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Juan de Esquivel recibiría órdenes directas de Diego Colón hijo, virrey de La Española desde 1509, para ocupar Jamaica a partir de idéntica fecha. Con un contingente de sesenta hombres, Esquivel, que no encontró oro, se dedicó a la caza y captura de los esquivos taínos, quienes se refugiaban en los bosques, mediante el uso de jaurías de perros (Cassá, 1992: 230-232).

* * *

Mientras las conquistas de Puerto Rico (1508) y Jamaica (1509) siguieron el protocolo ya establecido en La Española, lo ocurrido con los gobernadores Alonso de Ojeda (1466-1516) y Diego de Nicuesa (1477-1511) —ambos con experiencia en la conquista de Santo Domingo— en Veragua (o Castilla del Oro) y Nueva Andalucía (Urabá) a partir de 1510 sirve, hasta cierto punto, como compensación a favor de los indios de los muchos males causados en otras partes. Aunque contradiciéndose, ya que siempre había asegurado la indefensión de los indios, como hemos visto, el padre Bartolomé de las Casas comenta cómo los indios flecheros envenenaban sus saetas en aquellas tierras, causando estragos no conocidos hasta entonces en las filas hispanas. Así, Alonso de Ojeda, tras comenzar la campaña con la derrota de los indios caramairí, a quienes esclavizó, y con la quema de algunos notables atrapados en sus bohíos, comenzó a perder hombres de manera dramática —setenta, incluyendo a Juan de la Cosa (1449-1510)26, en un encuentro en la localidad de Turbaco—, viéndose en la obligación de contactar con el grupo de Nicuesa. No fue un caso aislado. Rodrigo de Colmenares, un veterano de las primeras campañas italianas del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, quien salió en 1510 de La Española para socorrer a Nicuesa y los suyos, tuvo cuarenta y tres muertos —o bien cuarenta y siete— por flecha envenenada en un enfrentamiento con indios en la zona de Paria (Mártir de Anglería, 1989: 110-111. López de Gómara, 1991: cap. LIX). Ojeda y Nicuesa, con cuatrocientos hombres, quienes atacaron por tres lugares a la vez, destruyeron Turbaco a sangre y fuego como represalia, no perdonando a ningún habitante. El cronista Francisco López de Gómara señaló cómo los indios cayeron víctimas del fuego o del «cuchillo de los nuestros, que no perdonaron sino a seis muchachos». Según Gonzalo Fernández de Oviedo, Diego de Nicuesa, la noche anterior al asalto, dio órdenes rigurosas a sus hombres de no hacer prisioneros, prohibiéndoles también que perdiesen el tiempo intentando procurarse un botín: solo anhelaba ver el asentamiento arrasado. Poco después, siendo ya conocido por todos los indios cómo las gastaban los españoles, aquellos apenas se dejaban ver, jugando con sus flechas envenenadas contra estos, quienes irían muriendo lentamente de hambre, cansancio y enfermedades en el territorio más inhóspito que hasta entonces habían hollado sus pies. Según el padre Las Casas, de los setecientos ochenta y cinco hombres de la expedición de Diego de Nicuesa —quinientos ochenta para el teniente de Nicuesa, Rodrigo de Colmenares— apenas si cuarenta y tres restaron en el territorio en los años en activo de Vasco Núñez de Balboa (1475-1519). Mientras que de los trescientos comandados por Alonso de Ojeda —o bien doscientos veinte, según Colmenares—, solo treinta o cuarenta sobrevivieron, entre ellos Francisco Pizarro. Más tarde, con el refuerzo que llevó consigo Rodrigo de Colmenares, unos sesenta hombres, el número de españoles a disposición de Balboa subiría a ciento cincuenta27.

