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Capítulo 6
El cap Ferret y el banc d’Arguin

Al clarear el día, poco después de las 7 de la mañana, salimos con destino al puerto de La Vigne (44º 40,4’ N; 1º 14,3’ W). Habíamos conseguido un favor muy especial, precisamente por venir “del Océano” como comenté. El puerto de La Vigne, en la costa Este de la península de Cap Ferret, es un puertito privado que normalmente no tiene plazas para visitantes. Es el único de la bahía, junto al de Arcachon, que no se vacía completamente en bajamar, aunque solo le queda una profundidad inferior a un metro. Nos venía muy bien como lugar de base para conocer esa península, porque la única alternativa era fondear o coger una boya, y en ninguno de esos casos podríamos desembarcar las bicis para movernos por carretera. Cuando se lo dijimos al responsable de la Capitanía de Arcachon les llamó por teléfono, y al decirles que éramos españoles y que veníamos “del Océano” con un barco de seis metros, nos permitieron pernoctar en una plaza que les había quedado vacía por unos días, al haber sacado el barco uno de sus socios.

Así pues, nos dirigimos a La Vigne contorneando la Isla de los Pájaros por el Sur y luego por el Oeste a favor de la marea vaciante, solo con el génova, hasta que al superar la isla y tener que hacer rumbo Noroeste nos metimos en el Canal de Picquey, donde el reflujo de la marea nos venía de cara. Entonces izamos también la mayor, llegando a vela a la entrada del puerto. Por el camino pasamos por encima de un bajo que según la cartografía que teníamos del año 2012 (dos años antes) tenía 0,8 metros en bajamares escoradas, que no era el caso de ese día, y volvimos a tocar fondo. Poco después, al terminar de bajar la marea, vimos que en realidad emergía una lengua de arena en forma de pequeña playita donde había algunos barcos varados para carenar. O sea que también aquí la colmatación de arena había elevado los fondos en tan solo dos años. Como la orza del Corto Maltés es abatible no pasó del susto. Al llegar frente a la entrada del puerto llamamos por la radio pero nadie contestaba, como tampoco por el teléfono, seguramente era aún pronto y no habrían empezado a trabajar. Con el agotamiento que traíamos nos amarramos a una boya cerca de la entrada para dormir un rato. Hay que decir que toda la bahía de Arcachon está llena de bancos de boyas y que, al menos en junio cuando Ana y yo entramos, muchas estaban vacías. Si te quedas a bordo puedes utilizarlas, dando por supuesto que si viene su dueño te cambias a otra. Cuando más adelante conseguimos contactar con la marina lo primero que nos preguntaron fue nuestro calado (70 cm con la orza subida), y nos dijeron que esperásemos hasta las 12:30 para entrar, cuando la bajamar había sido a las 10:46 h pues en ese momento no nos garantizaban que hubiese agua suficiente. ¡Como para venir con un barco de quilla fija! Aprovechamos para dormir un poco más, y para arranchar y colocar todo el cafarnaún del barco tras esa noche toledana.

Cuando pudimos entrar nos dirigimos a la gasolinera, entrando a babor después de un largo y estrecho pasillo de entrada. El puerto estaba abarrotado, y como tiene poquísimo margen para hacer las maniobras y muy escaso calado, allí dentro todo era complicado. El empleado que atendía la gasolinera, aun siendo de Arcachon, vivía curiosamente en Barcelona, donde tenía a su mujer y sus hijos y donde pasaba los fines de semana y las vacaciones. Entre semana iba a La Vigne a trabajar. Dominaba un poco el español y enseguida nos enrollamos. Nos contó que ese puerto se construyó en 1966 aprovechando una laguna, no conectada con el mar, que existía allí de forma natural desde tiempo inmemorial. Era de agua dulce, y al unirla al mar para hacer el puerto el agua salada desplazó de su hábitat a las ranas, que se habían instalado por los alrededores. Esa era la razón del incesante croar que más adelante nos amenizaría las noches, algo completamente sorprendente en un puerto de mar. Todo el subsuelo de Arcachon está lleno de bolsas de agua dulce, y de hecho en el Parc Mauresque, en el corazón de la ciudad, las fuentes para beber no son con agua a presión sino que tienes que hacerla subir del subsuelo con una manivela, como en las películas del Oeste. Además, el empleado nos congeló los frigolines varias veces a lo largo del día en la nevera de la gasolinera. Luego hablamos con el responsable de la capitanía que nos facilitó la plaza de amarre comprometida, por la que además finalmente no nos cobraron, todo un detalle con nosotros. Y no solo no nos cobraron sino que no nos pidieron ni los papeles del barco o del seguro, algo inaudito en las marinas. Realmente aquí se esfuerzan por que estemos cómodos los visitantes, señal de que reciben pocos.

