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Casta: las irresistibles mieles del poder

Del latín castus, puro, según unos, o del gótico kastan, según el Diccionario de la Lengua Española. Corominas remite al término gótico kasts, que hacía referencia a «grupo de animales» o «nidada de pájaros». Hacia 1471 significaba «especie animal»; para 1500, «clase, calidad o condición». De significados varios, se emplea el término para referirse a un grupo humano que por motivos etnológicos, políticos, sociales o religiosos –y hasta profesionales– permanece o se mantiene separado del resto de la sociedad a causa de sus prejuicios o costumbres. Aunque el sistema de castas ha estado presente en todas las sociedades humanas con distintos nombres (sacerdotes, nobles, guerreros, artesanos, plebe), es en la India donde adquiere una expresión más definida dentro del hinduismo; religión, cuyos orígenes se remontan a las invasiones de pueblos arios, entre 2.000 a 1.700 años antes de Cristo. Cuatro son las castas superiores en el hinduismo: brahmanes (sacerdotes e intelectuales), kshátriyas (reyes y guerreros), vaihyas (comerciantes) y shudras (artesanos, campesinos y trabajadores). Debajo de estas castas hay miles de subcastas, hasta llegar a los dálist o intocables, seres impuros, sin casta, a los que está prohibido tocar, debido a que realizan todos los oficios indignos o infectos. La casta «marca el estatus de las personas. Se nace, se vive y se muere en una casta y no es posible cambiar a otra», explica la Fundación Vicente Ferrer.

En política, las castas se forman a partir del control del poder por un grupo reducido de partidos que, aunque inicialmente democráticos, hacen del usufructo del Estado su modo de vida y de ascenso social y económico. Los primeros en investigar el tema fueron los periodistas italianos Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella, quienes publicaron, en 2007, una investigación sobre la clase política italiana que titularon La casta. Cómo los políticos italianos se han vuelto intocables. En España, el periodista Daniel Montero hizo una investigación similar, publicada en 2009 con el título La casta, el increíble chollo de ser político en España. Otros dos periodistas siguieron la estela, recogida en el libro La casta autonómica. La delirante España de los chiringuitos locales, publicado en 2012. Por vez primera, se investigaba el modus vivendi de la clase política.

La formación de «castas políticas» se ve favorecida por la inexistencia de límites temporales a la ocupación de cargos públicos, como ocurre en España, donde hay políticos que lo son de la cuna a la tumba (el alcalde de Castillejos de Mesleón ocupa el cargo ininterrumpidamente desde 1964 y seguirá hasta 2019, si no fallece antes). De la eternización en los cargos a las complicidades mutuas –entre toros no hay cornadas– y a la corrupción no hay más que breves pasos. La connivencia del control de lo público con intereses empresariales termina convirtiendo el cargo público en mina de oro. De ahí surge la figura del «delincuente de cuello blanco». Este tipo de delincuente, según Hermann Manheim, citado por Piero Rocchini en La neurosis del poder, «no es ni un criminal político ni un rebelde. Se aprovecha de la debilidad de la sociedad en lugar de rebelarse contra sus iniquidades, y su interés por la reforma del sistema social, legal y político normalmente está ligada a cambios que le permitan conseguir cada vez más dinero y obtener mayor autoridad; con esta práctica la política deja de ser un servicio a la sociedad para convertirse en medio de enriquecimiento fácil, lícito o ilícito». Se hizo célebre en España la frase de un político –retirado a la fuerza– que afirmó: «Yo estoy en política para forrarme». Más descaro, imposible. Las ideas políticas se desvanecen y el sistema se transforma en un do ut des, te doy para que me des. El caso de las comisiones del 3% a Convergència i Unió, fue denunciado por el entonces president de la Generalitat de Cataluña, Pascual Maragall, en febrero de 2005, en un episodio muy difundido en los medios de comunicación. En un debate en el Parlament, el president Maragall le dice a Artur Mas: «Ustedes tienen un problema que se llama 3%». Artur Mas salta de su asiento y responde: «Usted ha perdido los papeles […] Sabe que nuestro grupo estaba dispuesto a colaborar […] pero ahora mismo acaba de mandar esta legislatura a hacer puñetas». Maragall rectificará y nadie investigará las comisiones del 3%, hasta el verano de 2015, diez años después. Este episodio es ejemplo de cómo funciona el sistema de complicidades entre partidos convertidos en «casta», sin importar la ideología. «Yo te dejo gobernar y tú me dejas hacer» y así hasta el infinito. De esa omertá salen contratos amañados, recalificaciones de terrenos, «puertas giratorias», comisiones por obras y un largo etcétera que ocuparía a los jueces una década entera.

