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¿Qué papel pueden jugar las ciudades para contribuir con los nuevos sistemas de producción agrícola?

Históricamente, las ciudades no se han preocupado por las condiciones ambientales y sociales de la producción y comercialización de los alimentos que consumían, como lo mostró el historiador Fernand Braudel en su historia del capitalismo20. Hoy la capacidad de las ciudades para influir en los métodos de producción agrícola sigue siendo limitada. Los municipios pueden incidir bajo órdenes públicas (comedores escolares, hospitales, cuarteles, etcétera) exigiendo productos que respeten el medio ambiente y la equidad social y económica a través de etiquetas de calidad. Sin embargo, los volúmenes de los productos provenientes de este tipo de esquemas son aún limitados en comparación con los volúmenes consumidos por las ciudades. En Francia, por ejemplo, en 2018, la restauración colectiva en los sectores educativos, médico-sociales y de ocio representó 3 800 millones de comidas al año para un total de comidas consumidas por los 65 millones de franceses de 47 500 millones (de comida y cena únicamente), o sea el 8%. La contratación pública puede tener un efecto demostrativo y de arrastre en la agricultura, pero sigue siendo una influencia limitada en comparación con las políticas agrícolas públicas y las inversiones privadas.

Por otro lado, como muestran los análisis del metabolismo urbano (Barles, 2008), las ciudades concentran recursos que antes se usaban para fertilizar las tierras, los excrementos humanos se convierten en una biomasa voluminosa que se debe eliminar. Los lodos de las plantas de tratamiento de aguas negras plantean problemas de salud (residuos de metales pesados y farmacéuticos), pero su potencial para reducir el uso de fertilizantes químicos está lejos de ser insignificante. En términos más generales, la reducción de desechos relacionados con la alimentación, especialmente los envases de plástico, y su reciclaje, son un incentivo para que las ciudades reduzcan su impacto ambiental en el sistema alimentario.

En nichos y periferias de las ciudades se han desarrollado nuevas formas de producción de alimentos que rebasan lo que se conoce como “agricultura urbana”. Estas producciones no siempre son remanentes de una agricultura rural ahí donde la tierra fue atrapada por la ciudad. Tampoco son resultado de la acción de migrantes procedentes del mundo rural los cuales operan en nichos urbanos una actividad que dominan por no poder encontrar lugar en trabajos no agrícolas. A. Rosenthiel (2018) muestra cómo, entre mediados del siglo xix y mediados del siglo xx, los suburbios de París se constituyeron como un tercer espacio, ni verdaderamente urbano ni verdaderamente rural, donde encajaba a) una silvicultura muy activa, b) una producción de alimentos, plantas y animales, altamente modificada y extremadamente intensiva, llevada a cabo más bien por una populación urbana, reciclando desechos de la ciudad, y c) una actividad industrial. Estos espacios mezclaban hábitat, bosques, parcelas agrícolas, granjas ganaderas y fábricas en una multifuncionalidad que hacía de estas áreas un verdadero sistema integrado. Si bien estas formas de producción desaparecieron casi completamente de París después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el mando de políticas de “ordenanza de la ciudad” impulsada por el general De Gaulle, entonces presidente de la República, todavía existen en muchas periferias urbanas en el mundo. Sin embargo, estas suelen ser percibidas como zonas de desorden y confusión que no representan una modernidad donde la especialización y la linealidad siguen siendo principios fundamentales. Estos terceros espacios ameritan una mayor atención porque son fuentes de conocimientos, de prácticas e innovaciones en el uso de recursos, del cierre de ciclos y de multifuncionalidades. Pueden así inspirar los cambios necesarios de una agricultura demasiado especializada.

¿Qué papel juegan las ciudades en el cambio de los patrones de consumo?

Las ciudades también pueden actuar en los modos de consumo. Estos modos de consumo no sólo están determinados por las características de los consumidores, sino también, y en gran medida, por el entorno físico y social en que se desarrollan.

Los patrones de consumo urbano generan más daños ambientales que los rurales, aún si estas diferencias tienden a desvanecerse debido a la generalización de los patrones de consumo urbano en las zonas rurales. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, 55% de la población mundial que vive en ciudades contribuye con 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero (Clos, 2015). Las poblaciones urbanas son, en promedio, más ricas que las rurales y sus estilos de vida conducen a un mayor consumo de productos de origen animal, más productos procesados y envasados, más despilfarros y un suministro de alimentos que provienen de zonas más alejadas21.

Estos tipos de consumos no sólo son perjudiciales para el medio ambiente, también son dañinos para la salud. En los países en desarrollo, el sobrepeso y la obesidad, las enfermedades no transmisibles relacionadas con la dieta y el estilo de vida se han convertido en verdaderos problemas de salud pública, especialmente en las ciudades. Promover patrones de consumo más frugales, con menos impactos negativos para el medio ambiente y mejores condiciones de salud y nutrición, no descansa solamente en la sensibilización o educación del consumidor, aun cuando éstas no dejan de ser un componente indispensable.