El puerto es tan pequeño que la forma de amarrar los barcos es completamente atípica. Se les solidariza al pantalán por la popa, pues para ganar espacio no tiene fingers, ni tampoco amarras de proa por el extremo opuesto al pantalán, que entorpecería la circulación por los pasillos entre los pantalanes. Los barcos amarran con el máximo de tensión la popa al pantalán, intercalando materiales blandos para que no se rocen, y la proa queda libre. En las maniobras el espacio es tan reducido que protegen los fuerabordas contra los golpes con grandes colchonetas o “galletas” de las de dormir en la montaña. Además nos llamó la atención la enorme potencia de los motores que utilizan (eran habituales los de 250 o 300 CV) para poder hacer frente a las potentes corrientes de marea de las bocas de Arcachon. El premio a la desproporción se lo dimos a una motora cuyo fueraborda ocupaba la tercera parte de la eslora.

Desde La Vigne hicimos una excursión en bici al Faro de Cap Ferret (44º 38,7‘ N; 1º 14,9’ W). Es el que marca la entrada a las bocas de Arcachon, y uno de los pocos del mundo cuya luz es roja, suponemos que para marcar aún más la peligrosidad del lugar. También es el lugar de trabajo de los prácticos que contestan tus peticiones de consejo por la radio cuando entras o sales de Arcachon. Se llega a él por una pista ciclable entre pinares, toda en sombra, lo que se agradece mucho, aunque luego el edificio del faro está situado en pleno núcleo urbano y con gran número de turistas, tiendas de souvenirs, etc. El faro tiene una imagen característica, con la torre blanca y el tope de color rojo, como su luz. En su base se ha conservado, a modo de museo, uno de los búnkers de la Segunda Guerra Mundial que puede visitarse. Vimos las estancias de los soldados, el comedor, el dormitorio, las gruesas puertas y sus goznes de hierro, y hasta las estufas de leña con un mecanismo sencillo pero ingenioso para que si el enemigo metía una granada por su chimenea saliera al exterior. A la vuelta nos asomamos a través de las dunas a las playas del Oeste de la península de Cap Ferret, y al ver el mar desde allí comprendimos por qué los de la bahía llaman “el Océano” a lo que hay fuera. Vimos desde allí la extensión enorme del mar sin tierra alguna hacia el horizonte del Oeste, y las olas viniendo a romper contra la playa. Suponemos que algo muy de asustar para quien no ha navegado nunca fuera de las aguas protegidas de la bahía. Volvimos a La Vigne donde pasamos una noche tranquilísima y dormimos 10 horas seguidas, descansando de la noche loca de la Isla de los Pájaros y de la excursión en bici de la tarde. Este puerto está a sotavento de la península de Cap Ferret y disfruta de un microclima distinto al del resto de la bahía, siempre con ausencia de viento y varios grados más de temperatura.

Con la intención de conocer la punta del Cap Ferret (la excursión anterior había sido solo hasta el faro) la semana siguiente entramos otro día en el puerto de La Vigne a por gasolina y tuvimos la suerte de que nos volvieron a dejar ocupar una plaza vacía, también sin cobrarnos. Desde allí fuimos a conocer la península en las bicis. Fue providencial, pues en los otros sitios que habíamos pensado utilizar para desembarcarlas nos hubiera resultado imposible. Nuestra primera opción había sido la Jetée de Belisaire (44º 39,3’ N; 1º 14,2’ W) un pantalán de hormigón donde amarran los pequeños transbordadores que unen las dos orillas de la bahía, como en Santander las Pedreñeras.

