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Читать книгу: «La transformación de las razas en América», страница 3

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LA PALABRA DE DIOS

En resumen, nuestro abolengo mental, destacándose paulatinamente de las mescolanzas de cultos, mitologías y teogonías del remoto pasado, vino a quedar del tenor siguiente:

Dios había hecho a los hombres para el cielo, pero de modo a que se perdiesen en la tierra, y el diablo, agarrando la ocasión por los cuernos, se los había ganado para el infierno. Entonces, para no quedarse solo en el cielo, Dios bajó a la tierra, eligió entre todos un pueblo para sí y le dictó sus condiciones, que fueron olvidadas, por lo cual, más tarde, le envió con un hijo ad hoc un segundo mensaje.

Los guardianes oficiales de la primera palabra de Dios desconocieron al Dios hijo, portador de la segunda, lo apresaron, lo juzgaron; lo condenaron y lo ejecutaron por contraventor a las leyes de Dios padre.

Pero otros la recogieron y edificaron sobre ella la Iglesia, la casa de Dios hijo, frente a la sinagoga, la casa de Dios padre.

Dios había hablado a Moisés entre relámpagos y truenos, cuando no se conocían aún los derechos del hombre y los deberes del padre, que tenía hijos y esposas, esclavos, asnos, bueyes y cabras para explotarios, matarlos o venderlos; había hablado como un patriarca judío, como el rey del egoísmo, estableciendo, en primer término, la obligación de amarlo a él sobre todas las cosas del mundo, que todavía deben ser abandonadas por los que quieran servirlo en toda regla, la más gravosa de todas las cargas que han pesado sobre la conciencia del hombre, el deber humano que ha producido más palos, tormentos y matanzas, más lágrimas y sufrimientos, más miseria y más imbecilidad consuetudinaria.

Y porque Dios había cometido la indiscreción de hablar, el hombre tuvo que callarse a perpetuidad, o hablar sólo para repetir, como papagayo sin plumas, la palabra divina, que vino a ser la túnica de Neso de la inteligencia humana. Y treinta y dos generaciones de hombres transcurrieron bajo la era cristiana en la miseria, la ignorancia y la barbarie crónicas, profiriendo u oyendo solamente la palabra sagrada, fulminada desde el púlpito, volcán de amenazas, en erupción perpetua de castigos en este mundo y en el otro, para los pecadores y los infieles, en fuente inagotable de terrores imaginarios para implantar en el corazón de los elegidos para el cielo el horror a la vida irrenunciable y el temor a la muerte inevitable.

Y condenado por la Iglesia con penas terribles en el otro mundo y por el poder civil con penas atroces para los deudos en éste, el suicidio, que ha sido en el lejano Japón, como lo fue en la antigua Roma, un límite al sufrimiento y por ende a la crueldad humana, desapareció de las costumbres europeas y llegando, entonces, el sufrimiento y la crueldad consecutiva al máximum de su amplitud posible, quedó centuplicado de golpe, por la sola invención complementaria de los instrumentos de tortura, el poder de los déspotas temporales y espirituales sobre el creyente puesto entre la espada y el infierno, y obligado a capitular con todas las bajezas, humillaciones y penalidades antes que afrontar la pavorosa eternidad.

Dios había pensado, y el pensamiento de Dios —non plus ultra, de suyo – paralizó de golpe a la razón y al pensamiento humano, pues, en su calidad de ser todopoderoso, Dios no estaba obligado a ser razonable, ni justo, ni bueno, ni acertado, y como quiera que fuese, los hombres estaban obligados a obedecerle ciegamente, so pena de condenación eterna, como al papa, que tampoco tiene obligación de ser el más sabio de los hombres y asimismo tiene el derecho de ser infalible.

La razón humana, así anulada para los fines de la vida humana, vino a ser en el entendimiento del creyente lo que el apéndice en el intestino del hombre civilizado: un órgano superfluo, puesto que no tenía función propia.

Y vinieron entonces para la cristiandad aquellos oscuros y miserables diez siglos de la edad media, en dieta rigurosa de pensamiento divino, en los que la inteligencia humana no dio un solo paso adelante, estancada en la parálisis mental de los musulmanes y por las mismas circunstancias: todo estaba pensado, todo estaba resuelto, todo estaba dicho, todo estaba escrito de antemano por los profetas y los apóstoles, bajo el dictado o la inspiración de Dios mismo, y sancionado con penas horrorosas.

