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Se reforzaba así la unidad. Las victorias militares de las huestes dirigidas por David posibilitaron la ampliación de los enclaves controlados por los israelitas que, probablemente, ocuparon bajo su reinado ciudades cananeas como Meguiddo y Tanak. De hecho, en vida de su sucesor Salomón, rey pacífico, ambas poblaciones aparecen en la Biblia integradas en Israel. La debilidad que entonces sufrían los imperios principales ―excepto los fenicios, dedicados a sus actividades comerciales― facilitó la derrota de pequeños reinos enclavados en Moab, Soba, Edom y Amón, que fueron sometidos a vasallaje. La gloria alcanzada durante el reinado de David nunca se olvidó.

«Sería exagerado querer aproximar el reino de David a los Imperios de Babilonia, Asiria, o de los hititas, o de Egipto; en comparación con ellos no aparece sino como un importante principado. Sin embargo entre los pueblos cuantitativamente menores fue ciertamente un gran reino; como también fue sin duda el más extenso y el más fuerte que Israel tuvo a lo largo de toda su historia, superior ciertamente por su potencia intrínseca al subsiguiente de Salomón, cuya celebrada magnificencia no fue más que la exhibición externa de lo que David había creado en el interior.»

El reinado de Salomón (970-931 a.C.), hijo de David, fue apreciado por las generaciones posteriores y considerado una etapa de apogeo y un modelo a imitar. La buena situación heredada y el cumplimiento de las instrucciones paternas ―incluyendo medidas disciplinarias como la ejecución― permitieron a Salomón afianzarse en el trono sin grandes dificultades. Salomón aparece también como predilecto de Dios, de quien recibió el don de sabiduría y muchas riquezas.

Los años de Salomón fueron una época de paz, en la que diplomacia y alianzas con naciones vecinas sustituyeron a la guerra. Como el reino israelita no era una gran potencia económica y cultural, asumió mucho de su alrededor: quizá en este sentido pueden entenderse esas «inferioridades» de que habla el historiador francés Fernand Braudel en su libro Memorias del Mediterráneo. Con todo, es bueno copiar lo bueno de otros; sin embargo, mantuvo su originalidad la especial relación entre Yahvé e Israel.

Gracias a la prosperidad económica, la actividad constructora alcanzó su cima con Salomón. Aunque representaron una pesada carga financiera para el país, dividido entonces en doce distritos, se levantaron dos grandes edificios: el palacio real y el grandioso templo de Jerusalén, nueva morada de Yahvé y orgullo nacional. Del Santo de los Santos, espacio ubicado en su interior, dice la Biblia en referencia a Salomón:

«Revistió los muros interiores del templo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas del techo; revistió de madera el interior y el suelo con planchas de ciprés. Recubrió los veinte codos del fondo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas, formando así en el interior el santuario, el Santo de los Santos.

«El templo, es decir, la nave delante del santuario medía cuarenta codos. El cedro del interior presentaba bajorrelieves de calabazas y capullos abiertos; todo era de cedro, no se veía la piedra. Dispuso el santuario al fondo del templo, colocando allí el arca de la alianza de Yahvé. El santuario medía veinte codos de largo, veinte de ancho y veinte de alto. Lo revistió de oro fino y alzó, delante del santuario, un altar de cedro, recubierto de oro. Revistió de oro la totalidad del templo, de arriba abajo.»

A Salomón le sucedió su hijo Roboán, poco habilidoso con las diez tribus del norte, que en Siquén le exigieron reducir los trabajos e impuestos de su padre. La negativa de Roboán, dócil a los consejos más rigurosos que recibió, fue la excusa que produjo la división del reino en dos, al rechazar esas tribus del norte la dinastía de David. El incidente no fue resultado de un fenómeno ocasional, ni la consecuencia de una simple protesta puntual. Diferencias geográficas y culturales contribuyeron a la fragmentación. Israel, más grande pero más inestable, fue también denominado reino del norte por contraste con Judá, situado al sur. En poco tiempo esa división política aumentó las diferencias religiosas.

