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CAPÍTULO I

Desarrollo, capitalismo y ética social1

La noción de desarrollo económico

En sus orígenes, la noción de desarrollo fue de naturaleza económica y se asoció con el surgimiento del capitalismo. Este sistema económico dio lugar a sucesivas revoluciones industriales que incrementaron de manera sistemática el poder productivo del trabajo humano. Entre los estudiosos del capitalismo que profundizaron en esta noción de desarrollo están los economistas clásicos (especialmente Adam Smith) y Marx. También dentro de la vertiente neoclásica del pensamiento económico debe registrarse la contribución de Joseph Schumpeter que rescató las nociones de innovación empresarial como un rasgo esencial de la destrucción creadora inherente al desarrollo económico. En resumen, el desarrollo en esta perspectiva económica se refirió a la naturaleza dinámica del capitalismo y su creciente poder productivo.

Desde fines de la Segunda Guerra Mundial el concepto de desarrollo se predicó fundamentalmente en su dimensión económica, como una respuesta a las necesidades de la reconstrucción de Europa devastada por la guerra, y a las condiciones de pobreza y desigualdad social imperantes en vastas regiones del planeta que se incorporaban a la ONU tras el proceso de descolonización.

El producto por habitante (presunto indicador de condiciones de vida) y el producto por trabajador (presunto indicador del poder productivo del trabajo humano) fueron compilados y examinados en sus magnitudes promedio como índices de mejorías en las condiciones económicas. Sin embargo, muy pronto comenzaron a surgir visiones alternativas que cuestionaban por un lado las desigualdades distributivas, ante todo en el interior de las naciones más pobres, pero también en las más ricas; por otro lado, también se cuestionó, el carácter unidimensional de los indicadores pura o exclusivamente económicos que se utilizaban para medir el desarrollo.

En América Latina el primer tipo de temas (desigualdad distributiva) fue tempranamente puesto de relieve por Cepal en sus estudios sobre la concentración del poder productivo a escala mundial, y de la distribución de sus frutos en el desarrollo latinoamericano. Se derivaron de aquí diagnósticos y políticas tendientes a distinguir entre las condiciones de los países hegemónicos desarrollados (centros) y las de los países y regiones subdesarrolladas (periferias).

El segundo tipo de temas (el desarrollo humano integral) se abordó multidimensionalmente a través de varias agencias sectoriales (FAO, Unesco, Unicef, OIT, OMS) de la ONU a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de las otras Cartas posteriores de similar orientación. Desde los años noventa el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) popularizó la noción de Desarrollo Humano y publicó informes periódicos sobre el tema que han continuado hasta la fecha.

También, durante los años sesenta, se fue poniendo de relieve que lo humanamente significativo para el desarrollo es lo que las personas pueden llegar a ser y a hacer y no la cantidad de bienes que pueden poseer. Todas estas perspectivas de análisis fueron consagrando la necesidad de diagnóstico y políticas multidimensionales (no solo referidas a las perspectivas económicas sino también a las políticas y culturales).

Así, al ubicar a los seres humanos en el centro de la escena del desarrollo, el tema se volvió multidimensional y moral. Por lo tanto, se asoció con aquellas dimensiones humanas que son universales y compartidas por todos los hombres de todas las épocas. Las ideas pioneras del paquistaní Mahbub ul Haq (tempranamente desaparecido, quien fue el formulador inicial de los índices de desarrollo humano) fueron retomadas por el economista bengalí Amartya Sen2.

El concepto de naturaleza humana, en este libro está entendido como una noción científica y no metafísica. Sin rechazar la visión metafísica trascendente, la perspectiva académica aquí propuesta, se refiere a aquellos contenidos universales de la noción de ser humano, compatibles con las diferencias específicas que singularizan a cada sujeto. El ser humano reúne rasgos que le son definitorios los que están permanentemente enriquecidos y profundizados por el conocimiento científico. Sin embargo sus rasgos esenciales se mantienen de manera transhistórica.

La multidimensionalidad de los seres humanos (entidades biológicas, dotadas de racionalidad instrumental y moral, capaces de auto-organizarse en subsistemas sociales concretos), requiere, por lo tanto, de un examen multidisciplinario que involucra perspectivas económicas, políticas y culturales, (y hoy agregamos las biológico-ambientales) que determinan la vida humana.