Sobre la conquista del Darién a partir de 1511 —Balboa sería designado gobernador interino del territorio por Fernando el Católico el 23 de diciembre de dicho año—, el padre Las Casas reseñó cómo

la costumbre de Vasco Núñez y compañía era dar tormentos a los indios que prendían, para que descubriesen los pueblos de los señores que más oro tenían y mayor abundancia de comida; iban de noche a dar sobre ellos a fuego y sangre, si no estaban proveídos de espías y sobre aviso.

Pero es asimismo interesante constatar cómo, en su caso, la falta de efectivos hispanos obligaba a endurecer la política de uso del terror indiscriminado por imperativo militar. Para la historiadora Bethany Aram, la política indígena de Núñez de Balboa fue «una mezcla de cooperación, intimidación y brutalidad», en la que este no dudó en torturar, ahorcar o echar a los perros a todos aquellos nativos que se negasen a proporcionar oro. Y de forma inteligente señala: «Tales acciones, aunque crueles, reforzaban la lealtad de sus aliados nativos y españoles. Es posible que incluso hubieran aumentado el interés por conservar su amistad» (Aram, 2008: 51-55). Lógico, era justamente eso lo que se pretendía. Asimismo, Carmen Mena reconoce cómo el método de actuación habitual de Núñez de Balboa consistía, una vez habían sido convenientemente aterrorizados los caciques invadidos «con un gran despliegue de fuerzas y con prácticas muy crueles», en ofrecerles su amistad y protección, que podía alcanzar hasta la cooperación militar para enfrentarse a otros caciques enemigos de los primeros (Mena, 2011: 155-157). Así, mientras Núñez de Balboa se veía obligado a operar con ciento treinta hombres contra Chima, el cacique de Careta —aunque Francisco Pizarro y seis de los suyos se enfrentaron a cuatrocientos indios, matando ciento cincuenta, según el padre Las Casas, circunstancia muy poco creíble—, y con ochenta para hacer lo propio contra el cacique de Ponca, lo cierto es que demandaría a Diego Colón hijo (c. 1482-1526), por entonces virrey y gobernador de las Indias, hasta mil efectivos para proseguir su conquista. Sin ningún rubor, Núñez de Balboa le señaló a este cómo había ahorcado ya a treinta caciques y habría de ejecutar de la misma manera «cuantos prendiese, alegando que porque eran pocos no tenían otro remedio hasta que les enviase mucho socorro de gente» (Las Casas, 1981, II: 576). En la provincia de Dabaibe, por ejemplo, tras llegar a oídos de Núñez de Balboa la existencia de un complot para acabar con todos ellos, consiguió adelantárseles y, dividiendo a sus hombres en dos grupos, tras hacer prisioneros a numerosos caciques, mandó colgarlos sin excepción

delante [de] todos los captivos, porque esta fue y es regla general de todos los españoles en estas Indias, observantísima, que nunca dan vida a ningún señor o cacique o principal que a las manos les venga, por quedar, sin sospecha, señores de la gente y de la tierra (Las Casas, 1981, II: 584).

Pedro Mártir de Anglería asegura que Rodrigo de Colmenares, al mando del segundo grupo, actuó de forma parecida: tras atrapar a algunos caciques, ahorcó al principal de un árbol y lo hizo asaetear a la vista de los indios de su pueblo, mientras terminaba por colgar al resto tras fabricar un patíbulo. El resultado fue el esperado: «Impuesta esta pena a los conjurados, infundió tanto miedo en toda la provincia, que ya no hay uno que se atreva ni siquiera a levantar el dedo contra el torrente de ira de los nuestros» (Mártir de Anglería, 1989: 130). Antonio de Herrera repite casi las mismas palabras, pero introduce, una vez aprovechadas las operaciones narradas, la idea de la sagacidad militar, en la que como es obvio destacaba Balboa, siendo este promocionado a excelente soldado: entre otras cosas, dirá Herrera de él que «siempre peleó más con el consejo y buen gobierno, que con las armas, y fortaleza», y, al mismo tiempo, «en todos los trabajos llevaba la delantera, como imitador de los antiguos Capitanes Romanos» (Herrera, 1601, I, X: 304 y Herrera, 1601, II, II: 49). Francisco López de Gómara relata cómo un soldado de Núñez de Balboa, herido en una reyerta con indios del cacique Abenamaque, una vez cautivo este «le cortó un brazo después de preso, sin que nadie lo pudiera estorbar: cosa fea y no de español» (López de Gómara, 1991: cap. LXI).