Jeroboán, rebelde que había desempeñado funciones de jefe de los cargadores de la casa de José, fue nombrado hacia el 930 a.C. primer monarca del reino del norte, el Israel independiente. Roboán quedó rigiendo en el sur, sobre la tribu de Judá ―que desde tiempos de David parece haber absorbido a los escasos descendientes de Simeón, hijo de Jacob― y la mayor parte del territorio de la tribu de Benjamín. La fijación de fronteras y otras rivalidades provocaron luchas constantes entre Israel y Judá. En uno y otro reino los profetas se encargaron de recordar la necesidad de permanecer fieles a la alianza con Yahvé, así como el cumplimiento futuro de las promesas divinas. Pero la profunda herida de la división de ambos reinos no fue ya subsanada.

Tras escoger temporalmente las ciudades de Siquem y Penuel, Jeroboán fijó en Tirsá la capital de Israel. Pero el cambio de mayor trascendencia fue religioso: no sólo prohibió la peregrinación a Jerusalén que sus súbditos hacían para celebrar determinadas fiestas, sino que dio la espalda al culto a Yahvé. En su lugar hizo de dos becerros de oro nuevos dioses, custodiándolos en los santuarios reales de Betel y Dan, al norte y sur de sus dominios.

La inestabilidad política interna del reino del norte fue casi constante y hubo largos años de sometimiento a las monarquías colindantes. Omrí, fundador de una dinastía que se mantuvo varias décadas en el poder (885-841 a.C.), mandó construir la ciudad de Samaria y allí trasladó la capital. A la casa omrida le sucedió la dinastía de Yehú (841-748 a.C.) cuyos reyes se enfrentaron a los arameos, a quienes vencieron tras derrotas que recortaron ampliamente el territorio. Su triunfo sobre Judá permitió además la posesión temporal de Jerusalén. Jeroboán II (784-744 a.C.) fue el monarca más prestigioso del reino norte de Israel: aprovechando la difícil situación interna de los sirios y el desinterés que por la zona los asirios mostraban entonces, sus tropas reconquistaron las tierras que se habían perdido. Pero al final de su largo gobierno Israel comenzó a debilitarse y así continuó con sus sucesores.

La complicada situación del reino israelita del norte quedó patente cuando el monarca asirio Tiglatpileser III (745-727 a.C.) atacó Siria, Transjordania y Galilea, de donde marchó con 3.000 prisioneros tras hacer tributario al nuevo territorio dependiente. En su intento por desprenderse del dominio asirio, Israel pidió incluso la ayuda de Egipto. A pesar de ello el rey asirio Salmanasar V (726-722 a.C.) extendió la presión a Samaria. Siguió la estrategia su sucesor Sargón II que, finalmente, conquistó Samaria y apresó a cerca de 30.000 personas (721 a.C.). Desde entonces, Samaria se convirtió en centro de la nueva provincia asiria.

Para evitar sublevaciones se decidió dispersar por otras zonas del Imperio asirio a buena parte de la población de Israel, mezclándose los que permanecieron con los nuevos colonos llegados de Babilonia y otras zonas orientales. Esa unión originó con el tiempo las prácticas sincretistas de los samaritanos, devotos del Dios de Israel y también de los dioses babilónicos. Creyentes sólo en los libros del Pentateuco, los samaritanos se ganaron progresivamente la enemistad y el desprecio de los israelitas del sur, que se mantuvieron sin mezcla étnica y conservaron y desarrollaron lo que consideraban doctrina y ritos auténticos. Respecto a los exiliados del reino del norte que se dispersaron por tierras orientales hay judíos que siguen confiando en que el Mesías hará retornar a su patria a los miembros de esas «diez Tribus perdidas» de Israel.

Otra fue la historia de Judá, el reino del sur con capital en Jerusalén. Aunque no alcanzó la relevancia política que a veces consiguió su vecino del norte, Judá mantuvo su independencia un siglo y medio más que aquél. Los monarcas se sucedieron, superando a veces intrigas internas y a menudo asechanzas externas. Para evitar caer en manos asirias, Ajaz de Judá sometió su reino al vasallaje del gran Imperio oriental. Huyendo de los conquistadores llegaron entonces israelitas para instalarse en Jerusalén y en otras ciudades y aldeas de Judá. De este modo, la coyuntura histórica contribuyó a unir algunas tradiciones culturales distintas formadas durante la división política. En adelante, en los textos bíblicos ganó fuerza la tendencia a designar «Israel» a los dos grupos de culto yahvista, tanto del reino de Judá, aún existente, como del desaparecido reino de Israel.

