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—¡Oh, Mary! ¿Me amas? ¿No me amas? Di que sí. ¡Oh, Mary! ¡Querida Mary! ¿Sí? ¿No? ¿Sí? ¿No? Vamos, tengo derecho a recibir una respuesta.

Con tal elocuencia el heredero de Greshamsbury, antes de cumplir los veintiún años de edad, había intentado poseer el afecto de la sobrina del médico. Y tres días después estaba dispuesto a coquetear con la señorita Oriel.

Si tales cosas se hacen estando el bosque verde, ¿qué se hará estando seco?[4]

¿Y qué había dicho Mary cuando pusieron a sus pies esta ferviente declaración de amor inmortal? Mary, debe recordarse, era casi de la misma edad que Frank, pero, como yo y tantos otros hemos dicho antes, «las mujeres crecen en el lado soleado de la vida». Aunque Frank sólo era un muchacho, Mary era más que una muchacha. A Frank se le podía permitir, sin exponerle al reproche, que expresara lo que creía de corazón en una declaración de lo que creía ser amor, pero Mary tenía el deber de ser más reflexiva, más reticente, más consciente de su situación, más pendiente de sus sentimientos y más cuidadosa con los de Frank.

Aun así no pudo hacerle callar como otra joven habría hecho callar a un joven caballero. Rara vez un joven, a menos que esté borracho, se permite cierta familiaridad con una muchacha recién conocida. Sin embargo, cuando se conocen hace tiempo y de modo íntimo, la familiaridad se da como algo natural. Frank y Mary habían pasado juntos las vacaciones, habían sido compañeros en la niñez y, en lo concerniente a ella, él carecía del innato temor a las mujeres que hace contener la lengua. Mary estaba tan acostumbrada a su buen humor, su manera de ser divertida y su espíritu jovial y, además, le gustaban tanto estas cualidades, que le era muy difícil advertir con exactitud y detener la ligera transformación del gusto de un muchacho al amor de un hombre.

Y Beatrice, también, había hecho cierto daño en esta cuestión. Con ánimo muy distinto al de sus importantes parientes, había mirado con curiosidad los primeros coqueteos entre Mary y Frank. Esto había hecho, pero de modo instintivo había evitado hacerlo ante su madre y su hermana y lo había ocultado, quedando como un secreto entre ella, su hermano y Mary. Su idea era que había algo serio entre los dos. No era que Beatrice hubiera deseado concertar un matrimonio, ni siquiera lo había pensado. Era infantil, irreflexiva, imprudente, chapucera y muy distinta a las De Courcy. En todo era muy distinta a las De Courcy, pero, no obstante, compartía la veneración De Courcy por la sangre y, es más, unía sus cualidades Gresham a las de los De Courcy. Ni por lo más remoto Lady Amelia deshonraría la sangre De Courcy, pues el oro no se podía profanar. En cambio, Beatrice se sentía avergonzada del matrimonio de su hermana y a menudo afirmaba, de todo corazón, que nada la podría hacer casarse con alguien como el señor Moffat.

Así se lo había dicho a Mary y Mary le había dado la razón. También Mary se enorgullecía de su sangre, se enorgullecía de la sangre de su tío y ambas muchachas habían hablado, con toda la calidez de las confidencias infantiles, de las glorias de la tradición familiar y de los honores familiares. Beatrice había hablado ignorando por completo el nacimiento de su amiga y Mary, la pobre Mary, había hablado con igual ignorancia, pero no sin la fuerte creencia de que, algún día, descubriría cierta temible verdad.

En una cuestión Mary estaba firmemente decidida. Ni la riqueza ni las ventajas sociales podían hacer a nadie superior. Si ella hubiera nacido en buena cuna, sería adecuada para un caballero. Si el más rico caballero de Europa pusiera a sus pies toda su riqueza, ella podría, si así lo sintiera, devolverle en cierto modo mucho más. Ella sabía que por mucho que pusieran a sus pies no se sentiría tentada a entregar la fortaleza de su corazón, la custodia de su alma, el dominio de su mente; no sólo eso, ni siquiera algo que se le pudiera parecer.

