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Sostenibilidad y alimentos de proximidad

Una de las recomendaciones alimentarias más reiteradas y reafirmada en el Informe del ipcc es, frente a los peligros de los alimentos ultraprocesados, consumir preferentemente alimentos de proximidad y de temporada, productos “del territorio” y en mercados locales, porque ello incide positivamente en la economía y desarrollo local, en la reactivación del entorno rural y la protección del paisaje y los ecosistemas. Además, los alimentos de temporada respetan las estaciones y las condiciones climáticas propicias, proporcionando productos con mejores características organolépticas y nutricionales. En definitva, se dice, los alimentos de temporada suelen ser más económicos y sostenibles (Sanoja, 2019).

Al margen de la sostenibilidad, el interés por los alimentos de proximidad viene ya de años atrás. Como respuesta a una globalización y estandarización alimentaria consideradas excesivas, sectores amplios de la ciudadanía valoran cada vez más los productos de calidad asociados a la tipicidad, propios de un lugar específico y del que se conocen las técnicas de su elaboración. Los aspectos positivos atribuidos a los productos de proximidad, slow, circuitos cortos de distribución […] reflejan una cierta voluntad para hacer frente a esa homogeneización y a las amenazas que plantea a la sostenibilidad. A estos productos se les atribuye un “valor añadido” cultural, identitario (y, obviamente, económico). Son considerados signos de identidad local por su fuerte apego a un territorio específico y a la profundidad histórica de este vínculo. Se han emprendido operaciones de “rescate” de variedades vegetales y razas locales, de productos artesanales, platos tradicionales, etcétera, en defensa de la especificidad, la tradición, la calidad o lo natural, lo conocido, lo casero, lo propio, el sabor […] y proliferan mercados alimentarios artesanales y/o agro-ecológicos en muchas ciudades [...]. Las respuestas a la necesidad de “volver a identificar” los productos alimentarios han sido muy diversas y han estado en función de los diferentes sectores implicados o de los diferentes objetivos y “certificaciones” perseguidos: Marcas (de producción o de distribución), Denominaciones de Origen, Indicaciones Geográficas Protegidas, Etiquetas de Calidad, Consejos reguladores, productos de proximidad, productos ecológicos […]. La importancia cada vez mayor concedida a las producciones “localizadas” corre pareja a la evolución de las sociedades industrializadas que genera una cierta sobreabundancia de espacios y que borra el significado de los lugares pues el lugar geográfico de producción de un alimento tiene que ver cada vez menos con el lugar de consumo […] pollos de granja, tomates de invernadero, lobinas de piscifactoría, entre otros.

Además, las preocupaciones actuales de conservación de la biodiversidad pueden encontrar en tales producciones vectores de mantenimiento in situ de organismos vivos ligados a una forma de originalidad. Estas producciones guardan relación con la gestión del territorio, el desarrollo local de zonas desfavorecidas o la gestión del paisaje. El “terruño” o el paisaje son objeto de una demanda sin precedentes que da paso a numerosas y diversas estrategias de gestión ambiental, mercantiles e identitarias. Si ayer, el “progreso” y el beneficio económico estuvieron ligados a la intensificación agrícola y a la homogeneización de los paisajes; hoy, la plusvalía y la calidad de vida parecen ligadas a la recuperación de lo que ayer desapareció como consecuencia del “progreso”. Asimismo, estas producciones guardan relación con la gestión del territorio, el microdesarrollo local de zonas desfavorecidas o la gestión del paisaje (Bérard, Contreras, Marchenay, 1996).

La proximidad ofrece un valor añadido que cada vez parece adquirir mayor importancia. La proximidad hace referencia a la distancia entre el punto de origen y el de su consumo; también tiene que ver con la estacionalidad y la calidad, en el sentido de poder consumir el producto fresco, de temporada, con las propiedades nutritivas y organolépticas óptimas. La proximidad refiere, también, a la accesibilidad, a la información del producto en relación con su origen, su proceso de elaboración, los pasos que ha seguido o las huellas que ha dejado, etcétera. Hasta el momento, el concepto de proximidad en el campo agro-alimentario se aplica, fundamentalmente, al ámbito de la procedencia del alimento –al lugar de producción– y al tipo de comercialización del mismo. Pero, también, podría aplicarse a otros campos a los que, de momento al menos, no se aplica7. Por ejemplo, proximidad en el tiempo de consumo en relación con el tiempo de producción. O, también, mayor o menos “proximidad cultural”, es decir, mayor o menor conocimiento o “familiarización” con el alimento. En definitiva, podemos considerar distintos tipos de proximidad, distintos modos de conceptualizarla y distintas formas de concretarla, medirla, evaluarla. En cualquier caso, para cada uno de estos tipos de proximidad serían distintos los parámetros que permitirían establecerla como tal. Como lo serían, también, para dstintos tipos de productos alimentarios: una lechuga, un queso, un vino, una legumbre, un pollo, entre otros.