Ajaz de Judá fue sucedido por su hijo Ezequías (719-699 a.C.), cuya política de distanciamiento de los asirios y amistad con Egipto provocó la invasión de Judá por orden del asirio Senaquerib (701 a.C.), que llegó a cercar Jerusalén con su ejército. La ayuda divina a los hebreos impidió su entrada y condujo finalmente a la derrota del monarca asirio. Ezequías es también recordado por las medidas que adoptó para purificar las idolatrías consumadas en Judá. Sin embargo la principal reforma religiosa fue realizada por el rey Josías (640-609 a.C.), que aprovechó la decadencia asiria y el hallazgo de textos sagrados para poner en práctica su plan de destrucción de ídolos, vuelta al monoteísmo y alianza con Yahvé, centralizando de nuevo el culto en Jerusalén.

Durante estos años se asiste a un relevo en el gobierno de las potencias orientales. El Imperio asirio nuevo alcanzó su máxima expansión con Asarhadon (680-669 a.C.), pero se encontraba en plena decadencia. Y mientras los pueblos vasallos aprovechaban las disputas internas para recobrar poderes perdidos y dejar de tributar, caldeos (pueblo de probable origen arameo establecido en Babilonia) y medos se aliaron para conquistar a los asirios las principales ciudades babilónicas. Una dinastía caldea sustituyó entonces a la asiria, fundándose el Imperio neobabilónico (625-539 a.C.), cuya expansión incluyó al reino de Judá, que sucumbió ante las tropas del rey Nabuconodosor (587 a.C.).

El templo que Salomón mandó construir en Jerusalén, orgullo de la capital, y otros edificios de la ciudad fueron destruidos. Dio comienzo entonces una masiva deportación de hebreos a Babilonia, huyendo otros a Egipto. Pero el exilio ―que pudo afectar a veinte mil personas― no sólo no mermó el apego a su identidad nacional en la mayoría de los deportados, sino que en muchos sentidos la reforzó. En palabras del editor Mario Muchnik, «en Babilonia los judíos aprendimos a ser judíos».

El escritor norteamericano Howard Fast también ha subrayado la huella que dejaron esas décadas:

«Durante aquellos [...] años en Babilonia, surgió el judío moderno o, más bien, comenzó a surgir. Se establecieron patrones que han durado hasta nuestros días y que podrían perdurar durante muchas generaciones venideras, incluidos esos dos peculiares conceptos judíos: golá, que en castellano significa “exilio”, y aliyá, una palabra hebrea que originalmente significaba “ascensión”, o la subida al monte de Dios, y que en Babilonia, durante el exilio, tomó el sentido coloquial de “regreso a Jerusalén”, significado que hoy en día todavía tiene.»

El proceso que estaba ocurriendo es una de las claves para comprender la historia judía posterior, y conviene tenerlo en cuenta al analizar la situación actual. Tras la deportación el judaísmo perdió su base territorial, y la independencia política y la residencia en una misma tierra dejaron de ser vínculos de unión. A partir de ese momento se compartía la falta de territorio y, con tanta o más intensidad que antes, la religión. Esta siguió inculcando una respuesta fiel a la alianza con Yahvé, animando al cumplimiento de lo escrito en las Tablas de la Ley y en los demás preceptos sagrados. Y eso no dependía sólo de la ayuda de Yahvé, sino también del empeño individual.

Otra de las grandes novedades que provocó el exilio babilónico fue la aparición de una institución que, con el tiempo, adquirió gran protagonismo en la historia hebrea: la sinagoga. A falta de un templo en Jerusalén donde reunirse, surgió la alternativa de ese otro «pequeño templo» que representaba la sinagoga, tan eficaz entonces y después para mantener el espíritu del pacto. Mientras se afianzaba esa nueva institución comunitaria el pueblo siguió reconociendo como enviados de Yahvé a una serie de profetas que, aparte de condenar errores, recordaron constantemente la ruta a seguir o, como dice el escriturista español Abrego de Lacy, el «vigor original». Así habló Yahvé a Ezequiel:

«Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no eres enviado a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel; no a pueblos numerosos, de habla oscura y lengua difícil, cuyas palabras no entenderías. Por cierto, si te enviara a ellos, te escucharían. Pero la casa de Israel no querrá escucharte a ti, porque no está dispuesta a escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel es de dura cerviz y corazón obstinado. Mira, yo endurezco tu rostro como el de ellos, y tu frente tan dura como la suya; yo he hecho tu frente como el diamante, que es más duro que la roca. No les temas, no tengas miedo de ellos, porque son una casa rebelde.»