Las castas, en la India, tienen un fundamento religioso, sin relación alguna con dinero o estatus social. Creyentes de la reencarnación, se nace donde se nace, y de la casta que ha tocado en suerte no puede moverse nadie. Las castas políticas en Europa y otras geografías tienen en lo económico su componente básico. Ingresar en la «casta» es acceder a las mieles infinitas del poder y a fondos públicos para hacer lo que se pueda, desde tarjetas black hasta el pago de hoteles, restaurantes y líneas porno. Limitar los periodos de tiempo para ser cargo público (en EEUU, un presidente sólo puede serlo dos periodos), prohibir que excargos públicos puedan pasar directa e inmediatamente a empresas (imponiendo periodos de carencia de cinco o más años) y fortalecer los sistemas anticorrupción son vacunas esenciales para curar a las sociedades de las castas políticas. Pero primero es preciso reducir el poder de la «casta». Ay, Carmela…

Medios de comunicación: ¿quién paga sus gastos?

Suponen ser los vehículos para ejercer la libertad de expresión, pero todos tienen dueño, con excepción de los medios de propiedad pública, cuyo «dueño» es el partido en el poder. Son empresas y funcionan como empresas, es decir, no tienen una función social –aunque la cumplen–, sino que deben generar beneficios a sus dueños y servir a los intereses de esos mismos dueños o de quienes representan esos dueños. Mantienen la idea –muchas veces la ficción– de que existe libertad de expresión, pero es la libertad de expresión de los dueños de los medios de comunicación (y de sus socios, cómplices, accionistas o contratantes de publicidad), no la libertad de expresión del ciudadano común, que rara vez tiene acceso a ellos. O lo tienen dentro de parámetros limitados, insertándose en los esquemas prefabricados del medio de comunicación del que se trate.

Los periodistas que trabajan en los medios de comunicación son empleados que deben cumplir las órdenes de los dueños del medio que les emplea y paga, sea radio, prensa, televisión, agencias noticiosas o de cualquier otro formato en la plataforma que sea. Como personas que reciben un sueldo, tienen la obligación de ajustarse a la política de la empresa, a riesgo de ser despedidos. Cuando se lee una noticia o un comentario, debe recordarse el verso de Bertolt Brecht: «¿Quién paga sus gastos?», lo que preguntaba en la Ópera de los cuatro cuartos: «Mackie, ¿quién paga la cuenta?». Sólo es posible entender el sistema de libertad de expresión existente en un país si se conoce cabalmente quiénes son los dueños de los medios de comunicación y a qué intereses responden.

El control de los medios de comunicación es una cuestión estratégica en toda sociedad, pues a través de estos medios se puede controlar el pensamiento de una mayoría social y «crear» ideologías. La manipulación informativa, a través de los medios de comunicación, ha sido copiosamente estudiada. Noam Chomsky, en su obra Ilusiones necesarias. Control de pensamiento en las sociedades democráticas, realizó un pormenorizado estudio de la manipulación informativa de hechos en los medios de comunicación de EEUU, demostrando que esos medios informativos, en realidad, no informaban, sino que elaboraban las noticias de forma que sostuvieran la posición del gobierno o de las grandes corporaciones que controlan el poder real en ese país. «En resumen –expresa Chomsky–, los principales medios de comunicación […] son grandes empresas que “venden” públicos privilegiados a otras empresas. No podría constituir una sorpresa el hecho de que la imagen del mundo que presentan reflejara las perspectivas y los intereses de los vendedores, de los compradores y del producto». Los directivos de los medios de comunicación, sigue diciendo Chomsky, «pertenecen a las mismas elites privilegiadas» y es «poco probable que los periodistas que penetran en el sistema se abran camino salvo si se pliegan a estas presiones ideológicas». Chomsky cita el estudio de Benjamin Ginsberg sobre la opinión popular, donde este último afirma: «El “mercado de las ideas” elaborado durante los siglos xix y xx disemina con eficacia las creencias y las ideas de las clases superiores, al tiempo que subvierte la independencia ideológica y cultural de las clases inferiores».