Porque los teólogos de todas las variedades, quemaban vivos respectivamente a los que pensaban de diferente modo que ellos, y Dios era en la edad media el rey de los teólogos, esperando a las almas del otro de la muerte para juzgar sus intenciones y pensamientos, y precipitarlos en el fuego eterno, si diferían del suyo, pues aunque Jesús mismo había dicho: "haz a los otros lo que quisiérais que te hicieran a tí", esto no rezaba con él ni con su padre, ni con sus teólogos por aquello de "en casa del herrero, cuchillo de palo".

EL CRIADOR Y SUS CRIATURAS

En todos los tiempos el servilismo de los gobernados ha sido particularmente grato a los gobernantes y recompensado especialmente por éstos, y en todos los tiempos se ha brindado a los potentados imaginarios con el manjar más apetecido por los potentados reales.

La idea de erguirse ante los poderosos y humillarse ante los humildes, que, haciendo al hombre gentil con las mujeres, blando con los niños y duro con los bellacos, viene suprimiendo el látigo en las escuelas, las cadenas en las prisiones y el garrote en los hogares, esta idea matriz de la civilización contemporánea, derivada del principio de la igualdad de todos los hombres, es un concepto nuevo de la personalidad, procedente del derecho humano, en contraposición al derecho divino y netamente expresado por Jaurés el 11 de Febrero de 1895, en la cámara de diputados de Francia, en estos términos: "Si Dios apareciese delante de la multitud en forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusarle obediencia, y considerarlo como un igual con quien las cosas han de ser discutidas, no como un amo a quien debemos someternos".

Hasta la edad moderna, los fieles penetraban compungidos y contritos en la casa de Dios para suplicarle de rodillas, confesando sus culpas, besando el suelo y golpeándose el pecho. Algunas sectas protestantes, poniendo asientos y suprimiendo genuflexiones, iniciaron la entrada de la dignidad humana en el templo, cuatro siglos antes de que fuese abandonada en España y en América la obligación tradicional y cotidiana del hijo, de pedir la bendición al padre con las manos en súplica y de rodillas en el suelo.

En algunas secciones rezagadas de esta América, todavía, cuando llevan a Dios con campanillas por las calles, para vendérselo a algún moribundo, los transeúntes y los vecinos, se prosternan de rodillas, como los súbditos de los potentados orientales al paso de su respectivo déspota.

En la época en que florecieron los primeros teólogos cristianos, el más abyecto servilismo, el servilismo oriental refinado por los sutiles griegos de la decadencia, estaba de moda en el mundo, que levantaba templos a los emperadores reinantes para rendirles culto, y para endiosar a Dios en las formas del tiempo, los cristianos llevaron el ceremonial del miedo a su señor celestial hasta los últimos límites de lo posible, hasta los últimos extremos de lo repugnante y de lo absurdo, como si Dios hubiera "hecho a los hombres a su imagen" para que fueran su antítesis; pera sacrificarlos en holocausto a sí mismo como Saturno a sus hijos; para degradarlos, levantando con su omnipotencia caprichosa más alto en la segunda vida a los que de "motu proprio" hubiesen caído más bajo y más sucio en la primera; como si los hombres hubiesen recibido en la existencia la carta del negro, no para que la disfrutasen, sino para que la padecieran como una sentencia de oprobio, por "el delito de haber nacido del pecado original".

Y a fuerza de achatarse y deprimirse para agrandar a Dios, los hombres se redujeron a cero, los comunes a cero a la izquierda, los "ungidos del Señor" a cero a la derecha del todopoderoso "fuente única de todo poder y de toda autoridad en el cielo y en la tierra", sólo accesibles a sus criaturas por la magia religiosa y por mediación de su Iglesia, que, trayendo así su razón de ser y de valer de la profesada omnipotencia de Dios y de la obsecuente impotencia del hombre, quedaba fatalmente necesitada de mantener esas condiciones de su existencia para subsistir: la superstición, la credulidad y la ignorancia, que son los tres componentes principales de la pobreza de espíritu, y predestinada a decaer desde el momento y en la medida en que sus pupilos encontrasen otras fuentes de poder y de valer diferentes de la suya y más eficaces que la suya, como es precisamente el caso de la ciencia y la civilización laicas, que, apenas surgidas, han levantado de improviso la capacidad natural del hombre para superar las dificultades de la vida, por medios derivados de la inteligencia humana, y reducido la fe en el poder de los muertos para ayudar a los vivos, a la mitad, la tercera o la décima parte de lo que fue.