Pensábamos que para unas horas podríamos amarrarnos allí, pero estaba prohibido. El plan B era haber varado en Mimbeau (44º 38,6’ N; 1º 14,6’ W) una playa que se seca en bajamar detrás de una península de arena y dunas, como El Puntal de Santander, justo a sotavento del Cap Ferret. El sitio es precioso, completamente protegido, pero el fondo es de basa y habría sido difícil, tirando a dificilísimo, bajar las bicis y además tendríamos que haber esperado casi 12 horas para volver a salir de allí navegando. Por otra parte una excavadora estaba trabajando y pasaba en bajamar entre los barcos con sus enormes ruedas, removiendo alguno de los fondeos. Por lo tanto la excursión la empezamos otra vez en La Vigne. El paisaje de la península de Cap Ferret es espectacular, siempre presidido por el famoso e inconfundible faro blanco y rojo. Llegamos hasta la mismísima punta del Cap Ferret, una playa salvaje donde aún permanecen búnkers de la Segunda Guerra Mundial, expuesta a los vientos y las olas del Océano, y que últimamente están protegiendo con muros de contención y estacas de madera para que no se deteriore porque las corrientes están mermando la playa. Hacía tanto viento allí que la cámara de fotos, al apoyarla en un tronco con el autodisparador, se cayó a la arena y tardamos varios días en extraer hasta el último grano, que impedía que se cerrase el objetivo. Después de comer volvimos a La Vigne a toda prisa para poder salir con la marea y tomar una boya en el exterior para echar la siesta, porque dentro era imposible aguantar por el calor.

Al acabar el día volvimos a Arcachon, donde inicialmente nos dieron un atraque muy cerca de las obras de dragado que estaban realizando en el puerto y pedimos que nos cambiasen. No pusieron inconvenientes y quiero llamar la atención sobre el extraordinario servicio de esta marina. Su personal es de lo más amable que he conocido en mis años de navegante. Te atienden enseguida y se desviven por facilitarte la estancia (también es verdad que era temporada baja, el mes de junio, y la marina no estaba saturada). Las instalaciones son ejemplares, en limpieza y orden, y solo echamos en falta que no tuvieran wifi, problema que se había solucionado cuando volvimos en 2015. En nuestra primera visita teníamos que ir obligatoriamente a una cafetería, dentro del puerto, que sí tenía. Hoy en día el wifi en las marinas es un servicio casi más importante y demandado que la duchas (para consultar la meteorología, hablar con la familia, etc.) y era sorprendente que no lo tuvieran. En sus instalaciones hay varias bombas para vaciar las aguas negras, las sentinas, e incluso una especie de fregaderos para vaciar y limpiar los retretes químicos. Esto último no lo había visto previamente en España y por el contrario sí, posteriormente, en varios puertos franceses. La evolución es lógica pues cada vez más barcos se están pasando a los WC químicos por la nueva normativa que obliga a llevar un depósito de aguas negras, que en los barcos pequeños no hay donde situarlo.

Al día siguiente fuimos al Banc D’Arguin (44º 34,8‘ N; 1º 14,1’ W) uno de los lugares típicos de Arcachon. Es un conjunto de bancos de arena emergidos, al pie de la Duna de Pilatos y por tanto fuera de la bahía, que cambian constantemente de forma por los movimientos de arena con los temporales del invierno y las corrientes marinas. Está colonizado por flora típica de los hábitats costeros y vegetación dunar, y le habitan pájaros de

especies protegidas y aves migratorias que lo utilizan como lugar de descanso o de reproducción. Además está situado cerca de las grandes fosas abisales oceánicas por lo que también es posible ver en sus proximidades a los grandes del mar, como delfines, la foca gris o la tortuga laúd, la más grande de las marinas, que puede medir hasta 3 metros y pesar hasta 500 Kg. En el Banc d’Arguin hay una especie de jaimas o tiendas de campaña desde donde vigilan y se protegen de la intemperie los guardas del parque. Es reserva natural, se controla su acceso, y solo puede irse cuando el mar está tranquilo, pues se forman rompientes como en las bocas de la entrada. Aquel día se daban esas condiciones y decidimos ir a conocerlo.

