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Como había sido advertido, buscó consejo en la persona de su primo, el honorable George, a quien consideraba hábil en la conversación. Al menos, así se lo había oído decir al propio George.

—¿Qué demonios se supone que debo decir, George, cuando me ponga de pie después del estruendo?

—¡Oh! ¡Es la cosa más fácil del mundo! —contestó el primo—. Recuerda esto: no debes irte por las ramas, que es lo que se llama presencia de ánimo, ya sabes. Te diré lo que hay que hacer, pues tengo práctica, ya sabes. Siempre brindo por las hijas de los granjeros. Bueno, lo que hago es lo siguiente: miro fijamente una de las botellas y nunca desvío la vista.

—¡A las botellas! —exclamó Frank—. ¿No sería mejor que me fijara en alguna cabeza del grupo? No me gusta mirar a la mesa.

—Las cabezas se mueven y estarías perdido; además, no tiene el menor sentido mirar hacia arriba. He oído decir a la gente que va a este tipo de cenas cada día de su vida que, siempre que se dice algo ingenioso, quien lo dice seguro que mira a los muebles de caoba.

—¡Oh, sabes que no diré nada ingenioso, sino todo lo contrario!

—Pero no es razón para que no aprendas la manera de hablar. Así es como yo aprendí. Fija la vista en una de las botellas, mete los dedos pulgares en los bolsillos del chaleco, saca los hombros, flexiona un poco las rodillas y adelante.

—¡Oh! ¡Ah! Adelante. Muy bien, pero no puedes lanzarte si no tienes fuerzas.

—Bastan muy pocas. Nada hay tan fácil como tu discurso. Cuando se tiene que decir algo nuevo cada año sobre las hijas de los granjeros, hay que usar muy poco el cerebro. Veamos. ¿Cómo puedes empezar? Por supuesto, dirás que no estás acostumbrado a esta clase de cosas, que el honor que se te concede es demasiado a tu sentir, que el brillante ramillete de belleza y talento que te rodea paraliza tu lengua y todo eso. Luego proclamas que eres un Gresham hasta los tuétanos.

—¡Oh! Esto ya se sabe.

—Bueno, pues repítelo. Como es natural, después tienes que decir algo de nosotros o la condesa se pondrá hecha un basilisco.

—¿Sobre la tía, George? ¿Qué demonios puedo decir de ella cuando la tengo delante de mí?

—¡Delante de ti! Claro. Esa es precisamente la razón. Piensa en cualquier mentira que se te ocurra. Debes decir algo de nosotros. Sabes que hemos venido de Londres a propósito.

Frank, a pesar del beneficio que recibía de la erudición de su primo, no pudo evitar desear de todo corazón que se hubieran quedado en Londres, pero se lo guardó para sí. Agradeció a su primo la ayuda y, aunque percibía que su preocupación aún no se había curado, empezó a creer que saldría de la prueba indemne.

No obstante, se sintió muy deprimido cuando el señor Baker se levantó para proponer un brindis en cuanto se hubo retirado la servidumbre. Es decir, la servidumbre se retiró oficialmente, pero se quedó corporalmente en forma de hombres y mujeres, niñeras, cocineras y doncellas, cocheros, mozos de caballos y lacayos, permaneciendo de pie en la puerta para oír lo que diría el amo Frank. La anciana ama de llaves se hallaba a la cabeza de las doncellas en una puerta, casi descaradamente dentro del salón, y el mayordomo controlaba a los hombres en la otra, empujándolos hacia dentro con un movimiento como de sacacorchos.

El señor Baker no dijo mucho, pero lo que dijo lo dijo bien. Todos habían visto crecer a Frank Gresham desde que era niño y ahora tenían que darle la bienvenida entre ellos como hombre, por estar preparado para llevar con honor el amado y respetado apellido familiar. Su joven amigo, Frank, era todo un Gresham. El señor Baker omitió hacer mención de la sangre De Courcy, y la condesa, por consiguiente, se apoyó en la silla y puso cara de estar en extremo aburrida. Luego aludió con ternura a su larga amistad con el actual hacendado, Francis Newbold Gresham, y se sentó, empezando todos a beber a la salud, prosperidad, larga vida y excelente esposa de su querido joven amigo, Francis Newbold Gresham el joven.