Como han demostrado numerosos trabajos de psicosociólogos sobre comportamientos individuales, muy bien resumidos y teorizados por Lahlou (2018), los entornos físicos y sociales de los individuos son factores determinantes muy importantes de su comportamiento. El concepto de paisaje nutricional (foodscape) (Morgan & Sonino, 2009) permite dar cuenta de la disposición física de los espacios de alimentación, huertos, mercados, tiendas, restaurantes, vendedores ambulantes, etcétera, tanto de su ubicación como de su distribución interna. Estos paisajes nutricionales facilitan o limitan los comportamientos y ayudan a hacerlos rutinarios. Por ejemplo, la ausencia en ciertos barrios o pueblos de tiendas que ofrecen alimentos saludables (lugares con pobre oferta de alimentos) (Beaulac et al., 2009) o, por el contrario, la concentración en otros lados de alimentos altos en grasa y azúcar, conocidos como “lodazales alimenticios” (food swamps), que son reconocidos como factores de obesidad (Cooksey-Stowers et al., 2017). La ubicación de los productos en los estantes de las tiendas o en los comedores de autoservicio influye en las elecciones de los consumidores. La noción más bien geográfica del paisaje alimenticio también puede influir en la información de las personas: información sobre alimentación y nutrición, publicidad, rumores y controversias mediatizadas.

Se ha pensado durante mucho tiempo que las preferencias de los consumidores están construidas a partir de sus conocimientos y concientización, creando “demandas” a las que la oferta trataría de responder, como si esta oferta no fuera uno de los principales impulsores de la construcción de esa demanda.

El entorno social da cuenta de los efectos de conformidad o de distinción de los comportamientos individuales en relación con los comportamientos de otras personas en su entorno social. La familia y la comunidad proporcionaban formas evidentes de preparar los alimentos. Ellas definían las normas y un conjunto de rutinas que evitaban preguntarse sobre la mejor manera de comer. En un contexto urbano, donde comer sólo se ha generalizado, en un mundo de abundante oferta y de creciente incertidumbre sobre la calidad de los alimentos, poder tomar individualmente decisiones óptimas se vuelve difícil o incluso angustiante (Schwartz, 2004). Los consumidores buscan nuevos modelos sociales de consumo que permiten intercambiar sus preocupaciones y preferencias y referirse a recomendaciones. Las redes sociales, los líderes de opinión y los prescriptores mediatizados en la televisión o en Internet (chefs, nutricionistas, blogueros, estrellas) participan en esta reconfiguración del entorno social.

Reconocer los efectos de estas situaciones en los comportamientos desafía en parte el papel crítico de los consumidores y su (sobre) responsabilidad en la transición del sistema alimentario. Esto puede llevar a una agenda de investigación y acciones que cuestionan el papel de la planificación urbana (ubicación de tiendas, mercados, restaurantes, huertos), el de la regulación de la publicidad y de la información, en los comportamientos alimentarios en general, y, por tanto, desplaza el cursor de la responsabilidad individual hacia los proveedores y desarrolladores del entorno alimentario. Mantener áreas agrícolas y forestales en la ciudad, desarrollar espacios verdes, mercados que fomenten vínculos con los productores, comercios y restaurantes que ofrecen alimentos saludables y ecológicos, regular la publicidad, especialmente con los niños, son iniciativas que las ciudades pueden activar para ayudar a guiar el comportamiento dietético.

¿Relocalizar los suministros de alimentos de las ciudades?

Los sistemas alimentarios industrializados dependen de la estandarización de las materias primas agrícolas para facilitar la competencia internacional y aprovechar mejor las ventajas comparativas. Se basan en una financiación globalizada y en la difusión de tecnologías globales, supuestamente aplicables a todas las situaciones. Este modelo industrial globalizado pone a la agricultura en competencia con niveles de productividad extraordinariamente diferentes, empujando a regiones enteras a la sobreexplotación de los trabajadores agrícolas y el medio ambiente, lo que conduce a la pobreza de los humanos y de los suelos. Mediante la distribución mundial de algunos productos y el uso de grandes campañas publicitarias, se requiere el consumo de productos azucarados, grasos y ultraprocesados que son extremadamente rentables pero peligrosos para la salud. Promueve la concentración de capital en manos de algunas empresas y algunos bancos. Este oligopolio de hoy tiene un poder sin precedentes para influir en las políticas y acuerdos internacionales para mantener y ampliar sus ganancias.