Esta realidad ya la había descrito Carlos Marx en La ideología alemana, obra en la que afirmaba: «Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes de cada época; o dicho de otro modo, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante». Para poder ejercer ese «poder espiritual», las clases dominantes necesitan el control de los medios de comunicación de masas, algo que se ha multiplicado como nunca antes en la llamada «Era de la Información».

Dado su carácter estratégico, las clases dominantes han puesto históricamente gran empeño en controlar la información, de forma que exista libertad de expresión, pero que sea «su» libertad de expresión. O una libertad de expresión dentro de un orden, que jamás cuestione las estructuras de dominio económico y político que defienden. Dicho de otra manera, que exista una apariencia de libertad de expresión, no una libertad de expresión real y accesible a todos los ciudadanos. Este interés por controlar, manejar y dirigir la información ha llevado a la creación de grandes conglomerados de medios de comunicación, un proceso que es paralelo al de concentración de la riqueza en pocas manos. Puede, incluso, hacerse una ecuación: a mayor concentración de poder en grupos minoritarios, mayor concentración de medios de comunicación controlados, directa e indirectamente, por esos grupos minoritarios.

El conocido diario estadounidense The Washington Post fue adquirido en 2013 por el dueño de Amazon, Jeffrey P. Bezos, quien estableció los parámetros dentro de los cuales debe operar el diario según su nuevo dueño. El principal accionista del periódico The New York Times, propiedad de la familia Ochs Sulzberger, es el multimillonario mexicano Carlos Slim, con el 19% de las acciones. La empresa es dueña de otras 40 publicaciones, entre ellas International Herald Tribune y The Boston Globe. El Grupo Time Warner de EEUU es dueño de CNN, una de las mayores cadenas de televisión del mundo, que transmite en inglés y en español (CÑN). Es, además, dueña de Chilevisión y CNN Chile, de las revistas Time, Sports Ilustrated, People, Fortune, Money Magazine y del Grupo Expansión de México, dueño, a su vez, de nueve revistas. Posee, en fin, decenas de canales de televisión, como Tooncast, Boomerang, HTV, etcétera.


Número de corporaciones que controlan una mayoría de medios de comunicación en EEUU. El cuadro refleja la enorme concentración de medios informativos en dicho país.

El conglomerado alemán Bertelsmann, como puede leerse en su página web, posee 52 canales de televisión y 29 emisoras de radio, y «cada día los lectores de Gruner+Jahr tienen la opción de escoger entre 500 revistas en distintos medios en más de 30 países». El Grupo Bertelsmann España es dueño, a través de Atresmedia, de Antena Tres, La Sexta y Onda Cero en el campo audiovisual y posee doce revistas, entre ellas Muy Interesante, Geo y Autopista, así como las editoriales Alfaguara y Taurus. RCS Mediagroup, conglomerado empresarial italiano, posee los diarios Corriere della Sera, La Gazzetta dello Sport y Corriere Economia –entre otros– en Italia y es dueño de El Mundo, Marca y Expansión en España; en total, un centenar de medios de comunicación. Mediaset España pertenece al grupo italiano Mediaset, fundado por Silvio Berlusconi. Es dueño de Telecinco y Cuatro, además de otros cuatro canales más de televisión. El Grupo Prisa, dueño de El País y la cadena de radio SER, pasó a ser propiedad de la empresa estadounidense Liberty. El diario La Razón pertenece al Grupo Planeta y ABC al Grupo Vocento, que posee, además, doce diarios territoriales, varias cadenas de radio, entre ellas Punto Radio, así como televisiones por cable, una de ellas Intereconomía. El perió­dico La Vanguardia es propiedad del Grupo Godó, perteneciente a la familia del mismo apellido, dueña también de una red importante de televisiones por cable. El Periódico de Catalunya, en fin, pertenece al Grupo Zeta, dueño a la vez de cinco diarios regionales, dos deportivos y nueve revistas, entre ellas Interviú y Tiempo. La emisora de radio COPE pertenece a la Conferencia Episcopal Española. Y así, hasta el infinito, en una inmensa mayoría de países.