Como es natural, hubo el acostumbrado repique de copas, más fuerte y más feliz por el hecho de que las damas aún se encontraban con los hombres. No es frecuente que las damas asistan a los brindis y, en consecuencia, lo raro de la ocasión aumentaba el gozo.

—¡Que Dios te bendiga, Frank!

—¡A tu salud, Frank!

—¡Sobre todo por tu futura esposa, Frank!

—¡Que sean dos o tres, Frank!

—¡Salud y prosperidad para usted, señor Gresham!

—¡Más poder para ti, Frank, muchacho!

—¡Que Dios te bendiga y te guarde, querido muchacho!

Y después se oyó una voz feliz, dulce, impaciente, procedente de un extremo de la mesa:

—¡Frank! ¡Frank! Mírame, te lo ruego, Frank. Estoy bebiendo a tu salud con vino de verdad, ¿a que sí, papá?

Tales eran los deseos que saludaban al señor Francis Newbold Gresham el joven cuando probó a levantarse por primera vez desde que se había convertido en un hombre.

Cuando terminó el alboroto y ya casi se sostenía de pie, echó un vistazo a la mesa en busca de una jarra. No le había gustado mucho la teoría de su primo de fijar la vista en una botella. Sin embargo, como el momento era delicado, cualquier método era bueno. Pero, como las desgracias no vienen solas, a pesar de que la mesa estaba cubierta de botellas, él no pudo localizar ninguna. Verdaderamente, al principio no logró ver nada, porque las cosas se movían ante él e incluso los invitados parecían bailar en las sillas.

Se levantó, no obstante, y comenzó su discurso. Como no pudo seguir el consejo de su preceptor en lo tocante a la botella, adoptó su propio y sencillo plan de «señalar una cabeza del grupo» y se puso a mirar fijamente al médico.

—Os aseguro que os estoy muy agradecido, caballeros y damas, o mejor, damas y caballeros, por brindar a mi salud y hacerme tal honor y todo lo demás. Os aseguro que lo estoy. En especial al señor Baker. No me refiero a ti, Harry, tú no eres el señor Baker.

—Tanto como tú eres el señor Gresham, Frank.

—Pero yo no soy el señor Gresham ni tengo la intención de serlo en muchos años si lo puedo evitar. No hasta que celebremos otra mayoría de edad.

—Bravo, Frank. ¿Y quién será ese?

—Será mi hijo. Y será un buen muchacho. Y espero que pronuncie un discurso mejor que el de su padre. El señor Baker ha dicho que yo era todo un Gresham. Bien, supongo que sí —aquí la condesa empezó a mostrase gélida y enfadada—. Espero que nunca llegue el día en que mi padre no lo reconozca.

—No hay que temerlo, no hay que temerlo —dijo el médico, que estaba casi desconcertado por la mirada fija del orador. La condesa parecía más fría y más enojada y murmuró algo para sus adentros acerca de una casa de locos.

—Gardez Gresham, ¿eh, Harry? Fíjate en esto cuando te caigas en un agujero y yo vaya detrás de ti. Bueno. Os aseguro que os agradezco mucho el honor que me hacéis, en especial las damas, que normalmente no participan en estas cosas. Ojalá participaran más, ¿verdad, doctor? Hablando de damas, mi tía y mis primos han venido de Londres para oír este discurso, que verdaderamente no vale la pena. Pero da igual, se lo agradezco mucho —miró a su alrededor e hizo una pequeña inclinación a la condesa—. También se lo agradezco a los señores Jackson, a los señores y la señorita Bateson, al señor Baker —no te estoy agradecido a ti, Harry— y al señor Oriel y la señorita Oriel, y al señor Umbleby, y al doctor Thorne y a Mary —les ruego me perdonen, quiero decir la señorita Thorne.