La noción de desarrollo económico como objetivo deseable deliberadamente asumido por las políticas públicas y sistemáticamente analizado en la esfera académica es solo un aspecto del tema del desarrollo que tomó forma a partir de la Segunda Guerra Mundial. En una perspectiva históricamente más amplia podemos hablar de procesos de desarrollo económico vinculados al surgimiento de la Revolución Industrial Británica que otorgó al capitalismo su dinámica tecnológica contemporánea.

Si exploramos los orígenes del tema del desarrollo económico, lo que estamos haciendo es rastrear los orígenes del capitalismo. Solamente si abordamos el tema del capitalismo logramos conferir al tema del desarrollo económico su contexto histórico propio.

En suma, el uso de la noción de desarrollo en la literatura occidental se concentró originalmente en la dimensión económica del concepto y se asoció con la noción de capitalismo, es decir con ese sistema económico que, tras varios siglos de gestación, a partir de la era moderna, se asentó sobre las bases tecnológicas de la Revolución Industrial Británica desde fines del siglo XVIII.

Un punto de partida para el estudio del capitalismo y, consecuentemente, del desarrollo económico son los trabajos de los economistas clásicos y, en particular del, así denominado “padre de la economía política”, Adam Smith, quien asoció el crecimiento del producto social con el progreso técnico, vinculado a la división técnica del trabajo en el seno de los talleres de manufacturas. Los principales economistas clásicos (Adam Smith, David Ricardo, Robert Malthus) develaron los rasgos estructurales del capitalismo, y los fundamentos económicos de la estructura de clases que le es inherente. También plantearon los principales problemas del valor económico, subyacente a los precios de mercado que ponderan el producto social.

El trabajo humano concreto produce mercancías concretas, y la relación entre la cantidad de producto generado (Q) y la cantidad de trabajo requerida para generarlo (T), se denomina productividad (o poder productivo) del trabajo (Q/T) indicador básico de ese fenómeno que hemos denominado desarrollo económico. Cuando la productividad media del trabajo se plantea a nivel macroeconómico ponderada por los precios relativos de mercado, la contrapartida de ese aumento del poder productivo de las sociedades es el incremento en el poder adquisitivo medio de la población. Si denominamos (N) a la población total, podemos llegar a otro indicador (Q/N) que sería la cantidad de bienes y servicios que pueden en promedio ser adquiridos por persona. Si Q se expresa en unidades físicas, estamos en presencia de medidas técnicas y no económicas del desarrollo puesto que las mediciones del producto social pasan a través de las valoraciones del mercado siendo ponderadas por precios relativos. La profundización de la comprensión de esas medidas económicas nos remite nuevamente a la teoría que estudia los rasgos del capitalismo.

Aparte de la visión economicista que implican las consideraciones anteriores, otra enorme carencia de estas mediciones radica en que son promedios. Por lo tanto, queda afuera la noción de distribución (o reparto) del producto social. Si introducimos la noción de distribución del producto social no todo crecimiento del producto implica desarrollo económico, puesto que junto con el estudio de la distribución se “infiltra” (implícita o explícitamente) el estudio de la justicia distributiva, abriendo la puerta a consideraciones de naturaleza ética y social mucho más amplias.

El significado del reparto del producto social nos remite a una teoría de la justicia. La primera de esas teorías que ha perdurado largamente en la historia del pensamiento económico y político de Occidente es la distinción aristotélica entre la justicia distributiva y la justicia conmutativa. Este y otros enfoques posteriores sobre el tema de la justicia distributiva (el más importante en la segunda mitad del siglo XX fue planteado por John Rawls en su Teoría de la Justicia) han surgido con mucha fuerza en el siglo XXI, superando los límites del planteamiento de Rawls y planteando los problemas multidimensionales de la igualdad de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.

En suma, las nociones de crecimiento del poder productivo del trabajo y de crecimiento del poder adquisitivo de la población total nos remiten a una versión puramente cuantitativa y economicista de crecimiento, pero son absolutamente insuficientes si queremos penetrar en una comprensión del impacto de la noción de desarrollo económico sobre las sociedades humanas en su conjunto. Para esa comprensión más profunda hace falta examinar las condiciones históricas y estructurales que dieron lugar a la emergencia del capitalismo como sistema dominante en la era contemporánea de Occidente.

En efecto el enfoque puramente empirista-economicista del desarrollo capitalista es claramente reduccionista y no nos permite penetrar en las visiones más multidimensionales de la temática del desarrollo. No da cuenta de las profundas transformaciones sociales que acom­pañaron el advenimiento del capitalismo: cambios en la estructuración de las clases sociales y formación de un proletariado industrial, procesos de urbanización y metropolización, transformación de la organización familiar, separación entre el lugar de trabajo y el lugar de residencia personal, transición demográfica, incremento del proceso de alfabetización, etc. El estudio de los impactos sociales del capitalismo forma hoy parte importante de los estudios sociales en general y de los sociológicos en particular.