Una característica común une a los dueños de conglomerados de medios de comunicación, sean de la nacionalidad que sean: son todos familias o grupos multimillonarios, que comparten el propósito común de defender el sistema económico que les ha permitido alcanzar la condición de multimillonarios. Tienen una ideología común, ideología que sostienen y defienden desde sus medios de comunicación. De esa guisa, sus líneas informativas tienden a preservar al establishment y a desinformar, por una parte, y atacar, por otra, a los gobiernos, grupos, asociaciones, partidos, etc., que promueven ideas progresistas o de izquierda que atacan los fundamentos del sistema. Por esa vía se llega a otro aspecto, no menos medular, pues afecta al corazón de la libertad de expresión: si una vasta mayoría de medios de comunicación defiende el mismo sistema, el pluralismo desaparece. La sociedad se ve saturada de noticias con el mismo o similar contenido o ideología, de forma que se produce una ficción de libertad, negada por el hecho de que esa vasta mayoría de medios coinciden en los mismos presupuestos ideológicos. El sistema va desde escoger qué tipos de programas se difunden, hasta seleccionar qué tertulianos o «expertos» son invitados a «impartir su sabiduría». Estamos, así, ante el engaño perfecto, y EEUU es el modelo a seguir. Noam Chomsky es una celebridad internacional, pero ninguno de los grandes medios informativos estadounidenses suelen abrirle sus espacios. Chomsky puede decir lo que quiera, pero sus mensajes quedan depositados en los rincones, de forma que la gran mayoría de ciudadanos se ve condenada a escuchar la misma «música», un día sí y otro también.

Como ha puesto de manifiesto un informe de la Organización de Estados Americanos sobre libertad de expresión,

uno de los requisitos fundamentales de la libertad de expresión es la necesidad de que exista una amplia pluralidad en la información y opiniones disponibles al público. Y es por ello que el control de los medios de comunicación en forma monopólica u oligopólica, puede afectar seriamente el requisito de la pluralidad en la información. Cuando las fuentes de información están seriamente reducidas en su cantidad, como es el caso de los oligopolios, o bien existe una única fuente, como los monopolios, se limita la posibilidad de que la información que se difunda cuente con los beneficios de ser confrontada con información procedente de otros sectores, limitando, de hecho, el derecho de información de toda la sociedad.

Las limitaciones a la libertad de expresión no provienen únicamente de la concentración de los medios de comunicación en pocas manos y de que esas manos defiendan un sistema monocolor, sino también de la dependencia de estos medios de los anunciantes. Es de público conocimiento que los medios masivos de comunicación dependen, fundamentalmente, de la cantidad de anunciantes que puedan captar. El círculo se cierra comprendiendo que, en cada país, los mayores anunciantes suelen ser las grandes empresas y el Estado. Los anuncios son una forma legal de aceptar, mantener en niveles manipulables o liquidar a los medios de comunicación discrepantes. L’Humanité es un diario francés, fundado en 1904 por Jean Jaurès, que pasó a ser el diario del Partido Comunista Francés. Durante la Segunda Guerra Mundial se editaba clandestinamente y muchos de sus periodistas murieron en los frentes de combate. Desde los años noventa apenas sobrevive con los aportes de sus simpatizantes porque nadie contrata publicidad y las subvenciones estatales han casi desaparecido. Las clases dominantes no necesitan cerrar con violencia o con decisiones judiciales un medio de comunicación discrepante. Les basta con negarles cualquier tipo de publicidad para que mueran solos. En España no hay un solo diario de izquierda o progresista en formato de papel. Ese espectro informativo, como el televisivo, lo copan enteramente las fuerzas conservadoras. De esa guisa, saturan a la población con programas que difunden, abierta o soterradamente, las ideas de la clase dominante. Es desde la saturación audiovisual e informativa como se hace creer a una mayoría de población que el sistema imperante es «el único sistema posible» y que, por tanto, deben sostenerlo acríticamente y cueste lo que cueste, aunque ese sistema genere enormes injusticias y crecientes desigualdades.

