Читать книгу: «Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos», страница 5

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La Segunda Guerra Mundial determinará el desmantelamiento del Imperio colonial británico y, por tanto, la desaparición de Inglaterra como potencia marítima, papel que asumirá EEUU, que había emergido del conflicto mundial como superpotencia, dueña de un poder naval absoluto. Inglaterra cede el testigo a EEUU y, entre otras muchas herencias, le facilita todo cuanto puede para que establezca una red mundial de bases navales, con el fin de «imponer ese círculo forzoso» a la superpotencia terrestre, la Unión Soviética. Con el inicio de la Guerra Fría, en 1947, EEUU proce­de a tejer una red de bases y acuerdos militares y políticos en torno a la URSS, en el marco de la llamada «política de contención», que había sido anticipada por Spykman, quien temía que la URSS se apoderara de lo que llamaba el «territorio marginal». El «círcu­lo forzoso» se formalizará con cuatro tratados: TIAR, OTAN, CENTO y SEATO, cuyo propósito era impedir que la potencia terrestre pudiera acceder a los océanos calientes a través de territorios del «margen continental». La red de bases navales y terrestres de EEUU se extenderá (y sigue extendida) desde Noruega hasta Alaska, abarcando tres océanos (Atlántico, Índico y Pacífico) y dos mares (Mediterráneo y Arábigo). La contención llevará a una suma de guerras periféricas, entre las que destacan las de Corea (1950-1953), Vietnam (1961-1975) y Afganistán (1979-1989).

Tras el suicidio de la URSS, la política estadounidense, lejos de modificarse al haber desaparecido la superpotencia terrestre, seguirá guiándose por la lógica mackinderiana. Despojada de buena parte del territorio del «corazón continental», el caos en que se vio sumergida desde 1992 dejaba a Rusia más vulnerable que nunca. Asia Central salía del control directo del poder ruso por vez primera en dos siglos y, como consecuencia, una parte estratégica del «corazón continental» quedaba al alcance de la potencia marítima, EEUU. Las condiciones fueron consideradas ideales para acceder al «pivote continental» y terminar con la hegemonía rusa en Asia Central. Y echar mano, de paso, a los yacimientos energéticos del mar Caspio. A partir del derrumbe soviético, el Caspio pasaría a formar parte de un tablero de ajedrez, en el mejor estilo decimonónico. Su situación estratégica y sus reservas energéticas (al parecer, 200.000 millones de barriles) llevaron al secretario de Estado norteamericano, Strobe Talbott, a afirmar, en julio de 1997, que esa región sería «trágicamente vital» para los intereses de EEUU. En la misma línea, Zbigniew Brzezinski, exconsejero de Seguridad con James Carter, manifestó que era necesario debilitar a Rusia en esa región, fortaleciendo a los nuevos Estados y promoviendo la explotación de sus recursos naturales por empresas multinacionales occidentales. La ofensiva política de EEUU para controlar el Cáucaso desembocará, finalmente, en la guerra provocada por Georgia en 2008 al invadir las regiones rebeldes de Osetia del Sur y Abjasia, que determinará la intervención militar rusa, conflicto relevante en términos geopolíticos –pese a su pequeña magnitud–, pues marcará el resurgir de Rusia como potencia mundial y establecerá una línea roja a la penetración estadounidense en los antiguos territorios soviéticos. Por otra parte, la emergencia de China como superpotencia mundial obligará a cambiar parámetros fundamentales de la política estadounidense en casi toda la región del Pacífico.

En el teatro europeo, la desaparición del Pacto de Varsovia dibujará un nuevo mapa, reabriendo escenarios de conflictos planteados desde el siglo xx. El diseño aprobado por la OTAN, tras el suicidio de la Unión Soviética, va a coincidir sospechosamente con la teoría del «pivote» o «corazón continental» de Mackinder Las condiciones creadas por la desaparición de la URSS y la crisis de Yugoslavia también coincidían con las condiciones pretendidas por Mackinder, pero sobre todo con las ambicionadas por sus discípulos norteamericanos, como Spykman. Para entenderlo es pre­ciso actualizar los términos. Cámbiese Gran Bretaña por EEUU, Alemania por Unión Europea, «cinturón interior» por «región euro-atlántica», «Estados tapón» por «ampliación de la Alianza», y se entenderán mejor las coincidencias. Las similitudes, cuando menos, son sugerentes.