Y así obró Ezequiel, quien llegó cautivo a Babilonia en el 598 a.C., arremetió contra las quejas a Yahvé de los deportados, se enfrentó a sus vicios (idolatría, adulterios, perjurios, pecados contra la justicia social) y predicó «sobre todo [...] contra la falsa confianza fetichista en el templo de Jerusalén como garantía de permanencia de la nación judaica». Ezequiel mantuvo unido al «resto fiel» que no apostató, misión sin duda de enorme importancia. El famoso salmo 137, del que se han dado interpretaciones tanto políticas como religiosas, recuerda esos difíciles tiempos de vida sin tierra propia y añoranza de lo que por fuerza se tuvo que dejar:

«A orillas de los ríos de Babilonia, estábamos sentados llorando, acordándonos de Sión. En los álamos de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí mismo nos pidieron cánticos nuestros deportadores, nuestros raptores alegría: “¡Cantad para nosotros un cántico de Sión!”. ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahvé en un país extranjero? ¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la diestra! ¡Se pegue mi lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no exalto a Jerusalén como colmo de mi gozo! Acuérdate, Yahvé, contra la gente de Edom, del día de Jerusalén, cuando decían: ¡Arrasad, arrasadla hasta sus cimientos! ¡Capital de Babel, devastadora, feliz quien pueda devolverte el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle a tus pequeños contra la roca!»

A partir de la segunda mitad del siglo VI a.C. el Imperio neobabilónico, controlado por los caldeos, comenzó a mostrar síntomas de debilidad. A las intrigas internas y a la mediocridad de sus últimos reyes se unió el fortalecimiento de los pueblos vasallos y de antiguos aliados. Así ocurrió en Persia, cuya dinastía meda, que dominaba la mayoría del territorio iraní, fue vencida hacia el 570 a.C. por Aquemenes, un jefe local. Se inició así la dinastía persa aqueménida, cabeza del Imperio persa (550-330 a.C.), que gracias a su habilidad guerrera y a sus avances tecnológicos extendió sus dominios por Oriente Próximo durante una larga etapa de la historia antigua.

Según parece nieto de Aquemenes, el rey Ciro II el Grande (559-529 a.C.) fue el auténtico fundador del Imperio persa. Sus huestes conquistaron el reino de Lidia, en Asia Menor, y diversas colonias griegas. Mayor éxito representó la incorporación a Persia de Babilonia, que desapareció como imperio. Desde entonces Babilonia se convirtió en región autónoma dependiente de Persia, se le impuso el arameo como lengua oficial y se le obligó a acatar determinadas medidas. Otros soberanos persas destacados fueron Cambises II (529-522 a.C.), que ocupó Egipto, y Darío I (521-486 a.C.), que extendió su poder desde el mar Negro hasta el océano Índico y desde el Mediterráneo oriental al río Indo, aunque no pudo vencer a Grecia en la primera guerra Médica.

Tras la vuelta del destierro

Después de conquistar Babilonia, Ciro II se mostró tolerante con su población y, aunque fue consagrado rey de la ciudad, no impuso su religión. Esa habilidad política con los pueblos vencidos, nunca practicada hasta entonces por los asirios, hizo ganar a Ciro II el respeto de sus nuevos vasallos. En esa línea, en el 538 a.C. firmó un edicto beneficioso para los hebreos, por entonces pueblo sin tierra. Si pretendió realizar un gesto de deferencia o la decisión formó parte de una estrategia política no interesa demasiado en el caso que nos ocupa. Pero la trascendencia de su edicto en la historia hebrea nos induce a trasmitir la voluntad del monarca, según aparece en el libro bíblico de Esdras:

«Así habla Ciro, rey de Persia: Yahvé, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él. Suba a Jerusalén, en Judá, a edificar el templo de Yahvé, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. A todo el resto del pueblo, dondequiera residan, que las gentes del lugar les ayuden proporcionándoles plata, oro, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén.»

