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De la parte griega parece que, a pesar de ser criticada por encender la llama del odio a los judíos, se dieron facilidades para que cualquiera pudiera escoger o rechazar de su civilización lo que estimara conveniente. De la parte judía la secuencia histórica revela que el encuentro con el mundo helenístico tuvo una significativa repercusión cultural de duración multisecular, porque la civilización de Roma, heredera de la griega, prolongó el proceso. Al fin y al cabo, en opinión del historiador ruso Vasili Struve, el helenismo sirvió de «puente entre la Grecia clásica y el mundo romano del Imperio».

Por su parte, el británico Paul Johnson ofrece una peculiar versión del contacto entre griegos y judíos:

«En cierto sentido, la relación entre griegos y judíos en la Antigüedad se pareció a las relaciones entre los judíos y los alemanes durante el siglo XIX y principios del XX, aunque la comparación no debe exorbitarse. Griegos y judíos tenían muchos puntos en común ―por ejemplo, sus concepciones universalistas, el racionalismo y el empirismo, la conciencia del ordenamiento divino del cosmos, su sentido ético, el absorbente interés en el hombre mismo―, pero finalmente las diferencias, exacerbadas por los malentendidos, llegaron a ser más importantes.

«Tantos los judíos como los griegos afirmaban creer y pensaban que creían en la libertad, pero mientras para los griegos la libertad era un fin en sí mismo, alcanzado en la comunidad libre y autónoma que elegía sus propias leyes y sus dioses, para los judíos no era más que un medio, que impedía las interferencias en las obligaciones religiosas establecidas por mandato divino y que no podían ser modificadas por el hombre. Los judíos habrían podido reconciliarse con la cultura griega únicamente si se hubieran adueñado de ella; como en definitiva hicieron, en la forma del cristianismo. Por lo tanto, es importante comprender que la aparente rebelión judía contra Roma en el fondo era un choque entre las culturas judía y la griega.»

Las relaciones interurbanas crecieron durante los tolomeos. En ciudades cosmopolitas como Alejandría y Roma, empapadas de helenismo, los judíos mejor situados pronto se sintieron atraídos por las costumbres que llegaban de Grecia. A algunos se les concedió la ciudadanía griega y pronto se extendió el uso de nombres propios griegos. Pero la fascinación por lo helénico tuvo fuera de Judea manifestaciones culturales más significativas: afectó a la lengua, sustituyéndose progresivamente el uso del hebreo y del arameo por el griego, e influyó también en la filosofía e incluso en las prácticas religiosas sincréticas de algunos judíos, a pesar de la gran distancia que separaba helenismo y judaísmo.

Habría que calificar el proceso de verdadero intercambio, porque la diáspora helenizada difundió ideas judías. El mejor ejemplo es la traducción al griego de los textos bíblicos originales. Conocida como Septuaginta o Versión de los Setenta, según documentos de la época la traducción se hizo por petición del rey Tolomeo II (283-246 a.C.) al sumo sacerdote Eleazar, quien envió a Alejandría sabios capaces de realizar tan compleja tarea. La obra resultante, desigual, alterna textos literales y otros adaptados, y refleja una diversidad de estilos que es consecuencia del elevado número de personas que intervinieron en la traducción. Con todo la Versión de los Setenta tuvo gran utilidad, al convertirse en el libro empleado por las comunidades judías de la diáspora, que habían abandonado el hebreo como lengua ordinaria de comunicación. Más tarde, las primeras traducciones bíblicas de los cristianos se basaron en esa versión. Visto con perspectiva histórica, es indudable que los seguidores de Jesús reforzaron la aportación cultural judía a la herencia de la civilización griega.