Los exaliados de la URSS pasarán todos a ser miembros de la OTAN, siendo convertidos en «Estados tapón» entre Alemania y Rusia, utilizando como pretexto el marco político creado por la violenta disolución de Yugoslavia. Los proyectos de autonomía de la UE, como el Euroejército, surgidos en la década de los noventa del pasado siglo, eran vistos por EEUU con temor y desconfianza. Hegemonizados por Alemania, aquellos proyectos habrían tenido como destino natural la confluencia de todo el continente europeo, que incluía, inevitablemente, a Rusia. Una unión o alianza ruso-alemana-europea era, justamente, lo que Mackinder temía y sobre lo que había advertido que la «potencia marítima», entonces Gran Bretaña, hoy EEUU, debía evitar a toda costa. Una vez alcanzada una unión o alianza germano-ruso-europea, EEUU hubiera tenido que renunciar a su proyecto de hegemonía mundial en beneficio de una poderosa Europa, que sumaría su potencia económica y tecnológica al poderío militar y a los recursos naturales de Rusia (y Asia Central). La agresión contra Yugoslavia, so pretexto de Kosovo, sirve magníficamente al propósito de EEUU de enterrar los proyectos europeístas, que amenazaban directa y fatalmente su dominio en la zona y, por extensión, en el mundo. Esa razón convierte la guerra de 1999 en la primera guerra geopolítica del siglo xxi desarrollada en el corazón del territorio europeo. El conflicto de Kosovo marcará un antes y un después en el devenir de Europa: los proyectos europeístas son todos enterrados y la UE queda sometida, como nunca antes, a los intereses hegemónicos y estratégicos de EEUU, y así hasta el presente.

La UE, además, había venido erosionando la hegemonía norteamericana en áreas sensibles, como el exitoso proyecto Airbus. Aspiraba, incluso, a hacerse fuerte en el minusvalorado «patio trasero» del imperio, América Latina, con acuerdos con el MERCO­SUR, México y Centroamérica. Había lanzado su moneda única, el euro, que era la primera moneda que nacía para poner fin al hasta entonces monopolio del dólar. Pero lo más preocupante era, vale recalcar, el proyecto de ejército europeo. Si cristalizaba, la OTAN tendría los días contados y, sin la OTAN, la influencia de EEUU sobre la Unión Europea se vería seriamente comprometida. Demasiados tragos, demasiado amargos y en demasiado poco tiempo para que EEUU se resignara a ser mero espectador del fin de su sueño de hacer del xxi un «Nuevo Siglo Americano».

Kosovo resultará el pretexto perfecto para restablecer el dominio estadounidense sobre Europa y contra Rusia. Localización ideal: Europa. Momento ideal: año del nacimiento del euro. Fecha simbólica: cincuentenario de la OTAN. Pretexto ideal: genocidio e intervención humanitaria. Situación idónea: países este-europeos necesitados de recursos económicos e inversiones, y deseosos de aliarse con EEUU. Rusia, fuera de combate, en manos de un presidente moribundo y alcohólico y del FMI, y con sus Fuerzas Arma­das arruinadas y desmoralizadas. Por último, un objetivo óptimo: Yugoslavia, el aliado histórico de Rusia y único país que podría facilitar, en un futuro próximo, un punto de apoyo europeo a una Rusia recuperada. Era, por tanto, una ocasión irrepetible. Las negociaciones de febrero de 1999, en Rambouillet –que buscaban resolver la crisis de Kosovo–, no fueron concebidas como una negociación, sino como una celada. Las exigencias a Yugoslavia, como la de permitir que todo su territorio quedara «abierto» a las fuerzas de la OTAN, sólo podían provocar el rechazo a un plan que no buscaba la paz sino la ocupación del país. Recordaban las exigencias de EEUU a la URSS cuando el Plan Marshall, en 1947: si quería participar en él, debía abrir su economía y las de Europa Oriental al control estadounidense. El propósito lo había resumido entonces George Kennan, uno de los grandes ideólogos de la Guerra Fría: «Simplemente dejaremos que se excluyan a sí mismos». Se quería excluir a la URSS y privilegiar a Alemania occidental, evitando que una normalización de la situación europea con participación de la URSS se tradujera en una disminución de la influencia de EEUU. En 1999, como en 1947, el esquema seguía –sigue– siendo el mismo: impedir a cualquier precio el surgimiento de una entidad europea autónoma.