El Banc D’Arguin está separado de la Duna de Pilatos por un canal que antes se conocía como “Paso del Sur” para entrar a la bahía de Arcachon, pero que ya se ha colmatado de arena y no se utiliza como tal. De hecho se retiró el balizamiento y no se autoriza la salida o la entrada por él. De telón de fondo está la impresionante Duna de Pilatos, y en su ladera los búnkers de la Segunda Guerra Mundial que se construyeron arriba de la duna, y la erosión de la misma les ha hecho descender poco a poco hasta llegar a su posición actual en la orilla. La travesía de ida la hicimos en plena bajamar, y era emocionante ir esquivando los bancos de arena identificándolos por el color del agua, y comprobando cómo habían cambiado en tan solo dos años con respecto a la cartografía que llevábamos a bordo. El paisaje era lunar o como si navegaras por un Sahara a la orilla del mar. Vimos algunos barcos que habían varado, aunque sin consecuencias pues los fondos son de arena blanda y ese día no había oleaje. Lo más espectacular es que antes había entre los bancos de arena una única laguna semicerrada que comunicaba con el mar por un estrecho canal, y ahora resulta que había dos. Habían emergido zonas de arenales que antes estaban sumergidas y habían cerrado un brazo de mar que antes estaba abierto, convirtiéndolo en una segunda laguna. Desembarcamos en la primera de ellas y recorrimos a pie una parte de su orilla, hasta la zona de la reserva natural que ya no se podía acceder y estaba protegida por una vaya simbólica. Como la marea estaba subiendo el desembarco fue muy fácil: clavamos la proa en la orilla y llevamos el ancla hacia arriba por la playa, de manera que a la vuelta recuperamos el barco, que se había alejado al subir la marea, con la cadena. La primera vez que hicimos esto en Santander al comprar el barco no nos dimos cuenta de lo alto que es su francobordo en la proa, y casi no conseguimos subir. En efecto, la escalera de acceso a la bañera está en la popa, pero nunca se debe acercar un velero a la orilla por la popa pues cualquier ola puede chocar el timón con el suelo y romperlo. Desde entonces lo aprendimos y ahora dejamos colgada del balcón de proa una escalera de escalada, hecha con cintas, para poder embarcar a la vuelta.

Ese día volvimos tranquilamente a vela a Arcachon. En la navegación de vuelta nos sorprendió ver en el mar una larguísima línea de pequeñas olitas rompientes, con el mar picado, como la que se forma encima de un bajo, solo que allí no había ninguno cartografiado. Con mucha prudencia nos acercamos lentamente a esa línea, comprobando que era la confluencia de las aguas que subían con la marea por la canal y las más estancadas de fuera de la canal, que al encontrase hacían ebullir el agua como en una marmita. Ya nos lo aprendimos porque luego lo vimos más veces en el tiempo que pasamos en la bahía. Al llegar a puerto nos cruzamos con uno de los famosos catamaranes-botellón que hay en todos los sitios turísticos y que vimos en muchos lugares en la vuelta a España. Son catamaranes enormes, de los que pondrían en aprietos a un millonario, pero sin cabina, solo una barra de bar y asientos en fila como en los cines, para llevar al público, y donde el principal objetivo es la barra libre, no la navegación.

Como ese día solo habíamos visitado la primera laguna del Banc D’Arguin, que tiene limitado el acceso a una estrecha franja de tierra, otro día volvimos para conocer la segunda, que se puede visitar entera. Hacía un día espléndido de sol, el viento del Noroeste que nos permitió navegar en orejas de burro, y la marea vaciante a favor de nuestro rumbo, todo lo cual nos permitió navegar a cinco nudos y hacer las diez millas que nos separaban del Banc D’Arguin en dos horas. La segunda laguna se ha formado muy recientemente, como dije, y en la cartografía que teníamos de dos años antes no existía. Se entra por un estrecho canal donde las corrientes son impresionantes, como en los atolones del Pacífico. El trak de nuestra ruta de entrada quedó marcado por encima de la isla emergida como si hubiésemos navegado por tierra. Al entrar ya nos pareció que aquel estrecho canal tenía poco calado, pues lo hicimos a la mitad de una marea vaciante de coeficiente 82 y se veía perfectamente el fondo de arena. Sospechábamos que al terminar de bajar la marea aquel paso se quedaría en seco. Sin embargo en el interior de la laguna había más profundidad y estaban fondeados barcos mucho mayores que el Corto Maltés. Nuestra sospecha se confirmó tres horas más tarde cuando al final de la bajamar nos dimos cuenta de que, en efecto, el paso se había cerrado y nos habíamos quedado en una cubeta circular separada del mar. Estábamos fondeamos en su centro y según el plotter al Oeste del banco, en su cara que da al mar abierto, cuando en realidad estábamos a refugio en el interior de la laguna. Nuevamente comprobamos el impresionante cambio de los bancos de arena de un año a otro. El paisaje, estéticamente, era precioso: nos habíamos quedado unos diez barcos dentro de una especie de atolón de bordes arenosos, casi todos a flote (las unidades más grandes habían varado, estaban ligeramente escorados y con la línea de flotación muy alta) pero en un plano de agua muy tranquilo y de momento sin ningún peligro. Aunque ese día, en el mes de junio, estábamos solo unos 10 barcos, en los fines de semana de julio y agosto se han contado allí dentro hasta 900 (sí, novecientos) barcos.

