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Partiendo de la base de que las Indias fueron invadidas y conquistadas no por un ejército real, aunque también actuaran huestes reales, sino por bandas organizadas de honda raigambre medieval14, compuestas por voluntarios armados, reclutadas y financiadas por empresarios militares independientes en la mayor parte de los casos —unos empresarios que, como señala Silvio Zavala, «procuraban un enriquecimiento rápido y aun abusivo a fin de rescatar sus gastos y obtener utilidades; muchos censores aconsejaron a la Corona que no permitiera tales empresas», censores como Alonso de Zuazo o el propio padre Las Casas (Zavala, 1991: 87)—, aunque siempre actuasen en nombre de la Corona tras la firma de una capitulación, intentaré demostrar cómo el uso de la violencia extrema, la crueldad y el terror15, no solo estuvo más extendido de lo que de forma habitual, salvo honrosas excepciones16, se ha dicho y reconocido, sino que el hecho de enfrentarse a unas poblaciones racialmente distintas17, en algunos casos muy numerosas, en otros muy difíciles de domeñar, y no a ejércitos convencionales, en un ámbito geográfico tan diferente con respecto al Viejo Mundo, llevó a los grupos conquistadores, a la llamada hueste indiana o compañía, a la utilización de unas prácticas militares que sin ser desconocidas ni mucho menos en Europa, sí fueron una práctica común, sistemática, en las operaciones que condujeron a la invasión y ocupación de América.

Lo que trataré de demostrar en este libro es cómo la aplicación de la crueldad, del terror y de la violencia extrema fue directamente proporcional a la cantidad de personas que hubo que dominar en un territorio determinado debido a la expectativa de obtención de oro y otras riquezas —incluyendo los esclavos— tras el control militar —y político— de dicho territorio, o bien a las dificultades halladas en el proceso de conquista, el cual no fue, en ningún caso, un proceso fácil. Porque, como señala Steve J. Stern, «las conquistas fáciles crean místicas falsas» (Stern, 1986: 59). Es de sobra sabido que la legitimidad de todo el proceso vendría dada por la existencia de la famosa bula papal de donación, la bula Inter Caetera de Alejandro VI (1493), y por la firma, pero no de forma necesaria, de una capitulación de conquista con la Corona. El premio fue el control sobre enormes poblaciones aborígenes o bien la promesa de lograrlo en un futuro inmediato. Por ello, es obvio que los conquistadores no querían eliminar de manera total y absoluta a sus futuros súbditos nativos, puesto que ellos se veían a sí mismos como señores de vasallos, pero sí hubieron de emplearse a fondo para conseguirlo, causando las bajas necesarias y utilizando cualquier medio. Es decir, que el sistema colonial hispano se basase en la explotación de la población autóctona no es un argumento para demostrar que la conquista fue relativamente incruenta como se percibe en los escritos de tantos y tantos historiadores.

En definitiva, el objeto de análisis de este libro es, citando a Garavaglia y Marchena, «el problema de la violencia desatada por el blanco. Este aspecto, que también desde la época de Bartolomé de las Casas era uno de los que más había llamado la atención, fue posteriormente casi abandonado por los estudiosos» (Garavaglia/Marchena, 2005, I: 210). O, como señaló Thierry Saignes, «lo que exigiría una verdadera etnosiquiatría histórica es el furor invertido por los conquistadores europeos para matar, torturar y destruir al morador amerindio […]» (Saignes, 2000: 275). Al mismo tiempo, se tratará de demostrar cómo la Corona, cuando se puso al frente de la expansión territorial, por ejemplo, en el norte de México-Tenochtitlan, nunca dudó a la hora de aplicar prácticas atemorizadoras para conseguir sus propósitos.