¡Si hubiera nacido en buena cuna! Entonces venían a su cabeza algunas preguntas curiosas: ¿qué es lo que hace a un caballero?, ¿qué es lo que hace a una dama?, ¿cuál es la realidad más íntima, la quintaesencia espiritual de ese privilegio que los hombres llaman rango, que obliga a inclinarse a miles y cientos de miles ante unos pocos elegidos? ¿qué es lo que concede ese privilegio, o puede concederlo o debería concederlo?

Y ella misma se contestaba. El mérito completo, intrínseco, reconocido e individual debe conceder ese privilegio a su poseedor, sea quien sea, lo que sea y de donde sea. Así de fuerte era en ella el espíritu democrático. Aparte de esto, puede conseguirse por herencia, recibido como de segunda mano y de vigesimosegunda mano. Y así de fuerte era en ella el espíritu aristocrático. Como se imaginará, todo esto se lo había enseñado hacía tiempo su tío. Y sufría mucho por enseñarle todo esto a Beatrice Gresham, la elegida de su corazón.

Cuando Frank afirmaba que tenía derecho a una respuesta de Mary se refería a que tenía derecho a esperarla.

—Señor Gresham —dijo ella.

—¡Oh, Mary! ¡Señor Gresham!

—Sí, señor Gresham. Usted ya es el señor Gresham. Y, además, yo también debo ser la señorita Thorne.

—Me matas, si es así, Mary.

—Bueno, yo no digo que me muero si no es así, pero si no es así, si usted no está de acuerdo en que sea así, me echarán de Greshamsbury.

—¡Qué! ¿Te refieres a mi madre? —preguntó Frank.

—Claro que no me refiero a ella —contestó Mary con una mirada que casi asustó a Frank—. No me refiero a ella. Me refiero a usted, no a ella. No temo a Lady Arabella, pero sí le temo a usted.

—¡Me temes a mí, Mary!

—Señorita Thorne, le ruego que lo recuerde, se lo ruego. Debo ser la señorita Thorne. No me eche de Greshamsbury. No me separe de Beatrice. Es usted quien me echa, nadie más. Puedo mantenerme firme con su madre, siento que sí, pero no puedo mantenerme firme con usted si me trata de otro modo que... que...

—¿Que qué? Quiero tratarte como a la muchacha que he elegido de entre todas para ser mi esposa.

—Lamento mucho que haya tenido que elegir tan pronto. Pero, señor Gresham, no tenemos que bromear ahora. Sé que usted no me está lastimando a propósito. Pero si usted me vuelve a hablar o vuelve a hablar de mí de esa manera, me lastimará tanto que me veré obligada a marcharme de Greshamsbury en defensa propia. Sé que es usted demasiado generoso para llevarme a esto.

Y así se acabó la conversación. Frank, por supuesto, subió para ver si sus nuevas pistolas de bolsillo estaban listas, adecuadamente limpias y cargadas, por si, al cabo de unos días, se le hacía la existencia insoportable.

Sin embargo, consiguió vivir hasta el siguiente periodo, sin duda con el fin de evitar toda decepción a los invitados de su padre.

[1] Orlando es el joven amante de A vuestro gusto, de Shakespeare.

[2] Lucas 23, 31: «Porque si esto se hace con el leño verde, en el seco, ¿qué será?»

[3] Sueño de una noche de verano II, i, 164.

[4] Ver nota 2.

7. El jardín del médico

Mary había logrado calmar a su enamorado con considerable propiedad. Luego le tocó la más ardua labor de calmarse a sí misma. Las jóvenes damas, en su totalidad, son quizás tan susceptibles de ternura como los jóvenes caballeros. Frank Gresham era apuesto, sociable, en modo alguno corto de luces, de corazón excelente; es más, era un caballero, el hijo del señor Gresham de Greshamsbury. Mary había sido educada para quererle. Si algo malo le ocurriera a él, ella lloraría como si fuera su hermano. No debe, por tanto, suponerse que, cuando Frank Gresham le dijo que la amaba, ella le oyera indiferente.