Afortunadamente, internet ha abierto espacios de difusión de ideas que han permitido prosperar y proliferar a miles de diarios, revistas y canales informativos discrepantes, que han roto, puede que para siempre, el monopolio ejercido sobre la información por las clases dominantes. Hoy es posible informarse ampliamente sin depender de los medios de comunicación masivos, aunque estos sigan ejerciendo una presión insoportable sobre amplias capas de las sociedades.

Esta realidad hace que uno de los derechos humanos fundamentales, recogido en el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, esté permanente condicionado a los intereses de los dueños de los medios. Según dispone este Pacto: «Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección». La práctica totalidad de Constituciones políticas del mundo recogen este derecho, que es una demostración viva del refrán que dice que «del dicho al hecho hay mucho trecho».

Como puede colegirse, es fácil hablar de libertad de expresión y difícil que tal derecho sea debidamente respetado o sea puesto efectivamente en práctica. También es fácil confundir la libertad de expresión con el hecho de subirse a un banco, en Hyde Park, en Londres, y desahogarse sobre uno o varios temas que gusten o disgusten. La libertad de expresión es eso, pero es muchísimo más que eso. De la amplia temática que abarca el tema de los medios de comunicación se podrían destacar diversas cuestiones, pero la primera es que, desde muy antiguo, el control de la información ha sido considerado una cuestión esencial por los grupos en el poder, pues controlar la información es controlar las mentes, y quien controla las mentes no necesita de ejércitos. Necesita tertulianos. Pero tenga en cuenta siempre lo expresado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos: «una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre».

Geopolítica: la geografía del saber y del poder

Poco se habla hoy de geopolítica. Como parte del proceso de condena y demolición del nazismo, al que fue vinculada por geopolíticos alemanes, esta rama de investigación cayó en el descrédito público, pero no en el abandono de los gobiernos. También influiría en su consideración la Guerra Fría, que simplificó como nunca antes el mundo, pues la sociedad internacional quedará dividida entre áreas de influencia y aliados de EEUU o de la Unión Soviética. Trata la geopolítica de la influencia de la geogra­fía y las condiciones geográficas en países y poblaciones y, sobre esas premisas, de la elaboración de políticas nacionales e internacionales atendiendo el medio y las condiciones geográficas. Según Robert Strausz-Hupé, «la geopolítica se relaciona con la política de fuerza». Los orígenes de la geopolítica, así como su proyección hasta el presente, han estado vinculados a tres fenómenos que marcaron a Europa en los siglos xix y xx, a saber, el nacionalismo, el colonialismo y el imperialismo. De hecho, es casi imposible entender la geopolítica sin tomar en cuenta esos fenómenos, que alentaron de forma exponencial el interés por ella y por la geografía política.

