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Читать книгу: «La transformación de las razas en América», страница 2

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De su "Ensayo sobre educación", aparecido en momentos de mayor confusión de planes y programas, ha dicho Máximo Victoria: "El campanero de estos tres repiques llamaba a misa mayor cuando los escribió".

Arturo E. de la Mota.

LA EVOLUCIÓN DEL ESPÍRITU HUMANO

LA MADRE DE LOS BORREGOS

La necesidad específica del entendimiento es la explicación, como la necesidad específica del estómago es el alimento. El hambre y la curiosidad son, pues, los dos factores primitivos y fundamentales del ser humano: el uno para asegurar el crecimiento físico, el otro para asegurar el crecimiento mental, igualmente necesario para la conservación del individuo y de la especie.

Sin alas, sin cola, sin trompa, sin garras, sin colmillos, sin veneno, sin púas, sin cuernos, sin caparazón, sin agilidad, sólo por la inteligencia podía el hombre sobreponerse a las demás especies animales en la lucha por la vida; pero, en cambio, la inteligencia era de suyo un arma o un poder susceptible de desarrollarse indefinidamente, de levantarse más alto que los pájaros y de caer más bajo que los reptiles.

Es necesario obrar para vivir, y es necesario saber para obrar. Saber al derecho o al revés, saber bien o saber mal, da lo mismo para determinarse a la acción o la inacción y conducirse en ellas, y sólo es diferente para el resultado.

Para orientarse en el mundo, más allá del hábito heredado en el instinto, es necesario tener un concepto, una idea, una explicación del mundo, muy burda en un principio, y de más en más elaborada después, porque solamente las explicaciones burdas pueden satisfacer a los entendimientos burdos, y solamente las explicaciones refinadas pueden satisfacer a los espíritus refinados.

Así, para la credulidad fundamental del niño, del salvaje y del ignorante, las explicaciones son tanto más creíbles cuanto son más disparatadas, más extraordinarias, más fantásticas, que es decir, más atrayentes, más impresionantes sobre la imaginación predominante en ellos.

Los sistemas de explicación del universo, las creencias a priori sobre lo desconocido, eran tan necesarias al hombre para rumbear y desempeñarse en la maraña de bienes y de males en que se desenvuelve la vida, como las sendas y los caminos para transitar sobre el suelo, y en ambos terrenos el ensanche del tráfico tenía que producir necesariamente el ensanche de la vía.

Descubrir el modo y la razón de ser propias de los hechos y de las cosas era imposible. Imaginárselos, era fácil e inevitable, pues cercados en todas direcciones por el misterio, urgidos por la necesidad de saber para obrar y aguijoneados por la curiosidad de saber para saber, los hombres tenían que recurrir fatalmente a la cavilación para descifrar los enigmas del universo y de la vida, a fin de orientarse en el mundo y en la vida, y la loca de la casa tuvo que ser la encargada de amueblar y pertrechar la casa.

Para los primeros hombres, el antecedente conocido de sus acciones, el porqué de sus actos, fue ese misterio interior que llamamos la voluntad, y en función de este primer factor de los hechos propios se explicaron, naturalmente, los hechos ajenos como efectos de otras voluntades en las otras personas, en los animales y en las cosas, como el niño que se enoja con los juguetes indóciles a sus caprichos y los rompe, porque los cree culpables, que es decir, voluntarios; como los baqueanos de la cordillera que creen que la montaña desconoce a los forasteros y desencadena en seguida la tormenta para manifestar su disgusto; como los napolitanos supersticiosos que creen que las diligencias no gustan de los curas y se vuelcan de rabia cuando va alguno entre los pasajeros.

Tomando esta primera cosa conocida – el yo – como base o punto de referencia para la explicación de las demás cosas, el hombre llegó necesariamente a la personificación de todas las cosas del mundo real, desde luego, y a la de todas las del mundo imaginario después, suplicando en un principio directamente al sol para que enviase la luz y el calor y evitase los nublados y los eclipses, y después a Horo, a Dionisios, a Febo Apollo, a Jehová, a Dios, a San Antonio o a San Francisco.

Empezando por suponer una voluntad dentro o detrás de las cosas para explicarse las particularidades de las cosas, el hombre llegó, por refinamientos sucesivos, a imaginarse los poderes invisibles como productores de los hechos incomprensibles, encarnándolos después en los fetiches para rendirles miedo, vale decir, culto.

