando en medio de la sala, con gran regocijo de las niñas de doña Ambrosia. – ¡Viva D. Juan Martín Díez!

– ¡Viva, viva mil años! – repitió Andrés Monsalud, presentándose en la sala, con semblante reposado y satisfecho, sin duda por la vanagloria que el reciente discurso callejero había dejado en su ánimo. – ¡De buena has escapado, sobrinillo! ¡Exponerse a las iras del pueblo español!… Vamos, te perdono; yo también he sido calavera, yo también he sido revoltoso y provocativo y…

– Afrancesado – indicó con malicia doña Ambrosia. – No hay que echársela ahora de apóstol Santiago.

– Un poquillo – repuso Monsalud con turbación. – Pero de arrepentidos se hacen los santos. La prueba de mi sinceridad la tengo hoy en la confianza de mis amigos. Hanme comisionado esta tarde para preparar los festejos…

– ¿Para cuando entre D. Carlos España? – preguntó la de los Linos.

– Para cuando entre D. Juan Martín o lord Wellington… Un arco de triunfo, ¿qué les parece a Vds.? En mi oficina hemos resuelto componer unos versos, y ver si se hace un carrito.

– Ya nos cayó que hacer, amigas mías – dijo con júbilo Serafinita. – Desde mañana pondremos manos a la obra, porque las guirnaldas de rabo de cometa no son cosa que se despache en tres días.

– Y luego mucho de banderitas y escarapelas – dijo una de las muchachas.

– Y será preciso que doce o catorce doncellas tiernas se vistan de ninfas para ir delante del carro cantando el Velintón.

– Y como haya alegoría vestiremos a mi sobrino de dios Marte – indicó Monsalud.

El joven soldado dirigió a su tío una mirada de desprecio.

– Estará saladísimo – dijo doña Ambrosia. – Mi esposo y padre de estas dos niñas hizo de Marte cuando la jura del otro Rey, y era una gloria el verle con todo su hermoso cuerpo medio desnudo y un chafarote en la mano… ¡Oh! ustedes no alcanzaron a ver tanta preciosidad.

D. Gil Carrascosa, entrando apresurado en la estancia, saludó a todos con amable cortesanía, especialmente a las niñas.

– ¿Pues qué – dijo— todavía está nuestro mozalbete metido dentro de la indigna librea francesa? A estas horas casi todos los españoles que servían a José han desertado. Acabo de ver a dos que se escondieron esta mañana.

– ¡Han desertado! – repitió el coro de mujeres.

– Fuera esa casaca, sobrino – gritó Monsalud dirigiendo al hijo de su hermana imperiosa mirada. – ¡Ay! acuérdate de tu madre, a quien no nos atrevimos a dar parte de tu afrancesamiento… Si lo llega a saber, se morirá de pena.

– Te esconderemos aquí – dijo Serafinita— aunque no habrá peligro, pues ellos tienen bastante que hacer para ocuparse de ti.

– En esta casa no – afirmó con aplomo el tío. – Los vándalos conocen el rabioso españolismo mío, y de seguro vendrían a buscarle aquí, acusándome de haberle impulsado a la deserción.

– Pues se puede esconder en mi casa – dijo la mayor de las Linas, que era la casada y tenía su nido en el tercer piso.

– Eso es, que se esconda arriba – repitió con extraordinaria vehemencia la soltera, contemplando al joven Monsalud de tal modo que parecía envolverle con su mirada como en amorosa y blanda nube protectora.

– Sí, en el tercero.

– Yo le cederé mi cuarto y mi cama, y dormiré con mi hermana – añadió la doncella en un segundo arranque de generosidad.

– Francamente, Dominguita, tu esposo está fuera y no me gusta ver a dos muchachas solas en la casa con el dios Marte – objetó doña Ambrosia.

– Pues al sotabanco. Hablaremos al Sr. Pujitos para que le ceda un rincón.

– Conque, sobrino, vete despojando de tu uniforme.

El soldado, a quien tal proposición ofendía en lo más delicado de su alma, y que estaba a la sazón irritado por la escena de la calle, y además por el impertinente charlar de su tía, contestó con ardor:

– Antes me quitaré el pellejo que el uniforme. Me lo puse por mi voluntad, lo tendré mientras exista el ejército a que pertenezco y la bandera que juramos.

– ¿Eres francés?

– No sé lo que soy – repuso con desdén.

– ¿Harás armas contra tus paisanos?

– No; pero tampoco abandonaré cobardemente a los que me han dado de comer.

