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Tras muchos años de violencia, con numerosas muertes de ambas partes, por último el cacique Urraca jamás fue derrotado, si bien su mundo fue destruido para siempre. Como refirió Gonzalo Fernández de Oviedo, cuando hizo mención de las entradas efectuadas en el Darién, lo que sus compatriotas «llamaban pacificar era yermar e asolar e matar e destruir la tierra de muchas maneras, robando e acabando los naturales de ella» (citado en Medin, 2009: 61).

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EL MUNDO DE LOS CONQUISTADORES: ARMAS Y TÁCTICAS

Sin duda, no solo el armamento utilizado, sino también las tácticas empleadas en los combates frente a unos grupos humanos diferentes a los que se combatía habitualmente hubieron de adaptarse con rapidez a tales circunstancias. A las luchas en la frontera sur peninsular y en el ultramar más cercano, ya fuese el norte de África o las Canarias, pronto se les sumaron, casi sin solución de continuidad y como se ha visto, las experiencias habidas en las Antillas y en el istmo panameño. De esa forma, antes de iniciarse el conflicto por la conquista del Imperio mexica a partir de 1519, los españoles habían acumulado una experiencia de algo más de medio siglo de combates frente a un enemigo no europeo, si bien la lucha contra el islam no dejaba de ser algo muy recurrente en el ethos bélico hispánico. Con todo, las nuevas experiencias marciales vividas a raíz del estallido de las guerras de Italia desde 1494 de igual forma iban a marcar notablemente las primeras generaciones de hombres que peleasen en las Indias. Pero queda claro que sin las experiencias relatadas en las páginas anteriores hubiera sido muy difícil afrontar las posteriores conquistas que habrían de venir.

EL OFICIO DE LAS ARMAS

Mucho se ha escrito sobre las armas europeas y la invasión y conquista de América28. A priori, parece obvio que para hacer la guerra los europeos, en este caso los castellanos, estaban mejor preparados tecnológicamente que los mesoamericanos o los incaicos, y a una distancia abismal del resto de los amerindios. Por otro lado, los caballos de guerra —descritos por el cronista Lucas Fernández de Piedrahita como «el nervio principal de nuestras fuerzas en las partes que pueden aprovechar á sus dueños»; «no teníamos, después de Dios, otra seguridad sino la de los caballos», dirá Hernán Cortés; en los terrenos donde los españoles podían aprovechar sus caballos «[…] todo lo asegura y deshace», señala Bernardo de Vargas Machuca— parecen fundamentales29. También fray Pedro Simón señalaba que muchas victorias se conseguían «por llevar muchos y buenos caballos los nuestros, que son los nervios y fuerzas de la guerra, donde se pueden servir de ellos en las que se tienen con estos naturales» (Simón, 1627, IV: cap. XIV). Y el padre Pedro Aguado comentaba: «[…] son la fuerza principal para la guerra y amparo de los españoles, porque es ya cosa muy averiguada en las Indias que adonde no se llevan caballos para la guerra de los indios no puede dejar de haber gran riesgo y peligro y trabajo demasiado para los españoles» (Aguado, 1956-1957, II: lib. VIII, cap. III). ¿Pero fue su número realmente decisivo? Esteban Mira se ha referido a la caballería como «la base de las huestes». Era un arma «absolutamente insalvable para los indios. Su movilidad y su posición dominante hacía que un hombre a caballo hiciese por diez españoles de a pie y por medio millar de indios. Las tribus indígenas sucumbían una detrás de otra a la ofensiva de la caballería». Pero, más adelante de su escrito, el autor se contradice un tanto cuando asegura que «muy pocos españoles pudieron disponer en los primeros años de estos équidos». Sin pretender subestimar el concurso de los caballos, relativamente escasos, que participaron en las primeras fases de la conquista, las más trascendentes, pues estamos convencidos del choque psicológico que significaron al inicio de toda operación militar, lo cierto es que Esteban Mira parece incidir sobre todo en la limitada capacidad militar de los indios en sus enfrentamientos con la poderosa maquinaria militar hispana, lo que, de hecho, no deja de ser la explicación tantas veces expuesta por el padre Las Casas como causa fundamental para revelar el porqué de tan fácil, rápida y cruenta conquista (Mira, 2009: 207 y ss.). Mi posición sería, más bien, considerar, como ya se ha expuesto, que la guerra fue muy difícil de ganar, entre otras razones porque jamás se contó con una «caballería» a la altura de la de los ejércitos europeos de la época, de ahí la necesidad de recurrir sistemáticamente a las más diversas prácticas atemorizantes, además de a los indios aliados. Con todo, soy consciente de testimonios como el de Pedro Cieza de León, quien aseguraba que los poco menos de cuarenta caballos que acompañaban a Francisco Pizarro en su primera acometida peruana eran «fuerza grande para la guerra de acá, porque sin ellos no se podrían sojuzgar tantas naciones». Y en el caso de la campaña de Sebastián de Belalcázar en tierras de lo que sería Ecuador, el mismo Cieza de León señala «que la fuerza de la guerra y quien la ha hecho a estos indios, los caballos son» (Cieza de León, 1984, III: 259 y 299). A nadie se le escapaba su importancia, y menos a los propios españoles. En tierras de Santa Marta, en Nueva Granada, el hecho de que los contumaces habitantes aborígenes no solo se negaran a aceptar la presencia hispana, sino que comenzasen a matar en los campos, cuando pacían, los caballos de sus enemigos llevó, tras la correspondiente petición del cabildo de Santa Marta, a la Corona, a finales de 1532, a declararles la guerra «a sangre y fuego» y a proclamarlos susceptibles de ser esclavizados en caso de apresarlos (DIHC, 1955, II: 351-352).