En una reacción crítica a esta globalización se ha fomentado la reivindicación de relocalizar la agricultura, revalorizar los saberes locales específicos de cada situación, y así devolver el poder a las comunidades locales frente a la dominación de los actores globales. Pero esta reivindicación de lo local es también una reacción a la ansiedad generada por el distanciamiento generado entre el consumidor y su alimentación. Estos distanciamientos no son nuevos. Comenzaron con la aparición de actividades no agrícolas y con la urbanización y se han acelerado con la industrialización de los sistemas alimentarios.

 El distanciamiento es geográfico porque los alimentos llegan de cada vez más lejos para alimentar las grandes concentraciones humanas que se convirtieron en ciudades. La globalización de los intercambios y la reducción de los costos de transporte, especialmente marítimos, han favorecido el consumo de alimentos originarios de otras partes del mundo.

 El distanciamiento es económico porque, con la división del trabajo, se multiplicaron los intermediarios entre productores y consumidores: comerciantes, procesadores, distribuidores, entre otros. Inicialmente, eslabones de una cadena de suministro, estos intermediarios se especializaron y se volvieron autónomos. Utilizaron materias primas intercambiables, distribuyendo productos en todo el mundo y perdiendo así su anclaje territorial.

 El distanciamiento es cognitivo porque los consumidores son cada vez menos conscientes de cómo se producen sus alimentos. Nacidos en la ciudad, sin tener la oportunidad de relacionarse con agricultores, ya no saben mucho sobre sus prácticas y sus limitaciones. Y a la inversa, los agricultores ya no conocen realmente a los consumidores de sus productos ni sus expectativas. Cada vez más, la mediación entre productores y consumidores ahora se realiza cada vez más mediante las agencias de marketing.

 El distanciamiento es social porque la individualización de los comportamientos se traduce en una reducción de las normas sociales. Seguimos cada vez menos lo que nuestro grupo social nos había enseñado a hacer. Cada individuo está sujeto hoy a una mayor diversidad de opciones y debe elegir entre sus preocupaciones de salud y de nutrición, sus preferencias culturales o éticas y sus preocupaciones ambientales.

 El distanciamiento es finalmente político porque los ciudadanos tienen la sensación de haber perdido el control sobre el sistema alimentario en beneficio de lobbies industriales y financieros.

Estos distanciamientos generan ansiedad, dudas, incertidumbres, desconfianzas en el sistema alimentario industrial. Pero estos distanciamientos provocan, a la vez, iniciativas alternativas basadas en proximidades:

 Proximidad geográfica, con la moda de los productos locales y la relocalización de suministros alimentarios.

 Proximidad económica con circuitos cortos que limitan intermediarios, como las ventas directas y los mercados campesinos.

 Proximidad cognitiva con un interés renovado por los problemas alimentarios, como lo demuestra la proliferación de programas de televisión y videos en Internet sobre cocina y alimentos; y con el deseo de volver a conectarse con los agricultores a través de contratos (ver el teikei de Japón, las Community Support Agriculture (csa) en Estados Unidos o las Asociaciones para el Mantenimiento de la Agricultura Campesina (amap) en Francia o con la iniciación de los niños a la agricultura con huertos escolares o huertos compartidos.

 Proximidad social con el uso de nuevos prescriptores de alimentos: médicos nutricionistas, blogueros, estrellas de la televisión y de las redes sociales, líderes religiosos, que aconsejan a los consumidores perdidos entre las controversias y las informaciones alarmistas transmitidas por los medios. Y también la llegada de nuevas comunidades de consumidores (veganas, sin gluten, sin lactosa, etcétera), que se multiplican. Todo ello participa de esta nueva proximidad social (Fischler, 2013).

 Proximidad política finalmente con la creación de consejos de política alimentaria que asocian a ciudadanos, políticos, investigadores, a escalas locales como en las ciudades, o con la experimentación de nuevas formas de democracia alimentaria.

Esta relocalización de los sistemas alimentarios permite reconciliar o al menos tejer nuevas formas de relaciones entre consumidores y productores, valorar la biodiversidad y la socio o etno diversidad de los suministros de alimentos, reducir los costos de transporte, aun cuando éste no representa una gran parte de los costos ambientales de los sistemas alimentarios. La relocalización es, por tanto, una reivindicación importante, tomando en cuenta sus limitaciones.