Otra de las técnicas coactivas consistía en tomar rehenes entre los caciques y sus familias para terminar de domeñar la resistencia de un territorio. Como nos recuerda Carmen Mena, «los españoles lo habían practicado con los musulmanes durante los siglos de la Reconquista. No inventaban nada nuevo» (Mena, 2011: 158).

Siguiendo el relato del padre Bartolomé de las Casas, el uso de los perros de presa —que también fueron muy importantes en la conquista de Puerto Rico y previa a ella en La Española y Canarias— lo asocia en especial con la expedición que culminaría con el hallazgo del Mar del Sur en septiembre de 1513. Portando consigo unos ciento noventa hispanos y ochocientos indios de apoyo, Núñez de Balboa sojuzgó al cacique Quareca, en cuya tierra murieron en batalla unos seiscientos indios, siendo otros ajusticiados mediante aperreamiento: los famosos cuarenta sodomitas, aunque la justificación de dicha crueldad, sin duda, estuvo mediatizada por los prejuicios de la época; casi cincuenta sodomitas ejecutados señala Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, como sabemos, alaba en especial la trayectoria como caudillo de Núñez de Balboa: «Y de aquella escuela de Vasco Núñez salieron señalados hombres y capitanes […]», para otras conquistas (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. V). Pedro Mártir de Anglería añade que la batalla duró poco rato, habida cuenta de la diferencia del armamento, si bien la matanza se extendió, al dar pronto la espalda los indios, un buen trecho de terreno. «Como en los mataderos cortan a pedazos las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban a este las nalgas, o a aquel el muslo, a otros los hombros; como animales brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique» (Mártir de Anglería, 1989: 165).

Desde entonces, tanto en la tierra del señor de Chiapes como en la de Pacra, se aterrorizaba a los indios con la perspectiva de ser ejecutados de manera tan terrible. La fama les precedía, a decir del padre Las Casas. De esta forma, los indios huidos para evitar tener que servir al amo hispano eran obligados a ponerse a su disposición. La negativa del cacique Pacra en señalar las fuentes del oro, escaso, que poseía su gente se saldó con su ajusticiamiento y el de otros tres indios principales mediante aperreamiento —«Hízolo, en fin, echar a los perros con los otros tres señores que habían venido a acompañallo, que los hicieron pedazos, y después de muertos por los perros, hízolos quemar»— (Las Casas, 1981, II: 602). En la versión de estos hechos de Francisco López de Gómara, el cacique Pacra fue aperreado no solo por su negativa a ceder información sobre el oro, sino por algunas acusaciones de tiranía vertidas contra él por sus súbditos. Así, Balboa se transforma en fuente de justicia para los aborígenes (López de Gómara, 1991: cap. LXIV). Como nos recuerda Carmen Mena, Gonzalo Fernández de Oviedo también hizo mención de las crueldades de Balboa para con los indios, a quienes, como se ha señalado, no dudaba en torturar para conseguir su oro arrojándolos a los perros de presa, además de apoderarse de sus mujeres, una práctica que sus hombres seguirían sin ninguna cortapisa. Por todo ello, no se puede dudar que la expedición descubridora del Mar del Sur degeneró en una invasión del territorio «en toda regla y estaba animada por la mayor crueldad» (Mena, 2011: 186-187).