Tras 49 años desde la tercera y más numerosa deportación a Babilonia, ordenada por el rey asirio Nabuconodosor, se iban a cumplir algunos de los oráculos de liberación anunciados por los profetas. A diferencia de lo ocurrido en el antiguo reino de Israel, las tierras antes habitadas en Judá habían quedado vacías tras la deportación de los hebreos y, por tanto, su vuelta no iba a suponer mezclas con otros pueblos. Dirigidos por Sesbasar, muchos hebreos volvieron a Judá; pero otros, como indica el historiador judío Flavio Josefo, optaron por permanecer en tierras babilónicas, donde ya se habían establecido.

Sea cual fuera la decisión adoptada por cada familia, lo cierto es que la voluntad del rey Ciro de permitir y facilitar al pueblo hebreo regresar a Judá, tras el exilio en Babilonia, marcó un hito en su historia. Significó, entre otras cosas, la posibilidad de volver a las raíces, a una tierra hecha nostalgia. Y esa vuelta se reflejó en aspectos espirituales y materiales que dejaron profunda huella. Entre otras ventajas, el edicto del rey persa posibilitó que se dieran condiciones especialmente favorables para la instrucción religiosa del pueblo. En ese ambiente se procedió a una labor de particular relevancia religiosa y, en sentido amplio, también cultural: según la mayoría de los especialistas, la redacción definitiva de los cinco libros del Pentateuco se realizó entre los siglos V y IV a.C. a partir de recopilaciones de textos anteriores.

En esa época se ha generalizado ya el término «judío» para designar a los que volvieron del exilio, independientemente de sus orígenes tribales. El gran proyecto que cohesionó socialmente a los recién llegados a Judá fue la reedificación del templo de Jerusalén. Los trabajos se interrumpieron dos veces, una por causa de los samaritanos, cuyo sincretismo religioso condujo a los judíos a excluirles del esfuerzo de reconstrucción.

Finalmente, las exhortaciones de los profetas Ageo y Zacarías y, sobre todo, el edicto del rey persa Darío hicieron posible la reanudación de las obras del santuario. Terminaron «el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado del rey Darío», correspondiente al 515 antes de la era cristiana. Los muros de ese lugar destinado a que «se ofrezcan sacrificios» estaban formados por «tres hileras de piedra de sillería y una de madera», mucho más sobrio que el de tiempos de Salomón, y terminarse fue dedicado a Dios. Comenzó así el llamado «período del Segundo Templo», nueva etapa en la historia del judaísmo.

Reconstruido el templo, durante el reinado del persa Artajerjes (464-424 a.C.) se reanudaron y terminaron ―con el permiso real y el favor de Dios, según el libro de Nehemías― las obras en las murallas de Jerusalén y en el resto de la ciudad. El propio Nehemías, gobernador de Judá en nombre del rey persa, no se limitó a impulsar los trabajos de restauración, pues procuró también corregir determinados abusos provocados por incumplir la Ley. Comparando esa situación del pueblo judío con la «indiferencia» estatal hacia la Iglesia católica de sus tiempos, el filósofo francés Georges Sorel escribió a principios del siglo XX que tal circunstancia dio buenos frutos para el judaísmo:

«Precisamente cuando ya no tuvieron patria, los judíos llegaron a darle a su religión una existencia definitiva; durante el tiempo de la independencia nacional, habían propendido a un sincretismo odioso para los profetas; y se volvieron fanáticamente adoradores de Yahvé cuando se vieron sometidos a los paganos. El enriquecimiento del código sacerdotal, los Salmos, cuya importancia teológica había de ser tan grande, y el Segundo Libro de Isaías, son de esa época. Así, la vida religiosa más intensa puede existir en una Iglesia que vive bajo el régimen de la indiferencia.»

Al margen de las relaciones que puedan establecerse entre la falta de autogobierno y el florecer religioso, que no tienen por qué dar siempre los mismos resultados, lo cierto es que la privación de capacidad de decidir sobre su destino no mermó la religiosidad del pueblo judío, sino todo lo contrario. Cuando Nehemías, tras doce años de gobierno en Judá representando al rey de Persia, regresó a Susa, capital del reino, se reanudaron los problemas religiosos en Jerusalén. Esdras fue entonces elegido para impulsar una revitalización religiosa que las propias autoridades juzgaron necesaria. Como afirma el hebraísta Carlos del Valle, «el significado fundamental de Esdras, para el posterior desarrollo del judaísmo, fue el hacer de la Torá la norma de conducta, sancionada por la autoridad civil, del pueblo judío».