Sin duda, el caballo produjo una cierta sensación inicial, pero no fue la causa única y cardinal de la derrota aborigen a pesar de algunos testimonios: como señalaba el padre Aguado, en la conquista de las tierras de Zenú,

los indios siempre en la primera vista que con los españoles tienen, se les acercan y se juntan con ellos muy bestialmente y sin ninguna orden, pareciéndoles que son gentes inferiores a ellos, pero después que son lastimados con sus espadas y atropellados con los caballos, sin ser ellos poderosos para damnificar a los españoles, cobran gran temor, el cual pocas veces pierden y les parece que todo el daño que han recibido se lo han hecho los caballos, y así tiemblan de ver su terrible aspecto, y así hace más un solo caballo en una guazabara que muchos soldados (Aguado, 1956-1957, II: lib. VIII, cap. X).

No hay que abusar de los choques psicológicos: los tlaxcaltecas mataron tres caballos en las escaramuzas iniciales contra las tropas de Cortés y este hubo de disimular como pudo «la pena que tuvo de que los indios hubiesen entendido que los caballos eran mortales» (Herrera, 1601, II, VI: 181); cuando se atacó Cholula, en la ciudad se habían preparado trampas para los caballos. Los cachiqueles de Guatemala también lo hicieron: «Abrieron pozos y hoyos para los caballos y sembraron estacas agudas para que se mataran» (cita del Memorial de Sololá en Vallejo, 2008, I: 482, n. 381). En la llamada Noche Triste (la huida de Cortés y los suyos de México-Tenochtitlan el 30 de junio de 1520), los caballos de Hernán Cortés fueron atacados en las calzadas de Tenochtitlan «con lanzas muy largas que habían hecho [los mexicas] de las espadas que nos tomaron, como partesanas, mataban los caballos con ellas» (Díaz del Castillo, 2011: cap. CXXVIII). En la conquista de Paraguay, los guaycurúes huyeron como los que más ante la primera visión de los caballos y el espanto que les causaron, pero ese miedo no fue eterno. Al menos uno de ellos no perdió el brío, y según el testimonio del propio Alvar Núñez Cabeza de Vaca, «se abrazó al pescuezo de la yegua en que iba el caballero, y con tres flechas que llevaba en la mano dio por el pescuezo a la yegua, que se lo pasó por tres partes, y no se lo pudieron quitar hasta que allí lo mataron» (Roulet, 1993: 98).