Y una vez concebidos los factores imaginarios de los hechos y de las cosas, sobrevino la necesidad de influir sobre aquéllos, para influir sobre éstas, y el hechicero – embrión del obispo – tomó a su cargo en la tribu la provechosa función de espantar a los malos espíritus para sanar a los enfermos.

La necesidad trae la función y el funcionario trae el procedimiento. La necesidad de actuar sobre los poderes invisibles trajo al mago y el mago trajo la magia, hechicería en segundo grado, bifurcada ya en dos ramas o especialidades en el judaísmo y en el paganismo, la una para apaciguar a los poderes imaginarios irritados o propiciarlos por medio de sacrificios, laudatorias y genuflexiones, pues "la sangre y los sufrimientos de los humanos eran el néctar de los dioses"; la otra para pronosticar o predecir sus determinaciones, interpretando, según el método de los profetas, las visiones de la imaginación exaltada por el ayuno y la soledad, en el judaísmo, o los sueños y los presagios, según el método de las pitonisas y los augures en el paganismo.

Entretanto, al lado de las viejas mitologías y liturgias perfeccionadas, surgen la filosofía y la literatura griegas, que, disminuyendo la candidez humana, quebrantan primeramente el prestigio de los adivinadores del porvenir, y luego la eficacia misma de las teogonías corrientes para responder satisfactoriamente a la curiosidad humana ensanchada en el mundo greco-latino. Y el hombre necesita, entonces, en las costas del Mediterráneo, una nueva explicación de los hechos y de las cosas, del mundo, y se la proporciona el supernaturalismo cristiano, con los dos testamentos como nueva teoría de los hechos y de las cosas, y con los sacramentos – hechicería en tercer grado – como nuevo vehículo de comunicación entre los seres humanos que sufren los accidentes de la vida y los acontecimientos del universo, y los seres sobrehumanos que los producen, suspenden o cambian a su arbitrio.

En el Oriente quedaron los astrólogos para investigar el porvenir interrogando a los astros, y los nigromantes para conocer las cosas ocultas por las ciencias ocultas; en el Occidente, los exorcistas para expulsar los demonios del cuerpo de los poseídos, y los beatos para inducir a los muertos a producir bienes y evitar males para los vivos.

Aunque muy lentamente, porque la Iglesia, prohibiendo la duda y la curiosidad para preservar sus dogmas, ha mellado los aguijones que empujan a los hombres a buscar, investigar y averiguar para saber, el entendimiento humano ha seguido creciendo siempre en amplitud y en complejidad, con disminución consecutiva y paralela del miedo a las brujas, duendes, diablos y basiliscos, y el último traje o catecismo de terrores y esperanzas imaginarias, confeccionado con las revelaciones de los profetas y de los apóstoles, llega, también, a quedarle estrecho.

El exorcismo, que había hecho víctimas a millares de millares, quemando herejes, embrujados y endemoniados, – histéricos, locos y sabios, – no pudo sostenerse ante la inteligencia humana llegada a más, y cayó el primero, definitivamente, en la aurora del siglo XIX.

En un principio, la Iglesia, por entonces omnipotente, luchando contra la incredulidad naciente, consigue mantener la integridad de su explicación-credo, destruyendo o aplastando a los que, desde el Renacimiento, empiezan a excederla en capacidad mental, pero éstos siguen brotando en todas partes y en tal progresión que la guerra, la excomunión, el tormento y la hoguera, funcionando en el máximum, no bastan, al fin, para extirparlos, y a su turno, ella también empieza a batirse en retirada, ante la marea creciente de los curiosos insatisfechos con la última explicación de lo natural por lo sobrenatural.

Porque la alquimia ha venido abriendo el camino a la física y a la química, han renacido la filosofía, la literatura y el arte, y el entendimiento humano, de nuevo en camino, empieza a repugnar los milagros de los muertos y los extravíos histéricos de los profetas y de los doctores de la Iglesia, en que siguen comulgando los pobres de espíritu.

Una nueva explicación del mundo empieza a ser necesaria para las inteligencias abiertas de la Europa y de la América, y la inician en el último siglo las ciencias positivas, prescindiendo del origen incognoscible de las cosas para explicar los hechos naturales por sus causas naturales; abandonando el porqué se producen, que hasta aquí ha separado a los hombres en fieles e infieles, enconados y enfurecidos recíprocamente sobre su diferente explicación a priori de los misterios del universo, para contraerse a investigar el cómo se producen, que siendo uno mismo para todos los observadores, constituye un capital común para los hombres de todas las razas, de todos los colores, los lugares y los climas, un vínculo de acercamiento recíproco para beneficio mutuo.