El problema vino cuando a lo largo de la mañana el viento, como era lo habitual esos días, fue arreciando y a la hora de comer alcanzaba fuerza 5 con rachas de 6, siempre del Noroeste, levantando el consiguiente oleaje dentro de la laguna. Hay que tener en cuenta que el Banc D’Arguin se encuentra ya fuera de la bahía de Arcachon y sin la protección del Cap Ferret, y que el viento del Noroeste le llega desde el fondo del Océano sin ser interrumpido por nada. Nuestra intención era haber levantado el fondeo y, como hicimos en la primera laguna, haber clavado la proa en la orilla en bajamar para desembarcar. Pero contra aquel ventarrón de más de veinte nudos no fuimos capaces de levantar el ancla (el Corto Maltés no tiene molinete y hay que levantarla a mano limpia). Nos preocupaba ver arreciar el viento y pensar que no podríamos salir de allí por lo menos hasta transcurrir otras tres horas, cuando hubiera la misma altura de marea que al entrar. No nos quedó más remedio que esperar estoicamente a bordo lejos de la orilla, hasta que a media tarde amainó el viento y subió la marea (al subir la marea la cadena del ancla tira más en vertical y se desclava más fácil). Y cuando al final conseguimos levantar el ancla salimos de la encerrona con la orza subida, siguiendo en el plotter el trak de la entrada y deduciendo las zonas más profundas por los colores del agua, antes de que el paso volviese a cerrarse en la bajamar siguiente. Otro velerito de una eslora similar que había pasado las mismas dificultades se pegó a nuestra popa y allí se mantuvo hasta la salida, sin duda confiando en nuestra buena estrella y que, si no fuera tan buena, le daría tiempo a virar y no meterse él en el atolladero. Finalmente lo conseguimos, y aunque aliviados, volvimos a puerto lamentando nuestra mala suerte al no haber podido desembarcar después de una travesía tan agradable. La navegación de vuelta fue otra maravilla con aquel vientazo, con la vela mayor en el primer rizo y el génova entero, a favor otra vez de la marea que ahora subía, y haciendo a veces hasta siete nudos de velocidad y salpicando perlas en los tramos buenos del recorrido.

Esa noche, al volver de cenar y dar un paseo, vimos que en los pantalanes que hay fuera del puerto (al Sureste de la escollera: 44º 39,4’ N; 1º 8,5’ W) y que también dependen de la capitanía de Arcachon, un velero de unos ocho metros de eslora había roto tres de sus cuatro amarras por la fuerza del viento del Noroeste, que aún soplaba duro, y la cuarta era solo un hilillo a punto de romperse. Estaba fuera, descolocado, solo sujeto al finger por la amarra de popa a estribor, y golpeaba su costado de estribor, que ya tenía destrozado, contra el fueraborda y el espejo de popa de su vecino. Con aquellas olas no habría durado ni media hora la amarra que le quedaba y se habría estrellado contra la costa u otro pantalán. Por lo demás el velero tenía pinta de abandonado, por la suciedad y descuido general que manifestaba. Lo introdujimos de nuevo a su sitio de atraque, lo amarramos como pudimos (uniendo los trocitos de cabo que le quedaban y buscando puntos fijos de donde amarrarlo, porque las cornamusas se le habían arrancado) y dimos parte a la capitanía donde nos dijeron que localizarían al dueño al día siguiente. A veces nos quedamos con la duda de estas buenas intenciones, pues los barcos dejados “morir” en un atraque son un peligro constante para los vecinos, a veces son de dueños que ya ni pagan por el atraque, y puede que la marina prefiera que se hundan de una vez y dejen el atraque libre para otro barco en un mercado en el que siempre es mayor la demanda que la oferta de plazas, y especialmente en Francia. Pese a ello, esa noche nos fuimos a la cama con la conciencia tranquila por haber salvado a uno, o a dos barcos, del naufragio. Y nos costó tomar la decisión de hacer algo, porque siempre te queda el temor de que alguien te vea enredar y se sospeche que fuiste tú el causante del desaguisado.

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516 стр. 28 иллюстраций
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9788416848133
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