Desde luego, no todos los historiadores contemporáneos se han dejado llevar por esas ilusiones psicológicas. Ross Hassig desde luego no lo hace cuando señala: «[…] los españoles eran tan pocos, y los aztecas tan flexibles en sus respuestas que la mayor parte de esta tecnología [barcos, cañones, armas de fuego, ballestas, espadas de acero…] no fue decisiva» (Hassig, 1992: 163-164). También pensaba así J. H. Parry cuando aseveraba: «La posesión de armas de fuego era naturalmente un factor importante, pero probablemente no decisivo». Parry aseguraba asimismo que los caballos fueron más importantes que las armas de fuego en la conquista, aunque inmediatamente recuerda que la mayor parte de los hombres eran infantes armados con espada, pica y ballesta, y si bien tenían la ventaja del acero sobre la piedra, «[…] no eran un ejército europeo bien equipado que luchaba contra una horda de salvajes indefensos» (Parry, 1966: 95-96).

Quizás, más que como arma, al caballo cabría entenderlo como una ilusión para muchos guerreros aborígenes: quien pudiese matarlo, y sobre todo capturarlo y ofrecerlo a sus dioses, alcanzaría un gran prestigio. En todo caso, hubo más caballos en Perú, donde, por cierto, el terreno era menos apto para ellos, que no en la conquista de México, y muchos más proporcionalmente en Chile (donde no fueron del todo decisivos, ya que la guerra se hizo eterna) o en el intento de conquistar Florida por parte de Hernando de Soto (quien incorporó trescientos cincuenta en su hueste). Del mismo modo, en los primeros compases de la conquista de Perú procuró Pizarro disimular la muerte de algún caballo, aunque bien pronto pudieron colegir sus hombres cómo los indios temían tanto a sus caballos como «el cortar de las espadas». Por ello, algunos de los ciento setenta compañeros que seguían a Pizarro comenzaron a murmurar al iniciar la ascensión a la sierra, «porque con tan poca gente se iba a meter en manos de los enemigos; que mejor hubiera sido aguardar en los llanos, que no andar por scierras, donde los caballos valen poco» (Cieza de León, 1984, III: 269-272). Inca Garcilaso de la Vega asegura que el capitán Alonso de Alvarado, en su larga marcha hacia Cuzco, hubo de enfrentarse a menudo en terrenos fragosos donde los caballos eran de muy poca utilidad. En aquellos casos, solía enviar cuarenta o cincuenta arcabuceros quienes, con la ayuda de los indios auxiliares, limpiaban el terreno (Inca Garcilaso, 1617, II: cap. XXXIII). Muy posiblemente, Pedro de Mendoza, primer fundador de Buenos Aires, perdiera casi todos sus caballos (setenta y dos) en una batalla en 1536 contra los indios querandíes, que usaron lazos con bolas, las famosas boleadoras, para domeñarlos (Díaz de Guzmán, 1835, I: cap. XI). En Chile, por ejemplo, la obsesión de algunos jefes araucanos era lograr que los hispanos peleasen a pie y no a caballo, pues «la fuerza que tenían era los caballos». También se prepararon allá zanjas y hoyos con estacas para frenarlos. Al final, como se sabe, ellos mismos adoptaron al equino como instrumento de guerra. Y con mucha fortuna (cita en Góngora Marmolejo, 1960: cap. XXII. Rosales, 1877, II: 74).