A diferencia de lo que ocurría en la diáspora, Judea no vivió la helenización profunda que afectó a otras zonas y preservó con mayor pureza sus costumbres tradicionales. A ello contribuyeron tanto la lejanía de los principales núcleos de población griega como la concentración de judíos en esa zona. Pero quizá el factor decisivo fue, una vez más, la continuidad de las costumbres familiares. Aún así no faltaron conflictos entre miembros de las clases privilegiadas, proclives a helenizarse, y los hassidim («piadosos»), fieles a un judaísmo sin mezcla alguna.

Los problemas aumentaron cuando el rey seléucida Antíoco III venció a los Tolomeos, haciéndose con el control de Judea (200 a.C.). A pesar de que dos años después el nuevo monarca concedió a los judíos el privilegio de seguir obedeciendo la Ley de Moisés, se inició en Judea un rápido proceso de helenización. Más interesados en mostrar la verdadera sabiduría de Israel, anclada en el conocimiento y en el amor a Yahvé, que en disertar sobre cuestiones filosóficas y tópicos mitológicos en boga en tierras del Mediterráneo oriental, los escritos bíblicos de aquella época no reflejan bien la influencia griega.

En manera alguna supuso esto cerrarse a lo que de bueno había en otras civilizaciones, incluida la griega; con todo, los autores del texto bíblico continuaron trazando un camino original, no recorrido hasta entonces pero ya iniciado por los redactores anteriores de las Escrituras Sagradas. Uno de esos mensajes de fondo de los textos sapienciales revelaba que, sin distorsiones en el proceso cognitivo, cualquier objeto o sujeto de los sentidos, de la inteligencia y de la voluntad, enriquece al ser humano y le acerca a Dios; también que sólo la fe en Yahvé permite un conocimiento verdaderamente profundo.

Con todo, la influencia cultural griega se prolongó más allá del período helenístico (332 a.C.-167 a.C.). De esa época datan, precisamente, algunos de los libros reconocidos como inspirados por Dios por los judíos y los cristianos y otros como los deuterocanónicos ―a los que aludiremos en el próximo volumen― solo incluidos, según los casos, en los cánones de libros sagrados de la Iglesia católica, las iglesias cristianas ortodoxas y la Iglesia copta: del siglo III a.C. son el Eclesiastés, el Eclesiástico, Ester, parte de Proverbios y quizá algunos Salmos, así como el libro de Enoc; del siglo II a.C. son Daniel y los libros I y II de los Macabeos; y del siglo I a.C. Judit y Sabiduría.

Más apegados al curso superficial de los acontecimientos que al plano sobrenatural, excavaciones arqueológicas y hallazgos imprevistos de documentos, cartas, dibujos, monedas y otros materiales prueban que la cultura griega se extendió por Judea. Según el historiador francés Pierre Vidal-Naquet, tales descubrimientos constituyen huellas menores de cambios más profundos que afectaron principalmente a los grupos sociales más pudientes de la sociedad judía, porque «el modo de vida griego y las construcciones que implicaba, desde el teatro al gimnasio, costaban mucho dinero». Vidal-Naquet recurre a la comparación con ejemplos coetáneos para facilitar la comprensión de aquel proceso histórico:

«¿Es, pues, así, acumulando este tipo de detalles, como hay que plantear el problema de la aculturación? Creemos que no. Evidentemente, el desafío griego no se dio a conocer en un día pero fue total. Hay que comprender que lo que estaba en juego era un modo de vida tan afirmado frente a los pueblos conquistados, como pueda estarlo hoy en día el modo de vida occidental frente a los pueblos del Tercer Mundo.