Y sin un sacerdocio desligado de la familia y de la patria y consagrado exclusivamente a propagarlo y explotarlo, sin órdenes de caballería y de predicadores a su servicio, sin jesuítas combatientes a sus flancos, sin misioneros que la difundan, sin un pontífice a su frente, sin déspotas que la impongan por la fuerza, la última explicación del universo y de la vida se ensancha, difunde y extiende espontáneamente, no sobre el filo del sable, como las religiones medioevales, sino en alas del libro y del periódico, enrolando por su propia superioridad intrínseca a todos los hombres y las mujeres, a medida que superan el nivel intelectual del pasado que produjo las supersticiones oficiales de las religiones oficiales, pues del mismo modo que el fetichismo católico, v. gr., resulta inadecuado para las tribus de negros de África, porque les queda demasiado grande para su entendimiento demasiado estrecho todavía, resulta, también, inadecuado para las inteligencias desenvueltas de la Europa y de la América porque les queda demasiado chico y demasiado mezquino.

De la crasa ignorancia a la más grosera superstición, y, ayudando la benignidad del clima y la fertilidad del suelo en las regiones privilegiadas, de una en otra superstición hasta la más alta, de la más alta a la ciencia; del credo obligatorio al libre pensamiento, de la verdad revelada a la verdad demostrada; de la magia religiosa a la mecánica racional; de las palmas benditas al pararrayo; del milagro al vapor, al ferrocarril, al telégrafo, al teléfono; de la rogativa a la cirugía y los sueros; de la censura eclesiástica a la libertad de la prensa; de "la santa ignorancia" a la instrucción obligatoria, tal ha sido la marcha ascendente del espíritu humano, impelido por la necesidad de conocer el porqué de las cosas para conducirse enfrente de las cosas.

Cuestión de millares o de centenares de siglos para subir los primeros escalones de la evolución, de decenas solamente para los últimos, ha llegado a ser, bajo el impulso de la instrucción pública liberal, cuestión de sólo docenas de años para alcanzar aumentos apreciables de capacidad mental en el individuo y en la comunidad.

Pues, según leyes sicofisiológicas conocidas, el órgano que se ejercita se desarrolla, y alguna parte de esto o la aptitud para reproducirlo, se transmite, también, grosso modo, a la descendencia, por manera que, una vez así levantado por los hombres superiores y los medianos de una época el nivel moral o intelectual de la subsiguiente, los de ésta, emergiendo para su respectiva carrera desde una plataforma o base más alta, llegan más lejos con el mismo caudal o impulso, que es lo que explica el hecho notorio de que los hombres medianos y los superiores de Francia, por ejemplo, tomados en conjunto, valgan muchas veces más que los de España, en la misma pretendida raza latina, o los de la Argentina – que tuvo un Rivadavia, un Mitre y un Sarmiento, – mucho más que los de Bolivia, que ha tenido muchos obispos y ningún educador, en la misma América del Sud y del Papa; lo que explica que un Voltaire, un Michelet, un Renan, un Taine, un France, siendo un hecho natural en Francia, serían un caso prodigioso en España, absolutamente imposible en Marruecos.

Ahora, la superstición, que no es más que un conocimiento falso de las cosas, es una forma de actividad de la mente – muy pobre, sin duda, pero "más vale algo que nada" – y de acuerdo con las leyes precitadas, la mente desarrollada por las primeras supersticiones, cuán lentamente lo fuera, creció, al fin, en alguna parte, lo bastante para excederlas, haciendo necesarias las segundas, después las terceras, y así sucesivamente, hasta culminar el género en el paganismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo, que rematan la edad de la imaginación.

Pobremente alimentada con patrañas, mitos y leyendas, la inteligencia humana ha crecido, al fin, lo bastante para necesitar alimentos más consistentes, explicaciones menos fantásticas y más positivas de los hechos y de las cosas del mundo, y se inicia, entonces, la edad de la razón, con el dominio progresivo del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, conquistadas con los métodos positivos de investigación.