Tal vez Frank no se había declarado con el lenguaje apropiado para tales escenas. Las damas pueden pensar que su manera infantil de hacerlo impidió a Mary tomar en serio el asunto. Su «¿sí? ¿no? ¿sí? ¿no?» no parece el rapto poético de un enamorado inspirado. Pero, no obstante, había habido calidez y una verdad en sí nada repulsiva. Y el enfado de Mary —¿enfado?, no, enfado no—, los reparos de Mary a su declaración no se basaban probablemente en el absurdo lenguaje de su enamorado.

Nos sentimos inclinados a creer que estas cuestiones no siempre las discuten los amantes mortales con la fraseología poéticamente apasionada que en general se considera apropiada a la hora de describirlas. Nadie puede describir bien lo que no ha oído ni visto nunca, pero acuden a la mente del autor las palabras y los hechos de la única escena que una vez vio. La pareja no era en modo alguno plebeya o inferior al nivel de buena cuna y educación; era una bonita pareja, que vivía entre gente educada, en todos aspectos como deberían ser dos enamorados. Así se desarrolló el fundamental diálogo. El escenario de esta apasionada escena era la orilla del mar, por donde andaban un día de otoño:

Caballero. —Bien, señorita..., se lo digo en dos palabras: heme aquí; tómeme o déjeme.

Dama. —(jugando en la arena con la sombrilla, de modo que las gotas saladas saltaban de un lado a otro) Le ruego que no diga tonterías.

Caballero. —¡Tonterías! ¡Dios! Si no son tonterías: vamos, Jane, aquí me tiene. Vamos, dígame algo.

Dama. —Sí, supongo que puedo decir algo. Caballero. —Bien, dígame: ¿me toma o me deja?

Dama. —(muy despacio y con voz apenas clara, siguiendo adelante, a la vez, con su trabajo de ingeniería a escala más amplia) Bien, no quiero exactamente dejarle.

Y así se decidía el asunto: se decidía con propiedad y satisfacción para ambos y tanto la dama como el caballero creían, si hubieran pensado en ello, que este momento, el más dulce de su vida, estaba bendecido por toda la poesía que tales momentos deberían poseer.

En cuanto Mary hubo calmado, según creía, al joven Frank, cuyo ofrecimiento amoroso sabía que era, en esa etapa de sus vidas, un absurdo completo, halló que necesitaba también calmarse ella. ¿Cabría mayor felicidad que la aceptación de tal amor, si la verdadera aceptación estuviera justa y sinceramente a su alcance? ¿Qué hombre era más digno de amar que ese hombre que dejaba de ser un muchacho? ¿No le amaba ella, no le amaba ya, sin necesidad de esperar cambio alguno? ¿No sentía un algo en él, y en ella también, que les hacía el uno para el otro? Sería tan hermoso ser la hermana de Beatrice, la hija del hacendado, pertenecer a Greshamsbury y formar parte del lugar.

Sin embargo, aunque no pudiera evitar estos pensamientos, ni por un momento se le ocurrió tomar en serio la oferta de Frank. A pesar de que era ya una mujer, él era aún un muchacho. Tenía que ver mundo antes de centrarse y cambiaría su decisión cientos de veces antes de casarse. Además, aunque a ella no le gustase Lady Arabella, sentía que debía algo, si no a su bondad, al menos a su paciencia y sabía, sentía en su fuero interno, que se equivocaría, que todos dirían que se equivocaba, que su tío pensaría que se equivocaba, si se aprovechaba de lo que le había pasado.

No tuvo ni un instante de duda. Ni un instante contempló la posibilidad de convertirse en la señora Gresham porque Frank se lo hubiera propuesto. No obstante, no podía evitar pensar en lo que había ocurrido, pensar en ello mucho más que el mismo Frank.

Al cabo de un día o dos, la tarde anterior al cumpleaños de Frank, Mary se hallaba a solas con su tío, andando por el jardín trasero de la casa, y probó a hacerle preguntas con el fin de enterarse de si ella era adecuada, por su nacimiento, para convertirse en la esposa de alguien como Frank Gresham. Solían pasear juntos cuando él se encontraba en casa las tardes del verano. No era muy frecuente, porque sus horas de trabajo eran muchas, es decir, entre el desayuno y la cena, pero los minutos que pasaban juntos los consideraba el médico como los más agradables de su vida.