La decisión de atacar Yugoslavia no fue europea. Fue anglosajona. EEUU y Gran Bretaña iniciaron el conflicto y la OTAN se limitó a refrendar la decisión del presidente Bill Clinton y el primer ministro Tony Blair. Gran Bretaña ha sido el socio más ambivalente de la UE, pues, en la realidad de las cosas, su aliado indis­pensable no ha sido nunca Europa sino EEUU, país que la res­cató de la derrota en las dos guerras mundiales. Su papel dentro de la UE ha cumplido la doble función de no aislarse de su entorno geográfico y de obstaculizar un desarrollo rápido y sin EEUU del proyecto europeo. Los socios atlantistas endosaron la decisión anglosajona, presionados por EEUU y Gran Bretaña y por la enorme campaña de comunicación dirigida por la CNN, la más poderosa arma de EEUU, superior en efectividad a su poderío atómico. También por el hecho de carecer la UE de un proyecto estratégico propio e independiente, excepto en lo económico. Todo ello sin minusvalorar el reflejo condicionado de la «Guerra Fría» y la obsesión alemana por restablecer y consolidar su hegemonía en Europa Central, región que, desde hace siglos, ha sido considerada su hinterland histórico, la «zona natural de influencia» del Estado germano, desde los tiempos de Sacro Imperio Romano Germánico hasta el último intento alemán de controlar Europa Central, entre 1936 y 1945, que daría lugar a la Segunda Guerra Mundial. Este país ha tenido en este síndrome una causa central de los conflictos mundiales que ha desatado. Su situación la compelía a buscar alianzas con Rusia para hacer contrapeso de Francia y Gran Bretaña, pero sus afanes imperialistas la llevaban a combatir contra los tres países, lo que era garantía de derrota, síndrome en el que aún permanece (solamente el canciller Gerhard Schroeder tuvo una visión distinta de las relaciones de Alemania con Rusia: durante su mandato fueron firmados decenas de acuerdos de cooperación y la construcción del gasoducto Northstream. «Berlín no debe permitir que la Comisión Europea negocie la asociación de Ucrania sólo con la UE y sin traer [a la discusión] a Rusia», declarará en marzo de 2015).

La agresión contra Yugoslavia modificará profundamente el panorama europeo, con ganancia provisional para los promotores de la guerra. Europa queda bajo mando de EEUU, sin otra alternativa que acompañarle en la aventura militar. El conflicto permite a Washington colocar un obstáculo formidable al proyecto de unión europea, ahondando las diferencias y la desconfianza con Rusia. Washington, además, aprovecha su supremacía indiscutible en Europa para controlar los territorios del este, lo que se escenifica durante la Cumbre de la OTAN de 1992. Con el pretexto del conflicto yugoslavo, el control de los «Estados tapón» (iniciado con la desaparición del Pacto de Varsovia) se hace efectivo. El ingreso de Polonia, Chequia y Hungría había sido un primer paso. Con la crisis yugoslava, Eslovaquia, Rumanía y Bulgaria se agregan al cerco, sumándose al proyecto OTAN-EEUU. Desde una concepción mackinderiana de la geopolítica mundial, era natural que EEUU hiciera que el nuevo Pacto Atlántico incluyera el «corazón continental» dentro de la zona de acción e injerencia de la OTAN. Eran los años de la euforia atlantista, cuando en EEUU se empezaba a hablar del siglo xxi como de un «Nuevo Siglo Americano» (NSA). Poco les iban a durar la euforia y el sueño.