Como se sabe, junto con el advenimiento de la era contemporánea a fines del Siglo XVIII tuvo lugar no solo la Revolución Industrial Británica (base tecnológica del capitalismo a partir de esa fecha) sino también las Revoluciones Políticas Francesa (1789) y americana (1776) que instalaron los valores y principios republicanos de la democracia y de los derechos humanos, los que todavía predominan en la cultura occidental. Tomados en su conjunto el sistema económico capitalista y el sistema político democrático son, respectivamente, expresiones del liberalismo económico (Adam Smith) y del liberalismo político (Locke, Rousseau, etc.) que tuvieron un nacimiento simultáneo en la historia de Occidente.

Adam Smith considerado no solo el padre del liberalismo económico, sino también el fundador de la corriente teórica clásica en la ciencia económica, fue el primero en establecer las conexiones entre la división técnica y social del trabajo, el crecimiento de la productividad laboral y la expansión de los mercados nacionales e internacionales.

También cuando Marx habló del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el comando del capital (Precisamente El capital se llama su obra principal), otorgó un papel central (como punto de partida) a la Revolución Industrial, y de modo más amplio o general al desarrollo de las fuerzas productivas dentro del modo de producción capitalista. Lo mismo hicieron autores no marxistas como Werner Sombart, Max Weber, y Joseph Schumpeter, todos vinculados al historicismo alemán. El capitalismo es el marco histórico estructural en donde ha tenido lugar el desarrollo económico entendido en sentido restringido como la expansión sistemática y secular del poder productivo del trabajo humano. Además de la escuela historicista europea, existe otra corriente de pensamiento económico que ha profundizado en la noción de desarrollo en el marco del estudio del sistema capitalista: el institucionalismo estadounidense (por ejemplo, ThorsteinVeblen y John Commons).

La noción de desarrollo económico adquirió especial relevancia política y académica al final de la Segunda Guerra Mundial del Siglo XX, con el proceso de descolonización acompañado y promovido por la fundación de la Organización de las Naciones Unidas (1945). Surgió entonces el tema del subdesarrollo, es decir, el estudio de las situaciones de pobreza y privación de las naciones que abandonaban su condición de colonia y entraban en el proceso de independencia política. Este proceso histórico fue acompañado por el estudio del desarrollo y el subdesarrollo como disciplinas relativamente autónomas de la ciencia económica. Fue en ese momento cuando tuvieron lugar las contribuciones del estructuralismo latinoamericano (integrado por autores como Raúl Prebisch, Celso Furtado, Osvaldo Sunkel, Aníbal Pinto y Aldo Ferrer). Esta escuela de pensamiento establecida al alero de la Cepal-ONU para estudiar los rasgos específicos del desarrollo y el subdesarrollo bajo las condiciones del capitalismo periférico, formuló una importante perspectiva histórica de interpretación de las sociedades latinoamericanas desde el momento mismo de su conquista y colonización por parte de las potencias ibéricas.

En el marco de los principios y valores de la ONU estuvo siempre subyacente a estos autores la defensa de la democracia y de los derechos humanos. Otros sociólogos latinoamericanos de la época como José Medina Echavarría y Gino Germani, también exaltaron el tema de la democracia en su interacción con el capitalismo, en las modalidades que estos sistemas asumieron en América Latina. En su último libro Raúl Prebisch el fundador del enfoque estructuralista originario de la Cepal, volvió a poner de relieve los vínculos históricos entre las formas periféricas del capitalismo y los obstáculos de allí derivados para un firme desarrollo de las instituciones democráticas en América Latina (véase la segunda parte de este libro).

Ética y capitalismo

El nacimiento de la economía como ciencia coincidió con la emergencia de una nueva visión del mundo, la del liberalismo económico en la que se intenta demostrar la existencia de una conexión significativa entre los móviles egoístas del comportamiento de las personas y los resultados favorables que este comportamiento genera sobre el bienestar general y conjunto de esas mismas personas.