Como los hombres mismos, como los animales todos, que al término de su limitada carrera pasan a ser carga y estorbo, cartas de más en la baraja de la vida universal, que no puede conservar su perpetua juventud sino por la renovación perpetua, las creencias que se prolongan más allá de su radio de eficacia, acaban, como las uñas desmesuradamente alargadas de los aristócratas siameses, por embarazar y estrechar la existencia, debiendo ser, entonces, barridas por el olvido y la muerte bienhechores, para dar lugar a nuevas entidades, a nuevas formas del movimiento perpetuo de la materia. La evolución de las creencias ha sido paralela con la del entendimiento, y los dioses, los semidioses y las semidiosas actuales descienden de los fetiches prehistóricos, como el hombre contemporáneo desciende del hombre de las cavernas.

El empeño de mantener en pie lo que ha madurado para caer y desaparecer, se paga irremisiblemente en pérdida de vida nueva, y podría decirse que la mortalidad prematura de los hombres por intolerancia, imbecilidad remanente, ignorancia, miseria, suciedad, indolencia, pesimismo, etc., etcétera, está en los diferentes países en razón directa de la antigüedad y de la inmovilidad de sus respectivas creencias sobre el universo y la vida, que les impiden llegar sucesivamente a mejores procedimientos de disminuir el mal y aumentar el bien. Basta recordar que la peste humana, que puede ser detenida con sólo matar ratones desde que se ha encontrado su bacilo, aniquiló la cuarta parte de la población de la Europa, cuando las epidemias eran combatidas con rogativas y procesiones, en el siglo XIV.

Las creencias son así un producto fatalmente pasajero del entendimiento humano en crecimiento incesante desde que se puso en marcha huyendo del mal y buscando el bien. Todo lo que ha sido materia de los terrores y de las esperanzas de los hombres en una época o en un estado de la evolución progresiva de la humanidad civilizada, ha perdido su valor en las subsiguientes. En el árbol de la vida síquica, las hojas envejecen también, se secan, se caen y son reemplazadas por otras en la subsiguiente primavera del espíritu. En la inmensidad del tiempo, toda teoría de la vida es como la paja que lleva el viento, como el árbol que crece en el suelo y que no puede instituirse por sí mismo en ejemplar único y definitivo del reino vegetal sobre la tierra.

EL MENSAJE DE LA ESFINGE

El primer rompecabezas en que se estrellaron los primeros caviladores ansiosos de saber misterios interrogando a la Esfinge, fue, sin duda, el fenómeno siempre imponente y universal de la muerte. Y una vez asomados al "agujero de sombra", y puestos a resolver el insoluble enigma, el deseo de ser y la imposibilidad de pensarse no siendo, les llevaron fatalmente a imaginarse una continuación ulterior de la vida.

Y aquí fue Troya, pues la emigración de los habitantes de las tumbas y la invasión del mundo de los vivos por los muertos, que se enseñoreaban de todas las cosas y de todas las gentes, esparciendo sobre los dominios de la vida las fatídicas tinieblas del reino de la nada, empezó entonces, y no ha concluido aún, sino para una feliz minoría de afortunados que ha conseguido ya escapar a la incontrarrestable tiranía de los potentados de la eternidad y a la abrumadora carga de sus representantes en la actualidad.

El hombre también había sacado un mundo de la nada, mejor dicho, una trinidad de mundos fantásticos, lamentablemente absurdos, inicuos, atroces, con un desván o entresuelo complementario para los cretinos y los recién nacidos: el mundo de los eternamente felices, el de los temporalmente desgraciados y el de los eternamente felices, mundos de muertos resucitados que se convierten en señores invisibles, intangibles, ubicuos y omnipotentes para el bien y el mal de los vivos, en dioses, semidioses, ángeles, demonios, penitentes y condenados en reclusión o en ambulación.

Desde luego, los hombres que siguen viviendo después de muertos siguen siendo capaces de hacer bienes y males – pues esto es la característica de la vida – y estando ya fuera del alcance de los medios defensivos y represivos, no quedaba más remedio inmediato que encerrarlos bajo la tierra, clavados por el centro del pecho con una sólida estaca o asegurados con una piedra pesada sobre la fosa, para que no pudieran salir a molestar a los vivos con sus rencores insaciados o sus venganzas pendientes, que fue el lejano origen de los mausoleos modernos, según Grant Allen, o, finalmente, enterrarlos "en sagrado" y hartarlos de responsos, misas, novenas y rosarios, para que el ánima del muerto no salga en fantasma errante a penar por este mundo, hambrienta de oraciones de sus deudos, amigos y conocidos, para conseguir indulgencias en el otro.