Después las señoras se levantaron y salieron del comedor. Al salir, Lady Arabella besó la frente de su hijo. Luego le besaron sus hermanas y una de sus dos primas. La señorita Bateson le estrechó la mano. «Oh, señorita Bateson, dijo él, creía que me iba a dar un beso». La señorita Bateson se rió y se marchó. Patience Oriel inclinó la cabeza, pero Mary Thorne, mientras salía silenciosamente del salón, casi escondida entre los trajes de las damas, apenas dejó que sus miradas se encontraran.

Él se acercó a sujetar la puerta al paso de las damas y, mientras iban pasando, logró coger de la mano a Patience Oriel. Le tomó la mano y se la apretó un instante, pero la soltó rápidamente, para realizar la misma ceremonia con Mary, pero Mary fue más rápida que él.

—Frank —dijo el señor Gresham en cuanto se hubo cerrado la puerta—. Trae la copa aquí, hijo mío —y el padre hizo espacio para que se acercara su hijo junto a él—. Ya se ha acabado la celebración, así que puedes dejarte de ceremonias —Frank se sentó donde le había indicado y el señor Gresham posó la mano en el hombro del hijo y medio le acarició, mientras los ojos se le bañaban en lágrimas—. Creo que el médico tiene razón, Baker. Creo que nunca nos hará pasar vergüenza.

—Esto seguro de ello —dijo el señor Baker.

—No cabe la menor duda —afirmó el doctor Thorne.

El tono de las voces masculinas era muy diferente. Al señor Baker le importaba un comino. ¿Para qué? Él, como el hacendado, tenía su propio heredero, alguien que era su ojito derecho. Pero al médico... le importaba. Tenía una sobrina, claro, a la que quería, quizás como los padres aman a los hijos. Sin embargo, también había sitio en su corazón para el joven Frank Gresham.

Tras esta breve declaración de sentimientos, permanecieron sentados en silencio uno o dos minutos. Pero el silencio no era apreciado por el honorable John, así que se lanzó a hablar.

—Bonito caballo le ha dado a Frank esta mañana —dijo a su tío—. Lo he estado observando antes de la cena. Es un monsoon[2], ¿verdad?

—Bueno, no puedo decir que lo sepa —contestó el hacendado—. Parece haber tenido una buena crianza.

—Es un monsoon, estoy seguro —dijo el honorable John—. Todos tienen esas orejas y esa peculiar marca en la espalda. Supongo que habrá dado una bonita suma por él.

—No tanto —respondió el señor.

—Es un caballo de caza entrenado, supongo.

—Si no, pronto lo será.

—Deja eso para Frank —dijo Harry Baker.

—Salta de maravilla, señor —dijo Frank—. Yo aún no he probado, pero Peter le ha hecho saltar obstáculos dos o tres veces esta mañana.

El honorable John estaba decidido a echar una mano a su primo. Creía que habían menospreciado a Frank al darle un caballo tan defectuoso como ése y, pensando que el hijo no tenía el suficiente coraje para pelearse con el padre al respecto, el honorable John decidió hacerlo en su lugar.

—Es un buen caballo en potencia, no lo dudo, Frank.

Frank sintió que la sangre se le subía al rostro. Ni por todo el oro del mundo habría hecho que su padre creyera que estaba descontento, sino, al contrario, quería hacerle saber lo que le agradaba el regalo que le había ofrecido esa mañana. Se avergonzaba de corazón por haber escuchado con cierto grado de complacencia el intento de su primo. Pero no tenía ni idea de que el asunto se repetiría, y se volvería a repetir ante su padre, como modo de irritarlo en un día como ése, delante de tanta gente ahí reunida. Estaba muy enfadado con su primo y, durante un momento, se olvidó de su hereditario respeto hacia los De Courcy.

—Óyeme, John —dijo—. Elige un día, un día al principio de la temporada, y coge lo mejor que tengas, que yo traeré, no el caballo negro sino mi vieja yegua. Intenta acercarte a mí. Si no te dejo atrás de Godspeed al cabo de poco, te daré la yegua y también el caballo.