Sin embargo, el mercado global de alimentos procesados y ultraprocesados no para de crecer. La industrialización del sector agroalimentario ha ido acompañada de una ruptura fundamental de las relaciones que los seres humanos habían mantenido físicamente con su medio y con el hecho de que numerosas tareas que hasta entonces eran realizadas por las personas responsables domésticas en sus cocinas hoy se lleven a cabo en la fábrica (Goody, 1984; Capatti, 1989; Contreras, 1999; Wardle, 1987). En el último siglo, sobre todo en sus últimos sesenta años, se ha producido la transformación más radical de la alimentación humana, trasladándose gran parte de las funciones de producción, conservación y preparación de los alimentos desde el ámbito doméstico y artesanal a las fábricas y, en concreto, a las estructuras industriales y capitalistas de producción y consumo (Pinard, 1988). En la actualidad, los sistemas alimentarios se rigen cada vez más por las exigencias marcadas por los ciclos económicos capitalistas de gran escala. La comida es hoy un gran negocio en torno al cual se mueven cifras archimillonarias: mayor productividad agrícola, más rendimiento de la ganadería, intensificación de la explotación marítima, incremento de los platos manufacturados, incremento de la factura publicitaria, auge y diversificación de la oferta de la restauración, etcétera.

Las grandes empresas agroalimentarias controlan cada vez más los procesos de producción y distribución de alimentos. Unos alimentos, producidos cada vez más “industrialmente”, a pesar de que la noción misma de “industria alimentaria” resulta repugnante a mucha gente (Atkinson, 1983; Fischler, 1990). En efecto, el consumo de alimentos procesados y ultraprocesados ha aumentado considerablemente desde los años sesenta del siglo xx y sigue haciéndolo a pesar de sus detractores morales, gastronómicos, económicos y dietéticos, tanto en los países más industrializados como en los menos. Aumenta su consumo en cantidad de unidades, en diversidad de productos y en porcentaje de presupuesto. Paradójicamente, el aumento de las reglamentaciones sobre higiene y políticas de calidad puestas en marcha por las administraciones ha beneficiado al sector industrial en detrimento del artesanal y de proximidad.8

Crecimiento demográfico, pobreza, mega-ciudades y sostenibilidad

Desde que Malthus pronosticara un futuro de hambre para la humanidad como consecuencia de una insoportable presión demográfica, han menudeado tanto los alarmismos sobre una catástrofe como la presentación de soluciones que garantizarían la seguridad del aprovisionamiento alimentario así como su inocuidad. El Informe del ipcc habla del riesgo de un agotamiento de los recursos, pero no habla de excesos de población si no que da por hecho su constante aumento y sin que ello se considere una variable sobre la que se debería o podría actuar. Se puede, se debe, actuar para mitigar los efectos del cambio climático, pero nada se dice de la necesidad o no de “mitigar” el aumento de la población, teniendo en cuenta, además, que la población que más crece es la más pobre. Se insiste en la responsabilidad individual de la ciudadanía –como consumidores– para realizar compras y comportamientos sostenibles, pero no hay llamadas para unas políticas demográficas más sostenibles en un contexto de escaseamiento de recursos de muy diverso tipo: agua, empleo, salarios justos, alimentos de calidad, etcétera. ¿Por qué? ¿Convendría recuperar el concepto de capacidad de carga (Cohen, 1995)? ¿Son 10 000 millones de personas la capacidad de carga del planeta Tierra independientemente de las tecnologías de las que se pueda disponer si, de acuerdo con muchas predicciones, disminuyera la capacidad agrícola mundial9 (y por tanto la capacidad de carga)?