En cuanto los indios exhibían una cierta disciplina y un cierto nivel táctico, además de su arrojo, los problemas para la hueste conquistadora se incrementaban. Cuando no era así, la victoria no solía estar comprometida, sobre todo si no tenían que vérselas con la flecha envenenada. En particular, en el Darién, en 1511, parte de la hueste de Núñez de Balboa se enfrentó a quinientos hombres de los caciques Abibaibe y Abraibe. La táctica hispana consistió, una vez embistieron los aborígenes, en lanzarles saetas con sus ballestas para, inmediatamente después, desbaratarlos utilizando las picas; una vez roto el frente de los indios, entraron en ellos espada en mano. La mortandad fue enorme. Los supervivientes serían esclavizados. Su mayor lastre fue carecer de la flecha envenenada. Como asegura Pedro Mártir de Anglería, sus armas eran espadas de madera, palos chamuscados y lanzas, «mas no con saetas, pues la gente de los golfos occidentales no pelean con arcos», a diferencia de los indios del golfo de Urabá. Los españoles no parece que dispusieran de armas de fuego portátiles entonces (al menos no se citan en las crónicas). En cambio, sí las tenían en 1513. Tras descubrir el Mar del Sur (océano Pacífico), Núñez de Balboa derrotó a los hombres de Chiapes: la táctica consistió en dispararles primero y, seguidamente, soltar la jauría de perros de combate contra ellos. Luego, se les atacó «en escuadrón cerrado, y guardando las filas al principio; después sueltos alcanzan a muchos, matan a pocos y prenden al mayor número, pues se habían propuesto conducirse amigablemente y explorar aquellas tierras en paz» (Mártir de Anglería, 1989: 124, 128, 166-167). López de Gómara coincide en señalar la actitud clemente de Núñez de Balboa, quien buscaba «ganar crédito de piadoso». Los indios no aguantaron el empuje hispano, huyendo «de miedo de los perros, a lo que dijeron, y principalmente por el trueno, humo y olor de la pólvora, que les daba en las narices». Chiapes fue advertido de que se le haría guerra a sangre y fuego si no aceptaba la paz ofrecida y hubo de claudicar (López de Gómara, 1991: cap. LXII).

Tras la llegada de Pedrarias Dávila (c. 1440-1531) como gobernador general al territorio en 1514 —veterano de la guerra de Granada, Dávila, entre 1508 y 1511 participó también en las campañas norteafricanas promocionadas por el cardenal Cisneros—, acompañado oficialmente por mil doscientos cincuenta hombres de los que morirían muchos al poco tiempo, la ineficaz política hispana del momento, con el nombramiento de adelantado del Mar del Sur y gobernador de Panamá y Coiba para Vasco Núñez de Balboa en 1515, solo conduciría al enfrentamiento entre ambos, saldado por último en 1519 con el ajusticiamiento del segundo (Aram, 2008: 132 y ss.). La competencia, en cualquier caso, se instaló entre ambos caudillos. Y a partir de 1515, cuando se intentó controlar la costa de Nueva Andalucía y las pequeñas Antillas, territorio de los caribes, las cosas no marcharon tan bien. Diversas expediciones enviadas por Pedrarias Dávila fueron quebrantadas: Juan Solís fue muerto junto con todos los hombres que desembarcaron con una chalupa en la isla de Guadalupe. Juan Ponce fue rechazado cuando intentó desembarcar asimismo en Guadalupe. El terror a la flecha envenenada era muy grande. Desde el Darién, Pedrarias Dávila envió a Francisco Becerra —decía de él Gonzalo Fernández de Oviedo que era un veterano (baquiano) «e hizo más crueldades que ninguno», trayendo siete mil pesos de oro y trescientos esclavos en su primera entrada. Más tarde fue enviado hacia Urabá con doscientos hombres (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X)— con ciento cincuenta hombres —ciento ochenta dice Las Casas— bien pertrechados hacia territorio de Turufey, donde había operado Alonso de Ojeda: llevaban consigo tres bombardas, cuarenta ballesteros —arqueros dice P. Mártir de Anglería— y veinticinco escopeteros «[…] para que desde lejos puedan herir a los caribes, que pelean con flechas envenedadas». Otro capitán, Francisco de Vallejo, actuó en Urabá, pero por una zona distinta a la asignada a Francisco Becerra. Tuvo peor suerte: de setenta hombres los caribes le mataron cuarenta y ocho. En vista de tales peligros, no es de extrañar que, en su momento, Núñez de Balboa hubiese demandado permiso a Fernando el Católico para exterminarlos en la hoguera: «[…] estos indios del Caribana tienen merecido mil veces la muerte, porque es muy mala gente y han muerto en otras veces muchos cristianos […] y no digo darlos por esclavos según es mala casta, más aún mandarlos quemar a todos chicos y grandes, porque no quedase memoria de tan mala gente» (citado en Pereña, 1992b: 42).