Al honorable John no se le conocía en Barsetshire como uno de los más adelantados jinetes. Era gran aficionado a la caza, en cuanto a su organización se refiere. Era experto en botas y en pantalones de montar, entendido en frenos y bridas, tenía una colección de sillas de montar y adquiría el invento más reciente para llevar zapatos de repuesto, bocadillos y petacas con jerez. Destacaba en la cuestión del abrigo; algunos, incluido el cazador mayor, creían que destacaba demasiado. Fingía familiaridad con los perros y con los caballos de todos. Pero, cuando se ponía en práctica la caza, cuando el camino se complicaba, cuando se trataba de montar o negarse a montar, entonces —al menos así lo decían los que no tenían intereses en los De Courcy— entonces, en esos momentos difíciles, se hallaba insuficiente al honorable John.

Hubo, por tanto, considerables carcajadas a su costa cuando Frank, instigado a alardear inocentemente por el deseo de salvar a su padre, desafió a su primo a una prueba de destreza. El honorable John no estaba, quizás, tan acostumbrado al rápido uso del habla como su honorable hermano, pues no era asunto suyo exaltar las glorias de las hijas de los granjeros. En cierto modo, en esta ocasión parecía haber perdido el habla: cerró el pico, como suele decirse de manera vulgar, y no hizo más alusión a la necesidad de proporcionar al joven Gresham una serie de caballos de caza.

Sin embargo, el viejo hacendado lo había comprendido todo, había comprendido el significado del ataque de su sobrino, había comprendido por completo el significado de la defensa de su hijo y el sentimiento que lo había animado. También había pensado en las caballerizas que le habían pertenecido cuando cumplió la mayoría de edad y en la posición mucho más humilde que tendría su hijo frente a la que había tenido él. Pensó en todo esto y se puso triste, aunque tenía los ánimos suficientes para ocultar a sus amigos el hecho de que la flecha del honorable John no había sido disparada en vano.

—Le daré a Champion —dijo el padre para sus adentros—. Ya es hora de que prescinda de él.

Champion era uno de los dos mejores caballos de caza que el hacendado reservaba para su propio uso. Se podría decir de él, en la época de que estamos hablando, que los únicos momentos realmente felices que había tenido en su vida habían sido los pasados en el campo. Ya era hora, pues, de prescindir de él.

[1] Seguidores de T. R. Malthus (1766-1834), quien sostenía que la población tendía a aumentar con más rapidez que la producción de alimentos.

[2] Es decir, hijo de Monsoon, caballo criado en Irlanda por R. Caldwell.

6. Los primeros amores de Frank Gresham

Era, como se ha dicho, el uno de julio y, siendo ésa la época del año, las damas, después de sentarse en el salón durante una media hora, pensaron que podían salir al exterior. Primero salió una, luego otra y, después, salieron las demás al jardín. Hablaban de sombreros hasta que, de modo gradual, las más jóvenes del grupo, y al final las mayores también, se arreglaron para pasear.

Las ventanas, tanto las del salón como las del comedor, daban al jardín. Era natural que las muchachas pasaran de un lugar al otro. Era natural que, estando ahí, llamaran la atención de sus pretendientes a través de la visión de sus sombreros de ala ancha y de sus vestidos de noche, y era asimismo natural que ellos no se resistieran a la tentación. El hacendado, por consiguiente, y los invitados masculinos mayores pronto se encontraron a solas a la hora de tomar el vino.

—Se lo aseguro, estamos encantadas por su elocuencia, señor Gresham, ¿verdad? —dijo la señorita Oriel, volviéndose a una de las muchachas De Courcy que se hallaba con ella.