Si como hemos visto, la sostenibilidad consiste en satisfacer las necesidades de la actual generación sin sacrificar la capacidad de las futuras de satisfacer sus propias necesidades y promover el progreso económico y social respetando los ecosistemas naturales y la calidad del medio ambiente; y si, de acuerdo con las proyecciones de crecimiento demográfico, esas futuras generaciones pueden alcanzar pronto los 9 000 millones de personas […] el reto de la sostenibilidad es doblemente importante.

Nos preguntábamos ¿Cuál o cuáles son los tipos y los grados de libertad de elección alimentaria de que goza la ciudadanía? De acuerdo con las últimas estimaciones del Grupo Banco Mundial, 10% de la población mundial (750 millones de personas) vivía con menos de 1.90 dólares al día en 2015. La mayoría de las personas pobres del mundo viven en zonas rurales o en los suburbios de las grandes ciudades. La pobreza se concreta en la falta de acceso a educación, atención en salud, adecuada alimentación, electricidad, agua salubre y otros servicios básicos. La elevada desigualdad, los conflictos, al igual que el cambio climático y la falta de empoderamiento económico y participación de las mujeres, contribuyen al empobrecimiento.

La pregunta es ¿pueden las personas empobrecidas cumplir las recomendaciones del ipcc y de eat-The Lancet para seguir una dieta saludable para ellas y para el planeta? Para el caso de la Ciudad de México, con más de 22 millones de habitantes en su Zona Metropolitana, tenemos algunas respuestas (Pasquier, 2019). En la cdmx, cerca de una cuarta parte de la población se encuentra en condiciones de inseguridad alimentaria. Aunque, históricamente, esta condición se ha asociado con zonas rurales y de extrema pobreza, el actual sistema alimentario ha vulnerado incluso los contextos urbanos. La distribución a gran escala de alimentos procesados y el aumento de precios de los productos frescos son factores que reproducen la desigualdad social en el marco del sistema alimentario global. La falta de dinero es considerada el principal obstáculo para alimentarse saludablemente, pues su gasto semanal per cápita va de 85 a 385 pesos. Son importantes, también, la falta de tiempo para preparar la comida debido a largas jornadas de trabajo10, la escasa viabilidad económica de los pequeños productores y la ausencia de políticas que aseguren el acceso a alimentos de calidad para toda la población.

La alimentación es una de las áreas más afectadas por la disminución del poder adquisitivo ya que las familias enfrentan gastos fijos, como el alquiler y transporte, y la alimentación se convierte en un espacio de ajuste. La dieta de los sectores más pobres posiblemente se ha diversificado, pero perdiendo calidad nutricional al disminuir el consumo de frutas, leguminosas y carnes no procesadas. Ante la carencia económica, la gente sustituye ciertos alimentos por productos similares de menor costo y calidad, disminuye su consumo o, simplemente, los elimina del menú. En zonas del sur de México, una bebida carbonatada puede ser más barata que la misma cantidad de agua en buenas condiciones de potabilidad. La inclusión cotidiana de productos industrializados se ha convertido en una opción barata, lo que podría explicar, en parte, la mayor incidencia de obesidad y enfermedades crónicas no transmisibles en sectores pobres.

Los problemas para cumplir con las recomendaciones del Informe o las de la Comisión eat-Lancet no los tienen sólo las personas más o menos pobres; los tienen, también, todas aquellas personas que, viviendo en grandes ciudades, necesitan de tiempos largos para sus desplazamentos laborales. Además, los denostados alimentos ultraprocesados son más baratos11 y más rápidos y cómodos de cocinar y comer. Para “matar el hambre”, muchas personas no tienen otra alternativa que ingerir lo más barato o los alimentos más “cundidores” ¿Cómo compatibilizar estas circunstancias con el mayor consumo de alimentos de proximidad, de temporada y en mercados locales, etcétera, y la disminución del consumo de alimentos ultraprocesados?