«El ágora, la palestra, las instituciones efébicas, las plazas y las calles con pórticos, la decoración escultórica y las tumbas monumentales desempeñaban en aquel momento, ante una fracción de la población sometida, el mismo papel que hoy juegan los blue-jeans, el rascacielos, el tocadiscos o el drugstore. Constituyen aquello por lo que el vencedor es vencedor, el símbolo de su superioridad. Esto es lo que expresa un célebre pasaje del libro I de los Macabeos (I, 11-15): “Salieron de Israel por aquellos días hijos inicuos, que persuadieron al pueblo diciéndole: ‘Ea, hagamos alianza con las naciones vecinas, pues desde que nos separamos de ellas nos han sobrevenido tantos males’; y a muchos les parecieron bien semejantes discursos. Algunos del pueblo se ofrecieron a ir al rey, el cual les dio facultad para seguir las instituciones de los gentiles. En virtud de esto, levantaron en Jerusalén un gimnasio, conforme a los usos paganos; se restituyeron los prepucios, abandonaron la alianza santa, haciendo causa común con los gentiles, y se vendieron al mal.”

«El texto no distingue ―y no quiere distinguir― entre los que abandonaron el judaísmo, que los hubo ciertamente, y los que intentaban modificarlo acomodándolo al helenismo, tal como el sumo sacerdote Josué (Jasón), quien “hasta bajo la misma acrópolis se atrevió a erigir el gimnasio, obligando a educar allí a los jóvenes más nobles” (II Macabeo, IV, 12). Si los primeros se convirtieron en griegos, fueron los segundos los que se convirtieron en personajes desdoblados.»

La intensidad de la helenización en Judea agudizó la enemistad entre los judíos helenizantes y los hassidim. A este último grupo pertenecía Jesús Ben Sirá, autor del Sirácida o Eclesiástico. La obra, redactada en hebreo y aceptada oficialmente como parte integrante de la Biblia cristiana, no está sin embargo en el canon judío, a pesar de citarse repetidas veces por muchos rabinos y de haberse encontrado fragmentos de la misma en Qumrán y en otros lugares. En su escrito, Ben Sirá opone a la helenización la fuerza de la historia de Israel, la tradición judía y toda la verdad que encierra. La auténtica sabiduría, asegura el Eclesiástico, «viene del Señor» e Israel es precisamente la «porción del Señor» a quien ha tratado como a su «primogénito» y ha dado esa sabiduría.

Tras Antíoco III reinó su hijo Seleuco IV, sucedido por su hermano Antíoco IV, también llamado Epífanes. Muy interesado en helenizar sus dominios, el rey contó con apoyos entre los propios judíos. Así, para conseguir sus planes el sumo sacerdote Onías III fue depuesto y sustituido por su hermano Jasón, partidario de la asimilación cultural, que pronto dio órdenes para acelerar la helenización de Jerusalén. Parecido esfuerzo puso después Menelao, que suplantó a Jasón en el sumo sacerdocio al prometer al rey mayores tributos.

El gobierno de Menelao fue muy duro. Durante su mandato Jasón intentó hacerse con la ciudad, provocando la cruel intervención de las tropas de Antíoco, que condujo a un considerable exilio de población. Meses después, ya en el año 167, se dictaron órdenes encaminadas a la unificación cultural. A ellas se opuso Judá porque entrañaban el establecimiento de cultos paganos. La represión fue intensa y por eso, como afirma Soggin, «la política de Antíoco IV hacia sus súbditos de religión hebrea se ha convertido en ejemplo de persecución religiosa en la Antigüedad». Como resultado de la violenta presión muchos judíos claudicaron de su fe. Muchos otros, sin embargo, no lo hicieron.

Entre los que rechazaron las exigencias religiosas idólatras que querían imponerse con el helenismo el texto menciona a quienes prefirieron morir antes que traicionar su fe. Tampoco faltaron los que optaron por oponerse abiertamente a lo que estaba ocurriendo en Judea: se originó así una revuelta, apoyada por grupos de hassidim, capitaneada por el sacerdote Matatías y sus hijos. A la muerte del padre, uno de ellos, Judas, apodado Macabeo («el martillo»), inició una nueva dinastía (164-37 a.C.), aunque no adoptó el título de rey. Para ello tuvo que hacerse con el gobierno del país, logrando la mayor independencia posible frente a las potencias exteriores y la seguridad de conservar la pureza de la fe. La alianza con las cada vez más poderosas autoridades romanas facilitó esta situación. Muchos historiadores comparten las conclusiones alcanzadas por la historiadora belga Claire Préaux en su libro dedicado al mundo helenístico:

«Los judíos se sabían y se querían diferentes. Su ley les separaba de los demás hombres. En el mundo helenístico, los modelos de promoción habían sido heredados de la ciudad griega y era la cultura griega la que cualificaba a un hombre para esa promoción. El problema se resume, pues, de esta manera: ¿Cómo seguir siendo judío y, al mismo tiempo, un hombre moderno? Las tensiones se hicieron cada vez más fuertes entre los ortodoxos y los partidarios de la modernización, agravadas muy pronto por la brutal intervención de Antíoco IV. La victoria de los ortodoxos, los Hassidim, fieles intérpretes de las Escrituras, preservó la religión judía y, con ella, la conciencia entre los judíos de la especificidad de su raza. La persecución cimentó una fuerte cohesión de grupo; la victoria puso de relieve una causa aprobada por Dios y la esperanza de salvación. Marcó definitivamente al pueblo judío.»

Si bien los libros de los Macabeos contienen abundantes datos de lo ocurrido a comienzos de esta etapa, la información más completa aparece en los escritos del historiador Flavio Josefo, matizada y ampliada con material arqueológico y varios textos, como los encontrados en algunos manuscritos del mar Muerto. Los esenios, autores de estos escritos, empezaron a distinguirse del resto de hassidim cuando decidieron marchar al desierto para escapar de la helenización que querían imponer los Seléucidas.

Se piensa que los hassidim, también llamados “asideos” o “jasideos”, dieron origen a dos destacados grupos judíos, los fariseos y los esenios, aparecidos durante la etapa de gobierno de los Macabeos. Los fariseos, estudiosos de las Escrituras y excesivamente minuciosos en su interpretación, se opondrán a todo intento de helenización. Por su parte, los esenios procuraban vivir con rigor los preceptos del judaísmo; una escisión de este grupo formó una secta no numerosa y terminó retirándose a Qumrán.

En el siglo II a.C. se constituye también, sin relación alguna con las comunidades anteriores e incluso en clara oposición a los fariseos, la secta político-religiosa de los saduceos. La mayoría de ellos pertenecía a la aristocracia sacerdotal y sí se sintieron atraídos por el helenismo.

Flavio Josefo ofrece una descripción de los tres grandes grupos en su obra Guerra de los judíos, II, 7.

Tras los gobiernos de Judas Macabeo y de Jonatán su hermano Simón pasó a dirigir en Judea la oposición al helenismo. Los primeros Macabeos ―denominados Asmoneos a partir de Simón― adoptaron los títulos de sumo sacerdote, etnarca y jefe y emplearon sus fuerzas en una exitosa política de expansión. Sin embargo, con Juan Hircano I comenzó a producirse un alejamiento entre los gobernantes y el pueblo: al rechazo a una vida en permanente estado de guerra se unió la oposición a la creciente influencia del helenismo, que introdujo costumbres ajenas a la tradición. Lejos ya el anhelo de los primeros Macabeos por conservar la integridad de la fe, los fariseos, continuadores de los hassidim, rompieron con Juan Hircano I.

Su hijo Aristóbulo fue el primero de la dinastía en adoptar el título de rey, sin abandonar el de sumo sacerdote. Pronto le sucedió su hermano Alejandro Janeo (103-76 a.C.), que tuvo constantes conflictos con los fariseos y aprovechó cualquier oportunidad para expulsarles, encarcelarles o asesinarles. Sí obtuvo en cambio éxito en el exterior, alcanzando la máxima expansión territorial de la dinastía: además de Judea, el reino de los Asmoneos se extendió a Samaria y Galilea al norte, Idumea al sur y algunas franjas de terreno en la costa mediterránea y en Transjordania. A su muerte el trono pasó a su viuda Alejandra (76-67 a.C.) y el sumo sacerdocio a su hijo Hircano, de carácter apocado. Durante su reinado Alejandra cambió radicalmente la política interna de su marido y contentó a los fariseos, cediéndoles buena parte del poder; también consiguió un período de paz del que estaban muy necesitados los judíos de esas tierras.