—Tío —dijo ella al cabo de un rato—, ¿qué opinas de la boda de la señorita Gresham?

—Bueno, Minnie —tal era el nombre cariñoso con que se dirigía a ella—, no es que pueda decir que lo haya pensado mucho, ni creo que nadie lo haya hecho.

—Ella sí debe pensarlo, claro, y él también, supongo.

—No estoy seguro de eso. Alguna gente nunca se casaría si se molestara en pensarlo.

—¿Por eso no te has casado tú, tío?

—O por eso o por pensarlo mucho. Lo uno es tan malo como lo otro.

Mary no había logrado llegar a la cuestión aún, así que tuvo que desviarse y volver a empezar.

—Pues he estado pensándolo, tío.

—Eso está muy bien y me ahorrará la molestia, y a la señorita Gresham también. Si lo has pensado bien, bastará.

—Creo que el señor Moffat es alguien sin familia.

—Arreglará esa situación cuando tenga una esposa.

—No seas ganso, tío. Y lo que es peor, un ganso muy provocativo.

—Sobrina, tú eres otra gansa. Y lo que es peor, una gansa muy tonta. ¿Qué nos importa a ti y a mí la familia del señor Moffat? El señor Moffat tiene algo que le sitúa por encima del honor familiar. Es un hombre muy rico.

—Sí —dijo Mary—, sé que es rico y supongo que un hombre rico lo puede comprar todo, excepto una mujer que valga la pena.

—Que un hombre rico lo pueda comprar todo —dijo el médico— no significa que el señor Moffat haya comprado a la señorita Gresham. No me cabe la menor duda de que son tal para cual —añadió con aires de autoridad decisiva, como si diera por acabado el asunto.

Pero su sobrina estaba decidida a no dejarle terminar.

—Veamos, tío —dijo—, sabes que estás fingiendo tener sabiduría mundana, lo que, al fin y al cabo, no es sabiduría para ti.

—¿Lo crees así?

—Sabes que sí. Y en cuanto a lo impropio de discutir la boda de la señorita Gresham...

—Yo no he dicho que fuera impropio.

—Ya lo creo. Claro que pueden discutirse estas cosas. ¿Cómo podemos formarnos una opinión si no es mirando las cosas que nos rodean?

—Ahora me vas a reñir.

—Querido tío, ponte serio conmigo.

—Entonces, con seriedad, espero que la señorita Gresham sea muy feliz como señora Moffat.

—Sé que así lo esperas y yo también. Tengo esa esperanza aunque no tengo motivos para esperarlo.

—La gente siempre tiene esperanzas sin motivos.

—Bueno, entonces así lo espero. Pero, tío...

—¿Sí, querida?

—Quiero tu opinión verdadera y real. Si fueras una muchacha...

—Soy del todo incapaz de darte una opinión basándome en una hipótesis tan extraña.

—Bien; pues ponte en el lugar de un hombre casado.

—La hipótesis sigue siendo remota.

—Pero, tío, yo soy una muchacha y puede que me case, o, en cierto modo, pienso casarme algún día.

—Esta última alternativa es verdaderamente posible.

—Por tanto, al ver que un amiga da este paso, no puedo hacer conjeturas como si yo estuviera en su lugar. Si yo fuera la señorita Gresham, ¿haría bien casándome?

—Pero Minnie, tú no eres la señorita Gresham.

—No, soy Mary Thorne. Es algo muy distinto, lo sé. Supongo que yo puedo casarme con alguien sin degradarme.

Era casi malévolo por su parte decir esto, pero no tenía la intención de decirlo en el sentido que parecía. No había logrado llevar a su tío a la cuestión que deseaba por el camino que había planeado y, al buscar otra ruta, había caído de repente en lugares desagradables.

—Lamentaría mucho que mi sobrina creyera eso —dijo él— y lamento, además, que lo diga. Pero, Mary, en honor a la verdad, apenas sé dónde me quieres llevar. Creo que no tienes la mente clara ni tampoco las palabras adecuadas.