Pero los que no eran enterrados quedaban sueltos, y todas las precauciones posibles eran naturalmente ineficaces para sujetar a los ultrapoderosos, que resucitaban quand même, y removiendo las losas salían de su sepulcro, y subían al empíreo o descendían al infierno, desde donde llegaban a ser más poderosos aún, y más caprichosos, rencorosos y vengativos todavía. Y del temor póstumo a los fuertes, supuestos coexistiendo con los débiles en una forma o manera aún más irresistible y peligrosa para éstos, nació el culto de los dominadores muertos, y el carácter sagrado de sus descendientes directos, considerados naturalmente como intermediarios más eficaces para suplicarles auxilio y favores en los trances difíciles.

Así el primer jefe hereditario en el grupo humano primitivo es al mismo tiempo sacerdote y rey, y entra en su reinado póstumo con prestigios dobles. Desde aquí arranca el derecho divino, que queda anexo a cada una de las dos funciones, cuando más adelante se separan, por las exigencias de la división del trabajo.

Y como estos dioses rudimentarios eran temidos en la proporción en que habían sido poderosos y temibles en vida, los caudillos sobresalientes deslucían a los comunes en la imaginación de los sobrevivientes, como el sol a las estrellas durante el día, relegándolos a subdioses, y magnificados aquéllos después por la leyenda, vinieron a ser dioses locales o tribales, dioses nacionales más tarde, con el triunfo de su tribu sobre otras tribus, dioses universales, finalmente, y por el mismo proceso de abultamiento fantástico que en la antigüedad griega levantaba la reputación de poder sobrenatural de una estatua particular de Júpiter, de Venus o de Minerva, sobre todas las restantes, y que en la actualidad católica y cismática destaca la reputación milagrosa de una entre los millares de imágenes o de estatuas de la Virgen o de los santos, sobre todas las de un país, como sucede con la de San Nicolás de Rusia, o con la de Luján entre nosotros, o sobre la de todos los países como ocurre con la de Lourdes en Francia.

Rudimentaria y confusa en los primeros engendros, esta segunda existencia del hombre se define y precisa en la imaginación, con el andar del tiempo y de la imaginación, hasta adquirir contornos completamente definidos, y, en ciertos momentos de la historia, aun más definidos y precisos que los de la vida real, aunque participando siempre de sus caracteres, pues el ideal es una destilación de la realidad en ficciones; el hombre no puede escapar de sí mismo, y cuando ha concebido a Dios con los materiales al alcance de su fantasía, resulta no haber hecho más que una transfiguración de sí mismo, una personificación de fuerza, de poder, de voluntad, de inteligencia sublimadas.

Así, poco a poco, vino organizándose la concepción de una voluntad previa, como antecedente del mundo real y un mundo imaginario para la vida imaginaria, con su correspondiente regidor y juez supremo, con su corte celestial y sus gehennas y su portero perpetuo, y, poseídos de incurable terror ante el factor universal de la vida y la muerte, de las plagas, las pestes, los terremotos y las tempestades, los hacedores de dioses no volvieron a tenerlas todas consigo, ni aun cuando discurrieron apaciguarlos con sacrificios humanos en un principio, principalmente primogénitos, niños inocentes y doncellas, y finalmente con el sacrificio parcial de la circuncisión, sustituida entre los cristianos por el bautismo; con sacrificios de animales más adelante, de preferencia corderos, palomas y toros célibes; con sacrificios de dinero y alhajas, en último resorte, como se estila ahora; ni aún sacrificándolo él mismo a él mismo – el sacrificio máximo – esto es, comiéndoselo en persona, desde luego, para tenerlo adentro en manera de específico deificante y depurante de maldades y pecados, como lo practican actualmente los ainos de la isla de Sakalín, cuyo Dios anual es un oso cazado cachorro en el bosque, criado con golosinas, mimado y venerado, y al fin muerto, descuartizado, distribuido y comido solemnemente en la gran fiesta religiosa; comiéndoselo, más tarde, en la persona de un vicario consagrado anualmente, como lo practicaban todavía los mejicanos en la época del descubrimiento de América; y, finalmente, en el canibalismo simbólico de la misa, según la forma copiada del culto de Mitra, en el pan y el vino de la eucaristía transubstanciados por ceremonias mágicas en la carne y la sangre del hijo de Dios sacrificado a Dios – última expresión del cordero pascual y del inocente chivo emisario, encargado de llevarse al desierto los pecados de los hombres y expiarlos con sus propias penurias y tribulaciones.