Los problemas volvieron cuando, muerta Alejandra, Aristóbulo II (67-63 a.C.) arrebató el poder a su hermano Hircano II. Este, animado por el rey de los nabateos, intentó recuperar el trono. Durante varios años se sucedieron las luchas entre los hermanos y los aliados de uno y otro. El 63 a.C. el asunto se sometió al juicio de Pompeyo, el general romano que meses antes había terminado con el reino seleúcida y convertido a Siria en provincia de Roma. Aristóbulo, temiendo que la decisión le fuera contraria, opuso resistencia hasta que Pompeyo entró con sus tropas en Jerusalén. Judea quedó reducida en tamaño y los territorios que dependían de ella pasaron a jurisdicción del gobernador de la provincia romana de Siria. A falta del título de rey, el débil Hircano tuvo que conformarse con el nombramiento de sumo sacerdote (63-40 a.C.) y etnarca, siempre en dependencia política de las decisiones de Roma.

II. Súbditos de Roma y Babilonia

Dificultades para adaptarse

Tras la toma de Jerusalén por Pompeyo (63 a.C.) y durante cerca de 700 años el antiguo reino de Judea se vio sometido, de modo directo o indirecto y con espacios intermedios, a la férula romana (durante la segunda mitad del período dependiendo de Bizancio, el imperio Romano Oriental). El propio Pompeyo proclamó a Judea provincia romana. ¿Cómo conocer aquellos tiempos? Aunque abundó la historiografía judía de época romana, se ha perdido la mayor parte. Por ello hemos de contentarnos con fragmentos de Herodes, Judas y Aristón de Pela, con los relatos más completos de Filón de Alejandría (Contra Flaco, Embajada a Cayo y Sobre la vida contemplativa) y, principalmente, con las detalladas narraciones y argumentos de Flavio Josefo (Guerra de los judíos y Contra Apión). Junto con los restos arqueológicos y ciertos documentos de gobierno, complementan esas fuentes los testimonios de algunos escritores romanos, diversos textos apócrifos y rabínicos, los libros del Nuevo Testamento y otros manuscritos cristianos.

Por estas fuentes específicas y otras generales sabemos que, con mayor o menor grado de voluntariedad, casi todos los pueblos mediterráneos de la Antigüedad acabaron aceptando someterse a las directrices de Roma. Pero también sabemos que dos pueblos orientales, los partos del este del mar Caspio y los judíos, convirtieron su libertad en objetivo principal. Judea aglutinaba buena parte de la población judía, aunque había comunidades hebreas dispersas por el Imperio, agrupadas principalmente en núcleos urbanos de las distintas provincias: Egipto (Alejandría), Siria (Antioquia), Cirene (Cirene), así como en Asia Menor (Mileto, Éfeso), en Grecia (Atenas, Corinto, Tesalónica, Filipo) y hasta en la propia Roma. Los judíos residentes en las ciudades costeras de Judea, como los de la diáspora, aceptaban mejor que los del interior las nuevas corrientes culturales. De todos modos el secular pacto con Yahvé, a flor de piel en casi todos, singularizó a la mayoría de los judíos y provocó a Roma muchas más dificultades de las inicialmente previstas.