Los caballos alcanzaron precios astronómicos por la poca disponibilidad que había de los mismos en los primeros compases de la conquista, de ahí que los cronistas siempre resaltasen sus muertes en combate. Y, abundando en ello, tampoco es de extrañar el comentario de Cristóbal de Molina, que admite una segunda lectura, por supuesto, sobre la forma de cuidar a los potros: en la expedición de Diego de Almagro a Chile en 1535 se vio cómo «algunos españoles, si les nacían potros de las yeguas que llevaban los hacían caminar en hamaca y en andas a los indios, y otros por su pasatiempo se hacían llevar en andas, llevando los caballos del diestro porque fuesen muy gordos» (Molina, 1968: 84). Pero tratar al caballo como «el tanque de la Conquista» a la manera de John Hemming es excesivo (Hemming, 2000: 130). Sobre todo, porque no era de metal y se agotaba igual que los propios hombres. En todo caso, no se iba a permitir que los aborígenes los matasen sin respuesta. En la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a las míticas Siete Ciudades de Cíbola, una vez alcanzada una provincia llamada por los castellanos Tiguex, se dispusieron a pasar el invierno cuando los habitantes más cercanos al campamento hispano les hurtaron cuarenta y una mulas y caballos que pacían junto a un río. Una vez llevados al interior de la localidad, los naturales mataron los animales y se atrincheraron. La respuesta hispana fue todo lo contundente que cabía esperar: entraron en la localidad y tras lograr su rendición a base de dispararles con sus arcabuces e incendiar el pueblo, «los ataron a todos y los metieron en una tienda, más de çiento y treinta gandules, y a todos los mataron y quemaron diciéndoles que eran caballos […]» (Tello, 1968, II: 257-258).

A menudo, las tácticas hispanas de combate se desplegaban en función de la necesidad de preservar los propios caballos, agotados por los encuentros previos. Tras los primeros compases bélicos, insistimos, los amerindios también se acostumbraron a los caballos, además de a la forma de guerrear de los españoles; un informe de Rodrigo de Albornoz, contador de Nueva España, a Carlos I en 1525 nos parece harto elocuente: si bien en los primeros combates

huían ducientos y trezientos de uno o dos de caballo, y agora acontece atenerse un indio con un cristiano que esté a pie como él, lo que antes no hacían, y arremeter al de caballo diez o doze indios por una parte y otros tantos por otra para tomarle por las piernas; y así viendo comos los cristianos pelean y se arman, ellos hacen lo mesmo y de secreto procuran de recoger armas y espadas, y saben hacer picas con oro que dan a los cristianos […]

Ello sin contar con que, en sus enfrentamientos, los españoles se habían valido de otros indios, una conducta que castigar, ya que era la mejor fórmula «para que un día que les esté bien o tengan aparejo no dexen cristiano con nuestras mesmas armas y ardides» (Simpson, 1970: 198-199). En realidad, se dieron numerosas reflexiones en el sentido de no dilatar los conflictos para evitar que los indios aprendieran a hacer la guerra contra sus invasores. Según Bernardo de Vargas Machuca, los indios eran «[…] gente que no guarda más que la primera orden, que es hasta representar la guazavara [batalla], porque luego se revuelven y pelean sin orden […]» (Vargas Machuca, 1994: 99). Pero con el tiempo fueron aprendiendo. Algunos, incluso, muy pronto, o bien ya disponían de elementos ofensivos propios que usaron contra los castellanos. Jerónimo de Vivar, cronista de la conquista de Chile, comenta respecto al armamento de los reches en la década de 1540:

llevan picas de a veinte y cinco palmos de una madera muy recia, e ingeridos en ellas unos hierros de cobre a manera de asadores rollizos de dos palmos y de palmo y medio. Con unas cuerdas que hacen de niervos [nervios] muy bien atados, los ingieren de tal manera en aquella asta como puede ir un hierro en una lanza (Vivar, 1966: cap. CIV).