Cultivada con esmero en Alemania desde el siglo xix, su influencia se extendió a la Inglaterra imperial, con Halford Mackinder como gran figura, así como a una Francia en plena expansión imperialista. La paternidad del término corresponde al sueco pangermanista Rudolf Kjellen, primero en distinguir entre geopolítica y geografía política. No obstante, sus raíces modernas se remontan al siglo xviii, hasta un individuo singular, el barón Dietrich Heinrich von Bülow, fallecido en 1807 en una cárcel de Riga. También es cierto que, desde muy antiguo, hubo conciencia de la influencia de la geografía en las sociedades humanas. A principios de nuestra era, el griego Estrabón, en su Geografía, intentó demos­trar que las costumbres, hábitos y divisiones políticas venían determinados por el contexto natural de un país o región (lo que hoy podría llamarse medio ambiente o ecosistemas: la ecología nacerá como ciencia a mediados del siglo xix, de la mano del prusiano Ernst Haeckel). Montesquieu sostuvo que las condiciones geo­grá­ficas y el clima determinaban la evolución política de una sociedad. Immanuel Kant consideró la geografía política una rama de la geografía física. En suma, que desde que el humano pudo pensar de forma racional, tuvo conciencia de la relación entre las sociedades humanas y el entorno geográfico en el que vivían (Tucídides comentaba, en su Historia de la guerra del Peloponeso, que «eran las mejores tierras las que sufrían permanentemente las migraciones de sus habitantes […] En efecto, a causa de la calidad del suelo, algunos se hacían con un poder mayor, lo que originaba revueltas, a resultas de las cuales se arruinaban, a la vez que se veían expuestos a los ataques de pueblos extranjeros. En cambio, el Ática, que desde los tiempos más remotos permaneció sin revueltas a causa de la aridez de su tierra, la habitaron desde siempre los hombres de un mismo pueblo». La historia evidencia, como había constatado Tucídides, que las regiones áridas del planeta rara vez han despertado el apetito de conquista o de colonización por otros pueblos).

Por otra parte, la Revolución francesa (1789), al inventar la noción de «Estado nacional», cuya base era la soberanía popular, inventó también la idea de que un Estado nacional debía poseer «límites naturales», aunque esos límites excedieran los de la nación. De esa guisa, los revolucionarios franceses decidieron que el río Rin era uno de los límites naturales del Estado nacional francés, lo que implicaba anexionar territorios alemanes, belgas y holandeses. Con esta política quedará establecida la relación entre Estado-nación y «límites naturales» del Estado nacional, que será fuente de infinitos conflictos entre países y pueblos europeos y que provocará, finalmente, dos guerras mundiales.

Von Bülow, oficial prusiano de origen noble, abandonó el Ejército para participar en los avatares de su época y luego se dedicó a oficios singulares para subsistir. En 1799 publicó su libro El espíritu del nuevo sistema de guerra, en el que sostenía que, mientras hubiera algo que repartir o tomar, habría conflictos armados. Distinguió entre fronteras naturales y fronteras comerciales, y afirmó que era el pueblo más el territorio lo que formaba el Estado moderno. Anticipó la unidad de Alemania –entonces inimaginable– y sostuvo que, por la geografía del valle del Mosa y las Ardenas, una Alemania unida, si controlaba Holanda, vencería fácilmente a Francia atacando desde Bélgica. El plan seguido por Hitler en 1940.

Nuevo impulso recibió la incipiente geopolítica de la mano del geógrafo alemán Karl Ritter, nacido en 1779, quien publicó 21 volúmenes de una Geografía comparada, en los que explicó la geografía como una «ciencia del globo viviente». Ritter definió la naturaleza como un todo armónico en el que la sociedad se desarrolla. Desde su perspectiva, «la geografía es un tipo de fisiología y de anatomía comparativa de la Tierra: ríos, montañas, glaciares, etc., son distintos órganos, cada uno de los cuales posee sus propias funciones, y, como este marco físico es la base del hombre, determinándolo durante toda su vida, así la estructura física de cada país es un elemento decisivo en el progreso histórico de cada nación». Ritter, fundador con Alexander von Humboldt de la geografía moderna y fallecido en 1859, terminó sus días como profesor de la Universidad de Berlín y de la Escuela Militar prusiana.