Dos vidas distintas, en dos mundos diferentes, con sus respectivos regidores, implicaban, naturalmente, dos despotismos sobre una sola existencia, dos gobiernos simultáneos con sus correspondientes jerarquías paralelas de funcionarios para velar por el cumplimiento de las dos clases de obligaciones del súbdito simultáneo de Dios y el Rey – el altar y el trono. Los obispos y los curas, como delegados del reino de los cielos para dirigir las almas, atar y desatar desde aquí para allá, para absolver y condenar, exigir contribuciones y consumirlas, administrar la gracia y la ira divinas, imponiendo penitencias y excomuniones o concediendo indulgencias; el príncipe y sus lugartenientes y delegados para las mismas funciones en lo concerniente a los asuntos de la tierra.

Las pirámides de Egipto son un testimonio en piedra de la magnitud de las cargas reales que recayeron sobre las espaldas de los vivos por la invención de la vida de los muertos, en una de sus millares de formas diferentes.

Se sabe que en algunas regiones, en épocas remotas, los esclavos eran enterrados vivos con el cadáver del amo, y que hasta el siglo pasado era costumbre en la India quemar vivas a las viudas con el marido difunto, pero, generalmente, se enterraba a los muertos con provisiones en especies materiales para la vida ulterior, principalmente granos, que, brotando más lozanos en la tierra removida y abonada por los detritos del difunto, dieron origen a la agricultura, según la famosa teoría de Grant Allen, y hoy se les entierra con provisiones en especies espirituales, porque la vida eterna tenía que ser pensada, finalmente, sin las circunstancias de la existencia real, o de lo contrario no podía ser eterna. Por lo tanto, sin renovación de los materiales del organismo, sin necesidad de comer, de dormir, de beber, de vestirse, eternamente igual, sin nada en que pensar, sin nada que hacer – fuera de bostezar a pasto – sin amor, sin odio, sin hijos, sin día y sin noche, sin bien y sin mal, sin pensamiento y sin acción, vale decir, sin conducta – la más aburrida especie de vida que haya sido posible imaginar, o bien, con hambre y sed y sueño y odio y noche y calor o frío inextinguibles, que es decir, la más absurda.

Desde que la vida imaginaria es ilimitada por construcción imaginaria, la vida real, con sus dichas y desdichas transitorias, es nada más que el prólogo o la introducción a la dicha o la desdicha perpetuas, de donde resulta que "los muertos son los vivos y los vivos son los muertos", según la expresión de A. France, o más bien, es un trocatintas, pues los vivos pueden obrar en el otro mundo, sacando ánimas del purgatorio, por ejemplo, y los muertos pueden hacer todas las cosas de este mundo, hasta proporcionarles marido a "las hijas de María" que se lo piden a San Expedito, cuando están apuradas.

Pero, desde que los grandes objetivos del hombre, intoxicado de terrores y de esperanzas sobre la vida futura, vinieron a estar fuera de este mundo, este mundo quedó fuera de la atención de los hombres, y por ende, las leyes naturales, que han proporcionado los maravillosos recursos de la civilización moderna, quedaron en la edad media fuera del alcance del entendimiento humano, totalmente absorbido por la preocupación angustiosa de las entidades y de las cosas sobrenaturales, deslumbrado por el espejismo del otro mundo hasta dar la espalda a la vida real y el frente a la vida imaginaria, por entender que la más alta y noble ambición del hombre era la de "sentarse eternamente a la diestra de Dios padre", después de muerto, con lo que resultaba estúpido, degradante y vil todo anhelo de felicidad antes de morirse.

Y el mundo real, estigmatizado como uno de los cuatro enemigos del alma, quedó ignorado hasta la aurora de los tiempos modernos mientras se difundía la monomanía del más allá que hizo de la Europa medioeval una simple variante de la China contemporánea, pues si en ésta el hombre vive para los muertos, en aquélla el hombre vivía para después de muerto.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
180 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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