No obstante, cabría añadir otro factor. En el ambiente cultural propio de la época, todos, tanto los participantes en los hechos de armas como los cronistas, alguno de ellos coincidentes en ambas tareas, estaban imbuidos, como no podía ser de otra manera, por una ideología bélica caballeresca muy reacia, todavía, a aceptar la sustitución de la caballería por esa nueva infantería pertrechada con arma de fuego portátil, en realidad, como sabemos, un número de hombres muy escaso, y con picas como elemento clave de la práctica militar. Tanto es así que, creemos, los lances de guerra en los que participaba la caballería, no en vano era un arma que ennoblecía, fueron magnificados mientras que, sin ser ninguneados, los estragos de las armas de fuego en el contrario tuvieron una justa remembranza en los trabajos de los cronistas, pero sin mitificaciones. Porque en la ideología militar caballeresca, como es harto conocido, matar a distancia no era honorable, aunque en los enfrentamientos contra las masas de amerindios dicha circunstancia no tenía que pesar demasiado. Así, mientras la táctica de combate en el mundo mexica exigía luchar cuerpo a cuerpo con el objetivo de obtener prisioneros para que fuesen sacrificados —o bien, sencillamente, eliminar al enemigo—, de modo que «matar a distancia significaba la deshonra para los indígenas»; dicha táctica —y mentalidad bélica— obligaba a los guerreros a esperar el desenlace de una primera oleada o línea de combate en su enfrentamiento contra el grupo invasor europeo —y sus aliados aborígenes— antes de que una segunda línea de combatientes probara fortuna, de manera que no podían aprovecharse ni de su número, cuando las armas de fuego europeas y las ballestas podían matarlos a distancia, porque, según Hugh Thomas, a los castellanos «les era indiferente el modo de matar a un enemigo: lo importante era matarlo» (Thomas, 1994: 274). En realidad, sí era importante cómo se mataba al enemigo, y la mejor prueba, creemos, es cómo se narraban dichas muertes y batallas. En definitiva, la memoria de la violencia ejercida. No obstante, en momentos de apuro, sin duda lo importante era la eliminación física del contrario como fuese. En todo caso, fueron dichas limitadas tácticas de combate tradicionales del mundo mexica y no otras las utilizadas contra los españoles en los primeros compases del encuentro entre ambos contingentes, o ambos mundos, y, como se ha señalado, el elemento sorpresivo inicial tuvo que durar muy poco tiempo; por otro lado, los mexicas se vieron forzados a combatir de un modo distinto, en concreto: nunca habían luchado en el interior de su propia ciudad.

Tampoco vamos a subestimar el concurso de los perros de presa, mastines y alanos, muy útiles en especial descubriendo emboscadas en las selvas. En un libro que hoy en día ya es un clásico, el matrimonio Vaner, John y Jeanette, reflexionaba de la siguiente forma acerca de los canes, quienes

funcionó en la conquista como arma de guerra letal ha sorprendido e incluso escandalizado a muchos, pero este fue uno de los usos para los que, a lo largo de los siglos, los europeos criaron y cultivaron perros. Desarrollaron ciertas cepas de sangre con nombres de razas para significar las tareas para las que los perros eran más útiles, y establecieron una cepa de perros de sangre pura que los colombófilos trataron de mantener impoluta (Vaner y Vaner, 1983: XIV).

Pocas descripciones tan vívidas de ellos como las que siguen de fray Bernardino de Sahagún y Pedro Mártir de Anglería son capaces de transmitir el significado de la utilización de los perros de presa: el primero señaló cómo «ansimismo ponían grand miedo [en los indios] los lebreles que traían consigo, que eran grandes. Traían las bocas abiertas, las lenguas sacadas, y iban carleando. Ansí ponían gran temor en todos los que los v[e]ían». Por su parte, Mártir de Anglería aseguraba que «se sirven los nuestros de los perros en la guerra contra aquellas gentes desnudas, a las cuales se tiran con rabia, cual si fuesen fieros jabalíes o fugitivos ciervos […] de suerte que los perros guardaban en la pelea la primera línea, y jamás rehusaban pelear» (Sahagún, 1995, II: 830. Mártir de Anglería, 1989: 165). La sorpresa ante la visión de caballos, perros y cañones estuvo a la orden del día: según relata Francisco de Aguilar cuando, tras las batallas de tanteo habidas con los tlaxcaltecas en septiembre de 1519, al entrar en la ciudad de Tlaxcala la hueste de Cortés, sus habitantes ofrecieron comida no solo a los hombres, también a los caballos, a los perros y hasta a los cañones —«[…] de manera que a cada caballo, ponían una gallina y su pan, y a los perros así mismo y a los tiros» (Aguilar, 1980: 75)—. Asimismo, Gonzalo Fernández de Oviedo se había referido a la cuestión, señalando cómo «aperrear es hacer que perros le comiesen o matasen, despedazando el indio, porque los conquistadores en Indias siempre han usado en la guerra traer lebreles e perros bravos y denodados; e por tanto se dijo de suso montería de indios» (Fernández de Oviedo, 1959, II: lib. XVII, cap. XXIII). Luis de Morales30, en 1543, llegó a demandar a la Corona que se matasen los perros utilizados hasta entonces en los aperreamientos —«que solamente los tienen avezados para aquel efecto y los crían y los ceban en ellos [los indios]» (Mira, 2009: 226)—. De hecho, en una Real Cédula del 7 de octubre de 1541 dirigida a Francisco Pizarro y a Cristóbal Vaca de Castro se demandaba que, ante las noticias recibidas sobre cómo