Los principios éticos occidentales pre modernos de raíz grecolatina se habían construido con base en las nociones de bien y de mal, de virtud y de vicio, de deberes y dignidades, de justicia y de bien común. En particular las motivaciones personales altruistas eran consideradas “buenas”, y las egoístas y hedonistas percibidas como “malas”. A escala social estos eran los fundamentos del bien común. Sin embargo, el advenimiento del liberalismo económico se basó en el reconocimiento pragmático de que la mayoría de los seres humanos actúan, en la esfera de los mercados de una manera egoísta, y están más preocupados por la máxima satisfacción posible de sus deseos, que por el carácter virtuoso de sus comportamientos.

El punto, paradojal si se quiere, del liberalismo clásico desde el punto de vista ético fue la noción un tanto inusitada hasta ese momento, de que la búsqueda de la ganancia y de su incremento sin límites, era fuente de abundancia social. Este resultado derivaba de la lógica de la competencia a través del mecanismo de mercado. La expresión histórica de esta lógica económica fue la emergencia del capitalismo, un sistema económico de mercado, fundado en una Revolución Tecnológica que, a partir del último cuarto del siglo XVIII comenzó un proceso sostenido de expansión productiva del trabajo humano.

La expresión capitalismo alude a un sistema económico fundado en el poder del capitalista, una persona que cuenta con poder adquisitivo suficiente para controlar no solo los productos-mercancías, sino también los factores requeridos (recursos naturales, trabajo y tecnología) para producirlos. El capitalista se propone acrecentar su poder económico en una secuencia indefinida. Su instrumento inicial es la posesión de dinero, que adquiriendo factores productivos se convierte en poder productivo primero y en productos-mercancías después; la venta de esos productos le permite recuperar su dinero con ganancias, en un proceso indefinido donde la meta final es acrecentar continuamente el capital.

En la versión aristotélico-tomista de la ética que predominó en Europa Occidental durante buena parte del período pre-moderno se presumía una congruencia entre la moralidad de los comportamientos personales de los actores económicos considerados individualmente y los resultados generales esperados del proceso económico. Había una correlación entre el comportamiento virtuoso de las personas y la consecución del bien común. Por ejemplo, el préstamo a interés era considerado usura, la que era éticamente mala tanto a nivel personal como social, del mismo modo el afán de ganancia ilimitada era considerado una perversión en la lógica del intercambio. Aristóteles había distinguido entre las nociones de crematística natural, donde el intercambio tenía como objetivo la satisfacción de necesidades de los contratantes y la crematística lucrativa donde el objetivo, éticamente censurable era el afán de lucro ilimitado.

Pero en un mundo donde imperaba la escasez y la pobreza, los ideólogos del liberalismo propusieron que, desde el punto de vista económico, la mayor producción de riqueza era un resultado bueno para el interés general, aunque estuviera basado en un comportamiento personal individual cuyos móviles eran considerados malos por la ética tradicionalmente aceptada. La magia o mano invisible del mercado lograba que a través de personas que se enriquecían más allá de todo límite (conducta considerada mala por la ética tradicional) a escala individual, se consiguiera un resultado (considerado bueno por la ética emergente) creador de riqueza que aumentaría el bienestar económico de todos. Esto generó nuevas actitudes morales que fomentaron el desarrollo del capitalismo, y nuevas justificaciones éticas, congruentes con una ciencia económica fundada en criterios cuantitativos, que fueran mensurables por los precios de mercado.

La ética clásica de raíz grecolatina concebida y aplicada a las conductas personales y, por extensión a sus resultados sociales, cuya expresión más generalizada en el mundo occidental consistía en perseguir el bien y rechazar el mal debió confrontar la nueva ética individualista y utilitarista según la cual a través de un comportamiento egoísta pero eficiente a escala individual, el mecanismo del mercado prometía superar el dolor de la escasez y disfrutar el placer de la abundancia.

Los conductores de este proceso, miembros de la burguesía industrial naciente, propietarios del capital productivo, impusieron un código de comportamiento egoísta que se legitimaba a través del mercado. El poder adquisitivo del capital aplicado a la producción y fundado en el control del poder tecnológico se revelaba capaz de generar una expansión indefinida de la riqueza de las naciones. Así se tituló precisamente el libro de Adam Smith, economista y filósofo moral considerado el padre fundador de la ciencia económica, la que emergió como disciplina autónoma en ese período histórico.

En su libro fundacional La riqueza de las naciones, Adam Smith enuncia con claridad esa mutación en virtud de la cual el comportamiento individualista y egoísta aplicado a las operaciones de mercado da lugar a una expansión del bienestar general, en la medida que dicho bienestar se mida o se asocie con la creciente expansión de la capacidad productiva por habitante. No es por la benevolencia del carnicero o del panadero que obtenemos los productos de consumo, dirá Smith, sino apelando a su propio interés egoísta como logramos que ellos nos provean de los bienes que necesitamos.