Por otro lado, mi punto de vista también implica descartar otra posibilidad. Según Carmen Bernand y Serge Gruzinski: «La tensión perpetua que mantenía la inmersión en un medio ajeno, hostil e imprevisible» podría explicar «las explosiones de barbarie y las matanzas “preventivas” que van marcando el avance de las tropas». El caso es que, si ello fuera cierto, la matanza de parte de la nobleza mexica ordenada por Pedro de Alvarado el 23 de mayo de 1520 en México-Tenochtitlan sería únicamente producto del miedo, puesto que se hallaba con escasas fuerzas dentro de la ciudad custodiando la persona del huey tlatoani Moctezuma II (Motecuhzoma Xoyocotzin). Creo que razonar el porqué de una actuación basándose como explicación en el miedo o, a causa de este, de la tensión del momento, es incompatible con la alusión a una, y típica, además, reacción preventiva. Creo que hubo cálculo, producto de la experiencia previa, en las acciones militares «preventivas» que se desplegaron en las Indias. Se desarrolló una cultura de la agresión y, como se ha dicho, las formas de actuar se aprendieron y se aplicaron. Estoy convencido, como han sugerido algunos historiadores, que la acción de Pedro de Alvarado, independientemente de la tensión con la que seguramente vivió aquellos días, responde a la puesta en práctica de una experiencia previa: la masacre de parte de la población de la ciudad de Cholula meses atrás, poco antes de la entrada de Hernán Cortés en México-Tenochtitlan (8 de noviembre de 1519) y esta última, a su vez, a toda una tradición de comportamiento bélico en las Indias, pero que tenía unos precedentes en las conquistas de Granada y, sobre todo, Canarias —y en la guerra, en definitiva, contra un enemigo no cristiano—, además de en la violencia propia de las sociedades medievales18.

C. Bernand y S. Gruzinski, por otro lado, nos dan la clave para entender determinados comportamientos militares en las Indias y su utilización sistemática en los diversos territorios que se iban atacando: «La posición del conquistador no deja de parecer asombrosamente frágil: una sola derrota y los españoles estarían acabados» (Bernand & Gruzinski, 1996: 259-260, 271). De ahí, precisamente, el uso de la crueldad, de la violencia extrema, del terror…

Trataré, pues, de ofrecer en la medida de lo posible datos demostrativos acerca de lo ocurrido en las Antillas, Veragua y Darién, Nueva España, Guatemala, Yucatán, Florida, Nueva Granada, Venezuela, Río de la Plata, Perú y Chile desde los inicios de la presencia hispana en las Indias y hasta 1598, año de la muerte de Felipe II, y también de una gran ofensiva nativa (reche) en Chile, el llamado Flandes indiano. En cambio, no nos va a interesar analizar en esta obra los muchos enfrentamientos habidos entre españoles, tanto los más importantes —las guerras civiles de Perú—, como otros menores —la expedición de Pedro de Ursúa y la tiranía de Lope de Aguirre sería el ejemplo paradigmático—, o bien la lucha por expulsar a incipientes colonias de súbditos de potencias enemigas de la Monarquía Hispánica —la actuación, por ejemplo, de Pedro Menéndez de Avilés en Florida—, temáticas muy interesantes pero que se apartan del objeto central de estudio y análisis del presente ensayo.

El principal vehículo de información elegido ha sido el análisis profundo —una relectura— de toda una nómina de crónicas de Indias —pero no solo de ellas—19, teniendo muy presente, como dice Esther Sánchez Merino, que «la violencia ha de ser […] narrada, y esa narración se hará siempre bajo los principios del discurso dominante de la cultura del narrador, según el cual será interpretado el acto violento en sí mismo. La violencia no existe si no hay una cultura que la interpreta como tal» (Sánchez Merino, 2007: 96). Por lo tanto, y añado, si no hay una cultura que la ejerce —y sabe que la está ejerciendo— y otra que la padece. Como sugiere Brian Bosworth en un interesante trabajo donde establece algunos paralelismos entre las obras militares —¿las podemos llamar carnicerías?— de Alejandro Magno y Hernán Cortés, en las crónicas hispanas, y asimismo en los testimonios de la Antigüedad, apenas si aparecen referencias a las matanzas perpetradas, a las terribles heridas infligidas al derrotado enemigo, porque de lo contrario, «las batallas perderían su aura heroica, y los conquistadores parecerían más bien matarifes». En el caso del macedonio, son muy escasos, o inexistentes, los testimonios generados por los vencidos. De esa forma, asegura Bosworth, solo leyendo los relatos de los autores proclives a Alejandro, «uno se vuelve inmune a las cifras de víctimas. Los hombres de Alejandro pueden haber matado a miles de personas, pero uno tiene la impresión de que nadie resultó realmente herido» (Bosworth, 2000: 38). El cronista de la conquista y de las guerras civiles de Perú, Pedro Cieza de León, confesaba en sus escritos la omisión deliberada de muchas de las horribles hazañas de los españoles en las Indias, dado que explicar la crueldad hispana sería un «nunca acabar si por orden las hubiese de contar, porque no se ha tenido en más matar indios que si fuesen bestias inútiles […] Mas pues los lectores conocen lo que yo puedo decir, no quiero sobre ello hablar» (Cieza de León, 1985, iii: 218). El problema es la reiteración por parte de otros autores de argumentos semejantes, entre ellos Jerónimo de Mendieta: «Y trataban á los indios con tanta aspereza y crueldad, que no bastaría papel ni tiempo para contar las vejaciones que en particular les hacían» (Mendieta, 1980, III: cap. L). En Gonzalo Fernández de Oviedo: «Y tampoco hobo castigo ni reprensión en esto, sino tan larga disimulación, que fué principio para tantos males, que nunca se acabarían de escribir» (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap., IX). O en Pedro Aguado: «Y con esto no tengo más, o no quiero decir más de la conquista de [la ciudad de] los Remedios, pues, como he dicho, sería renovar extrañas crueldades» (Aguado, 1956-1957, I: lib. XIV, cap. IX). Todos ellos cronistas con sensibilidades e intereses distintos. No puede ser una coincidencia que quieran olvidarse, de prácticamente lo mismo.