los españoles tienen perros carnyceros cebados en los yndios e que de tal manera están los dichos perros encarnyçados que yendo por la calle o por el campo o por otras partes los dichos perros denonadamente arremeten con los dichos yndios y los maltratan e yeren […], [los perros] se matasen porque al presente no avia neçesidad dellos (citado en Barnadas, 1973: 323, n. 403).

Numerosos testimonios son un verdadero compendio del horror. Pascual de Andagoya, en una de sus diversas entradas hacia la región del istmo panameño, pudo observar cómo numerosos indígenas, capturados por los cristianos, estaban «atados en cadenas, de cerros en cerros y de tierras en tierras, como apatas acarreando el oro que hurtaban a los otros; y después los daban de comer a los perros como si fueran venados». Pedro Cieza de León menciona en sus escritos un terrible portugués, habitante del pueblo de Pescado, cerca del río de Santa Marta, quien a menudo «tenía cuartos de indios para criar perros»; en concreto explicaba: «Yo conoscí un Roque Martín, vecino de la ciudad de Cali, que a los indios que se nos murieron, cuando viniendo de Cartagena llegamos aquella ciudad, haciéndolos cuartos los tenía en la percha para dar de comer a sus perros […]» (citado en Benzoni, 1989: 254n. 126). Francisco Cieza, un encomendero del Yucatán, fue ajusticiado acusado de perpetrar numerosas muertes de aborígenes, quemados vivos unos, aperreados otros. El propio Sebastián de Belalcázar, uno de los más importantes conquistadores peruanos, consintió en su gobernación de Popayán «ir a cazar con ellos [se refiere usando los perros] indios para cebarlos y darles de comer» (testimonios citados en Bueno Jiménez, 2011: 189). También el padre Antonio Tello cita el caso de un encomendero de Nueva Galicia, Pedro de Bobadilla, quien «tenía unos lebreles, y como si saliera a caza de fieras y animales, cazaba despedazando muchíssimos [indios]». El resultado fue el alzamiento de la provincia de Culiacán, cuando numerosos indios prefirieron quemar sus poblados y cosechas y marcharse a la serranía en busca de refugio (Tello, 1968, II: 26).

Por lo tanto, una cosa es el perro utilizado en combate —a saber, en el conocido Códice Ramírez se dice que los españoles llevaban consigo «perros de ayuda […] que eran muchos, muy feroces y diestros en la guerra» (citado en Vázquez, 1987: 142)—, acostumbrado al ruido de los arcabuces (Vargas Machuca, 1994: 54), y otra muy distinta el adiestrado para que, en grupos de diez o doce, practicaran la justicia del vencedor. Es de lo que se quejaba el visitador Alonso de Zorita, cuando señalaba, entre horrorizado e indignado, que había averiguado cómo «los españoles tenían perros impuestos en despedazar indios vivos, y se comían sus carnes […], y que los imponían para las entradas, guerras y conquistas que hacían» (Pereña, 1992b: 106). Zorita había laborado en Nueva Granada donde, en la conquista del país de los muzos, los perros fueron una pieza clave en la victoria. A decir del cronista Lucas Fernández de Piedrahita,

debióse todo el buen éxito de esta conquista á los perros de que usaban los españoles, á quienes los Muzos preferían á las armas de fuego y caballos; y á la verdad, como no se suelten al atacar las batallas, son de grande conveniencia en las guerras de Indias, porque acometiendo cara á cara peligran los más a los tiros de las flechas, y valiéndose de ellos al tiempo que los indios huyen ó se retiran, hacen tal estrago, que los dejan acobardados para los encuentros futuros y aun para turbarlos con su vista […] (Fernández de Piedrahita, 1881, I: lib. XII, cap. VI).