La señorita Oriel era una joven bonita, un poco mayor que Frank Gresham, tal vez un año más. Tenía el cabello oscuro, unos grandes ojos oscuros, la nariz un poco ancha, la boca bella, la barbilla bonita y, como se ha indicado antes, una gran fortuna —es decir, moderadamente grande—, digamos que veinte mil libras, poco más, poco menos. Ella y su hermano vivían en Greshamsbury desde hacía dos años. Habían comprado la vivienda —tal era la necesidad del señor Gresham— en vida del difunto propietario. La señorita Oriel era en todos los aspectos una bella vecina. Tenía buen humor, propio de una dama, era vivaz, ni lista ni tonta, pertenecía a una buena familia, gustaba de las cosas agradables de esta vida, como correspondía a una bella dama, y también disfrutaba de las cosas buenas de la otra vida, como correspondía a la señora de la casa de un sacerdote.

—Ya lo creo —dijo Lady Margaretta—. Frank es muy elocuente. Cuando mencionó nuestro rápido viaje de Londres, casi me hizo llorar. Aunque habla bien, aún trincha mejor.

—Ojalá lo hubieras hecho tú, Margaretta, tanto el hablar como el trinchar.

—Gracias, Frank. Eres muy cortés.

—Pero me queda un consuelo, señorita Oriel: ya está hecho y acabado. Nadie puede cumplir dos veces la mayoría de edad.

—Pero pronto se graduará, señor Gresham, y entonces, como es natural, tendrá que volver a pronunciar un discurso, se casará y tendrá dos o tres hijos.

—Hablaré en su boda, señorita Oriel, mucho antes de hacerlo en la mía.

—No tengo la más mínima objeción. Es muy amable por su parte apoyar a mi marido.

—Pero ¡caramba! ¿Me apoyará él a mí? Sé que se casará con un horrible pez gordo o con alguien terriblemente inteligente, ¿no es así, Margaretta?

—La señorita Oriel te estaba alabando tanto antes de que vinieras —dijo Margaretta— que empezaba a pensar que tenía el propósito de quedarse en Greshamsbury toda su vida.

Frank se sonrojó y Patience se rió. Sólo había un año de diferencia entre ellos. No obstante, Frank era todavía un muchacho, mientras que Patience era toda una mujer.

—Soy ambiciosa, Lady Margaretta —dijo—. Lo confieso, pero mi ambición es moderada. Amo Greshamsbury y, si el señor Gresham tuviera un hermano menor, quizás, ya sabe...

—Alguien como yo, supongo —dijo Frank.

—Sí. No desearía ningún cambio.

—Es tan elocuente como tú, Frank —dijo Lady Margaretta.

—Y tan buena trinchadora —añadió Patience.

—La señorita Bateson ha sucumbido ante él para siempre a causa del modo en que trinchaba —afirmó Lady Margaretta.

—Pero la perfección nunca se repite —respondió Patience.

—Bueno, ya sabe que no tengo hermanos —dijo Frank—, así que lo más que puedo hacer es sacrificarme yo mismo.

—Se lo aseguro, señor Gresham, le estoy más que agradecida. Ya lo creo —y la señorita Oriel hizo una graciosa reverencia en medio del camino en que se hallaban—. ¡Dios mío! Piense, Lady Margaretta, que el heredero me hace el honor de un ofrecimiento matrimonial en el momento exacto en que es legalmente mayor de edad.

—Y lo ha hecho con mucha galantería, además —contestó la otra—. Ha expresado su deseo de supeditar cualquier opinión suya a la vuestra.

—Sí —respondió Patience—, es algo que aprecio mucho. Si él me amara, no habría mérito por su parte. Pero que sea un sacrificio...

—Sí, a las damas les gustan mucho los sacrificios. Frank, te lo aseguro, no tenía ni idea de que se te dieran tan bien los discursos.

—Bueno, contestó Frank—. No debería haber dicho «sacrificio». Ha sido un desliz. Lo que pretendía decir era...

—¡Dios mío! —exclamó Patience—. Espere un momento. Ahora va a venir una declaración formal. Lady Margaretta, ¿no tendrá un frasco de sales? Si me desmayara, ¿dónde hay una hamaca?

—¡Oh! Si no me voy a declarar ni por lo más remoto —dijo Frank.

—¿Ah no? Lady Margaretta, apelo a usted. ¿No ha entendido usted que me estaba diciendo algo muy especial?