—Te lo voy a decir, tío —y, en vez de mirarle a la cara, bajó la mirada hacia la hierba que yacía a sus pies.

—¿Y bien, Minnie? ¿Qué pasa? — y le tomó ambas manos entre las suyas.

—Creo que la señorita Gresham no debería casarse con el señor Moffat. Lo creo porque la familia de ella es alta y noble y porque la de él es baja e innoble. Si se tiene una opinión hecha al respecto, no cabe más que aplicarla a lo que nos rodea. Yo he aplicado mi opinión al caso. El siguiente paso será aplicársela al mío. Si yo fuera la señorita Gresham, no me casaría con el señor Moffat aunque él nadara en oro. Sé cuál es el rango de la señorita Gresham. Lo que quiero saber es: ¿cuál es mi rango?

Cuando había empezado a hablar se habían parado, pero, en cuanto acabó, el médico reanudó el paso y ella echó a andar con él. El médico andaba despacio sin contestarle y ella, como loca, proseguía su cadena de pensamientos.

—Si una mujer siente que no se rebajaría casándose con alguien de rango inferior, también debería sentir que no rebajaría al hombre que amase por permitirle casarse con alguien de rango inferior al suyo, es decir, casarse con ella.

—Eso no se sigue —replicó con rapidez el médico—. Un hombre eleva a la mujer a su nivel, pero una mujer adquiere el rango del hombre con quien se casa.

Volvieron a quedarse en silencio y reanudaron el paseo. Mary tomaba al tío del brazo con ambas manos. Estaba decidida a llegar a la cuestión y, después de meditar bien cómo iría mejor, dejó de andarse por las ramas e hizo la pregunta directa.

—¿Los Thorne son una familia tan buena como los Gresham?

—Desde el punto de vista genealógico, sí, querida. Es decir, cuando me dedico a ser un viejo tonto y a hablar de tales asuntos en un sentido diferente del que el mundo entero habla, puedo decir que los Thorne son tan buena familia o mejor que la de los Gresham, pero lamentaría decírselo con seriedad a alguien. Los Gresham ahora están mucho más alto en el condado que los Thorne.

—Pero son de la misma clase.

—Sí, sí. Wilfred Thorne, de Ullathorne, y nuestro amigo el hacendado son de la misma clase.

—Pero, tío, Augusta Gresham y yo, ¿somos de la misma clase?

—Bien, Minnie, nunca me verás a mí jactándome de ser de la misma clase que el hacendado, yo, un pobre médico rural.

—Tu respuesta no es imparcial, querido tío. Tío, ¿sabes que no me estás contestando con imparcialidad? Sabes a qué me refiero. ¿Tengo derecho a llamar a los Thorne de Ullathorne mis primos?

—¡Mary! ¡Mary! ¡Mary! —exclamó él tras una pausa de un minuto, dejando que ella le tomara las manos—. ¡Mary! ¡Mary! ¡Mary! ¡Ojalá me hubieras ahorrado todo esto!

—No te lo podía haber ahorrado toda la vida, tío.

—Ojalá sí. ¡Ojalá sí!

—Ahora ya está, tío, ya está dicho. Ya no te voy a afligir más. ¡Querido tío! Debería quererte aún más si eso fuera posible. ¿Qué sería de mí si no fuera por ti? ¿Qué habría sido de mí sin ti? —y se arrojó a sus brazos y, abrazándole, le besó la frente y las mejillas.

Ya no se dijeron nada más. Mary no hizo más preguntas ni el médico le ofreció más información. Si se hubiera atrevido, ella habría deseado preguntarle la historia de su madre, pero no se atrevió. No podría soportar que le hubiera dicho que su madre había sido, quizás, una mujer despreciable. Que era la hija auténtica de un hermano del médico ya lo sabía. Por poco que en la niñez le hubieran contado de sus parientes, por pocas palabras que hubiera empleado su tío para hablarle de su parentesco, sabía esto: que era la hija de Henry Thorne, hermano del médico e hijo del anciano clérigo. Pequeños incidentes que habían tenido lugar, incidentes inevitables, le habían hecho descubrir eso, pero ni una sola palabra había oído acerca de su madre. El médico, cuando hablaba de su juventud, se había referido a su padre, pero no había dicho ni una sola palabra de su madre. Hacía tiempo que sabía que era hija de un Thorne; ahora sabía que no era prima de los Thorne de Ullathorne, que no era prima, como mínimo, en el sentido corriente del término, ni sobrina de su tío, a menos que él le diera permiso especial para serlo.