Necesitando explorar mejor el occidente del Darién, el incansable gobernador Pedrarias Dávila enviará diversos contingentes con tal propósito: Gonzalo de Badajoz llevaba ochenta hombres, Luis Mercado cincuenta. Tras devastar al menos un poblado, el del cacique Pananomé, del resto de la tierra consiguieron acumular hasta ochenta mil castellanos en oro mediante el trueque y la violencia. Pero, confiados, se dejaron rodear en territorio del cacique Pariza: este mató a unos setenta hombres y el resto pudo huir sin oro y sin sus esclavos —llevaban cuatrocientos—. Muy pocos regresaron. Dicha circunstancia exigió la obligatoria respuesta militar, que consistió en devastar las comarcas que atravesaron en su retorno al Darién (Mártir de Anglería, 1989: 241 y ss. Las Casas, 1981, III: 64-70).

Asimismo, Tello de Guzmán fue despachado hacia el poniente del Mar del Sur para explorar sus posibilidades. Tras entrar en el pueblo de Tubanamá, ya arrasado por Juan de Ayora —tiempo atrás, Ayora, con cuatrocientos hombres, atacó las provincias de Ponca, Comagre y Tubanamá, territorio de los indios Cuevas. Carmen Mena afirma: «Se torturaba a los indios para que hablasen y luego los asesinaban con una crueldad despiadada, ya fuera ahorcándolos en los árboles, echándoles a los perros para que los despedazaran o lanceándolos desde sus caballos» (Mena, 1992: 61)—, el grupo de Guzmán avanzó hacia Chepo y Chepancre «quemando y abrasando, matando y robando cuanto vivo hallaban; decían que por hacer venganza de un español que le mataron a la entrada». Pero a la postre regresaron al Darién sin conseguir gran cosa. En cualquier caso, la crítica de Gonzalo Fernández de Oviedo recaía, inmisericorde, sobre los hombres del rey en el territorio, Pedrarias Dávila y compañía, quienes recibían parte de los botines obtenidos sin castigar los excesos de ninguno de sus capitanes.

Por su parte, Gaspar de Morales viajaría con ochenta hombres en dirección al Mar del Sur con la intención de obtener perlas. Alcanzó la tierra de Tutibrá, entrando a saco en una zona previamente arrasada por la expedición de Francisco Becerra, y, seguidamente, la de Tunaca, cuyos habitantes se defendieron a causa de la mala fama que ya tenían los castellanos. Solo la intervención de algunos indios de apoyo logró que se hiciese la paz. Tras obtener un buen botín, el intento de los caciques de Tutibrá de organizar una conjura contra Gaspar de Morales se desarticuló con un ataque preventivo, diríamos, dirigido por Francisco Pizarro, que se saldó con setecientos muertos del lado aborigen. Diecinueve caciques del territorio fueron aperreados «[…] para diz que meter miedo en toda la tierra». El ataque sería preventivo, pero la solución se buscaba que fuese definitiva. Según el padre Las Casas, lo habitual en aquellas regiones era quemar los poblados, que ardían fácilmente al ser de paja, y tomar desprevenidos a sus habitantes. Una vez extinguido el fuego se escarbaba entre las cenizas para recuperar el oro que hubiese (Las Casas, 1981, III: 46 y ss.). En su retirada, Gaspar de Morales perdió veinticinco hombres, pero cuando la situación degeneró, «Morales no tuvo otra idea que la de ordenar pasar a cuchillo, de trecho en trecho, a todos los prisioneros que llevaba encadenados». Los indios, espantados, quedaron inertes, permitiendo la huida del grupo hispano. Noventa o cien indios fueron muertos tan cruelmente (Mena, 1992: 88. Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).