El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte, en sus Discursos a la nación alemana –escritos entre 1807 y 1808, como reacción a la de­rrota prusiana por Napoleón y cuyo «objetivo general [era] proporcionar valor y esperanza a los fracasados, anunciar alegría en la profunda tristeza y superar con facilidad y en paz la hora del aprieto», como afirma en su primer discurso–, comparó el Estado con un individuo condicionado por la historia. Para Fichte, «todos los que hablan un mismo idioma [...] hállanse unidos entre sí desde el principio por un cúmulo de lazos invisibles [...] de modo que los hombres no forman una nación porque viven en este o el otro lado de una cordillera de montañas o un río, sino que viven juntos [...] porque primitivamente, y en virtud de leyes naturales de orden superior, formaban ya un pueblo». Fichte estaba lejos de ser lo que hoy se llamaría «ultranacionalista» alemán. Para el filósofo, los alemanes, «al querer mantener su propia idiosincrasia y saber que es respetada, también reconocen a otros pueblos la suya, se la respetan y se alegran con ella». En suma, que los pueblos libres respetarán la idiosincrasia de otros pueblos y se alegrarán con ello. No obstante, sus discursos fueron punto de partida para darle fundamento al creciente nacionalismo alemán, dirigido a poner fin a la fragmentación de la nación alemana y a la creación de un único y gran Estado germánico. Los pensadores alemanes, además, sirvieron de fuente de inspiración a la multiplicidad de movimientos nacionalistas que pondrían Europa patas arriba durante los siglos xix y xx, y así… hasta el presente.

Tras la aparición de El origen de las especies, del célebre naturalista inglés Charles Darwin, donde relaciona el espacio físico con la evolución de los seres, el darwinismo fue incorporado con rapidez al estudio de la geografía, pasando a considerarse al Estado como una entidad biológica. «Un gran espacio mantiene la vida», escribió el geógrafo alemán Friedrich Ratzel, nacido en Karlsruhe en 1844 y declarado admirador de Darwin, en su obra Das lebensraum: Eine Biogeographische (El espacio vital: una biogeografía), publicada en 1901, aunque formulada por vez primera en 1897. En esta obra, Ratzel desarrolla el concepto de Lebensraum o espacio vital –luego reclamado por el nazi-fascismo–, influenciado por las teorías de Darwin.

Ratzel hacía descansar la idea de Lebensraum sobre tres conceptos: Raum (extensión), Grenzen (fronteras) y Lage (posición), que son las tres medidas sobre las cuales construye lo que denomina «organización política del suelo». Concebidos los Estados como organismos biológicos, éstos podrían crecer o disminuir, vivir, morir, expandirse, etc. Como organismos vivos, podrían necesitar unos espacios determinados para su supervivencia, lo que podría hacerse, justificadamente, extendiendo sus fronteras, hasta obtener el espacio vital que necesitaban para sobrevivir. La idea del Lebensraum se había inspirado en la teoría del «territorio vital» (Lebensgiebet), desarrollada por el naturalista y geógrafo alemán Moritz Wagner, idea que sostiene la necesidad de una especie de habitar un territorio concreto. Para Ratzel, «[l]a nación es la entidad orgánica que, en el curso de la historia, se vincula crecientemente con la tierra sobre la que vive. Así como un individuo pelea con la tierra virgen hasta que la convierte en tierra cultivable, una nación lucha con su tierra para convertirla con sudor y sangre en suya propia hasta que es imposible pensar en las dos de forma separada». Defensor del colonialismo y de crear un imperio colonial alemán y partidario de la guerra, que consideraba como «el único remedio para las naciones dolientes», Ratzel participa en el Congreso de Berlín de 1885, durante el cual un puñado de potencias europeas proceden al reparto de África, hecho histórico que marcará el punto culminante del imperialismo occidental y que marcará profundamente la mentalidad europea.

Ratzel dio forma a las ideas de la época, que propugnaban hacer de Alemania un poder mundial frente a la soberbia de Gran Bretaña. «En toda época –escribió Ratzel– sólo podemos llamar un poder mundial a aquel que está fuertemente representado en todas las partes de la tierra y especialmente en todos los puntos críticos, por sus propias posesiones». Afirmó también que, «en este pequeño planeta, sólo hay espacio suficiente para un gran Estado». Esas tesis terminarían chocando con las propugnadas por el canciller alemán, Otto von Bismarck, lo que determinará su caída y el ascenso a la Cancillería de los partidarios del Imperio alemán, la meta perseguida por Bismarck, llamado «el Canciller de Hierro». Pese a la deformación que hizo el nazismo del Lebens­raum, para Ratzel significaba el espacio que un grupo humano debía ocupar para disponer de medios suficientes de subsistencia y crear una nación dinámica, bajo la amenaza de desaparecer o, cuando menos, menguar.

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