Desde esa perspectiva, el conflicto balcánico podía concluir en cualquier momento, pues ya había cumplido su propósito. EEUU, merced a la sumisión europea, tenía garantizada la prolongación de su hegemonía en la zona por tiempo indefinido y lograba avanzar sus posiciones hasta el limes de Rusia. La desaparición posterior de los últimos restos de Yugoslavia, con la separación de Montenegro de Serbia en 2006, privaban a Rusia de cualquier posible apoyo en aguas mediterráneas europeas, debilitando al máximo su capacidad de influencia (la «invitación» de la OTAN a Montenegro, en diciembre de 2015, para que se integre en dicha organización, tendría el objetivo de cerrar de forma radical cualquier posibilidad de bases navales rusas en territorio europeo). Poco podrá hacer Rusia en los años venideros para recuperar su influencia entre los «Estados tapón», convertidos –sobre todo Polonia– en la línea más dura de confrontación con ella sobre Ucrania. Kosovo era lo táctico; el control de la UE y de Europa del Este, lo estratégico. No fueron preocupaciones humanitarias ni por derechos humanos lo que llevaría a la última guerra balcánica. Lo que se había puesto en juego tras el pretexto Kosovo era el orden mundial del siglo xxi. Era la remodelación del escenario eurasiático para que, cuando Rusia emergiera de su implosión, se encontrara reducida a espacios mínimos, sin posibilidades reales de reconstruir su área de influencia. Porque la doctrina hegemónica de EEUU para hacer realidad un «Nuevo Siglo Americano» exigía impedir la reconstrucción del poder de Rusia y expulsarla, en primer término, del ámbito europeo. El proyecto de un NSA era claro en el objetivo: arrinconar a Rusia y retrasar cuanto fuese posible la recuperación de su potencia, de modo que, cuando hubiera salido de la postración, EEUU poseyera una ventaja militar y económica mundial de tal envergadura que poco o nada pudiera hacer el país eslavo para impedir la prolongación de la hegemonía norteamericana a lo largo del siglo xxi.

La reforma de la OTAN fue acompañada de un nuevo pacto entre EEUU y Japón en 1997, por el cual éste se comprometía a aumentar su gasto militar y su participación en acciones armadas externas. El proceso de cambio del papel de Japón en la región Asia-Pacífico queda sellado en septiembre de 2015 con la reforma de la Constitución japonesa, que prohibía el envío del Ejército japo­nés a acciones militares fuera del territorio nacional: ahora podrá enviar tropas donde considere necesario. Esta reforma, aprobada con muchas protestas, puede equipararse –en su contenido material– al acuerdo anglo-japonés de 1902 para hacer frente a la expan­sión rusa por el Pacífico, aunque, en el presente caso, se trataría de enfrentar a Rusia y, sobre todo, a China, en la nueva proyección de estos dos Estados sobre un océano considerado por EEUU durante casi un siglo como un «mar estadounidense».

En 1999 el nuevo cerco sobre Rusia quedaba establecido y Europa emergía hipotecada a EEUU, que pasaba a controlar zonas cons­picuas del «cinturón interior» como Israel, Pakistán, Arabia Saudí o Egipto, revalorizadas tras la «pérdida» de Irán en 1978. Es de imaginar el escalofrío que recorrió a gobernantes, políticos y militares rusos (y chinos) cuando vieron reunirse, en 1992, en Washington, como polluelos en torno a la gallina, a cuarenta países, entre ellos los exmiembros del Pacto de Varsovia y de la ex-URSS, para escenificar la proclamación de la OTAN como fuerza policial mundial.

(Cabe preguntarse, a estos propósitos, por las causas que llevaron al gobierno estadounidense a denunciar a Beijing por espionaje justo después del bombardeo de la embajada china en Belgrado, en mayo de 1999. Acorralada la Rusia de Boris Yeltsin, la única pieza fuera de control en esos años era, curiosamente, China. Podría pensarse que, viviendo una época de euforia y triunfo, quería EEUU aprovechar la coyuntura para enviar un mensaje al gobierno chino, o para preparar su conversión en el «enemigo» que necesitaban para justificar sus gastos militares, aumentados por el presidente Bill Clinton en 110.000 millones de dólares ese año 1999.)