Por otro lado, la violencia hispana en las Indias —como Alejandro en sus campañas asiáticas— perseguiría unos fines muy claros, quedando justificada por la necesidad de conseguir tales fines. «El beneficio social que los resultados de la actuación violenta producen sobre la comunidad evita la reflexión ética sobre dicha actuación», asegura Esther Sánchez Merino, si bien en el caso hispano en las Indias sí se produjo dicha reflexión ética, pero solo por parte de algunos20. Como señalaba Raymond Aron, durante milenios:

El volumen de riquezas de que los conquistadores eran capaces de apoderarse por las armas era enorme, comparado con el volumen de las que creaban por medio de su trabajo. Esclavos, metales preciosos, tributos o impuestos exigidos a las poblaciones alógenas, los beneficios de la victoria eran evidentes y soberbios.

Y el caso de la conquista hispana de las Indias puede ser un ejemplo paradigmático de ello (Aron, 1985: 317).

Es más, nuestra principal intención al tratar esta temática no busca la exculpación de nadie atendiendo a la comparación con lo que hubieran hecho, o lo que hicieron a la hora de la verdad, otras potencias europeas del momento durante su expansión ultramarina21. Es el caso de Philip W. Powell en su obra Árbol de odio (Madrid, 1972), quien se muestra partidario de pensar que los ingleses, en el siglo XVI, hubieran hecho lo mismo que los españoles en caso de haber podido. O de Irving A. Leonard en su conocido trabajo Los libros del Conquistador (México D. F., 1953), quien aseguraba que aquellos se comportaron igual, es decir, de modo cruel e inmisericorde, en sus campañas irlandesas o en sus colonias de América del Norte en el siglo XVII. Así, concretamente, cita el caso de Thomas Dale en Virginia, quien no dudó en mandar ahorcar, quemar, tostar, fusilar o dar tormento en la rueda, pero no a indios, sino a algunos de sus propios hombres, quienes habían pretendido fugarse a territorio aborigen para escapar del rigor del trabajo en la colonia (Leonard, 1953: 21 y ss.). La pregunta obvia es la siguiente: si así trataba a los suyos, ¿qué no haría a los indios?

Tengo la sensación de que demostrar una opinión matizada a favor de la conquista y la colonización hispanas de América en su comparación con las actuaciones de otras nacionalidades —Inglaterra, Francia, las Provincias Unidas, Portugal, los alemanes en la conquista de Venezuela, un ejemplo muy recurrente (Friede, 1961)— fue, durante algún tiempo, el signo de poseer un pensamiento dotado de una cierta modernidad, cuando no de gozar de una posición historiográfica avanzada o, simplemente, era una actitud de justicia; un deseo, en definitiva, de dejar atrás los excesos de la burda leyenda negra. Reconocidos historiadores aportaron argumentos a favor de una mayor comprensión a la hora de valorar las acciones hispánicas en las Indias. Pero se me antoja que dicha actitud tampoco ayudaba a entender mejor los comportamientos militares en las Indias. Georg Friederici escribió:

Hay que decir […] que estas brutales y anticristianas concepciones y este modo de proceder no eran, ni mucho menos, algo propio, específico y exclusivo de la conquista española de América durante los primeros siglos, un baldón de ignominia para esta nación, sino que, por el contrario, estaban dentro del modo de pensar y de conducirse, no sólo de España, sino también de toda Europa (Friederici, 1973: 300).