Tras muchos meses sin noticias de Francisco Becerra, el propio Pedrarias Dávila se puso, a finales de noviembre de 1515, al frente de una expedición de doscientos cincuenta hombres y doce caballos en dirección a las peligrosas tierras de Urabá y Cenú donde, además, apenas si se habían hallado buenos botines. Poco después, Dávila fundaba el puerto de Acla situado a veinte leguas de Santa María la Antigua y, en línea recta atravesando el istmo, justo enfrente de las islas de las Perlas ya en el Pacífico. Enfermo, Pedrarias Dávila se retiró a Santa María, no sin dejar un reducido contingente de quince hombres para levantar un fortín en Acla, mientras confiaba a Gaspar de Espinosa la continuación de la expedición.

La entrada de Gaspar de Espinosa en tierras de Comogre, Pocorosa y Chimán, que duró dos años, fue muy dura. Con doscientos infantes y diez caballos —trescientos infantes según Las Casas—, Espinosa se enfrentó a tres mil indios, que desmayaron al ver actuar los caballos. Una vez rota su formación, los infantes los diezmaron con sus espadas, escapando pocos del cautiverio. Como era habitual, Espinosa ordenó dar un escarmiento aperreando a unos, ahorcando a otros, cortando narices y manos. El franciscano Francisco de San Román fue testigo de los hechos, a partir del cual los conoció el padre Las Casas. En tierras de Comogre había quedado Benito Hurtado —Fernández de Oviedo lo calificó como «maltratador de indios y vicioso […] pues todo su intento era lujuriar y tomar a los indios sus mujeres e indias» (citado en Mena, 2011: 284)— con ochenta hombres en la localidad de Santa Cruz, una fundación del capitán Ayora. Estimulados por los consabidos excesos padecidos por los autóctonos, los caciques de Comogre y Pocorosa unieron sus fuerzas, devastaron el asentamiento hispano y «no dejaron con vida a hombre chico ni grande de todos aquellos del asiento». El licenciado Gaspar de Espinosa tomó cartas en el asunto tiempo después y, según su propia declaración, mandó quemar cinco caciques de la zona acusados de asolar el asentamiento de Santa Cruz (Mena, 2011: 200).

Tras arrasar Comogre y Pocorosa, la hueste de Espinosa se dirigió a Natá (en 1517), donde se hicieron fuertes construyendo un palenque de madera «que para contra indios era como Salsas para contra franceses», puntualiza el padre Las Casas. Se refería el dominico, claro está, a la fortificación mejorada a finales del siglo XV que protegía la entrada al Rosellón. Allá permanecieron cuatro meses abasteciéndose a costa de los indios. Más adelante, atacarían al cacique Escoria (o Escolia), al que derrotaron, y entraron en tierras del cacique Pariza (o Paris), buscando el oro perdido por Gonzalo de Badajoz. Espinosa envió a Diego Albítez con noventa hombres por delante, quienes frenaron tras mucho esfuerzo los envites del cacique Pariza y sus cuatro mil hombres. Pero una vez llegado Gaspar de Espinosa, cuando vieron los caballos y se soltaron los perros, todos los indios huyeron. Poco después arribó el capitán Valenzuela al mando de ciento treinta hombres como refuerzo. Gaspar de Espinosa pasó al territorio del cacique Quema, donde halló ochenta mil castellanos de los sustraídos por Gonzalo de Badajoz. En abril de 1517 regresó Espinosa a Acla con el dinero y dos mil esclavos. Bethany Aram ha encontrado nueva documentación de archivo que esclarece la expedición de Espinosa: si bien se puede criticar en algunos puntos lo aseverado por el padre Las Casas, lo cierto es que el propio Gaspar de Espinosa admitió que se habían producido algunas matanzas, si bien aseguraba que se debieron «al temor de los cristianos, al verse ampliamente superados en número» (Aram, 2008: 131). Carmen Mena, si bien reconoce que «todos los relatos de la época coinciden en señalar el régimen de terror impuesto por los capitanes de Pedrarias y sus métodos brutales a lo largo y ancho del territorio», se caracteriza no solo por no explicitarlos en demasía, sino que resalta algunas contradicciones de una de las principales fuentes, la crónica de Fernández de Oviedo, quien habitó en el territorio en cuestión, no lo olvidemos. Aunque tenía simpatías y antipatías, Gonzalo Fernández de Oviedo nunca dudó en señalar los excesos de los suyos. Cinco siglos más tarde parece que aún cuesta un tanto reconocerlos —o se procura, como se ha señalado, no cargar las tintas en demasía sobre los mismos— (Mena, 2011: 206, 282-289).