Monsalud tío rompió en estrepitosas risas, acompañado por Bragas, Requejo y Carrascosa.

– Pero, sobrino de todos los demonios, ¿no tienes en mí la norma de tu conducta?

– Si yo le imitara a Vd. en esto – dijo el joven temblando de indignación— no tendría idea del honor, ni una chispa de vergüenza en mi alma, ni en mi corazón el sentimiento del deber, ni sería digno de que me mirasen los hombres. Adiós. Me voy para siempre de esta casa y de Madrid.

El soldado salió resueltamente. Un poco atontado el tío, bastante aturdida su esposa, no pronunciaron una sola palabra para detenerle.

– Ese muchacho es un insolente – dijo al fin la señora de la casa.

– ¡Pobrecito! – murmuró el oficial de la Visita de Propios.

– ¡Él se lo pierde! – indicó majestuosamente Serafinita. – Ahora que mandan los españoles he de conseguir para ti una buena vara, Andresito. Serás corregidor de Alcalá, de Ocaña o de Tarancón. Yo había calculado que Salvadorcillo nos acompañaría con un buen momio.

– No se puede sacar partido de ese muchacho.

La niña soltera de doña Ambrosia había llevado el pañuelo a sus picarescos ojos, de súbito humedecidos por ignorada causa.

– ¡Pobrecito! – exclamó con zozobra. – Se ha marchado solo. Está expuesto a que le insulten otra vez en la calle. Le darán golpes, le arrojarán lodo, manchándole la frente, el cabello, la boca, los ojos, ¡ay! los ojos, el uniforme…

– Esto parte el corazón. ¡Pobre muchacho! – exclamó la casada. – Alguien debía salir con él.

– ¡Qué falta de caridad dejarle salir solito! Si yo fuera hombre…

– La verdad es que puede sucederle alguna cosa mala – dijo Serafinita dando un suspiro.

– Usted que es su amigo – exclamó con ira la doncella volviéndose a Juan Bragas que a su lado estaba— ¿por qué no salió con él para ampararle en caso de un atropello?

– ¿Amigo? – dijo con desdén el covachuelo. – No tanto. Conocido y nada más… Nos hablamos alguna vez, paseamos juntos, pero…

– Es Vd. un mal amigo – gritó la muchacha con voz temblorosa. – ¡Dejarle partir sin compañía!… Esto se llama deslealtad, cobardía.

Juan Bragas se echó a reír.

– Pero…

– Haga Vd. el favor de no volver a dirigirme la palabra en toda la noche, ni volver a mirarme en su vida, ni estar donde yo esté, ni respirar donde yo respiro, ni ponerse donde yo le vea, ni…

La tertulia fue triste, tristísima. Los hombres viendo que no podían alegrar el ánimo de las dos muchachas, ni el de la señora de la casa, ni sacarles palabras que no fuesen lúgubres como un funeral, pegaron la hebra con doña Ambrosia, y dándole a la lengua sin descanso por espacio de dos horas, azotaron a medio mundo con la piel arrancada al otro medio.

VI

En la mañana del día que siguió a estos sucesos salieron los pocos franceses que quedaban en Madrid. Les mandaba el general Hugo y llevaban consigo convoy tan inmenso, que al verlo creeríase que en la capital de la monarquía no quedaba un alfiler. Desde muchos días antes habían sido embargados cuantos coches y carros y calesas rodaban por las calles de la villa, y casi toda la servidumbre se ocupaba en el embalaje de las diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena presa donde quiera que ponían la mano y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto del incautarse. Murat despojó la casa de Godoy y el real palacio, y José mandó traer de Toledo, de Valladolid y del Escorial cuanto pudiese ser transportado; esta última circunstancia salvó las piedras del edificio.

Luego que estuvo reunida cantidad fabulosa de cuadros, estatuas, joyas de camarín y sacristía, dejando a las Vírgenes y Santas sin un anillo que ponerse, establecieron cuatro depósitos en Madrid, los cuales fueron el Rosario, San Felipe, doña María de Aragón y San Francisco. Una comisión separó lo sublime de lo bueno, y no siendo fácil llevarlo todo, dispusieron atropelladamente lo primero en cajas, mezclando lo sagrado con lo profano, es decir, las bellas artes con los enseres de la casa y cocina del Rey José y diversos adminículos que este para diferentes fines usaba. Muebles, porcelanas, vajillas, armas, añadiéronse al botín. Considerando que aun después de tanto despojo quedaba en España alguna cosa de todo punto inútil, según ellos, a la ignorancia castellana, echaron mano a las colecciones mineralógicas del gabinete de Historia Natural y embaularon también los depósitos de ingenieros y de artillería y el hidrográfico. De Simancas cargaron con lo más curioso que allí había. Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar.