Acostumbrados al politeísmo y a servirse de los dioses, las creencias de los romanos divergían por completo del monoteísmo judío. Aun así algún autor ha encontrado coincidencias entre la piedad de los romanos, para quienes como afirma el historiador ruso Kovaliov «todo desembocaba en el cumplimiento formal de algunos ritos», y la de uno de los grupos en que, como veremos, se dividían los judíos. Con su peculiar estilo, el famoso historiador decimonónico alemán Theodor Mommsen comparó el formalismo de los fariseos (el Talmud, recopilación de la tradición oral del fariseísmo, se escribió entre los siglos III d.C. y VI d.C.) con la religiosidad predominante entre los romanos, hinchada de ritualismo:

«El teologismo, hijo bastardo de la razón y de la fe, comenzaba ya a hacer su papel; ya había inventado sus sutilezas y sus monsergas. Combatiendo las rectas creencias, arruina además su espíritu. La lista de privilegios y deberes de un sacerdote de Júpiter estaría perfectamente colocada en el Talmud. Es regla general que a los dioses sólo agrada el sacrificio puntual y sin falta; pero, tan lejos se llevó la solicitud, que se repitió con frecuencia hasta treinta veces una ceremonia en la que se había cometido una insignificante irregularidad. En los juegos, que son también obra del culto, si el magistrado director se equivoca o comete un olvido, o si la música hace una pausa fuera de tiempo, todo es nulo; es necesario volver a comenzar seis y hasta siete veces la ceremonia. Sus propios excesos hielan y paralizan la conciencia; la invaden y se apoderan de ella la indiferencia y la incredulidad.»

A pesar de las posibles coincidencias prácticas de algunos, las radicales discrepancias religiosas, el afán de dominio de unos y el ansia de independencia de otros impidieron la fusión de judíos y romanos. Se relacionaron, pero manteniéndose tan separados como el aceite y el agua. Como aseguró el historiador francés Paul Petit, «los romanos no supieron nunca cómo tratar a aquel pueblo tan diferente de los demás, cuyo nacionalismo religioso exacerbaba aún más el apego a la libertad».

Si Pompeyo no se dio cuenta de esto al menos César, su gran oponente, percibió la existencia de ciertas «peculiaridades» judías; y así lo demostró con su política en Judea. En el 47 a.C. César reeligió «etnarca» (representante del pueblo) a Hircano (63-40 a.C.) confirmándole derechos inherentes, según la ley judía, al sumo sacerdote. De esta manera, el dictador romano premió la confianza que Hircano le había demostrado al convencer a los judíos egipcios para apoyar a César en su lucha contra Tolomeo, rey de Egipto.

Para los judíos, sin embargo, la decisión más trascendente de César fue otorgarles «la jurisdicción sobre sus propios asuntos», en palabras del mencionado historiador Emil Schürer. Esta importantísima concesión, mantenida en lo principal por sus sucesores, posibilitó que a pesar de las dificultades el pueblo judío viviera conforme a su identidad en Oriente Próximo y en otras comunidades mediterráneas. Como gobernador de Judea, César nombró a Antípatro, aliado interesado de Hircano y hasta entonces representante máximo de Roma en Idumea. Gracias al control efectivo del poder por Antípatro sus hijos Herodes y Fasael alcanzaron la máxima autoridad política en Galilea y Jerusalén, respectivamente.

Antígono II fue el último Asmoneo que oficialmente reinó en Judea (40-37 a.C.). Este breve paréntesis contrario a los deseos de Roma se debió a la ayuda de los partos, tribu persa hostil al dominio romano que acababa de ocupar Siria. Tras saquear Judea, los partos apresaron a Hircano II e hicieron rey a su sobrino. Fasael se suicidó y su hermano Herodes huyó a la ciudad árabe de Petra. Pero el mandato de Antígono acabó pronto, al expulsarse de Siria a los partos, y Herodes consiguió entonces del senado de Roma el título de rey de Judea (40 a.C.). Las tropas romanas, tras rechazar el intento parto de invadir Siria por segunda vez (38 a.C.), prestaron a Herodes una ayuda decisiva en su victoria sobre el ejército de Antígono (37 a.C.). El monarca derrotado sufrió la pena capital, ordenada por el cónsul romano Marco Antonio y de acuerdo con los intereses del nuevo rey de Judea. Herodes había conquistado el poder tras una gran matanza de judíos y se disponía a gobernar un pueblo que le odiaba.