La urbanización creciente12 ha alargado considerablemente los circuitos de la distribución. Circuitos más o menos largos frente a los circuitos más o menos cortos para una mayor sostenibilidad. En las ciudades, de la misma manera que los trabajadores necesitan horas para desplazarse a sus lugares de trabajo, sus alimentos siempre vienen de lejos, sean frescos o ultraprocesados13. El fenómeno de control y de búsqueda del alargamiento de la vida de los productos beneficia a los procesos agro-industriales frente a los de proximidad. Algunas variedades producidas por la investigación agronómica se imponen por su rendimiento y su buena conservación, no por su apreciación gustativa o mayor demanda. Para las poblaciones urbanas, son objetivos principales en sus compras alimentarias concentrarlas en espacio y tiempo y reducir el número de operaciones en el momento de la compra y del consumo. Por otra parte ¿Dónde están los mercados locales para la mayoría de los habitantes de las grandes ciudades y cuánto tiempo necesitan para desplazarse a ellos? Además de los precios, el tiempo es un factor muy constriñente en la toma de decisiones alimentarias: mucho tiempo para desplazarse al trabajo, menos tempo para elegir la compra y para cocinar productos frescos. Los productos ultraprocesados son más baratos y ahorran tiempo. Se trata de un círculo vicioso del que los pobres (y no tan pobres) urbanos difícilmente pueden salir. En definitiva, el constante crecimiento de la población urbana ha conllevado un aumento del consumo alimentos procesados o ultraprocesados a pesar de las recomendaciones para que su consumo disminuya.

Alimentación, salud y estilos de vida

La salud ha sido siempre una motivación importante en las estrategias alimentarias y en las decisiones de consumo. Sin embargo, a lo largo de los últimos años, la aproximación a las relaciones entre salud y alimentación ha experimentado una cierta transformación. La alimentación se ha medicalizado (Conrad, 1992) y nutricionalizado (Poulain, 2005). La medicalización refiere al proceso por el que este acto cotidiano es definido, descrito y pensado en términos médicos: el alimento es aprehendido, fundamentalmente, como un agregado de nutrientes bioquímicos que es necesario equilibrar para vivir con buena salud. La nutricionalización significa, entre otras cosas, la difusión de los conocimientos nutricionales en el cuerpo social a través de diferentes vectores: prensa, televisión, campañas de educación para la salud [...]. También significa que no se hable tanto de alimentos o de comidas como de los nutrientes que los alimentos contienen. Un significativo ejemplo de esta nutricionalización fue la campaña de comunicación del Ministerio de Sanidad y Consumo del gobierno español en 2008: “Leyendo las etiquetas se come mejor. Las etiquetas de los alimentos te aportan una información muy útil que te permite, además de conocer las principales características de los productos que vas a comer, hacerte una idea aproximada de la composición del producto”. De esa recomendación se deduce que el Ministerio da por supuesto que “las principales características de los productos” no son conocidas a priori por los ciudadanos/consumidores. También se deduce que los atributos sensoriales –sabor, olor, textura, color, aspecto–mediante los que, tradicionalmente, se han reconocido los alimentos, no son pertinentes, pues resulta más importante conocer su “composición”. Una composición, además, expresada en términos cuyo significado y alcance precisos se escapan a todas aquellas personas que no tengan los adecuados conocimientos de química y nutrición. El alimento se transforma en medicamento. Este predominio de “lo nutricional” sobre lo culinario expresa el grado de medicalización. Cada vez menos, alimentos y medicamentos parecen pertenecer a dos categorías diferentes. Se sitúan en un continuum y, entre los dos, la diferencia es sólo cuantitativa, de dosis (Fischler y Masson, 2008).

Los avances científicos y tecnológicos desarrollados en las últimas décadas permiten análisis extraordinariamente pormenorizados, de manera que de cualquier “alimento” puede expresarse su composición cualitativa y cuantitativa hasta el mínimo detalle. Al tiempo que se conoce más y mejor la composición de los alimentos, también se conocen más y mejor los efectos de los diferentes nutrientes en el organismo. Proliferan estudios científicos orientados a averiguar las propiedades beneficiosas de diferentes nutrientes pues los mecanismos que inician o promueven enfermedades de origen multifactorial (arteriosclerosis, afecciones cardiovasculares, cánceres, obesidad, osteoporosis, entre otras) son –se dice– fundamentalmente metabólicos.