Cuando se acabó la conversación, ella se dirigió sola al salón y allí se sentó para pensar. No llevaba así mucho tiempo cuando se le acercó su tío. No se sentó, ni siquiera se quitó el sombrero que llevaba todavía, pero, acercándose más, le dijo estas palabras:

—Mary, después de lo que ha pasado, sería muy injusto y muy cruel dejarte sin contar otra cosa: tu madre fue muy desgraciada en muchas cosas, pero no en todo. Sin embargo, el mundo, que es muy terco en algunas cosas, nunca la juzgó por ser desgraciada. Te cuento esto, hija, para que respetes su memoria —y, diciendo esto, salió sin darle tiempo a contestar.

Lo que le dijo, se lo dijo por piedad. Percibió cuáles serían sus sentimientos al pensar ella que tenía que sonrojarse a causa de su madre, que no sólo no podía hablar de su madre sino que tampoco podía pensar en ella con inocencia y, para mitigar tal tristeza y, además, para hacer justicia a la mujer a quien su hermano había perjudicado, se obligó a sí mismo a revelarle lo dicho más arriba.

Luego anduvo un rato a solas el médico, hacia un lado y otro del jardín, pensando en lo que había hecho con respecto a la muchacha y dudando si había hecho bien o mal. Había decidido, cuando le entregaron a su cargo a la recién nacida, que no le diría nada de su madre y que nada descubriría ella de su madre. Deseaba dedicarse a la niña huérfana de su hermano, la última semilla de la casa de su padre, pero no quería hacerlo entablando relaciones familiares con los Scatcherd. Se enorgullecía de ser, en cierto modo, un caballero y de que ella, si iba a vivir a su casa, a sentarse a su mesa y a compartir su hogar, sería una dama. No mentiría a nadie sobre ella, no diría a nadie que ella era distinta o mejor de lo que era. La gente, como era natural, hablaría de ella, pero no dejaría que nadie le hablara de ella. Se formó tal concepto de sí mismo —concepto no sin motivos— que, si alguien le hablaba de ella, le haría guardar silencio. Nunca reclamaría para ella —a pesar de haber llegado al mundo sin posición legítima— nunca reclamaría para ella ninguna posición social que no fuera la suya propia. Él buscaría, lo mejor que supiera, una posición social. Él podría hundirse o nadar: y ella también.

Esto es lo que había decidido, pero las cosas se dan por sí solas, con cierta frecuencia, y no esperan que nadie las organice. Durante diez o doce años, nadie oyó hablar de Mary Thorne. Se había borrado el recuerdo de Henry Thorne y su trágica muerte. Se apagó hasta desaparecer en la ignorancia el conocimiento de que había venido al mundo un bebé cuyo nacimiento estaba relacionado con la tragedia, conocimiento nunca muy extendido. Al cabo de doce años, el doctor Thorne había anunciado que iba a vivir con él una sobrina joven, hija de un hermano hacía tiempo fallecido. Tal como había supuesto, nadie le dijo nada, pero ciertas personas hablaron sin duda entre sí. Si hubo o no conjeturas en torno a la verdad exacta, no importa decirlo: probablemente no, con absoluta exactitud; probablemente sí, con aproximación a la verdad. Sólo alguien se quedó sin imaginárselo: ni un solo pensamiento sobre la sobrina del doctor Thorne le inquietó ni se le ocurrió la idea de que Mary Scatcherd hubiera dejado una hija en Inglaterra. Esta persona era Roger Scatcherd, el hermano de Mary.

A un amigo, y sólo a uno, contó el médico toda la verdad, y fue al hacendado. «Lo que le he contado —dijo el médico— en parte puede hacer que usted piense que la niña no tiene derecho a mezclarse con sus hijos, si usted medita mucho estas cosas. Hágase cargo. Preferiría que nadie más lo supiera».