Lewis Hanke por su parte no dudó en señalar lo siguiente: «No se puede negar que hubo saqueo y crueldad [durante la conquista]. Pero también es verdad que España, en el mismo proceso de modelar su imperio, fue agitada durante décadas por su esfuerzo de gobernar con justicia» (Hanke, 1968: 334). Y W. A. Reynolds utilizó un manido argumento:

Además, muchas de las cosas que hoy se consideran como crueldades no lo eran en el siglo XVI, como la práctica de cortar las manos a los espías, fuesen espías europeos o mexicanos […] Verdaderamente, si hemos de juzgar a Cortés tocante a la crueldad, es justo que lo hagamos con los patrones morales del tiempo y la sociedad que lo engendró (Reynolds, 1978: 256).

Desde luego, no comulgaré nunca con el trasfondo conservador de opiniones como las de Francisco Morales Padrón:

América había de conquistarse tal como se hizo. Los hombres que allí fueron no eran una pandilla de asesinos desalmados; eran unos tipos humanos que actuaban al influjo del ambiente, determinados por su época, por las circunstancias, por el enemigo, por su propio horizonte histórico (Morales Padrón, 1974: 79).

Ninguna objeción. Si todo ello es cierto, cabría añadir que utilizaron la crueldad, el terror y la violencia extrema, típicos de su época, para imponerse en una guerra que, por supuesto, no tenían ganada en absoluto de antemano (Oliva de Coll, 1974). Que los indios podían ser crueles (según los parámetros europeos) y torturaban a sus enemigos, sin duda22. Que utilizaban el terror para imponerse, también23. Pero, por un lado, no es el objetivo de este libro analizar semejante tema para la época precolombina, y, por otro, cabe reconocer que las huestes indianas actuaron como una tropa invasora de los diferentes territorios americanos y, por lo tanto, las reacciones de los aborígenes, del tipo que fuesen, cabe contemplarlas como legítimas. Sin olvidar que, a menudo, fue el contacto con los europeos la causa principal de la introducción de prácticas crueles y del uso de la tortura entre los indios (Friederici, 1973: 250-251. Jacobs, 1973: 97 y ss.).

En definitiva, se trata, como ya reconociera un hoy en día olvidado, que no olvidable, autor, Luis Vega-Rey, a finales del siglo XIX:

Por la ligera reseña histórica que dejamos trazada, vemos que del descubrimiento del Nuevo Mundo y de las conquistas que produjo, surgió en el espacio de menos de 30 años una serie no interrumpida de atropellos, desmanes, arbitrariedades, despojos, ruinas y crímenes. Y esto, por lo que respecta á las noticias que la Historia ha recogido, y á las que han consignado en sus relaciones, que en su mayor parte permanecen inéditas ó desconocidas, algunos curiosos observadores. Pero lo que no se ha recogido ni escrito, lo que permanecerá para siempre sepultado en el olvido, es, sin duda, infinitamente más de lo que se sabe. La historia de los pueblos no se ha escrito nunca tan verídica (Vega-Rey, 1896: 85).

La tarea del historiador será, pues, recuperar en la medida de lo posible dicha veracidad.

* * *

Durante cerca ya de tres décadas, mis obligaciones docentes me han conducido a impartir enseñanza sobre la América colonial hispana en la Universidad Autónoma de Barcelona. Sin duda, la obra que el lector tiene en sus manos es un reflejo de mis intereses acerca de la Historia de la Guerra en la Época Moderna, temática a la que he dedicado casi todos mis esfuerzos en lo que se refiere a la investigación, entendiendo que la guerra en Indias es solo un aspecto más de las múltiples posibilidades que ofrecía la mencionada temática, y con ese espíritu y no otro he abordado el presente trabajo. Pero, sin duda, el ejercicio docente ha debido dejar su impronta, de modo que, fueran conscientes de ello o no, todos mis alumnos de estos casi tres decenios son, de una forma u otra, copartícipes de la decisión de interesarme por la historia de la violencia ejercida en la invasión y conquista de América. He procurado aprender todo lo posible por y para ellos. Numerosas crónicas y otras fuentes han podido ser consultadas merced al esfuerzo de muchas instituciones por digitalizar dichos materiales (entre otros, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Memoria Chilena, el portal PARES, etcétera), a quienes doy las gracias desde aquí. También quisiera mostrar mi agradecimiento al servicio de préstamo interbibliotecario de la Universidad Autónoma de Barcelona (Biblioteca d’Humanitats) por su diligencia a la hora de atender mis peticiones.