—Es cierto. Nada hay más claro —dijo Lady Margaretta.

—Así que, señor Gresham, ¿me va a decir que, al fin y al cabo, no significa nada? —preguntó Patience acercándose a los ojos un pañuelo.

—Significa que se le da muy bien a usted burlarse de alguien como yo.

—¡Burlarme! No; pero a usted se le da muy bien engañar a una pobre muchacha como yo. Bien, recuerde que tengo un testigo. Aquí está Lady Margaretta, que lo ha oído todo. Qué pena que mi hermano sea sacerdote. Sé que ha contado con eso o nunca me habría tratado así.

Dijo esto justo cuando su hermano se reunía con ellos o, mejor dicho, cuando se hubo reunido con Lady Margaretta de Courcy, pues Lady Margaretta y el señor Oriel se adelantaron un poco. A la señorita de Courcy le había aburrido ser la tercera persona en el coqueteo de la señorita Oriel y su primo, y más teniendo en cuenta que ella estaba acostumbrada a desempeñar el principal papel en tales situaciones. Así que, no sin querer, echó a andar con el señor Oriel. El señor Oriel, debe imaginarse, no era un párroco común y corriente, sino que tenía cualidades que le hacían adecuado para relacionarse con la hija de un conde. Y como se sabía que no estaba casado y que tenía ideas muy elevadas en esa cuestión relacionadas con su profesión, Lady Margaretta, como es natural, no tenía el menor impedimento para confiar en él.

Pero en cuanto se hubo alejado, el tono zumbón de la señorita Oriel cesó. Estaba muy bien tontear con un muchacho de veintiún años cuando había más personas presentes, pero podría ser peligroso si se encontraban a solas.

—Nada hay en esta tierra más envidiable que su situación, señor Gresham —dijo ella, muy seria y discretamente—. ¡Qué feliz debe de ser!

—¿Qué situación? ¿En que se ría de mí, señorita Oriel, por pretender comportarme como un hombre, cuando usted me toma por un muchacho? Puedo soportar que se rían de mí en general, pero no puedo decir que me haga sentir feliz que usted se ría de mí.

Era evidente que Frank tenía una opinión totalmente diferente a la de la señorita Oriel. La señorita Oriel, cuando se encontró tête a tête con él, pensó que ya era hora de dejar el coqueteo. En cambio, Frank creía que era el momento justo de empezarlo. Así que se puso a hablar y a mirar de un modo muy lánguido y a darse aires de Orlando[1].

—¡Oh, señor Gresham! Tan buenos amigos como usted y yo nos podemos reír el uno del otro, ¿no cree?

—Usted puede hacer lo que guste, señorita Oriel. Creo que siempre lo pueden hacer las muchachas bonitas, pero recuerde lo que la araña dijo a la mosca: «Lo que es deporte para ti, puede ser la muerte para mí».

—Cualquiera que mirara el rostro de Frank mientras decía esto, habría imaginado que tenía el corazón destrozado por la señorita Oriel. ¡Oh, amo Frank! ¡Amo Frank! Si actúa así estando las hojas verdes, ¿qué hará cuando estén secas?[2].

Mientras Frank Gresham se estaba portando como si le perteneciera el privilegio de enamorarse de rostros bonitos, como si fuera un joven labrador o gente corriente, no olvidaban sus grandes intereses esos ángeles de la guarda que tenían tanto interés en derramar sobre su cabeza toda clase de bendiciones.

Otra conversación había tenido lugar en los jardines de Greshamsbury, en la que no se había dicho ni nada ligero ni nada frívolo. La condesa, Lady Arabella y la señorita Gresham habían estado hablando de los asuntos de Greshamsbury y, poco después, se les había añadido Lady Amelia. Ninguna De Courcy era más sabia, más solemne, más prudente y más orgullosa que ella. El tono con que se refería a su nobleza era a veces demasiado incluso para su madre, y su devoción por los títulos era tal que se negaría a sentarse en el Cielo si no se le ofrecía la promesa de que sería en la cámara alta.