En cuanto a la tecnología armamentística europea —en los últimos años, Victor D. Hanson ha intentado revitalizar «el papel esencial de la tecnología y la superioridad militar occidentales», en este caso de los castellanos en la conquista de México, pero lo hace de una forma muy poco convincente y sin aportar, efectivamente, ningún argumento nuevo a la discusión (Hanson, 2004: 251-260)—, las armas de fuego —portátiles y la artillería31— y las de acero, tanto ofensivas como defensivas —y el uso estratégico y, sobre todo, táctico de estas (la formación en escuadrón, del que trataremos más adelante)—, fueron muy útiles —Juan de Grijalva, en su expedición por la costa del Yucatán en 1518, tuvo suerte de contar con cañones (dos tiros medianos de bronce y una lombarda de hierro), ballestas y arcabuces para vencer a los indios, que se emboscaron tras el choque inicial. En palabras de Gonzalo Fernández de Oviedo, «e si no fuera por el artillería y esos pocos ballesteros y escopeteros que tenían los nuestros, peligraran más cristianos, porque no se podían aprovechar de otras armas. Y créese qué los tiros de pólvora y ballestas hicieron mucho daño en los contrarios y mataron hartos indios, de los cuales no se pudo saber la cantidad, aunque vieron caer algunos, sino por el temor que se vido en ellos, se entendió su trabajo. Y no es de maravillar que se espantasen los que nunca habían visto ni oído el artillería, ya que a los que la tractamos y a quien mejor la entiende, más espanta» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. XVII, cap. XI)— a la hora de enfrentarse a las armas de piedra y madera, con una muy escasa presencia del bronce y el cobre, de los aborígenes americanos quienes, además, aprendieron demasiado tarde de las tácticas de combate de sus dominadores —en el Epítome de la conquista del Nuevo Reino [de Granada] (1892) se puede leer cómo los muiscas, quienes teóricamente confundieron a los españoles con dioses, pero «[…] sabido que eran honbres como ellos, quisiseron probar la bentura; cuando esto fue era ya muy metidos en el Nuevo Reyno en la probincia de Bogotá»— y, sobre todo, cuando, como en el caso mexica o inca, carecían de la flecha envenenada (Friederici, 1973: 365 y ss.).

Esta fue, sin duda, el arma más mortífera de los indios, pero no, como decíamos, entre las grandes civilizaciones aborígenes, pero sí en partes de Nueva Granada y Venezuela, Paraguay, Panamá y en zonas del Caribe32. De hecho, después de la guerra civil iniciada en 1529 (o 1531, según la data de la muerte del emperador Huayna Cápac que contemplemos) incluso quedaron pocos flecheros en las filas del ejército inca. Y si además carecían de la saeta empozoñada, mucho peor para ellos. Y, con todo, durante el levantamiento de Manco Inca, cuando sitió el Cuzco en 1536 y 1537, sus flecheros serían claves en algunas victorias. Eran vasallos incas de las selvas próximas, donde también estos se aprovisionaron de arcos y flechas para sus tropas. Estos suministros faltaron en otras ocasiones a los incas, quienes los echaron mucho en falta en sus batallas contra los españoles y sus aliados (Vega, 1992: 149, 281). Al menos en una ocasión, que sepamos, fueron los propios hispanos quienes de forma indirecta proporcionaron una nueva arma a los indios. En 1558, en Asunción, parte de la compañía de Nuflo de Chaves regresó acompañada por indios aliados, quienes habían guerreado cerca de Charcas con los indios chiquitos, hábiles flecheros de jaras envenenadas. Con ellos llevaron el secreto y se sublevaron contra los españoles:

Movió a esa gente a esta novedad el haber traído de aquella entrada que hicieron con Nuflo de Chaves, gran suma de flechería enherbolada, de que aquella cruel gente, llamada los Chiquitos, usaba, de la cual los de esta provincia habían recogido y guardado lo que habían podido haber para sus fines contra los españoles; y vueltos a sus pueblos de la jornada, mostraron por experiencia a los demás, el venenoso rigor de aquella yerba, de cuya herida ninguno escapaba, ni hallaba remedio ni triaca contra ella (Díaz de Guzmán, 1835, III: cap. VIII).