En el apogeo de su letal influencia sobre el espíritu humano, la doctrina del achatamiento de los vivos para el engrandecimiento de los muertos, aminoró tan considerablemente la capacidad del cristiano para el pensamiento y la acción en este mundo, que los árabes y los turcos, salidos de sus estériles desiertos a impulso de un nuevo y fresco fanatismo sobre otra astilla del mismo tronco, entraron en la cristiandad como tropilla de lobos en rebaño de carneros, y la coparon desde el Asia Menor, el Egipto y el África Septentrional hasta más adentro de los Pirineos, el Austria y la Polonia, donde fueron detenidos por un resto de energía humana, salvado de la inundación de providencialismo en aquellas poblaciones del noroeste, que tenían en el culto aborigen de la virilidad individual sobre la fe en sí mismos, la levadura del espíritu práctico, del que retoñaron, más tarde, los ingredientes del self government, el self help y el self control, primeros brotes de capacidad humana para la vida humana por iniciativa humana, que hicieron pasar a la Holanda y la Inglaterra en el siglo XVII el imperio del mundo que fue en el XVI de la España, doblemente entecada por los ocho siglos de fatalismo musulmán y católico a la vez, sobre la fe en el auxilio de Jesús y de Mahoma y los cuatro subsiguientes de fatalismo católico puro, sobre la confianza en el auxilio de la virgen y de los santos tutelares.

EL ALFARERO Y LOS CANTAROS

"La teología cristiana, en sus principales caracteres, fue desenvuelta durante el período más calamitoso que haya atravesado la especie humana en los tiempos históricos, dice Cotter Morison en su magistral Service of Man. La decadencia y caída del imperio romano sigue siendo la más grande catástrofe conocida; la muerte paulatina del antiguo mundo dilatada por cinco siglos. Todo mal afligió a la humanidad en aquel terrible tiempo: poder arbitrario, el más cruel y exento de remordimientos; un fisco triturante, que al fin exterminó la riqueza; pestilencias, que llegaron a ser endémicas y despoblaron provincias enteras, y, para coronarlo todo, una serie de invasiones de hordas bárbaras que pasaron sobre los países como un fuego devorador. Fue en esta edad que los fundamentos de la teología cristiana fueron asentados – la teología de los concilios y de los padres. – La concepción de Dios, de su relación y manejos con el mundo, fue desenvuelta en una sociedad que gemía bajo una opresión, miseria y aflicciones sin ejemplo. No hay necesidad de decirlo, fue una edad de grande y casi mórbida crueldad: los juegos del circo fueron una constante disciplina de pasiones inhumanas…

…"La crueldad, la injusticia y el poder arbitrario eran demasiado familiares para ser chocantes, demasiado constantes para que se les tuviera por transitorios y accidentales. El mundo que veían era tomado como un oscuro modelo y pronóstico del mundo ideal más allá de la tumba. Dios era un poderoso emperador, un trascendental Diocleciano o Constantino, haciendo su gusto con lo suyo. Sus edictos corrían al través del espacio y del tiempo, sus castigos eran eternos, y cualesquiera que fuese, su justicia no podía ser discutida. Y así estas palabras vinieron a ser escritas": "Tuvo merced en quien quiso tenerla, y fue duro con quien no quiso ser blando. Tú me dirás ¿por qué encontró culpa? ¿Pues quién ha resistido su voluntad? Ahora, ¡oh, hombre! ¿quién eres tú para replicar contra Dios? ¿Puede la cosa formada decir al que la ha formado por qué me has hecho así? ¿No tenía el alfarero poder sobre la arcilla para hacer del mismo pedazo una vasija de honor y otra de deshonor?" lo que probablemente ha contribuido más a la miseria humana que ninguna otra expresión salida del hombre. La enseñanza de San Pablo cayó en un suelo fértil. Por cerca de 1.500 años la conciencia humana no se sintió chocada por ella. Desde el nacimiento de la teología arminiana ha habido una gradual y creciente revulsión de sentimientos, y ahora se dice llanamente que "el alfarero no tiene derecho de estar irritado contra sus cántaros. Si los quería diferentes debió hacerlos diferentes". Las pretensiones de un "omnipotente demonio deseando ser cumplimentado" como todo misericordioso, cuando está ejerciendo la más perversa crueldad, no son ya admitidas en consternado silencio. Pero si la gran dificultad del infierno y de los castigos eternos fue felizmente superada, aun quedan, en todo el plan de la redención cristiana, iniquidades morales y desvíos de que ningún hombre de bien del presente, cualesquiera que sean su religión o su teología, querría hacerse culpable. La noción de que Dios quería ser propiciado por la muerte del inocente Cristo es totalmente baja y bárbara natural en las edades rudas, cuando los sacrificios costosos eran un medio reconocido de apaciguar deidades irritadas, pero repelente ahora. Difícilmente el hombre más depravado, en su recto entendimiento, aceptaría el castigo de un inocente en lugar del que le hubiera ofendido. Un hombre de espíritu elevado casi lo sufriría todo antes que afrontar semejante enormidad.