Mercedes Medina Vidal es el estímulo sentimental perfecto que cualquiera necesita para desarrollarse como persona, y como historiador en mi caso, y para ver culminado su trabajo intelectual. Y no lo es menos la extraordinaria acogida y el acicate proporcionados por todos los integrantes de la editorial Arpa, quienes con su esfuerzo consiguen que siguiera creyendo que todo, o casi todo, es posible en un mundo tan difícil como el nuestro. A Merche y a los integrantes de la editorial Arpa, pues, quiero dedicarles este libro.

Lamentablemente, mi madre, Trinidad López Luque (1939-2021), falleció poco antes de terminar esta nueva versión de mi libro. Por ello, y de manera muy especial, deseo dedicar esta obra a su memoria.

PARTE I

1
PRECEDENTES: LOS AÑOS FINALES DE LA CONQUISTA DE CANARIAS

«Comenzaron la conquista de indios acabada la de moros, porque siempre guerrearon españoles contra infieles», aseguraba el afamado cronista Francisco López de Gómara. El almirante Colón lo tenía, como es lógico, muy claro: su viaje se realizó «después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros que reinaban en Europa y haber acabado la guerra en la muy grande ciudad de Granada». Sin olvidar que también se había «echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos» (Colón, 1995: 55-57). Para Georg Friederici, por su parte, en la conquista de las Canarias —a las que trata como el eslabón entre Granada y América— se pueden observar todos los excesos que, más tarde, reaparecerán en las Indias: «el colgar y empalar a la víctima, el descuartizarla, el cortarle las manos y los pies, haciendo luego correr al mutilado, el ahogar a los infelices prisioneros y esclavizar a las poblaciones indígenas». Para el autor alemán, «las guerras intestinas de los españoles, las cruzadas contra los moros, y las campañas de conquista de las islas Canarias fueron, manifiestamente, guerras de despojo y la escuela en que se formaron los conquistadores de América» (Friederici, 1973: 388-389, 462-463). Y si bien Mario Góngora puntualiza de manera oportuna las diferencias existentes entre las guerras fronterizas peninsulares y las de las Indias, en el sentido de señalar que el medio y el enemigo eran muy distintos, no deja de reconocer que la primera generación de la conquista era descendiente de otra anterior muy marcada por una serie de tipos de guerra, o de formas de hacer la guerra, y unas situaciones sociales muy características. Góngora especifica que lo peculiar entre este tipo de combatientes, cuando actuaban en Berbería, las Canarias o, poco más tarde, en las Indias, no fue tanto el afán de obtener un botín, algo consustancial con la naturaleza de la guerra practicada por los ejércitos europeos hasta el siglo XVIII, sino más bien hacer esclavos. Así, si en la guerra contra los musulmanes en la península Ibérica la esclavitud y el rescate podían alternarse, no ocurrió lo mismo en el caso de los canarios y de los aborígenes americanos. «Las cabalgadas peninsulares, y más aún las africanas y americanas son, pues, una institución característica de guerra entre pueblos de distintas culturas, que no se reconocen efectivamente un estatuto jurídico común», escribe Góngora. Además, en el caso de las Indias, el perdurar de las correrías y de la conquista esclavista en un territorio determinado dependía del tiempo en que se tardase en introducir instituciones como la encomienda, a menudo alimentada con los aborígenes esclavizados procedentes de otros territorios (Góngora, 1962: 91 y ss.; Mena García, 2011: 217 y ss.). No es de extrañar, pues, como atestiguó el padre Mendieta, que cuando en Nueva España, por ejemplo, terratenientes y ganaderos encargaban a sus secuaces el robo de jóvenes aborígenes de ambos sexos para trabajar en sus propiedades lejos de los hogares de los primeros, estos asegurasen que iban «“a caza de morillos” como suelen decir en España en las fronteras de Berbería» (Mendieta, 1980, IV: cap. XXXV).