Nadie más lo supo y el hacendado se hizo cargo, acostumbrándose a mirar a Mary Thorne correr por la casa con sus propios hijos, como si fueran de la misma posición social. En verdad, el hacendado siempre había querido a Mary, se había fijado en ella personalmente y, con el asunto de Mam’selle Larron, había declarado que la habría colocado enseguida en el banco de los magistrados, para disgusto de Lady Arabella.

Y así continuaron las cosas, sin pensar en ello, hasta ahora, cuando su sobrina tenía veintiún años de edad, cuando acudía a él para preguntarle por su posición social y para averiguar en qué eslabón de la cadena social debía buscar marido.

Y así el médico iba y venía por el jardín, despacio, pensando con cierta preocupación si, después de todo, se había equivocado en lo concerniente a su sobrina. ¿Y si por esforzarse en colocarla en la situación de una dama, la había colocado en falso y le había arrebatado una legítima posición? ¿Y si no había rango social al que pudiera pertenecer?

Y ¿cómo había resultado el plan de guardársela para sí? Él, el doctor Thorne, era aún un hombre pobre. El don de ahorrar no era para él. Tenía una casa para vivir con comodidad y, a pesar de los doctores Fillgrave, Century, Rerechild y demás, había conseguido que su profesión le diera los ingresos suficientes para cubrir sus necesidades. Sin embargo, no había hecho lo que otros hacen: poner tres o cuatro mil libras al tres por ciento, con lo que Mary podría vivir con cierta comodidad cuando él ya no estuviera. No hacía mucho había asegurado su vida por ochocientas libras y en eso, y sólo en eso confiaba para que Mary tuviera resuelto el futuro. ¿Cómo había resultado el plan, entonces, de dejarla en la sombra, sin que nadie la conociera, ni los parientes por parte de madre ni por parte de padre? Por ese lado, aunque había habido completa pobreza, ahora había completa riqueza.

Pero cuando la tomó a su cargo, ¿no la había rescatado de la miseria más profunda y baja, de la degradación del orfanato, del desprecio de los hospicios, de la peor de las condiciones? ¿No era ahora la niña de sus ojos, su único y soberano consuelo, su orgullo, su felicidad, su gloria? ¿Iba a cederla, cederla a los demás, si, al hacerlo, pudiera ella compartir la riqueza, además de los modales groseros y de la compañía ineducada de sus parientes desconocidos? Él, que nunca había adorado la riqueza, él, que había derribado el ídolo del dinero y que siempre enseñaba a derribarlo, ¿iba él ahora a mostrar que su filosofía había sido falsa en cuanto se le presentaba la tentación por delante?

Pero, aun así, ¿quién iba a casarse con una bastarda, sin dinero, aportando no sólo pobreza sino también sangre innoble para sus propios hijos? Podría estar bien para él, el doctor Thorne, para él, que ya tenía una carrera hecha, cuyo nombre, en cierto modo, era el suyo, para él, que tenía una posición fija en la sociedad; podría estar bien para él permitirse una filosofía opuesta a la práctica del mundo entero, pero ¿tenía derecho a consentir esto para su sobrina? ¿Qué hombre se casaría con una muchacha así? Pues a los que tenían una posición legítima y educación, ella no les convenía. Además, sabía que ella nunca entregaría su mano en señal de amor a nadie sin contarle todo lo que sabía y todo lo que suponía de su nacimiento.

Y la pregunta de esa tarde, ¿no la había inspirado cierto interés de su corazón? ¿No estaba ya en su pecho la causa de la inquietud que la había vuelto tan pertinaz? ¿Por qué otra razón le había dicho, por vez primera, que no sabía dónde situarse? Si alguien le interesaba, debía de ser el joven Frank Gresham. En tal caso, ¿qué le correspondía hacer a él? ¿Debía hacer las maletas, y buscar una nueva tierra en un mundo nuevo, dejando atrás el triunfo a sus enemigos, Fillgrave, Century y Rerechild? Mejor eso que permanecer en Greshamsbury a costa del corazón y del orgullo de su niña.

Y así el médico iba y venía por el jardín, meditando con dolor estas cosas.

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