"La idea es bárbara, bien digna de aquella concepción de la justicia de los chinos, contenta si el ejecutor consigue un sujeto para operarlo, pero indiferente respecto a que sea el culpable o no. Sin embargo, esta cruel y bárbara noción es el eje de la religión cristiana; a lo menos entiendo que aun no se ha descubierto que esté fuera de la escritura. Todavía Satán puede molestar a los teólogos sueltos en este mundo como en el otro. Cuando han esplanado su eterna función de atormentar las almas en el infierno, tienen que aclarar sus extrañas distracciones temporales en la tierra, y explicar como pueden ser permitidas por un Dios misericordioso. A un ángel caído, de extensa habilidad, sutileza y dolo, le está permitido tentar a los hombres y a las mujeres, aun a los niños, a cometer pecado, alejarlos de Cristo, poner en peligro sus esperanzas del paraíso. Y Dios, que permite esto, es supuesto de detestar el pecado. Si hubiera deseado que abundase, ¿qué más pudo haber hecho que dejar al archidemonio, ayudado por legiones de diablos menores, ir como un rugiente león buscando a quien devorar, con constante acceso a los hombres, aun hasta el interior de su mente, susurrando malos pensamientos, estimulando, y, sin embargo, a menudo alejado por santa oración, siempre renovando sus asaltos sobre las pobres almas, hasta el último instante de la mortal agonía, triunfando más a menudo que fallando en arrastrarlas a su lugar de tormento? La petición de Cristo, "no nos induzcas en tentaciones y líbranos del mal", nunca ha sido oída o nunca ha sido concebida. Siempre estamos inducidos a la tentación, nunca estamos libres del mal de este lado de las puertas de la muerte. Un ser sobrenatural que naufragó la felicidad humana en el paraíso, y llevó el pecado y la muerte al mundo, está nombrado para el oficio de tentar a los hombres, en todos los tiempos, en todos los lugares, durante la vida; capaz de entrar en la mente de sus víctimas y pervertir su alma, en sociedad y en soledad, en el sueño, aun en la plegaria, capaz de asumir todos los disfraces, aun de aparecer como un ángel de luz. El seductor humano más artificioso y vil, está limitado en cuanto al tiempo y oportunidades de corromper al inocente. Satán tiene constantes e invisibles accesos. Ahora, un padre o guardián que permitiera a los niños a su cargo asociarse con malos caracteres sería justamente condenado como falto del sentimiento, del deber y de humanidad. Pero Dios permite algo infinitamente peor, por toda la diferencia que va de un espíritu inmortal al más libertino de los tentadores terrestres. Que lo ensaye un padre humano e imaginad la angustia con que vería a su inocente, inexperta hija, del brazo de un cumplido y fascinante seductor. ¿No sería su primer paso, poner término a semejante corruptor comercio? ¿No perdonaría ampliamente la opinión pública las violencias de su parte si apareciese que los designios del villano habían sido coronados con un éxito lamentable? Sin embargo, se entiende que el padre celestial ve esto y mucho peor a cada hora y a cada minuto del día; ve al joven, al débil, al desvalido, asaltados por un tentador sobrenatural, su propia criatura, su ángel rebelde, enteramente malo y perverso; y lo ve triunfar en su empresa de arruinar a las almas. Y entonces, el traicionado, la pobre víctima humana es castigada, no el diablo".

Proscribiendo el uso de la inteligencia moderna para la vida moderna, la Iglesia se ha habilitado para continuar explicando los hechos del presente con la inteligencia del pasado, y pudiendo así acuñar verdad obligatoria para sus fieles, con errores, mentiras y absurdos, puede confeccionarles dogmas de fe sobre lo inexplicable, lo desconocido y lo incomprensible, sobre el pasado y el futuro de la existencia humana. De ahí que los teólogos se hayan distinguido siempre; como dice Buckle, por su profundo conocimiento sobre las cosas de que no se sabe nada.