En agosto de 1517, una vez mejorada la posición de Acla, Vasco Núñez de Balboa partió con doscientos hispanos, trescientos esclavos africanos y numerosos indios del cacicazgo de Careta hacia el Mar del Sur. Núñez de Balboa tomó la terrible decisión de cortar madera en Acla para construir cuatro bergantines con los que explorar el golfo de San Miguel y el archipiélago de las Perlas en el Pacífico, como si en aquella costa no hubiese, posiblemente, madera de calidad. Además, también se hubo de transportar todos los aparejos y herramientas necesarios para construir y hacer navegables algunos barcos, aunque fuesen de pequeño tamaño. Tras un largo y temible camino de doce leguas, entre quinientos y dos mil indios sucumbieron a la hercúlea tarea. Además, no sirvió de nada, dado que los tablones aserrados en Acla se habían podrido. Núñez de Balboa fue reponiendo por el camino los indios muertos por el tremendo esfuerzo tras atacar a los caciques de la zona. Solo en octubre de 1518 se pudieron botar dos bergantines con los que Núñez de Balboa y cien hombres recorrieron las aguas del Pacífico, tomando algunos indios esclavos en tierras del cacique Chochama, mientras el resto de la expedición construía otros dos bergantines de mayor tamaño. Tras permanecer en la zona esperando noticias del relevo como gobernador de Pedrarias Dávila, finalmente Vasco Núñez de Balboa sería apresado y mandado ejecutar por aquel acusado de traición en enero de 1519 (Las Casas, 1981, III: 70-87; Mena, 1992: 92-113).

Según el testimonio del alavés Pascual de Andagoya (1495-1548), quien llegó al Darién en el séquito de Pedrarias Dávila en 1514, durante tres años, es decir, hasta 1517,

los españoles que iban hacia aquella parte a la tierra [Mar del Sur], y traían grandes cabalgadas de gente presos en cadenas […] Y como proveían por capitanes, por el favor de los que gobernaban, deudos e amigos suyos, aunque hubiesen hecho muchos males ninguno era castigado; y desta manera cupo este daño a la tierra hasta más de cien leguas del Darién […] En todas estas jornadas nunca procuraron de hacer ajustes de paz, ni de poblar: solamente era traer indios y oro al Darién, y acabarse allí (Andagoya, 1986: 86-87).

Una vez fundada la ciudad de Panamá en 1519, tres años más tarde el propio Andagoya recibió permiso para explorar hacia el este la provincia de Virú a partir de la provincia sometida de Chochama. Pascual de Andagoya consiguió derrotar a las gentes de Virú, que peleaban con paveses que les cubrían toda su anatomía, porque buscaron el cuerpo a cuerpo con la hueste hispana armada con espadas de acero y rodelas. Un accidente frustró la conquista de Andagoya, que, por consejo de Pedrarias Dávila, cedió sus derechos a Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque. El resto es historia (Andagoya, 1986: 97-99).