Una caja en que holgaba un poco el tocador de José (así lo cuenta un testigo ocular) fue rellena con los pedruscos y los minerales de la Historia Natural. Entre una masa enorme de cartas geográficas iba Nuestra Señora del Pez; y la Perla anidó con una montura fina recamada de plata y oro. Se gastó un monte de claros, y por algunos días las iglesias que servían de depósitos y las galerías del real palacio resonaban cual si en ellas trabajase un regimiento de cíclopes. La tabla del Pasmo, que ya se hallaba en pésimo estado, acabose de rajar, y la pintura con las sacudidas y golpes se cuarteaba que era una bendición. ¡Oh divino Jesús! ¡No padeciste más en el Gólgota!

Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y buena plata antigua, de aquello que ya no se ve, y seducía entonces con su brillo los ojos de los extranjeros y con su noble son los oídos de todos. No se habían descuidado los franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que si para limpiar de vicios a la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla de onzas, fuera esta villa un paraíso en la tierra. Con el ejército iban los muchos particulares comprometidos que quisieron seguirles, y entre los carros de oficio, gran número de vehículos con equipajes de empleados altos y bajos. Ofrecían estos desgraciados individuos espectáculo lastimoso. Si algunos llevaban consigo buen acopio de víveres y ropa, otros no cargaban más que lo puesto, y todos lloraban el hogar abandonado, la paz perdida, el honor en duda, lamentándose del gran compromiso en que se veían. Algunos hacían de tripas corazón, prometiéndoselas muy felices en las próximas batallas; pero los más miraban sin engañarse la realidad del molesto viaje y después la emigración, el general desprecio y la pérdida de la hacienda.

Desfilaron los carros por el camino de Segovia, pues Hugo quería pasar la sierra por Guadarrama, y aquella culebra rastrera formada por interminable fila de vehículos, que de lejos parecían vértebras articuladas, desapareció en la noche del 27 de Mayo, dejando a Madrid en poder de los guerrilleros que al instante lo ocuparon y tras ellos las autoridades españolas. De esta manera y con este despojo la capital de España dejó para siempre de ser francesa.

No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.

Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.

¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.

Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.

VII

Olvídese la importuna digresión, y sepan los que en ello tuvieren interés, que antes que el ejército de José pasase el Ebro, llegaron a la Puebla de Arganzón las tropas de una división que custodiaba parte del convoy. Fue esto, si no mienten las noticias que con pretensiones de verídicas se me han dado, hacia el 16 ó 18 de Junio. El gran convoy venía detrás. Los carros del pequeño detuviéronse en el camino a las inmediaciones del pueblo, y las tropas repartiéronse por las casas y caseríos para allegar víveres. En las inmediaciones de la villa veíanse grandes masas de soldados: aquí artillería, allá columnas que iban de un lado para otro; en lo más apartado la impedimenta, y largas filas de vehículos, que después de breve descanso debían seguir adelante.

La Puebla de Arganzón, como lugar campestre, había dejado las ociosas plumas, y aunque de por sí no fuese aquella villa madrugadora, despertola el rumor de tanta tropa y de los tambores sin cesar batidos, confundiendo su ronco son con el cantar de los gallos que en todos los corrales entonaban su alegre grito de alerta. Veíase a los honrados habitantes salir de sus casas y juntarse en corrillos. Los ancianos preguntaban si se había ganado ya la batalla y advertidos de que no, quejábanse de la mucha tardanza en arremeter, propia de los tiempos nuevos, asegurando que en otra ocasión ya estaría todo despachado y el asunto resuelto. Las mujeres corrían de casa en casa pidiéndose provisiones para esconderlas, pues los franceses que en número tan considerable rodeaban el pueblo reclamarían pronto lo que no se habían llevado los guerrilleros el día anterior.

En las tabernas los taberneros no tenían manos para tanto despacho y muy alborozados escanciaban a los franceses, pues en esto del vender y ganar dinero no hay naciones: ellos quisieran tener un Océano de aguardiente y vino, que junto con algunas pipas de linfa del Zadorra les hubiera hecho millonarios en un par de años de guerra.

Un joven sargento avanzaba solo por las calles de la Puebla, evitando al parecer la compañía de sus camaradas franceses, y más aún la vista de los habitantes de la villa. Así es que cuando veía un grupo en la puerta de una casa se apartaba tomando distinto camino.