El nuevo mapa mundial era, entonces, poco alentador. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 dan un giro dramático e inesperado a la situación. EEUU, bajo el gobierno de George Bush Jr., focaliza los ánimos de venganza en un país centroasiático que, curiosamente, formaba parte del «corazón continental»: Afganistán. Su invasión sirve para otros fines, además del argumentado de combatir el terrorismo (como se demostrará en los años siguientes, el terrorismo no se combate con intervenciones armadas). Arguyendo la necesidad de bases próximas al país invadido, EEUU obtiene autorización para abrir bases militares en las repúblicas exsoviéticas de Uzbekistán y Kirguistán. Lo que no había logrado el Imperio británico en el siglo xix durante «el Gran Juego», parecía alcanzarlo EEUU aprovechando la guerra afgana. Rusia reacciona enérgicamente, pero sólo de palabras. Su situación interna no le permite, por el momento, ir a más. El ascenso de Vladimir Putin, en el año 2000, al poder marcará un antes y un después, ya que, durante su gobierno, se produce un inesperado y vigoroso renacimiento del poder ruso. En 2005, el go­bierno uzbeko ordena el cierre de la base estadounidense; en 2014 es cerrada la base en Kirguistán; en 2012, Rusia firma un acuerdo con Tayikistán, para mantener hasta 2042 la base 201, que cumple «la importante misión de defender los intereses de Rusia» y de Asia Central. La base aérea rusa de Kant, en Kirguistán, ha sido reforzada. En agosto de 2012, el congresista Dan Burton refiere, en una entrevista al diario The Washington Post, que EEUU estaba buscando una base militar permanente en Tayikistán, por cuanto esa base militar «dará a EEUU la posibilidad única de tener un punto neurálgico permanente en esa región. Esto apunta, sobre todo, a Rusia y China». Si duda había sobre el interés de EEUU de poner una pica en el «corazón continental» o «región pivote», el congresista la aclaraba. No obstante, hasta este mayo de 2016, los esfuerzos estadounidenses de establecerse en Asia Central habían fracasado, pues los países exsoviéticos, bajo presión de Rusia y China, habían decidido poner fin a sus coqueteos con EEUU para dirigir sus intereses a los dos gigantes terrestres. Una situación que EEUU tiene casi imposible cambiar, tanto por el poder alcanzado por Rusia y China como por el hecho geográfico de que la potencia marítima no tiene forma material de acceder al «corazón continental» de Eurasia sin contar con la aquiescencia de las potencias terrestres, sobre todo Rusia.

Como respuesta a la política de cerco, Rusia pondrá en marcha un ambicioso –y exitoso– plan de rearme, como remedio más inmediato para hacer frente a la expansión de la OTAN en Europa del Este y a los intentos estadounidenses de establecer su influencia en el Cáucaso y Asia Central. Diez años después del ascenso al poder de Vladimir Putin, la situación había cambiado drásticamen­te en esta última región. Aunque EEUU logra consolidar su dominio sobre los «Estados tapón», la rápida e inesperada recuperación de Rusia, sumada a la potencia creciente de China, harán fracasar los intentos estadounidenses de establecerse en el «corazón continental» utilizando como pretexto la guerra en Afganistán.

La UE va a seguir por un tiempo indefinido como rehén de su particular «síndrome de Estocolmo», que le impide reaccionar contra su sumisión a EEUU, aunque sea, posiblemente, una de las regiones del mundo que más tiene que perder. En el mundo que se diseña para este siglo xxi –que no será un «Nuevo Siglo Americano»–, cabría esperar que, andando el tiempo, supere ese síndrome y decida construir una Europa «europea», abandonando el modelo de Europa atlantista impuesto por EEUU.

Fracasado el proyecto de NSA, la UE deberá optar entre tener al otro lado del nuevo muro a una superpotencia atómica adver­saria (y el riesgo de una tercera guerra, cuyos fuegos avisan en Ucrania) o a un socio insoslayable en un proyecto de unión europeísta. De ella dependerá el papel que ocupe en el mundo: si el de potencia independiente o el de región subalterna, peleando batallas que no son las suyas. Peter Taylor, en su Geografía política, hablaba del renacimiento de la geopolítica. Fue posible constatarlo en la última guerra en los Balcanes y en la interminable de Afganistán, y, en fin, verlo reconfirmado en Ucrania, última parada de la vorá­gine militarista promovida por la OTAN, tras sus guerras de agresión contra Iraq y Libia, y la atroz guerra en Siria. La geopolítica anglosajona y «democrática», pese a los descalabros sufridos, se empeña en seguir cabalgando. Con EEUU, Halford Mackinder mantiene su vigencia, aunque el mundo en nada se parezca al que inspiró su doctrina en 1904.