El primer asunto discutido había sido el futuro de Augusta. El señor Moffat había sido invitado a Courcy Castle y Augusta se había dirigido allí para encontrase con él, con la expresa intención por parte de la condesa de que se convirtieran en marido y mujer. La condesa se había cuidado de hacer inteligible a su cuñada y sobrina que, a pesar de que el señor Moffat sería ideal para una hija de Greshamsbury, no le permitirían poner los ojos en un vástago femenino de Courcy Castle.

—No es que personalmente nos desagrade —dijo Lady Amelia—, sino que el rango tiene sus inconvenientes, Augusta.

Como Lady Amelia estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta y aún se le dejaba andar

en virginal meditación, libre imaginación[3]

puede presumirse que en su caso el rango poseía graves inconvenientes.

A esto Augusta no tenía nada que objetar. Si era deseable o no para una De Courcy, el partido era para ella y no cabía duda acerca de la riqueza del hombre cuyo nombre iba a adoptar: había hecho el ofrecimiento, no a ella, sino a su tía; había dado el consentimiento, no ella, sino su tía. Si hubiera recapitulado todo lo que había pasado entre ella y el señor Moffat, habría descubierto que no había más que la conversación más corriente entre una pareja de baile. No obstante, iba a ser la señora Moffat. Todo lo que el señor Gresham sabía de él era que, cuando lo vio por primera y única vez, era exigente en extremo en materia de dinero. Había insistido en recibir diez mil libras con su esposa y, al final, rehusó seguir con el trato a menos que obtuviera seis mil libras. El pobre hacendado se comprometió a pagarle esta última suma.

El señor Moffat había sido uno o dos años diputado por Barchester. Todos los intereses De Courcy le habían ayudado en su visión de la antigua ciudad. Era un whig, claro. Partiendo de los días del pasado, no sólo Barchester había devuelto un miembro whig al Parlamento, sino que además se declaraba que, en las próximas elecciones, ahora cercanas, enviaría a un radical, un hombre sometido a la votación, a la economía en todos los aspectos, alguien que llevaría a cabo la política de Barchester con toda su virulencia abrupta, violenta y pestilente. Ese hombre era Scatcherd, un gran contratista ferroviario, nativo de Barchester, que había adquirido propiedades en la zona y que había logrado cierta popularidad ahí y en todos lados por la violencia de su oposición democrática a la aristocracia. De acuerdo con los principios políticos de este hombre, deberíamos reírnos como locos de los conservadores, pero también deberíamos odiar como bellacos a los whig.

El señor Moffat se dirigía ahora a Courcy Castle para velar por sus intereses electorales y la señorita Gresham iba a regresar con su tía para encontrarse con él. La condesa ansiaba que Frank las acompañara. Su gran doctrina, que él debía casarse por dinero, la había proclamado con autoridad y había sido recibida sin duda. Ahora iba más lejos y decía que no había tiempo que perder, que no sólo debía casarse por dinero, sino que debía hacerlo cuanto antes. La espera era peligrosa. Los Gresham —claro que sólo se refería a los miembros masculinos de la familia— eran ridículamente bondadosos. Nadie podía decir qué iba a pasar. Siempre estaba en Greshamsbury esa señorita Thorne.

Esto era más de lo que podía soportar Lady Arabella. Protestó alegando que no había la menor razón en suponer que Frank desgraciaría la familia. Aun así, la condesa insistía:

— Quizás no —dijo—, pero, cuando se permite relacionarse a gente joven de rango completamente diferente, no se puede decir qué peligro puede surgir. Todos sabemos que el anciano señor Bateson —padre del actual señor Bateson— se ha fugado con el ama de llaves y que el señor Everbeery, cerca de Taunton, se ha casado el otro día con una cocinera.

—Pero el señor Everbeery siempre estaba borracho, tía —dijo Augusta, sintiéndose invitada a hablar en defensa de su hermano.

—No importa, querida. Estas cosas pasan y son dignas de temer.

—¡Qué horrible! —exclamó Lady Amelia—. Mezclar la mejor sangre del país y allanar el camino a las revoluciones.