Si calculamos el área agrícola para alimentar una ciudad, la agricultura urbana o periurbana eventualmente podría proporcionar el consumo en verduras de una ciudad (este es casi el caso en Montreal, Canadá, por ejemplo), pero no puede proporcionar a la ciudad todos los demás alimentos necesarios: cereales, legumbres, productos animales (incluso suponiendo un consumo moderado), aceites, azúcar, frutas, etcétera. Numerosos cálculos de huellas alimentarias (foodshed), es decir, la superficie agrícola necesaria para alimentar a sus poblaciones, muestran que no es realista depender sólo de la agricultura urbana o periurbana. Muchas ciudades han alcanzado tal tamaño que están condenadas a recurrir a suministros más distantes que su periferia cercana. Más lejos no significa el otro extremo del mundo y aparece, entonces, un reto para conectar mejor las ciudades con el campo de en una misma región. Pero esto supone ir más allá de la cuestión de la agricultura urbana y periurbana, foco de mucha atención, para inventar relaciones más solidarias con los agricultores de zonas rurales a veces remotas, para que les sean mas remunerativas, para apoyar su transición a sistemas de producción y comercialización más sostenibles. Reclamar sólo la relocalización, pone en riesgo el concentrar los esfuerzos en lo local y olvidar lo que sucede más allá y dejar a los grandes actores la transformación de la agricultura y degradar aún mas el medio ambiente y las condiciones sociales del trabajo.

Ahora, la reivindicación por lo local es una forma legítima de oposición a la globalización y sus efectos perversos. Pero hoy es explotado políticamente por los defensores del repliegue de identidad y de la autenticidad del patrimonio ancestral amenazado por la globalización. Sin embargo, los cultivos alimentarios son culturas vivas, que siempre han incorporado elementos exógenos, incluso muy “exóticos”. Los alimentos han circulado en todo el mundo desde hace tiempo y han enriquecido los inventarios de alimentos. El mundo entero ha incorporado el arroz, papa, tomate, caña de azúcar, plátano, etcétera, en su alimentación ¿Qué beben los europeos todas las mañanas? Beben el mundo: ¡Café de África, té de Asia, chocolate de América! Cada población ha sabido adaptarse, mezclar e innovar en el uso de estos alimentos para crear nuevas identidades, especialmente en las ciudades. Se han creado espacios para encuentros interculturales, cuestionamientos de las “tradiciones”, inventos, nuevas referencias. Sabemos que las multinacionales imponen ciertos alimentos difundidos con mucha publicidad y omnipresencia en el mercado. Pero la evolución de los alimentos en las ciudades del mundo no puede reducirse a una convergencia hacia un modelo único, una estandarización, una occidentalización (Popkin, 1999), una coca-colonización (Wagnleitner, 2000) o una “macdonalización” (Ritzer, 2000). La globalización también se ha domesticado, como lo ha mostrado claramente Bertran (2017) para la alimentación, o más ampliamente como lo ha visto A. Appadurai (1996). Las ciudades inventan sus cocinas, inventan nuevas prácticas alimentarias, especialmente en entornos populares y no sólo en restaurantes gourmet.

La relocalización de alimentos es una demanda legítima, pero esto no significa que deba de llevarse a cabo un repliegue sobre lo local, limitar el intercambio con la otredad ni abandonar la solidaridad, incluso desde la distancia. La relocalización de los sistemas alimentarios debe articularse con una apertura al mundo, teniendo en cuenta los efectos de sus propias prácticas y políticas en otros territorios. Éste es el punto central del concepto de localismo cosmopolita (Manzini, 2004).

Conclusión

Si las ciudades concentran los riesgos, también son el crisol de innovaciones en respuesta a estos riesgos. Si bien no se han preocupado mucho por la alimentación en estas últimas décadas, dejando que los gobiernos y las empresas administren el abastecimiento y el control de la calidad de los alimentos, ellas vuelven a posicionarse en este asunto. Los consumidores ejercen una presión, preocupados por su alimentación, su toma de conciencia por los riesgos sociales y políticos en caso de encarecimiento de los productos, la generación de problemas ambientales y nutricionales por los sistemas industriales. Estos consumidores toman decisiones para actuar sobre los sistemas alimentarios: intervienen en el control de la tierra para mantener espacios agrícolas, en infraestructuras, como los mercados mayoristas, para organizar un suministro equitativo; en la planificación comercial de la ciudad para organizar la distribución o para abrir el acceso a huertos; en la restauración colectiva para facilitar el acceso a alimentos de calidad para todos y educar a los jóvenes sobre la recuperación de residuos para proporcionar fertilizantes a la agricultura. Las ciudades inventan nuevas formas de gobernanza intersectorial que asocian a ciudadanos y autoridades públicas de diversos sectores de intervención, investigadores y empresas. Su ambición es a menudo mayor que la de los estados, como lo demuestran, por ejemplo, sus compromisos con el Pacto de Milán. Pero su poder para acelerar la transición agroecológica, nutricional y social de los sistemas alimentarios sigue siendo limitado en comparación con el de los gobiernos centrales y las grandes corporaciones. Un desafío de estas políticas alimentarias urbanas es inventar y experimentar posibilidades, proponer alternativas. Otro reto es el de convertirse en un actor que pese en las relaciones de fuerza más allá de su propio territorio para acelerar el cambio de modelo: a nivel regional, nacional e internacional.

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