Asimismo, recién fundada la nueva posición de Panamá, en el Pacífico, Pedrarias Dávila envió a uno de sus más firmes colaboradores, Gaspar de Espinosa, con dos bajeles a tierras de Poniente. Espinosa alcanzó la provincia de Burica, en la costa de Nicaragua (hoy en día Panamá), y más tarde la de Huista por tierra, enviando comida a Panamá, donde hacía mucha falta, mientras los bajeles descubrían aquellas costas. Seguidamente avanzaron por tierras de Tobreytrota y Natá, entrando en Veragua. En todo aquel camino se significó el capitán Francisco Pizarro, quien, a decir del padre Las Casas, «con el terror de las crueldades que hacía, los [indios] que no pudieron defenderse o esconderse o huirse, viniéronse a subjetar y ponerse en sus manos». Fue una buena escuela. Para moverse por aquellas tierras, cuya costa atlántica descubriese el almirante Colón en su cuarto viaje, Bartolomé de las Casas nos recuerda que por cada soldado hispano se necesitaban diez indios, mujeres y hombres, para su servicio y el transporte de cargas insoportables. El cacique Urraca, de Veragua, fue el único que les pudo hacer frente gracias a «la aspereza de la tierra, que no se podían bien aprovechar de los caballos, y donde esto hay en aquellas Indias, mucho menos pueden los españoles contra los indios y no hobieran tan presto asolándolos» (Las Casas, 1981, III: 392-393).

Tras comprobar la fertilidad y el mucho oro de aquellas tierras, Gaspar de Espinosa dejó atrás a Francisco Compañón con cincuenta hombres y dos caballos por orden de Pedrarias Dávila, mientras ambos trataban en Panamá sobre la colonización del territorio de Natá, comarcano de Veragua. El cacique Urraca trató de tomar desprevenido a Compañón, quien se defendió, pero no sin demandar ayuda urgente. El gobernador Pedrarias Dávila envió por mar a Hernán Ponce con cuarenta hombres en apoyo de Compañón, mientras él mismo avanzaba por tierra con ciento sesenta hombres, dos caballos y algunos tiros de artillería. Tras alcanzar la posición de Compañón, dejó allá treinta hombres de Hernán Ponce mientras con el resto de sus tropas se lanzó a buscar la batalla con Urraca. Este se hizo fuerte en tierra del cacique Exquegua, una posición poco favorable para el uso de los caballos, dice el padre Las Casas, pero ya hemos visto cómo, según su testimonio, solo llevaban dos, pues sin duda por entonces había quedado bien claro que aquel no era un país para jugar con la caballería. Según Las Casas, tras luchar durante cuatro días, la clave del triunfo estuvo en el uso que se hizo de las armas de fuego, y en el hecho que las armas de los indios causaban heridas, pero no muertes entre los hispanos. Con todo, Urraca pudo escapar, siendo acosado por las tropas de Pedrarias Dávila. Tras enviar tras él al capitán Diego de Albítez con cuarenta hombres, Urraca los derrotó, quedando casi todos heridos. Poco después, el mismo Albítez lo envistió con sesenta hombres, resultando de la misma manera heridos casi todos, pero rechazando al cacique Urraca. Sin duda, la orografía estaba del lado de los indios. Por ello, la técnica empleada, como ya hemos visto, consistió en enviar numerosas cuadrillas a operar por varias zonas al mismo tiempo, impidiendo así el apoyo de unos indios a otros; tales cuadrillas fueron «robando y quemando y asolando y cautivando cuanto y cuantos hallaban […] y así quedó toda aquella tierra lastimada y menoscabada, despoblada y la gente della huía por los montes amedrentada, dejados los muchos muertos y cautivos que della faltaban» (Las Casas, 1981, III: 394-399).

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