La irrupción de China como gran potencia mundial ha venido a trastocar la visión clásica de la dicotomía «potencia marítima-potencia terrestre». La magnitud de su poder económico y –cada día más– militar, no sólo ha dejado fuera del alcance de la potencia marítima las extensas costas del Estado asiático (recuérdese que Inglaterra tenía en Hong Kong su principal base naval en el Pacífico), sino que, además, su alianza con Rusia ha modificado, puede que para siempre, el esquema político y geopolítico construido sobre las tesis de Mackinder. La potencia marítima –EEUU– tendría que enfrentarse a las dos mayores potencias terrestres del mundo –siendo China mucho más potencia que Alemania–, que, además, están proyectando fuertemente su poderío naval sobre el océano Pacífico. Una de las primeras manifestaciones de este cambio ha sido la liquidación de la presencia de EEUU en el «corazón continental». Una segunda está en marcha, y es la proyección oceánica de las dos grandes potencias terrestres y el desarrollo de una potente tecnología militar dirigida a anular el poderío naval de la potencia marítima. Unos cambios drásticos y radicales que marcarán el rumbo del mundo a lo largo del siglo xxi.

Estado-isla: mejor solos que mal acompañados

Condición insular o aislada de un Estado, que puede ser por causas naturales, como las islas británicas o Cuba, o por obedecer a factores económicos, geográficos y militares, como ocurre con EEUU. La consideración de Estado-isla en sentido geopolítico no depende, por tanto, de causas estrictamente geográficas o naturales, sino de un conjunto de factores como la economía, el desarrollo científico-técnico y la asimetría de poder que pueda existir entre un Estado y sus vecinos, sumado esto a factores estrictamente geográficos. En geopolítica interesan poco los Estados-isla en sentido puramente geográfico, como las pequeñas islas del Caribe (Granada, Barbados, etc.) o del Pacífico, como Tonga. Tampoco se piensa en los Estados archipelágicos, como Indonesia o Filipinas, aunque sí en Japón, que reúne las condiciones de Estado archipelágico y de Estado-Isla. Dos Estados-isla han marcado los siglos xix y xx: Inglaterra y EEUU. Otro Estado-isla, Japón, marcó los primeros cuarenta y cinco años del siglo xx.

En el siglo xix, Inglaterra alcanzará su máxima expansión imperial, merced a haber destruido, durante las guerras napoleónicas, las principales flotas rivales en Europa y el mundo. Las armadas de Francia, España, Holanda y Dinamarca fueron consecutivamente hundidas por la flota británica, quedando Inglaterra como dueña absoluta de los mares. La insularidad británica está en la base de su éxito como potencia mundial e imperial. Islas hasta hace poco tiempo con baja densidad de población, hicieron de su condición de Estado-isla una muralla infranqueable frente a sus adversarios. De Felipe II de España a Adolph Hitler, pasando por Napoleón, todas las grandes potencias terrestres fracasaron en sus intentos de invadir el territorio británico, al estrellarse con la muralla de agua que le protegía.

En 1890, el almirante estadounidense Alfred Thyler Mahan, publicó su Influencia del poder marítimo en la Historia (1890), que era un estudio –y un panegírico– sobre el poder naval, sobre todo el poder naval británico. Mahan sostenía que una nación que quisiera prosperar debía dotarse de una poderosa fuerza naval y que EEUU sería la potencia mundial del futuro, pues, creando una propia y potente fuerza naval, obtendría la hegemonía en el mar Caribe y el océano Pacífico. Mahan, sin embargo, señaló el factor que hacía única a Gran Bretaña: su insularidad. El poder naval o terrestre británico no podía ser atacado desde fronteras terrestres. En cambio, todas las grandes potencias del continente europeo poseían fronteras vulnerables. Mahan advertía, de esa manera, que el poder naval no bastaría si un Estado tenía fronteras terrestres desde las cuales podía ser atacado. Esta advertencia no fue tenida en cuenta en países como Alemania, donde Haushofer, declarado admirador de Mahan, se convertirá en propagandista de un poder naval alemán y en amplificador de las ideas imperialistas y expansionistas de Mahan.

Desde el año 1066, Inglaterra no ha sufrido invasiones extranjeras ni ha combatido contra ejércitos extranjeros en su suelo. «Desde el punto de vista británico, es cien veces preferible que se destruyan ciudades extranjeras y no comarcas inglesas, y la derrota de una fuerza expedicionaria reporta consecuencias menos fatales y menos riesgos para la moral ciudadana que la derrota de un ejército defensor de la frontera», afirmaba el geopolítico estadounidense Nicholas Spykman, en su obra Estados Unidos frente al mundo (1944).