Tras la caída de Granada, Beatriz Alonso Acero señala, con respecto a la presencia hispana en Berbería desde la conquista de Melilla en 1497, cómo el tipo de ocupación restringida de determinados espacios —«territorios costeros situados en zonas de especial interés para el adversario»—, es decir, de presidios —no olvidemos las conquistas de Mazalquivir (1505), Peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509) y en 1510 de Bujía y Trípoli—, fue consecuencia de la forma

en la que se llevó a cabo la conquista del reino granadino. Razzias, jornadas, cabalgadas, acuerdos con el adversario, habían definido el modo de ir avanzando por el territorio peninsular dominado por el islam. La guerra de Granada estuvo basada en correrías sobre el territorio enemigo, rápidas incursiones en las que se obtenía un fácil y abundante botín que obligaba al adversario a sentar las bases de una capitulación (Alonso Acero, 2006: 226).

A su vez, en Chile y Florida, según Amy Turner, se utilizaría «el sistema de presidios perfeccionado en el norte de África, con cada presidio subvencionado por el virreinato más cercano» (Turner en Chang-Rodríguez, 2006: 89).

El anónimo autor del informe sobre la manera de hacer la guerra en el norte de África a caballo de los siglos XV y XVI, rescatado por el bibliófilo Marcos Jiménez de la Espada, quien lo tituló con escasa inspiración «La guerra del moro a fines del siglo XV», reconocía, en concreto, que esas incursiones norteafricanas no dejaban de ser preventivas, pues los habitantes de la zona «cuando los guerrean, dejan de guerrear y ponen su cuidado en guardarse, y aun esto no saben bien hacer, guardarse, que todavía los toman como á ganados». Describe en su breve escrito nada menos que nueve entradas en Berbería, algunas protagonizadas por los castellanos, dirigidos por Pedro de Vargas, Pedro de Vera o Lorenzo de Padilla, entre otros, o bien por los portugueses, como la liderada por don Diego de Almeida, prior de Crato, en la que se obtuvieron cuatrocientos prisioneros y mucho ganado, amén de degollar a cerca de un millar de personas. La cabalgada encabezada por el jerezano Lorenzo de Padilla, compuesta por cincuenta caballeros y seiscientos peones, duró once días y se atacó La Mámora, con un resultado de varios cientos de prisioneros y dejando tras de sí numerosos muertos. El anónimo autor fue testigo de vista de todas ellas, pero «sin otras muchas cabalgadas que se han hecho sin yo ser en ellas», dejando entrever «que se puede hacer muy fácilmente la guerra en aliende» por depender, de forma básica, de la iniciativa privada y el ansia de obtener un botín (Jiménez de la Espada, 1894: 171-181).

Según Eduardo Aznar Vallejo, a estas cabalgadas realizadas desde el sur de la Península, que eleva a trece entre las conocidas de 1461 a 1498, sin dudar que debieron producirse varias más, se les sumarían las promocionadas desde las propias islas Canarias. Entre 1484 y 1486 las fuentes archivísticas solo permiten hablar de una cabalgada, seguramente por encontrarse todavía varias islas en proceso de conquista y ser más interesante volcarse en su total control, pero con las construcciones de las factorías fortificadas en la costa de Berbería —Santa Cruz de la Mar Pequeña, situada al norte de Tarfaya y en activo entre 1478 y 1527, y San Miguel de Asaca, levantada en 1500, situada al sur de Ifni—, sin duda hubieron de producirse nuevas cabalgadas, además de utilizarse estos emplazamientos fortificados para el intercambio de prisioneros (Aznar Vallejo, 1997: 407-419).