Ahora bien, a pesar de la unánime preocupación por la salud y de la universalidad de las recomendaciones para una alimentación saludable, los expertos constatan una inadecuación de las prácticas alimentarias que es la causa del aumento de numerosas enfermedades, desde diversos tipos de cáncer y patologías cardio-casculares hasta la obesidad, considerada hoy como una epidemia. La “desviación” puede ser de muy diferentes tipos de acuerdo con variables como país, clase social, género, edad, categorías y circunstancias laborales y residenciales, tipos y grados de accesibilidad alimentaria, etcétera. Se considera que el desarrollo económico y los nuevos estilos de vida han dado lugar a una dieta menos saludable por el hecho de aumentar el consumo de productos cárnicos, lácteos, bollería y bebidas carbonatadas y disminuir el de pescado, frutas, verduras y cereales. Por mi parte, añadiría que aumenta el consumo de productos ingeridos sin preparación culinaria, ingeribles en cualquier lugar y momento y de cualquier manera; y que disminuye la ingesta de alimentos que necesitan ser cocinados y forman parte de comidas más o menos estructuradas, dentro de horarios, lugares y circunstancias relativamente precisas. Creo también que, para comprender mejor la relación entre los estilos de vida y la alimentación, el acento debe colocarse más en las comidas que en los alimentos o sus nutrientes; y preguntarse por las actitudes y las razones de las ingestas ya que los cambios experimentados en los consumos alimentarios no indican, precisamente, un progreso de la dietética; y ello a pesar de que las normas interiorizadas por la mayoría de la población evidencian una alta apropiación de los discursos nutricionales. No puede obviarse que las comidas no son tanto el resultado de las recomendaciones médicas como de los constreñimientos que se derivan de la cotidianidad, los horarios, las modas, las costumbres, las disponibilidades económicas, los valores y responsabilidades, las facilidades de empleo, etcétera. Tampoco debe olvidarse que la salud no es la única motivación para alimentarse o para hacerlo de un modo determinado. Además de la nutricional, existen otras motivaciones: sociabilidad, hedonismo, gratificaciones, autoimagen, entre otras. Una dieta necesita una fuerte autonomía en la cotidianidad y ésta es bastante limitada dados los múltiples y diversos horarios constreñidos que afectan a la mayoría de las personas, sobre todo en las grandes ciudades (Ascher, 2005; Contreras y Gracia, 2005; Fischler, 1990; Poulain, 2013).

Como la mayor parte de los datos estadísticos de que se dispone se expresan por países resulta interesante, a la vez que sorprendente, una de las conclusiones recogidas en la revista The Lancet (Cf.: Inamura, F. et al. (2015): Grecia y Turquía y Chad y Mali se encuentran entre los que tienen una dieta más saludable de todo el mundo. Los dos primeros, por la influencia de las buenas costumbres alimentarias del Mediterráneo. Los países africanos, probablemente influidos por la falta de acceso a alimentos preparados y comida basura.

Lo sorprendente es que estos cuatro países que, de acuerdo con The Lancet tienen las dietas más saludables ocupan, respectivamente, los lugares 28 (81 años), 74 (75 años), 178 (57 años) y 192 (51 años) en lo que refiere a la esperanza media de vida al nacer (oms, 2015). Si la esperanza de vida es un indicador adecuado para medir la salud de una población, habrá que pensar entonces que, aún aceptando la importancia de la dieta en relación con la salud, hay muchos otros factores que la condicionan. Por ejemplo: por un lado, las políticas de salud pública; por otro, sin duda alguna, la pobreza –con distintos tipos y grados–.

Por otro lado, si la obesidad persiste a pesar de las modas y cánones estéticos que desprecian a los gordos y al gran esfuerzo educativo de las autoridades sanitarias y pese a las industrias multimillonarias dedicadas a la salud, la comida dietética y el control de peso [...] habrá que pensar en considerar otras razones –además de las nutricionales– para comprender y explicar la obesidad. Por ello, conviene recordar la recomendación de Margaret Mead (1971) a los nutricionistas de su época: “antes de buscar saber cómo cambiar los hábitos alimentarios […] conviene primero comprender lo que significa comer”. En efecto, “comer” es mucho más que “nutrirse”. Alimentarse es una conducta que se desarrolla más allá de su propia finalidad, que sustituye, resume o señala otras pues se incrusta en el conjunto de aspectos que integran y ordenan la vida social, y condensa y transfiere significado e identidad.

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