Por su parte, Japón nunca ha sido invadido, ni ha tenido que librar guerras contra fuerzas invasoras. Las misiones cristianas europeas –holandesas, portuguesas y españolas–, que llegaron en el siglo xvi, fueron expulsadas en el siglo xvii. Japón no tendrá contactos con el exterior, hasta que, en 1854, la flota estadounidense del comodoro Matthew Perry fondea en el puerto de Uraga, a 69 kilómetros de Tokio, dispuesto a imponer las condiciones exigidas por el gobierno de EEUU para abrir los mercados japoneses a las manufacturas estadounidenses. Sus argumentos dejaban poco espacio a la diplomacia: «Nuestro país acaba de tener una guerra con México, país vecino del nuestro, y ocupamos hasta su capital. Las circunstancias pueden conducir a vuestro país a una situación semejante.» Japón accederá a firmar el Tratado de Kanagawa, que sometía económicamente a ese país. Hasta la Segunda Guerra Mundial no sufrirá Japón, en sus propias carnes, el dolor de la guerra. En 1905, derrota a Rusia en los dominios coloniales que poseía en territorio chino, estableciéndose como la mayor potencia asiática. La derrota de Rusia provocará un terremoto geopolítico en el llamado Lejano Oriente pues, por vez primera en la historia, una naciente potencia marítima derrotaba a la histórica potencia terrestre merced a la superioridad de su fuerza naval y al hecho de que Rusia no podía atacar su territorio.

En cuanto a EEUU, Spykman hablaba del «foso protector de los océanos» que mantenía aislado a este país, de forma similar a como Inglaterra era protegida por sus mares. Los océanos han mantenido y mantienen resguardado de forma natural a EEUU, una protección que hace mayor el aislamiento geográfico del continente americano, único que no posee vecindad con ningún otro continente en el mundo. Las árticas islas Aleutianas, pertenecientes a Alaska, hacen un contacto meramente físico con Asia, pero sus condiciones climatológicas no permiten mayor uso de ellas, menos aún permiten servir de «puente» entre Asia y América del Norte. La condición de Estado-isla la terminan de crear los dos países vecinos de EEUU. Como explicaba Spykman en 1944, «México es un país pequeño al lado de Estados Unidos y su situación relativa de poder, como en el caso de Canadá, no es probable que experimente grandes mudanzas. Su forma, emplazamiento, topografía, aridez y condiciones de terreno excluyen la posibilidad de que lleguen a desarrollar gran poderío militar y económico». Por tal motivo, decía Spykman, «los vecinos terrestres de Estados Unidos no pueden amenazar sus fronteras». Su único peligro podía venir «tan sólo como posibles bases avanzadas de los enemigos allende los mares». En suma, la imposibilidad de que Canadá y México puedan alcanzar –en lo inmediato y en lo mediato– un poderío militar y económico suficiente es lo que hace a EEUU un país sin rivales ni amenazas próximas y con fronteras invulnerables, desde las que no puede ser atacado (no se habla aquí de narcotráfico ni de otras actividades delictivas). En suma, un país cuyos adversarios reales y potenciales se encuentran al otro lado de los océanos Atlántico y Pacífico. Por esa razón, como su par británico, EEUU «no ha sufrido invasiones extranjeras ni ha combatido contra ejércitos extranjeros en su suelo» desde la guerra de 1812-1814 contra, precisamente, el Imperio británico. El ataque japonés a Pearl Harbor, en 1941, no será un ataque al territorio de EEUU, porque, en ese entonces, las islas Hawái eran territorio colonial (no fueron Estado oficial hasta 1959). Las incursiones de Pancho Villa dentro de EEUU, durante la revolución mexicana, son anécdotas, buenas para películas de Far West, pero sin relevancia alguna en el terreno político o militar.

La insularidad le permitió a Inglaterra librarse de los estragos de las interminables guerras europeas. Su condición de Estado-isla dejó a salvo sus fábricas, ciudades e industrias –hasta los bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial–, de forma que, tras cada conflicto, salía más rica y reforzada militar y económicamente. De igual manera, las dos guerras mundiales terminaron convirtiendo a EEUU en la mayor potencia mundial pues, además de hacer negocios astronómicos con los contendientes en la Primera Guerra Mundial, en la Segunda Guerra Mundial sus industrias suplantaron las extensas zonas industriales europeas destruidas durante el conflicto.

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