De ahí también que a los dogmas del pasado para salvar el alma es el futuro haya que tragarlos enteros, como a las cápsulas de aceite de castor, pues el que los mastica, los vomita y pierde el medicamento: "La primera cosa que me haya repugnado en la religión que profesaba con la seriedad de un espíritu sólido y consecuente, es la condenación universal de los que la desconocen o la han ignorado, dice Mme. Roland, en sus memorias. Cuando, nutrida de historia, hube encarado la extensión del mundo, la sucesión de los siglos, la marcha de los imperios, las virtudes públicas, los errores de tantas naciones, me parecía mezquina, ridícula, atroz, la idea de un creador que entrega a los tormentos eternos a esos innumerables individuos, débiles obras de sus manos, arrojados sobre la tierra en medio de tantos peligros y en la noche de una ignorancia de la que tanto han sufrido ya. Estoy turbada sobre este artículo, es evidente; ¿no lo estoy también sobre algún otro? Examinemos. Desde el momento en que un católico ha hecho este razonamiento, la Iglesia puede considerarlo perdido para ella. Concibo perfectamente por qué los sacerdotes quieren una sumisión ciega y predican tan ardientemente esta fe religiosa que adopta sin examen y adora sin murmurio; ello es la base de su imperio; y éste está perdido desde que se razona".

LA FE Y LA RAZON

A primera vista sorprende la supervivencia de tan grandes necedades morales e intelectuales al lado de los grandes ensanches aportados al entendimiento humano por las disciplinas positivas de la civilización moderna.

Pero es que aquellas enormidades representan el ideal de justicia de las épocas que precedieron a la civilización presente.

Y los creyentes de todos los credos, desde los últimos negros de África hasta los más encumbrados príncipes cristianos, desde los fanáticos que se hacen aplastar por las ruedas del Jagernaut hasta los bonzos, los derviches, los lamas y los frailes que se aburren, se maltratan y se envician en los conventos con sus tristezas confesionales, porque cada uno entiende que no tenerlas sería mil veces peor, puesto que sería la perdición entera; todos están aclimatados a la religión de su comunidad como al clima de su país, y aun orgullosos de su respectivo lote de mogigangas y tonterías, porque en ningún momento han estado en capacidad ni en imparcialidad para juzgarlas, porque no hay comparación posible entre lo que se siente y lo que no se siente, entre lo que se cree y lo que no se cree; porque no hay posibilidad de juicio para el entendimiento adulto entre lo que es precierto y lo que es prefalso, desde la infancia.

El caballo que ha crecido comiendo pasto duro en el campo se muere de inanición mordiendo palos o mascando tierra frente a una pila de maíz desgranado, como, en las grandes sequías, el hindú, vegetariano por precepto religioso, se muere de hambre en medio de un rebaño de vacas sagradas o profanas, y en la misma situación se encuentran los noctámbulos del oscurantismo, que, viviendo en el tenebroso ambiente de las verdades reveladas, se sienten enceguecidos por la claridad de las verdades demostradas, como los topos y los murciélagos por la luz del día.

Como los creyentes en la fatalidad de la suerte del viernes o del trece, los creyentes en las supersticiones católicas están aclimatados desde la infancia a la fe en los fetiches y a su régimen de terrores y esperanzas ilusorias, y perfectamente avenidos a las infelicidades y explotaciones conexas, por su profunda convicción de hacerse infinitamente más infelices si las dejasen; aclimatados a la perspectiva del fuego eterno, como a los fríos glaciales el groenlandés que sufre en las regiones templadas la nostalgia de sus nieves perpetuas.

Pero una religión desalentadora del esfuerzo personal para el mejoramiento de la condición personal es obstructiva o depresiva de la acción humana como un clima ingrato o enervante, y cuando concurren las dos circunstancias a la vez, su acción general es doble, como es el caso en las poblaciones musulmanas que habitan la zona tórrida en el viejo mundo, y el de las poblaciones católicas de la misma zona en el nuevo.

Por supuesto, todos tenemos creencias – la creencia es la expresión, el resultado, la forma de la razón humana en un asunto y en una época – pero unos tienen creencias voluntarias que pueden cambiar o dejar, como el traje civil del particular, y otros tienen creencias forzosas, como el uniforme del fraile o del soldado, que no pueden cambiar o abandonar sin incurrir en penalidades; unos tienen creencias antiguas y otros tienen creencias modernas, porque la razón humana tiene hijas mozas y tiene hijas viejas.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
180 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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