Herodes el Grande (37-4 a.C.) no era judío pero sí lo suficientemente inteligente para comprender que debía hacer ciertas concesiones. Por eso, según el historiador británico Nicholas de Lange, Herodes combinó durante su reinado el respeto aprovechado y parcial de las tradiciones judías en Judea con el perfil de «típico gobernante helénico filorromano» en Idumea, Perea, Samaria, Galilea, Galaunítide, Auranítide, Batanea y Traconítide, donde también reinó. La crueldad de Herodes hacia los súbditos que, a su juicio, podían perjudicarle en sus ambiciosos objetivos no le impidió buscar por todos los medios el favor de Roma. Ese pragmatismo político le llevó a tratar con primor a sus superiores romanos. Gracias a ello tras suicidarse Marco Antonio y su esposa Cleopatra (30 a.C.) obtuvo igualmente la confianza del nuevo emperador Octavio.

Para mantener su privilegiada situación Herodes siguió con fidelidad la política del César, aportó tropas en campañas imperiales y procuró contentarle dedicándole templos y fundando ciudades en su honor: por ejemplo Cesarea marítima y Sebaste, nombre que recibió Samaria tras su reconstrucción. Esta habilidad proporcionó beneficios que, durante años, impulsaron el crecimiento económico de su jurisdicción. La propia evolución de Herodes, arrepentido de haber ordenado injustamente la muerte de su esposa Miriam, le hizo volcarse en la mejora de sus territorios y en el embellecimiento de la capital de Judea. Los pesados impuestos generaron recursos suficientes para las numerosas construcciones que se levantaron en sus dominios. Las poblaciones se llenaron de templos, fortalezas, teatros, anfiteatros e hipódromos. Entre las nuevas edificaciones destacaron el palacio de Jerusalén y sobre todo su gran templo, tercero en la historia de la ciudad y su mayor tesoro y fuente de prestigio. Flavio Josefo dedica muchas líneas a su descripción.

Como la fama de tan grandes construcciones trascendió a otras zonas, la población de Judea se benefició de la llegada de gentes de fuera. Gracias a ello aumentó la riqueza de esas tierras, que se abrieron a corrientes culturales que influyeron en cambios externos como la forma de vestir, mientras los ámbitos familiar y cultual conservaron celosamente las raíces de los antepasados. El «orgullo de la sangre» favoreció la guarda de su «pureza», impulso de orígenes religiosos que se tradujo en consecuencias sociales.

Tampoco el judaísmo de aquellos tiempos era monolítico, pues se distinguían cuatro sectas: fariseos, saduceos, esenios y zelotas. Los primeros, como vimos, procedían del grupo ortodoxo de los hassidim. Eran laicos, algunos de piedad sincera pero otros intransigentes y partidarios de aplicar la Torá hasta los más mínimos detalles de la vida, interpretando escrupulosamente los preceptos de la ley. Los saduceos formaban un grupo muy distinto, de casta sacerdotal y acomodada situación económica; sus discrepancias más profundas con los fariseos resultaban de interpretar de forma acomodaticia la Torá, hasta negar la existencia de una vida eterna para el alma humana. Pensando así, no resulta extraña la facilidad de los saduceos para contemporizar con los invasores romanos.

Los esenios constituían una secta desde el siglo II a.C. Piadosos y caritativos, vivían el celibato y, gracias al estudio, destacaban por su sólida formación religiosa. Cada esenio trabajaba en su profesión y todos compartían sus bienes. Los zelotas procedían de una escisión de los fariseos y defendían la obediencia exclusiva a Dios quien, a su parecer, acabaría instaurando un reino terrestre. Tales ideas tenían consecuencias políticas inmediatas porque su nacionalismo radical les impulsaba de continuo a enfrentarse a Roma.