Los amerindios nunca fueron seres inermes, carentes de ideas e iniciativa, y mucho menos en momentos en los que la vida estaba en juego. Los informantes del padre Bernardino de Sahagún, concretamente, explican cómo los mexicas, en pleno sitio de su ciudad,

cuando vieron, cuando se dieron cuenta de que los tiros de cañón o de arcabuz iban derechos, ya no caminaban en línea recta, sino que iban de un rumbo a otro haciendo zigzag; se hacían a un lado y a otro, huían del frente. Y cuando veían que iba a dispararse un cañón, se echaban por tierra, se tendían, se apretaban a la tierra. Pero los guerreros se meten rápidamente entre las casas, por los trechos que están entre ellas: limpio queda el camino, despejado, como si fuera región despoblada (León-Portilla, 1978: 424).

No fue el único caso. Aquellos que gozaron de un mayor margen de tiempo, gracias a la sangre vertida, para luchar contra los hispanos también intentaron buscar soluciones para oponerse a sus armas de fuego. Según el cronista de las guerras de Chile, Alonso de Góngora Marmolejo,

traían los indios en este tiempo [1557] para defenderse de los arcabuces unos tablones tan anchos como un pavés, y de grosor de cuatro dedos, y los que estas armas traían se ponían en el avanguardia, cerrados con esta pavesada para recebir el primer ímpetu de la arcabucería, y ansí se vinieron poco a poco hacia los cristianos (Góngora Marmolejo, 1960: cap. XXVII).

Pienso que, quizás, de entre el armamento europeo, fuese la espada de acero la principal arma, pues permitió al infante hispano permanecer un día más en el campo de batalla, es decir, sobrevivir. Con ella se logró, más que la victoria, evitar la derrota en los primeros enfrentamientos, que eran siempre fundamentales. En el combate cuerpo a cuerpo, frente a armas de la edad de piedra o, como mucho, de inicios de la del bronce, no tenía rival. «Las espadas españolas tenían la longitud precisa para alcanzar a un enemigo que careciese de un arma similar», y sin las protecciones adecuadas (Restall, 2004: 204). Por otro lado, las heridas que podían llegar a infligir —como las causadas por las armas de fuego— desconcertaron a los aborígenes. A decir verdad, a veces, fue suficiente su contemplación para facilitar la rendición de algún gobernante local. Es lo ocurrido con un curaca (cacique) de la tierra de Chachapoyas, quien pidió a Alonso de Alvarado una espada porque «[h]avia entendido que cortaban mucho […] y después de averla mirado, provado y considerado, con grande admiración fue a assentar la paz» (Herrera, 1615, V, VII: 218). En las campañas iniciales de Vasco Núñez de Balboa en el Darién, las gentes del cacique Torecha, que tuvieron seiscientas bajas a decir del cronista Francisco López de Gómara, quedaron «espantados de ver tantos muertos en tan poco tiempo, y los cuerpos unos sin brazos, otros sin piernas, otros heridos por medio, de fieras cuchilladas» (López de Gómara, 1991: cap. LXII). Tras uno de los primeros encuentros con los tlaxcaltecas, estos aseguraron a Hernán Cortés que «estaban maravillados de las grandes y mortales heridas que daban sus espadas» (Herrera, 1601, II, VI: 185). En la batalla de Otumba, las escasas fuerzas de Cortés, a decir de Bernal Díaz del Castillo, recibieron órdenes en el sentido de que «todos los soldados, las estocadas que diésemos, que les pasásemos las entrañas» (Díaz del Castillo, 2011: cap. CXXVIII). Según López de Gómara, en la plaza de Cajamarca, al ser tomado preso Atahualpa, «murieron tantos [indios] porque no pelearon y porque andaban los nuestros a estocadas, que así lo aconsejaba fray Vicente [Valverde], por no quebrar las espadas hiriendo de tajo y revés» (López de Gómara, 1991: cap. CXIII). En Nueva Granada, Pedro Cieza de León explica cómo la fama de las armas hispanas precedía la llegada de la hueste:

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