Esdras, en efecto, consiguió con sus reformas que los judíos se identificaran más como el pueblo de la Torá que como una simple nación. Las circunstancias históricas, recuerda el escriturista José Luis Sicre, no fueron ajenas a esas medidas: «En lo religioso, la época persa supone un esfuerzo por asegurar la identidad judía cuando se ha perdido la libertad y el pueblo se encuentra disperso en lugares muy distintos del mundo. Esa identidad terminará poniéndose en la idea de la raza santa y en la observancia de la Ley, especialmente de la circuncisión y del sábado. Cosas que cualquier israelita puede practicar en cualquier lugar del mundo.»

Cambios significativos se realizaron durante esta teocracia aceptada por los persas. Tras lamentar que en Israel se practicaran ritos de pueblos infieles, Esdras comenzó a enseñar el contenido de los preceptos divinos, disolvió los matrimonios mixtos y promovió el ayuno, la confesión de los pecados y la unificación de los textos de la Torá, ayudado por otros juristas de Babilonia y de Judá. Carecer de rey propio y disponer de un nuevo templo, el segundo que se construyó, explican que los sacerdotes judíos adquirieran más importancia que antes, sobre todo uno de ellos, el «sumo sacerdote». De todos modos, la labor de Esdras contribuyó con eficacia a ampliar a un nuevo grupo social el conocimiento intelectual, antes reservado a los sacerdotes. Por lo demás, la vida cotidiana personal, familiar y social, tan ligada a preceptos religiosos, comprendía actividades agrícolas y ganaderas para el mantenimiento propio y el pago de impuestos al Imperio persa. Parece que en esta etapa se consolidó el arameo como lengua hablada, aunque el hebreo siguió utilizándose para escribir.

La autonomía vigilada vivida con los persas continuó en Judea durante la dominación griega (332-167 a.C.). En su marcha al sur para conquistar Egipto, Alejandro Magno (357-323 a.C.), reciente vencedor del rey persa Darío III en la batalla de Issos, se apoderó de Siria y ocupó Judea, sin entrar en Jerusalén. Asegurado el dominio sobre Egipto, donde fundó Alejandría, el joven monarca macedonio partió hacia Persia, a la que también sometió, llegando incluso a penetrar en la India, desde donde regresó a su país. Nuevas ciudades surgieron como consecuencia de este periplo, pero la temprana muerte de Alejandro dejó inconclusa la unificación de tan extensos territorios. Sin embargo, numerosas familias salieron de Judea para poblar las urbes recién fundadas y pronto se constituyó una diáspora judía que, con el tiempo, alcanzó considerable importancia demográfica y económica.

Tras varias batallas por el control del imperio, el poder se dividió y los territorios se repartieron entre Tolomeo, Antígono y Seleuco, generales de Alejandro que encabezaron nuevas dinastías. Los Tolomeos gobernaron en Egipto, los Antigónidas en Macedonia y los Seleúcidas en Mesopotamia, Persia, Asia Menor y Siria. Aunque el reinado tolomeo en Egipto duró casi tres siglos, su dominio sobre Judá fue menos prolongado (301-200 a.C., a excepción de un corto espacio de tiempo de control seléucida durante la cuarta de las llamadas «guerras sirias», finalizada el 217 a.C.). La presencia de la dinastía en Judea comenzó cuando su fundador, Tolomeo I, arrebató a Seleuco I la provincia de Siria-Fenicia (Celesiria), de la que formaba parte Judea. Aunque las pretensiones seléucidas por controlarla de nuevo ocasionaron cinco guerras a lo largo del siglo III a.C., los esfuerzos resultaron inútiles.

Además, el primer Tolomeo ensanchó sus dominios conquistando Cirene (en la actual Libia) y diversos puertos marítimos mediterráneos, principalmente de Asia Menor. El dominio tolomeo de la ruta hacia Arabia y la implantación de asentamientos urbanos a lo largo de ella impulsaron la actividad comercial, que redundó en el crecimiento económico del reino. De este dinámico intercambio de productos se beneficiaron también los judíos, extendidos ya por distintas ciudades del camino.