Todos estos grupos religiosos ejercieron cierta influencia social. Entre ellos se distinguieron los fariseos, siempre reivindicando reformas políticas. Por lo demás, su presencia bastaba para hacerse notar: aunque desconocemos su número exacto, se sabe que más de 6.000 fariseos se opusieron a jurar lealtad a Herodes; una cantidad ya de por sí significativa a la que habría que sumar los simpatizantes, que eran muchos más. De todos modos, había dos escuelas fariseas principales. Shamai encabezaba la más rigorista, opuesta a la presencia romana por considerarla una amenaza para el culto de Israel. Por eso intervinieron en la revuelta antirromana del 66 d.C. Frente a la anterior Hillel dirigía la corriente más pragmática, dispuesta a sacar el máximo provecho de una situación que a nadie parecía ideal. Cuando el 70 d.C. tropas romanas destruyeron el templo de Jerusalén, el triunfo de la moderación postulada por Hillel posibilitó adaptarse a nuevas circunstancias, que difícilmente hubieran aceptado los partidarios de esquemas rígidos.

A pesar de tanta variedad, estos grupos religiosos sólo constituían una pequeña parte de la población. Unos más que otros, los judíos llevaban una vida piadosa y, al menos, acudían al templo en los tiempos prescritos. La mayoría, sin embargo, carecía de formación suficiente (y probablemente también de interés) para liarse en complicadas disquisiciones teológicas. Además, no eran necesarias para rezar. Las grandes especulaciones interesaban a pocos porque había que comer y conseguirlo exigía dedicar tiempo a tareas más «vulgares».

Muerto Herodes el Grande algunos de sus hijos se repartieron el gobierno de los territorios: Herodes Antipas (4 a.C.-39 d.C.), de carácter parecido a su padre, obtuvo Perea y la fértil Galilea, separadas por la pequeña franja de la Decápolis; Filipo II (4 a.C.-33/34 d.C.), pacífico y amante de grandes obras, recibió en herencia Gaulanítide, Auranítide, Batanea, Traconítide y el distrito de Panias que, a su muerte, se incorporaron a la provincia romana de Siria; las regiones de Judea, Idumea y Samaria quedaron bajo el gobierno del cruel Arquelao (4 a.C.-6 d.C.). Poco tiempo disfrutó este hombre de su poder, nombrado etnarca por el emperador. Pero el plazo fue suficiente para ordenar una gran matanza de los judíos que, reunidos por Pascua en Jerusalén, clamaban por la reducción de impuestos y otras reformas políticas. Finalmente el emperador depuso a Arquelao, enviándole al exilio.

A partir de ese momento la situación administrativa de Judea cambió, incorporándose en la provincia de Siria. Su gobierno quedó en manos de un «prefecto» nombrado por Roma que, en ciertas cuestiones, gozó de autonomía respecto al máximo representante imperial en Siria. Este sistema se prolongó durante dos períodos (6-41 y 44-70), aunque en el segundo los dignatarios romanos ostentaron el título de «procurador» y no el de «prefecto».

Entre una y otra etapa y por deseo del emperador Claudio, Herodes Agripa I, que gracias a Calígula gobernaba las antiguas posesiones de su difunto tío Filipo II, reinó también sobre Judea, Idumea y Samaria. Tras su fallecimiento (44) no le sucedió su hijo, pues los territorios volvieron a depender de un funcionario imperial que extendió sus poderes a Galilea y Perea. Como veremos, todo resultó siendo un fracaso. La incapacidad y la arbitrariedad de la mayoría de los delegados de Roma irritaron cada vez más al pueblo judío, que acabó alzándose con violencia contra el poder que se les impuso a la fuerza.

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9788415930204
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