– ¿No es aquella la cara de Salvadorcillo Monsalud, el hijo de la señora Fermina la de Pipaón? – decía una mujer viéndole pasar.

– Parece que es aquélla su cara; pero no su cuerpo; que es cuerpo y uniforme de francés el que ha pasado.

– Adelantadas estáis – decía un tercero. – ¿Pero no sabéis que Salvadorcillo Monsalud, engañifado por su tío, ha sentado plaza en la guardia del rey José?

– Cierto es, aunque no lo participó a su madre por vergüenza; y cuando la señora Fermina lo supo, estuvo llorando tres días, y aún no lo quería creer, siendo tal su pesadumbre por esta traición de Salvador, que la buena mujer dice que más quería verlo muerto que sirviendo a los franceses.

– Y tiene razón. ¿Mas para qué dejó que el muchacho fuese a Madrid donde todo es corruptela y picardía? – dijo un personaje a quien todos oían con respeto, y que era, si nuestras noticias no son falsas, el boticario del lugar. – Pero esto pasa a todos los muchachos que no tienen padre, o mejor, a aquellos que han nacido del pecado y de unión nefanda, como ese diablillo de Salvador Monsalud, que no se sabe de qué tronco vino, ni de cuál cepa sacó doña Fermina este mal sarmiento.

El jurado se detuvo ante una casa de aspecto humilde, en cuya puerta no se veía persona alguna. Miró a las ventanas, y las vio cerradas. Un gallo cantaba dentro, y dos o tres gallinas salieron a la calle sacudiendo sus plumas y picoteando el suelo, no tardando en aparecer tras ellas el gallardo esposo. Poco después un gato asomó por la puerta entreabierta y se detuvo sobre el umbral, relamiéndose con placentera satisfacción los largos bigotes. El joven contempló un instante con interés profundo a aquellos seres, y se acercó para entrar, desalojando al gato, que asustado corrió hacia dentro. Las gallinas y el gallo, sobresaltándose también y cambiando algunas cacareadas frases, huyeron por la calle adelante.

Monsalud se asomó por el hueco de la entornada puerta. La emoción de su alma era tan viva que le temblaban las manos al ponerlas sobre las viejas tablas y los mohosos clavos; apenas podía sostenerse en pie a causa del desmayo de su cuerpo y de la flojedad nerviosa que experimentaba. Miró hacia dentro: veíase un patio pequeño y en el fondo una habitación oscura dentro de la cual se distinguían los maderos de un telar. Monsalud contempló durante un rato aquel humilde interior, y copiosas lágrimas se agolparon a sus ojos.

De repente una mujer de edad madura apareció en la habitación del telar, moviendo los trastos de un lado para otro y barriendo después. Volvíase de vez en cuando hacia un sitio donde debía de estar otra persona con quien hablaba, a juzgar por sus gestos expresivos. Junto a la mujer apareció luego un perro, que saltando y enredando entre sus pies la estorbaba en su faena, recibiendo un ligero escobazo que lo decidió a salir al patio.

Salvador, que se había detenido en la puerta para gozar en silencio y a solas por un instante del inefable sentimiento que llenaba su alma y para regocijar su imaginación con la idea del contento que su madre recibiría al verle, no pudo por más tiempo refrenar su impaciencia y empujó suavemente la puerta.

– No me espera – dijo para sí oprimiéndose el corazón que parecía querer saltársele del pecho. – ¡La pobrecita se sorprenderá y se alegrará tanto…! Este momento vale por todas las pesadumbres que ha padecido durante mi ausencia.

La puerta rechinó, y el perro fue saltando y gruñendo amorosamente al encuentro de Salvador. Este se precipitó en el interior de la casa. Doña Fermina mirando hacia el patio muy sobresaltada, vio al joven que hacia ella corría con los brazos abiertos, diciendo: «¡Madre, madre, aquí estoy!». La buena mujer abalanzose a recibirle con expresión de frenético contento; mas al tocarle con sus manos y al verle casi en sus brazos, su semblante se alteró de súbito, lanzó una exclamación de espanto, y cerrando los ojos y echando la cabeza atrás, cual si descargase sobre ella el rayo de instantánea muerte, cayó sin sentido al suelo. Sus labios contraídos apenas pronunciaron esta frase, empezada con ardiente cariño y concluida con terror:

– ¡Hijo mío!… ¡¡francés!!

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
230 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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