Las diferentes formulaciones éticas que, posteriormente afloraron evidencian que el desarrollo de las instituciones del capitalismo puede fundarse en diferentes posiciones (quizá debiéramos decir justificaciones o legitimaciones) en el campo de la moral y de la ética. Este proceso dista de haber terminado.

Examinando los hechos históricos, el sociólogo alemán Max Weber, elaboró trabajos publicados a comienzos del siglo XX donde vinculó el nacimiento del capitalismo, al surgimiento de una racionalidad formal basada en el cálculo económico, la que pudo llevarse hasta sus últimas consecuencias cuando las instituciones del capitalismo permitieron convertir en mercancías dotadas de un precio calculable a todas las condiciones y recursos requeridos por el proceso productivo y no solo a algunos insumos y productos finales. El capitalismo convirtió en mercancías a la capacidad de trabajo de los seres humanos, a los recursos naturales, al conocimiento tecnológico, etc., expresándolos en unidades de valor económico a través del uso del dinero, unidad de cuenta y medio de circulación.

Ese proceso de expansión de la, así denominada, racionalidad formal, fue acompañado por una racionalidad denominada material que según la terminología de Weber se expresó en la ética calvinista, dotada de lo que podríamos llamar un ascetismo aplicado a la producción de riqueza. La ética protestante, y el calvinismo en particular, emergen, así, como una alternativa a la ética católica, creando condiciones capaces de legitimar el desarrollo del capitalismo al permitir conciliar en principio los mecanismos del mercado con algunas de las viejas nociones de virtud a escala personal, convenientemente modificadas.

Sin embargo, el fundamento ético más generalizado y perdurable en la legitimación del orden capitalista provino del utilitarismo. Fue el inglés Jeremy Bentham (1748-1832) quien sentó las bases de este sistema ético sobre el que se asientan el capitalismo como sistema económico y la teoría académica que hasta hoy continúa siendo más difundida en occidente: la microeconomía neoclásica.

Ética utilitarista y economía neoclásica

El utilitarismo tiende a identificar la noción de felicidad con la noción de placer. Según Bentham un principio innato de la conducta humana es huir del dolor y perseguir el placer. Pero decir que la felicidad es la búsqueda del placer, no es lo mismo que decir que la felicidad es el resultado de una vida virtuosa. Aquí se genera no solo una confusión terminológica sino también un abismo respecto de los fundamentos de la ética tradicional. El placer es el resultado de la satisfacción de deseos individuales con independencia del carácter virtuoso o vicioso de esos deseos particulares y, aún de la moralidad concreta de aquellos que buscan dicho placer. John Stuart Mill, discípulo de Bentham, se contenta con aceptar que la felicidad es una cosa deseable y basta con que sea deseable para considerarla un bien.

En resumen, para los utilitaristas un bien tiene la cualidad de satisfacer deseos, por eso es un bien, es decir, por eso es algo bueno. La cualidad de satisfacer deseos que tiene un bien, es la utilidad del bien, y la satisfacción del deseo genera “felicidad”. De donde la noción de “felicidad”, en su acepción utilitarista, consiste en la satisfacción de deseos y no en el cultivo de una vida de virtud como había sido establecido en la tradición aristotélica.

La teoría de los mercados y de los precios se edificó sobre la base de las nociones de utilidad ya planteadas por Bentham cuyo rasgo más importante era la pretensión de mensurabilidad cardinal y de comparación interpersonal de magnitudes de utilidad. Por lo tanto, esta ética admitía su asociación teórica con el sistema de precios. Surgió a partir de esas ideas, continuadas por John Stuart Mill, la teoría neoclásica de los mercados y de los precios, en donde las sustancias del valor, mensuradas por el sistema de precios eran la utilidad y la escasez, y la materia mensurable era la utilidad marginal. La teoría utilitarista del bienestar fue perfeccionada por Wilfredo Pareto, en el marco del modelo de equilibrio general bajo condiciones de competencia perfecta formalizado por León Walras.

Pero el utilitarismo entendido como la ética sobre la que se asentó el capitalismo formaba parte de una concepción más amplia denominada liberalismo que incluyó, también una nueva visión del proceso político, en donde el fundamento ontológico del orden social reposaba en el individuo. Este era el punto de partida del sistema político, construido contractualmente por los individuos para preservarse de los abusos de poder provenientes de ellos mismos en el curso de las interacciones sociales. Esta visión contractualista de la sociedad contó con importantes sostenedores intelectuales en particular Rousseau. La visión contractualista del sistema político, implicaba que la autoridad provenía de los propios individuos quienes pactaban su constitución. La soberanía del Estado ya no provenía de un origen divino, sino que era un fruto de las decisiones individuales de los seres humanos.