Durante los siglos III, II y I a.C. creció considerablemente la comunidad judía de Egipto. Si bien Alejandría concentró la mayoría de esa población, había colonias judías por todo el país, en aldeas donde se acostumbraba a distinguir griegos y judíos. Muchos se dedicaban a la agricultura y otros a la recaudación de impuestos. Se levantaron sinagogas e incluso durante un tiempo (160 a.C.-73 d.C.), cerca de Leontópolis, se mantuvo una réplica en pequeña escala del templo de Jerusalén. Aunque nunca se convirtió en referencia para los judíos piadosos, demuestra al menos la importancia de la colonia judía en Egipto. Por lo demás, en ocasiones surgieron discrepancias con la comunidad griega ―por ejemplo durante la guerra civil, cuando los judíos apoyaron a Cleopatra III y los griegos a su hijo Tolomeo Latiros―, pero las diferencias se resolvieron de manera pacífica. Y es que como afirmaron los especialistas en historia helenística William Tarn y Guy Griffith «la tensión, inicialmente política, sólo se demostraba en palabras: el antisemitismo acompañado de la violencia fue desconocido en Egipto antes del Imperio romano ».

Con los Tolomeos, Judea dependió administrativamente de Celesiria, que distinguía ciudades helenísticas, colonias militares y la campaña, formada por distritos que agrupaban pueblos. Excepción a esta clasificación, Jerusalén fue considerada ciudad-templo y se rigió por un estatuto especial. En virtud de este, la gobernaba un Consejo de Ancianos presidido por el Sumo Sacerdote, cargo hereditario, representante del rey extranjero y a la vez máxima autoridad religiosa. A los Tolomeos, como a tantos otros dirigentes helenísticos, no importó demasiado la religión de sus gobernados siempre que no ocasionara problemas.

Otros judíos vivían dispersos por el Imperio seléucida: existían comunidades en Mesopotamia (Iraq), Persia (Irán) y, cada vez más, en las colonias seléucidas de Asia Menor (actual Turquía). El gobierno de esta diáspora pudo acogerse al estatuto otorgado por los reyes persas, que permitía un amplio margen de libertad. La legislación respetaba el monoteísmo, lo más valorado por la comunidad judía. Además, por lo general, su situación económica era buena, especialmente la de los pequeños grupos dedicados al comercio.

El encuentro con la próspera civilización griega benefició a muchos judíos, pero planteó la conveniencia o no del proceso de asimilación cultural. Como ha ocurrido con otros pueblos, es cuestión recurrente en la historia judía y sigue ocasionando múltiples debates: unas veces para valorar sus beneficios y fomentar el proceso; otras, para considerar sus peligros y frenarlo. Es probable que lo mejor sea enriquecerse con las aportaciones ajenas, sin renunciar a la propia idiosincrasia cultural. Porque la asimilación, la absorción e incluso la eliminación de lo específico de una cultura «menor» por otra «mayor» ―entendiendo ambas expresiones en sentido cuantitativo― ¿produce siempre un resultado positivo?

Es normal que las culturas ajenas posean valores, actitudes y experiencias que convenga asimilar porque son buenos o porque mejoran las condiciones de vida. Pero también puede acontecer que una cultura «mayor» que otra sea, respecto de esta, «más débil». Cuando así ocurre conviene a la cultura «menor» conservar los valores «fundamentales» que, por «fundamentar» la vida de sus miembros, no deben perderse en la vorágine de la asimilación. Esta es la cuestión de fondo que subyace en el encuentro de la civilización griega con el pueblo judío.

Allá donde llegan los griegos sorprenden y atraen con la variedad y profundidad de su pensamiento filosófico, con la racionalidad que reflejan sus instituciones políticas, con el aumento de intercambios comerciales y la riqueza que le acompaña y con la belleza de sus expresiones artísticas. Y a esta cultura cada vez «mayor», ¿cómo respondió el pueblo judío, en parte disperso y en parte concentrado, pero empeñado en mantener la alianza con Yahvé y los valores que implicaba? ¿Podían los judíos asimilar los avances y rechazar lo que, desde el punto de vista religioso, consideraban claros retrocesos?

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