Esto era imponente, pero, no obstante, Augusta no pudo evitar sentir que quizás ella mezclaría la sangre de sus futuros hijos al casarse con el hijo de un sastre. Se consoló confiando en que, de cualquier modo, no allanaba el camino a ninguna revolución.

— Cuando se necesita mucho algo —dijo la condesa— nunca es demasiado pronto. Veamos, Arabella, yo no digo que vaya a pasar nada, pero sí que es una posibilidad: la señorita Dunstable viene a visitarnos la semana entrante. Todas sabemos que cuando el anciano Dunstable murió el año pasado, dejó más de doscientas mil libras a su hija.

—Es muchísimo dinero, en verdad —dijo Lady Arabella.

—Lo pagaría todo y mucho más —afirmó la condesa.

—Vendían pomadas, ¿verdad, tía? —preguntó Augusta.

—Creo que sí, querida. Algo llamado «ungüento del Líbano» o algo por el estilo. De lo que no hay duda es del dinero.

—¿Qué edad tiene ella, Rosina? —preguntó la ansiosa madre.

—Unos treinta, supongo. Pero no creo que eso signifique gran cosa.

—Treinta —dijo Lady Arabella, bastante lúgubre—. Y ¿cómo es? Me parece que a Frank le empiezan a gustar las chicas jóvenes y bonitas.

—Pero seguro, tía —dijo Lady Amelia— que, ahora que ha adquirido la discreción de un hombre, no rehusará considerar lo que debe a la familia. El señor Gresham de Greshamsbury tiene que mantener una posición.

El título De Courcy pronunciaba estas últimas palabras con el tono que emplearía un cura párroco al advertir a un joven granjero de que no debería ponerse a la misma altura que un labrador.

Al final se decidió que la condesa en persona transmitiría a Frank una invitación especial a Courcy Castle y que, en cuanto lo tuviera ahí, haría todo lo que estuviera en sus manos por impedir su regreso a Cambridge y acelerar el matrimonio con la señorita Dunstable.

—Una vez pensamos en la señorita Dunstable para Porlock —dijo con inocencia—, pero cuando averiguamos que no eran más de doscientas mil libras, desechamos la idea.

Las condiciones con que la sangre De Courcy podía permitirse mezclarse, debe suponerse que eran muy elevadas, verdaderamente.

Enviaron a Augusta a que buscara a su hermano y lo mandara al salón pequeño donde se hallaría la condesa. Ahí iba a tomar el té la condesa, aparte del mundo exterior, y ahí, sin interrupción, iba a impartir la gran lección a su sobrino.

Augusta encontró a su hermano y lo encontró en la peor de las compañías, al menos así lo habrían pensado las exigentes De Courcy. La mezcla de sangre del anciano señor Bateson y el ama de llaves, y del señor Eberbeery y la cocinera, además del camino allanado a la revolución, todo se presentó a la mente de Augusta cuando halló a su hermano andando sin más compañía que la de Mary Thorne; es más, andando muy cerca de ella.

Cómo se las había apañado para dejar a su antiguo amor y estar tan pronto con el nuevo, o, mejor, para dejar a su nuevo amor y estar con el antiguo, no nos detendremos a desentrañar. Si de verdad Lady Arabella hubiera sabido todo lo que había hecho su hijo al respecto, si se hubiera figurado lo muy cerca que andaba de la iniquidad del señor Bateson y de la locura del señor Everbeery, se habría apresurado a enviar a su hijo a Courcy Castle y a los brazos de la señorita Dunstable. Días antes del comienzo de nuestra historia, el joven Frank había jurado con juiciosa seriedad —en lo que pretendía fuera su mayor juiciosa seriedad, su mayor y sobria seriedad— que amaba a Mary Thorne con un amor que las palabras no alcanzaban expresar, con un amor que no podría morir, ni borrarse, ni disminuir, que no podría apagar la oposición por parte de los demás, que no podría rechazarse por parte de ella, que él podría, podía, debería y tendría por esposa a ella y que si ella le decía que no lo amaba, él...

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