En el caso de Locke este ordenamiento consideraba a la propiedad privada como un derecho natural cuyo origen y legitimidad debía buscarse en el trabajo humano, y, por esa vía, contribuía a la elaboración de una teoría de los mercados en que los precios se consideraban como una medida del trabajo contenido en los bienes. Desde ese punto de vista Locke es un predecesor de las teorías del valor trabajo sostenidas por los economistas clásicos y por Marx. También es un antecesor indirecto y remoto de las teorías hoy denominadas libertarias que toman como punto de partida la “propiedad de sí mismo”.

A mediados del siglo XIX y como consecuencia de los excesos del capitalismo en el tratamiento de la clase obrera, (bajo un período histórico en que la democracia como sistema político estaba aún lejos de imperar en Europa Occidental), surgen diferentes formas de socialismo, así denominado utópico, fundadas en principios éticos de tipo cooperativo, los que preanuncian la llegada de las ideas de Karl Marx, y su “socialismo científico”.

El determinismo implícito en la teoría económica de Marx

En el caso de la teoría del valor de Marx se produce un determinismo tecnológico que fija los valores de las mercancías de acuerdo con su contenido de trabajo abstracto incorporado bajo condiciones técnicas medias correspondientes a una época dada. En el modelo más puro (planteado en el tomo I de El capital ) opera sin restricciones la “ley del valor” según la cual las mercancías se intercambian de acuerdo con su contenido de trabajo abstracto, social y medio. En el tomo tercero de la misma obra se introduce la noción de precios de producción que son también calculados en términos de valor pero que incluyen la premisa de la igualación de las tasas de ganancia como consecuencia de la transferencia de capitales desde los procesos menos rentables hacia los más rentables. Hay aquí una mezcla entre un mecanismo originado en la esfera de la producción (atribución de valor a las mercancías mediante trabajo abstracto), y otro mecanismo originado en la esfera de los mercados (competencia entre los capitales que buscando maximizar su tasa de individual de ganancia terminan generando la igualación de la tasa general de ganancia).

¿Dónde entran los seres humanos, y, con ellos, la ética social en estos procesos? En ninguna parte. En efecto, Marx observa en el penúltimo párrafo de su prólogo a la primera edición alemana del primer tomo de El capital : “Unas palabras para evitar posibles interpretaciones falsas. A los capitalistas y propietarios de tierra no los he pintado de color de rosa. Pero aquí se habla de las personas solo como personificación de categorías económicas, como portadores de determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, que enfoca el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, puede menos que ningún otro hacer responsable al individuo de unas relaciones de las cuales socialmente es producto, aunque subjetivamente pueda estar muy por encima de ellas”.

En otras palabras, la visión es completamente determinista y la persona es una criatura de las estructuras que lo han condicionado. Las nociones de libertad y de responsabilidad social no son tenidas en cuenta.

En el primer cuarto del siglo XX, la Revolución Rusa instaló un experimento colectivista de planificación centralizada, inspirado en las ideas de Marx, y basado en la noción de que los precios podían entenderse como una medida del contenido en trabajo contenido en las mercancías. La visión colectivista, desde un punto de vista ético subsumió el individuo en una razón de Estado orientada a un tránsito desde la sociedad de clases a la sociedad comunista. Nuevamente la noción de persona quedó sacrificada a los grandes objetivos políticos de la construcción del comunismo, y el tránsito desde un estadio hasta el otro se debía verificar a través de la dictadura del proletariado, legitimada en sus excesos por el resultado final, en el que las generaciones sacrificadas lo hacían en beneficio de las futuras generaciones que disfrutarían del mundo comunista. Marx consideraba que en la sociedad sin clases aparecería de nuevo la naturaleza humana en toda su integridad sin las alienaciones que se le imponían en el ámbito de las sociedades de clases.

En las economías centralmente planificadas donde operaba la, así denominada dictadura del proletariado, las consideraciones de ética social y humana quedaban, a la espera de que el proceso de la dictadura del proletariado permitiera llegar al mundo a la tierra prometida del comunismo propiamente dicho. En ese momento utópico, la ética emergería en el comportamiento de las personas efectivamente libres.

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