Ya fuese en la zona atlántica o en la mediterránea de Berbería, los beneficios de las cabalgadas eran varios, y no solo crematísticos: en primer lugar, se trataba de hostigar a los musulmanes en su propio territorio para evitar que, a su vez, organizasen ataques a la costa cristiana. En segundo lugar, permitía a los participantes adquirir un óptimo conocimiento sobre el territorio enemigo y planificar mejor futuras campañas y, en tercer lugar, formar militarmente a los nuevos miembros de las huestes que se incorporaban a un servicio activo, de esa manera su pericia en futuros combates estaría garantizada. Sea como fuere, las analogías con las posteriores operaciones de conquista en las Indias son muchas: entre otras, el objetivo de las cabalgadas no eran las ciudades, sino pequeños núcleos de población, y siempre que los beneficios obtenidos por la venta de esclavos fueran los adecuados, habría voluntarios suficientes para incorporarse a las nuevas expediciones que se organizasen. Ahora bien, fueron aquellos que se habían formado en las cabalgadas de los años previos quienes concurrieron a un objetivo mayor, como fue la conquista de Melilla en 1497, si bien el pacto con los aborígenes también se cuidó (Ruiz Pilares, 2019: 207-215). En el caso de las Indias, las entradas, como se denominaban en la época, en diversos territorios, ya fuesen insulares o no, caracterizados por una reducida densidad poblacional urbana, se irían compaginando con otras operaciones de mayor envergadura, como serían las conquistas de los imperios mexica o inca.

Según Anthony Pagden, la invasión y conquista de América puede asimilarse de manera más fácil con las guerras libradas por la Monarquía Hispánica en Italia que con la guerra contra los musulmanes en la Península, al menos en sus vertientes económica, política y militar (afirmación que se me antoja discutible), si bien, a nivel ideológico, «la lucha contra el islam ofrecía un lenguaje descriptivo que permitía revestir las por lo general lamentables campañas de América de un significado de similares tonos escatológicos». Así, la literatura hispana de conquista, señala Pagden, sirvió «para resaltar ese sentimiento de continuidad, redescribiendo las acciones de los más celebrados conquistadores con el lenguaje de los romances fronterizos españoles». Una observación que queda un tanto desvirtuada cuando el autor insiste en que el providencialismo hispano en las Indias, representado, entre otras, con las apariciones del apóstol Santiago, el «Matamoros» transformado en «Mataindios», en plenos combates contra los amerindios, fue recogido por la pluma de Bernal Díaz del Castillo, a quien tacha de «viejo soldado mentiroso». Cualquier lector atento de Díaz del Castillo sabe que, justamente, él fue de los pocos cronistas que, de forma sutil, no creyó en dicha aparición (Pagden, 1997: 100-101). Las apariciones apostólicas en estos lances se las debemos, más bien, a la pluma de Francisco López de Gómara, quien no solo pudo asegurar la presencia del apóstol en la conquista de Nueva España, sino también la de su caballo, el que «mataba tantos [indios] con la boca y con los pies y manos como el caballero [Santiago] con la espada». Tampoco creía del todo o, más bien, se tomó el asunto marcando algo más las distancias Pedro Mariño de Lobera, quien, sin negar las apariciones del apóstol Santiago en las primeras batallas chilenas, tras más de cuarenta años de guerras, a inicios de 1580, aseguraba, después de un nuevo encuentro militar con los araucanos, que las cosas ya habían cambiado:

dijeron después los indios que había sido mucho más eficaz la fuerza que los había rendido afirmando que el glorioso Santiago había peleado en la batalla con un sombrero de oro y una espada muy resplandeciente. Y aunque esto es verosímil y no se debe echar por alto, pues es cierto que este glorioso santo ha favorecido en otras ocasiones a los conquistadores de este reino, con todo eso se debe proceder con mucho tiento en dar crédito a indios ladinos, que son por extremo amigos de novelas y cuentos semejantes. Mayormente sabiendo muy bien todos estos lo que se lee en las historias de este glorioso patrón de España y oído mucho de ello en sermones, [a] demás de las imágenes de su figura que veían cada día por los templos (Mariño de Lobera, 1960: lib. III, cap. XX).

Como argumenta Javier Domínguez García, la presencia del apóstol en los primeros encuentros militares serios habidos en las Indias podemos entenderla como

la reiteración de un persistente proceso de autoafirmación identitario de los españoles en el Nuevo Mundo. Esta nostalgia por la recuperación de la identidad medieval se proyecta en América al encontrar allí un fundamento religioso que, mediante la simbología santiaguista, tan presente en las primeras crónicas de los conquistadores, intenta incluir los nuevos espacios del continente americano dentro de la cosmogonía cristiana medieval.

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